31 diciembre 2020

2020, el año en que no nos separamos

2020 es un año que nadie se atreverá a olvidar. La pandemia hizo que muchas generaciones vivieran un mundo del que solo sabían por los libros de historia y algunos clásicos de la literatura universal. Pero por más que Daniel Defoe o Albert Camus nos prepararan para el confinamiento, el miedo y las muertes, fue muy difícil de asimilar.
Se dice que nunca más volveremos a vivir como vivimos hasta el 2019. Pero no todo en 2020 fue terrible, al menos para Diana y para mí. Es cierto que fue un año totalmente diferente al que habíamos planeado. Perdimos boletos de avión, reservas en hoteles y la posibilidad de conocer el verano de la laguna de Walden, en el bosque de Concord donde vivió Thoreau.
Tampoco pudimos volver, como queríamos, al lado francés de los Pirineos, donde Diana se proponía seguir buscando el rastro de los Sarlabous. Eso incluía, como ya era costumbre, una semana en Calella de Palafurgell, donde Renay y Elina. Iba a ser un año de constantes viajes. El mismo día que cerraron las fronteras dominicanas, Diana debía volar a Colombia.
A cambio de todo eso, tuvimos la posibilidad de no separarnos en 12 meses y de compartir los mismos metros cuadrados semana tras semana. Durante 365 días de aislamiento, pudimos comprobar que el modo de vida al que nos sometió la pandemia no está lejos de la que quisiéramos llevar siempre. Por eso nos concentramos en construir y sembrar en nuestra Loma.
El 18 de agosto de 1853 (Martí tenía meses de nacido), Henry David Thoreau advertía que la naturaleza nos incita y nos reprueba. “A qué tempranas alturas del año empieza a ser tarde”, se preguntaba. Hoy, 31 de diciembre de 2020, puedo asegurar que aún es temprano para nosotros. Si estamos juntos, siempre nos quedará tiempo. ¡Feliz 2021!

28 diciembre 2020

El país más lindo del mundo

Desde la primera vez que Elia Sosa, mi suegra, nos visitó en la Loma de Thoreau, me pidió que agregara otro pasamanos a la escalera que baja a las habitaciones. Ella tiene dificultades para caminar y necesita un doble apoyo. Para esta Navidad decidí complacerla.
Primero fui a la ferretería. Como ya tenía las piezas para fijarlos en la pared, compré un tubo de ¾, 6 codos y 6 niples. Ahora necesitaba cortar el tubo en tres y hacerle roscas en cada extremo. Sierra, el dueño, se ocupó en persona de contactar al herrero (somos sus clientes, siempre me envía un single malt por Navidad).
La herrería de Sterling está justo frente a la iglesia del Carmen (para colmo de coincidencias, es la patrona de Jarabacoa y Manicaragua. Nací en su día, el 16 de julio). El herrero dejó lo que estaba haciendo y me atendió. En una silla, no lejos de él, estaba su padre. De inmediato reconocí que el anciano padecía de Alzhéimer.
Desde que mi madre murió, evito cualquier referencia a esa enfermedad. Aún no sé lidiar con la tristeza que me cae encima. Pero al final, para que el hombre pudiera concentrarse en mis roscas, tuve que darle una mano con el anciano, que estaba empeñado en encender un torno inmenso.
—¿Tú eres cubano? —me preguntó con rara coherencia.
—Sí —le respondí con mi mirada más cándida—. ¿Cómo lo supo?
—Por el acento, chico.
—¡Ah!
—¿Y usted conoció a Cuba?
—Cuba fue el país más lindo del mundo.
—¡Anjá! —Exclamé con esa sobreactuación que se le habla a los niños— ¿Y qué le gustaba de Cuba?
—El torno, tengo que prender el torno.
No volvió a reparar en mí, de pronto me volví invisible para él. El herrero me cobró muy poco y, conmovido por su padre, quise dejarle una propina que rechazó. Cuando estaba fijando los pasamanos, después de conseguir todo con la ayuda de amables dominicanos, comencé a hablar conmigo mismo.
—Vivo en el país más lindo del mundo—, me dije.

Tiempo para mirar

Cuando construimos la primera cabaña de la Loma de Thoreau, que es donde vivimos, cada metro contaba. Como acabábamos de comprar el terreno y queríamos tener un lugar donde poder dormir lo antes posible, le pedimos al arquitecto Carlos Borrell que fuera estricto.
Aun así, seguimos quitamos elementos que no eran imprescindibles. En una última poda, eliminamos una terraza que nos permitiría caminar por los costados de la cabaña y apreciar mejor el paisaje. La decisión era dolorosa, pero necesaria para que el proyecto fuera viable en aquel momento.
Los días de las montañas, como la gente que las habita, avanzan lentos. Por eso a veces uno se siente como Alicia durante su caída en el pozo. Siempre tiene tiempo de sobra para mirar alrededor y hacerse preguntas. Las mías, a diferencias de las de Alicia, no siempre son sobre el futuro. 
El pasado es un lugar que disfruto tanto como el presente o lo por venir. Hay lugares a los que siempre tengo deseos de volver. De ahí que la Loma de Thoreau para nosotros sea también un camino de regreso. Aquí yo vuelvo al Escambray y Diana a las montañas que dejó de ver en su infancia, el día que se subió a un tren nocturno y amaneció en el exilio.
Cuando le pedimos a Carlos Borrell que diseñara la nueva cocina, aprovechamos para recuperar la posibilidad de caminar alrededor de la cabaña. Ayer descubrí a Diana mirando desde su nueva terraza, con la misma obsesión de Alicia por los detalles. Recuperaba por fin la experiencia de la que tuvimos que privarnos al principio. 
Ahora a ella, como al personaje de Carroll, le sobra tiempo para mirar.

27 diciembre 2020

La luz del domingo

No hay luz como la luz del domingo. Por eso, esté donde esté, siempre salgo a buscarla. A mis 53, colecciono domingos de toda índole: inolvidables, terribles, bellísimos, horrorosos, excitantes, aburridos… Pero todos, sin distinción, tuvieron una luz fuera del alcance del resto de los días de la semana.
Anoche, en la madrugada, me levanté a orinar (ya admití que tengo 53 años) y las luces de Jarabacoa no se veían al final de la oscuridad. Eso quería decir que la neblina había regresado. Salí a la terraza y escuché el murmullo de la llovizna. Me alegré por las azaleas y los cipreses que sembramos ayer.
Pero, después de tantos días lluviosos, deseaba un día soleado. A las 8 de la mañana ya me habían complacido. Ahí estaba esa luz que he hallado en territorios tan distantes como Las Villas, Jalisco, Castilla, Georgia o el Cibao. Sin importar la latitud ni la época, el domingo siempre se las arregla para sorprenderme. 
No hay luz como la luz de la mañana de domingo. Eso lo comprobé escuchando el piano de Emiliano Salvador en esos dos minutos y dieciocho segundos que dura una de sus piezas más hermosas. Antes, lo reconocí viendo al domingo irse, en el último tren de la tarde, del Paradero de Camarones.

En los 53 años de Renay Chinea

Hoy es el cumpleaños de mi hermano Renay Chinea, uno de los tipos más lúcidos y buenos que he conocido en mi vida. Nacimos y nos criamos a unos pocos kilómetros de distancia. Él en Mal Tiempo y yo en el Paradero de Camarones. Pero la geografía no nos ayudó, solo coincidimos ya éramos viejos. 
Por años, tuvimos que oír el uno del otro. Los que me hablaban de él y los que le hablaban de mí, coincidían en que éramos idénticos. Parientes, conocidos, amigos, ex novias y hasta enemigos no se cansaban de señalarnos puntos en común. Por fin nos encontramos en septiembre de 2018. 
Entonces descubrimos que en verdad nos parecíamos muchísimo, desde la forma de ser y pensar, hasta la manera de joder y burlarnos de todo (empezando por nosotros mismos). Recuerdo que Elina y Diana se hicieron la misma pregunta: “¿Cómo se van a reconocer en la estación de Girona, en medio de tanta gente?”
“Los guajiros de Las Villas somos inconfundibles”, respondimos los dos por separado. No puedo celebrar su cumpleaños sin brindar por el enorme privilegio que significa para mí ser cuñado de Elina y tío de Pipo y Lucas. Un abrazo grande, compay. Este Brugal va por ti.

26 diciembre 2020

La mirada salvaje de un cazador

El día que Buck se sumó a nuestra familia fue muy tenso para todos. Jack ya vivía en la Loma con Laika (ella lo cuidó desde cachorrito, por eso aún hoy es un labrador que se comporta como un bóxer). Pero nuestra querida perra ya estaba vieja y enferma, cada vez que volvíamos a la Loma la encontrábamos peor.
Diana y yo lo habíamos comentado más de una vez. Teníamos que buscar una cachorrita para que Jack no se quedara solo cuando Laika ya no estuviera. Entonces fui al supermercado con una pequeña lista de cosas que comprar y pasé junto a la tienda de mascotas. Allí estaba él. 
Su mirada fue irresistible. Tuve que entrar y meter mis dedos en la jaula para acariciarlo. Era una devolución (por eso sobresalía del resto) y estaba en descuento. Una humillación para un animal tan hermoso. Logré un descuento aún mayor y me aparecí con él en casa. 
“¡Todavía no era el momento!”, protesto Diana. Discutimos un largo rato. Ella y yo no separamos nada, desde el dinero hasta las decisiones. Por eso le molestó tanto que me apareciera con aquel perro que, nada más entrar, empezó a derribarlo todo y se lanzaba contra las puertas de cristales.
Hubo que sedarlo para traerlo a la Loma. Todo el camino durmió en el regazo de Ana Rosario. Pocos días después Laika murió y en apenas unas semanas Buck se convirtió en el jefe del territorio. Aunque me relaciono con ellos sin distinción, debo admitir que él siempre se las arregla para estar a mi lado.
Por eso ve todo lo que hago. Cada vez que he atrapado un ratón. Él me acompaña a buscar el cubo de agua para ahogarlo y me avisa cuando deja de ver las burbujas. Hace unos días, me vino a buscar y me llevó a su tina de agua. Había un ratón ahogado. Luego dos. Después otro.
Hoy en la madrugada me extrañó que no estuviera en la puerta esperándome y salí a buscarlo linterna en mano. Estaba en la tina, ahogando a un ratón que acababa de atrapar. No me saludó hasta que dejó de ver burbujas. Aunque su mirada sigue siendo irresistible, en ese momento era la mirada salvaje de un cazador.

20 diciembre 2020

Un minuto y dieciséis segundos donde mi padre aparece

Mi primo Lazarito era lo primero que me venía a la cabeza cuando escuchaba la palabra Habana. Luego recordaba el sabor del queso crema, las galletas de soda y de aquella delicia que mi tía Sixta nos hacía antes de irnos a dormir. Muchos años después supe que la manera correcta de escribirlo era Quaker.
Los Venegas siempre fueron muy unidos… hasta que hubo que declararlos en grave peligro de extinción. Ya no queda ninguno de la segunda generación y los sobrevivientes de la tercera estamos desperdigados por el mundo. Lazarito, el único que permanece en La Habana, me manda besos y regaños a cada rato.
Primero me dice que me extraña mucho y, casi a reglón seguido, me reclama que la familia es la familia (se comporta como un descendiente de sicilianos y no de guajiros de General Carrillo). La última vez que nos vimos estuvimos abrazados por un tiempo que, según mi Cucha, fue interminable. Llorábamos, llorábamos.
Este video me lo envió él. Es la fiesta de 15 de una prima. Cuba, años 80 del siglo pasado. Todos aún estábamos vivos. Un minuto y dieciséis segundos donde mi padre aparece. Nunca sospeché que lo volvería a ver en movimiento, que recuperaría sus gestos… y sus besos (los Venegas somos muy besucones).
Primero aparece con Nori, su cuñada, la esposa de mi tío Cipriano. Después con Maricela, la más bella de mis primas. Papi mira a la cámara y sonríe. Hace 27 años que no veo esa sonrisa, pero sé perfectamente que se debe a una mezcla perfecta de felicidad con ron.
Mi primo Lazarito ahora es lo primero que me viene a la cabeza cuando escucho la palabra Cuba. Comprobé eso cuando vi un minuto y dieciséis segundos donde mi padre aparece y luego, casi al final, él baila con mi tías Sixta y Ramona.

19 diciembre 2020

Escoger el arroz

Atlántida escogía el arroz oyendo danzones. Su minuciosa labor coincidía con un programa dedicado al “baile nacional cubano”, que ya en aquella época (años 70 del siglo pasado, estaba extinto). Muchas veces, de codos en la mesa y lo más cerca posible de ella, la ayudaba.
Fue así que, mientras sacaba machos (los granos que se habían quedado con la cáscara), basuras y piedrecitas, aprendí a distinguir “El cadete constitucional” de “El bombín de Barreto”. Mi abuela siempre escogía el arroz sobre un mantel blanco, blaquísimo, donde los gorgojos no tenían escape.
Cuando llegamos a República Dominicana y mi madre descubrió que no era necesario escoger el arroz, dio una de sus primeras palmadas de alegría en el exilio (ella tenía esa costumbre, cuando algo la hacía feliz, golpeaba al aire con sus dos manos). “¿Tú sabes lo que es no tener que escoger el arroz?”, dijo maravillada.
Entonces ninguno de los dos pensó que, gracias a aquellos paquetes empacados al vacío, perderíamos una vieja tradición familiar. Ana Rosario, su nieta, ya no tendría la oportunidad de perder ese precioso tiempo, mientras la ayudaba a apartar machos, basuras y piedrecitas.
“Mira bien —me decía Atlántida mientras hundía sus dedos en mi pila de arroz ya escogido—, que esa descascaradora a la que va tu abuelo está cada vez peor”. A veces acabábamos discutiendo, me molestaba que no confiara en mí y revisara todo lo que había hecho. “¡Ya ves!”, decía cuando por fin hallaba algo.
La orquesta de Antonio María Romeu no paraba de tocar hasta que Atlántida acababa de escoger el arroz. Entonces ella doblaba su mantel blanco, blanquísimo, y el silencio de la mañana volvía a la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones.

15 diciembre 2020

Los rincones

Siempre he preferido los rincones a los espacios que llaman la atención y se roban el protagonismo. Por eso les doy tanta importancia a los vericuetos, a lo que casi nadie ve, a lo que suele pasar inadvertido. Mi casa, la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, estaba llena de escondrijos.
En las puntas de los dos andenes, había sendos arbustos (uno de muralla y otro de salvia), que envolvían a los que llegaban hasta ellos. En el patio, entre los árboles y las flores de Atlántida, se abrían túneles por los que se podía recorrer todo de un extremo al otro.
Inspirado en aquel mundo, al que mi abuelo Aurelio siempre le encontraba un sentido, construí este rincón. Para ser del todo honesto, la solución se le ocurrió a Diana. Con los sobrantes de la obra, cncubrimos el tanque de la basura y sembramos un croto (nunca faltó uno en los jardines de mi pueblo).
Por último, pusimos una piedra del arroyo Cercado. Ese hilo de agua helada, que pende de la Cordillera hasta despeñarse sobre el Yaque del Norte, es nuestra actual salida al mar. Cerca, croto y piedra convivirán con nosotros en los próximos años, decidiendo eso que los antiguos llamaban vida cotidiana.

Un sancocho de despedida

Hoy me tocó despedir, en nombre de mi Cucha y mío, a todos los que trabajaron de manera intensa (y tan apasionada como nosotros) en la construcción de la “escambraica cocina” (así la hubiera llamado Martí) de la Loma de Thoreau. Todos querían un sancocho de Maribel. Y los complacimos.
Maribel trabaja con nosotros hace ya algún tiempo y, según los entendidos, tiene el mejor sazón de este lomerío. Ella misma escogió los víveres (auyama, yautía, papa, plátanos…) y la carne (pollo, res, masas de cerdo, chuletas ahumadas y longaniza). A petición mía, echó el doble de longaniza. 
Luis Abreu, el maestro constructor, trajo de su casa un caldero que está “curado”. Les propuse ponerlo encima de la parrilla del barbacue, pero Maribel me dijo que confiaba más en dos blocks y lo desmontamos todo para complacerla. Cuando el caldo empezó a hervir, el olor debió llegar al Pico Duarte.
Estamos muy agradecidos de Luis y sus obreros. Son campesinos de la zona, muchachos que trabajan en la construcción porque ya “el campo no dá”. Eduard, Stanley, Campio, Deivi, el Menor y todos los que trabajaron desde la excavación y los cimientos hasta el acabado. 
Julio el Haitiano (nunca quise preguntarle su verdadero nombre) y sus compatriotas, que hicieron los caminos de lajas y levantaron los encaches. Robert, el ebanista, y su tropa de carpinteros. Gracias a ellos pudimos adaptar los muebles de la vieja cocina al nuevo espacio.
Han sido dos meses de duro trabajo. Más de una vez perdí los estribos o monté un berrinche. Por suerte ellos saben que soy bueno y como bueno me supieron aguantar. Debo confesar que, durante el proceso, nos ha pasado por la cabeza que hubiéramos querido hacer todo esto en el Paradero de Camarones o en El Cristo.
Es por eso que estamos doblemente agradecidos de República Dominicana, Encima de que nos permite hacer realidad nuestros sueños, soporta esas infidelidades. Hoy fue un día largo, larguísimo. Estoy feliz y exhausto. Ese raro estado de ánimo que te excita, pero no te deja moverte.
Todo empezó cuando Maribel subió cargada del pueblo y un olor, el más exquisito olor a leña y especias que alguien pueda imaginar, llegó hasta mí.

11 diciembre 2020

Feliz día, montañas

Viernes 11 de diciembre. Hoy debíamos volver a Santo Domingo, pero decidimos quedarnos hasta mañana. Como siempre, nos levantamos a las cinco. Cuando salí a saludar a los perros, comprobé que aún lloviznaba. La neblina era tan densa que apenas distinguía a Jack y Buck.
En la mañana traté de llegar al vivero en el buggie. Necesitamos más Philodendron Hope para debajo de la terraza (son muy resistentes a la falta de agua y luz), pero no pude pasar del pueblo. Compré en el mercado una lista que me hizo mi Cucha y volví con un aguacero torrencial pisándome los talones.
“¡Hoy es el Día Internacional de las Montañas!”, me dijo cuando llegué. En las montañas vive el 15% de la población mundial y se atesora el 50% de la diversidad biológica del planeta. La mitad de la humanidad se suple de agua dulce gracias a ellas. Es decir, que esa barrera que ellas suponen nos ha salvado.
He pasado toda mi vida entre dos islas y nunca he vivido a más de 24 kilómetros del mar (esa es la distancia que hay entre el Paradero de Camarones y Cienfuegos). Tengo 53 años y no creo que haya ido 53 veces a la playa. Siempre que lo he hecho, ha sido por iniciativa de otros.
En las montañas, sin embargo, siento lo mismo que debe sentir un lobo de mar en medio del océano. Al final de la tarde, exhaustos por un largo día de trabajo, Diana y yo nos sentamos frente a dos copas de vino. La neblina quiso que el momento fuera aún más especial y lo borró todo, salvo a nosotros.
Feliz día, montañas, gracias por permitirnos ser parte de ese 50% de la biodiversidad del mundo que vive por ustedes.

10 diciembre 2020

Nota informativa

Hace más de 24 horas que llueve sin parar en el Cibao. Hoy no le vimos la cara al sol. La neblina medió entre nosotros en todo momento. Aunque adelantamos algunos trabajos bajo techo, no fue mucho lo que avanzamos. Ahora solo nos quedan cinco días laborables. 
Esta jornada era clave, pero no nos damos por vencidos. Todavía creemos que podemos acabar antes de que Quintas del Bosque, el desarrollo inmobiliario donde está la Loma de Thoreau, ordene paralizar las obras de construcción hasta el 5 de enero.
Para colmo de complicaciones, mi Cucha me ha pedido que mueva tres lámparas en el comedor. Lo cual implica abrir hoyos en las vigas de madera, masillar, lijar y pintar de nuevo. Le propuse aplazar eso para enero, pero dijo que no con la cabeza y cambió de conversación. Eso quiere decir que no insista.
Ella tiene más confianza que yo en los guajiros del Paradero de Camarones. “Hagamos eso a primera hora de la mañana”, me dijo y se fue a disfrutar de sus azaleas, que con estas lluvias se han llenado de flores de un día para otro. “Estoy segura de que el viernes que viene todo estará listo”, recalcó.
Eso, traducido del idioma de Diana Sarlabous, quiere decir que no tengo alternativas. Continuaremos informando.

09 diciembre 2020

Stanley

Stanley no sabe quién es Tennessee Williams y no tiene ni la más remota idea de que, por las calles de Nueva Orleans, un personaje con su mismo nombre veía pasar a un tranvía llamado deseo. Stanley solo sabe que se llama igual que los martillos, niveles, escuadras y serruchos con los que trabaja.
Cuando mi padre murió, me enviaron desde Manicaragua un camión con sus pertenencias: el juego de cuarto que compró cuando se casó con mi madre, innumerables avíos de pesca, viejas revistas y dos cajas de herramientas. Casi todas eran Stanley y estaban impecablemente conservadas.
La inmensa mayoría de las herramientas que me he comprado en República Dominicana son Stanley. Cada vez que tomo un destornillador o desenfundo el taladro, pienso en mi padre y eso me hace feliz. Luego sigo sus rutinas, siempre los limpio cuidadosamente antes de guardarlos.
Hoy Stanley se fue cuando ya era de noche. Diana le pidió un último esfuerzo, para que dejara instalado el techo de la habitación que nos salió debajo de la cocina. Accedió con esa inefable amabilidad de los cibaeños. “Adió, doña, eso lo hago yo di una vé”, dijo y empezó a fijar la estructura.
Me encantaría contarle a Stanley de mi padre, del esmero con el que cuidaba de aquellas herramientas que tenían su mismo nombre. Eso me llevaría a Tennessee Williams y a Marlon Brando, gritándole a Stella en medio de la más dramática noche del teatro clásico norteamericano.
Pero al final solo se me ocurrió decirle que el martes celebraremos el final de la obra con un sancocho y Brugal Extra Viejo. Él, feliz, me dijo que “si Dió quiere, así será”. Cuando nos despedimos, me serví un ron sobre dos piedras de hielo y me puse a escribir las cosas que él desconoce. 
Esa es mi manera de agradecerle todo lo que sabe.

06 diciembre 2020

Pelos en el alambre

Los perros de Mario Dávalos y los míos pelean en la madrugada. Nunca se hacen daño, solo juegan a que libran encarnizadas batallas a través de las cercas. Una noche, sin embargo, sentí que todos estaban del mismo lado. Nunca supimos cómo los Dávalos habían entrado al territorio de los Venegas.
Luego, una tarde en que Diana y yo salimos a caminar por los senderos de Quintas del Bosque, Buck nos dio alcance. Buscamos en toda la cerca del frente, por donde suponíamos que se había escapado, y solo encontramos una pequeña brecha. “No fue por aquí, no”, nos advirtió Alito tajante.
Desconcertada, Diana le preguntó por qué estaba tan seguro. “No hay pelos en el alambre”, se limitó a responder. A pesar de que suelo confiar en su instinto de montero, esa vez le pedí que tapara el hoyo con un pedazo de malla. No puso objeciones, pero hizo el trabajo convencido de que era en vano.
—Todavía no hemos encontrado por donde se escapa Boss (así él llama a Buck) —me recordó ayer.
—No se ha vuelto a ir —alardeé.
—¡Bueh! —dijo mientras se encogía de hombros.
Hoy Diana y yo salimos a caminar otra vez y, al poco rato, Buck nos dio alcance. Volvimos a casa frustrados, pero decididos a encontrar la vía de escape. Diana se quedó adentro y yo salí silbando. No pudo resistir la tentación, corrió a la cerca del fondo y salto por un hoyo.
—¡Ya vi por donde es! —Me gritó Diana.
Al parecer fueron los perros de Mario, que en una de las peleas se lanzaron contra la cerca y abrieron un boquete. Alito tenía razón, el alambre estaba lleno de pelos. Ya sé lo que me va a decir mañana cuando le diga: “Adió, es que usted tiene que haceime caso”. Esas serán sus únicas palabras, antes de irse alicate en mano.

05 diciembre 2020

El sabor del casabe

La primera vez que probé el casabe no supe entender su sabor, el más sutil de todos los que se han producido en el Caribe. Los años noventa caían sobre Cuba con un peso que ningún cubano podría soportar. El derrumbe de un muro y la desaparición de un país nos dejaron en un total desamparo.
La madre de Bladimir Zamora, desde Bayamo, le había enviado una caja de comida que fuimos a buscar a la Estación Central. Cargamos con aquel embalaje atado con cabuyas por toda la calle Monserrate. Contenía arroz, frijoles (negros y colorados), harina de maíz, malanga y casabe. “¡Casabe!”, gritó el Bladi al descubrirlo.
No me supo a nada. En La Gaveta ya había probado por primera vez cosas tan “raras” para el Camilo Venegas de entonces como whisky, berberechos y pulpo al ajillo. Tanto el destilado como las conservas eran ayudas solidarias de Fidel Sendagorta (un diplomático español) que Bladi generosamente compartía.
En República Dominicana me volví a reencontrar con el casabe. De viaje por el Cibao, cuando laboraba como reportero para un diario, nos detuvimos en Monción para almorzar. Comimos cerdo asado sobre una torta de casabe. Recuerdo cada detalle la montaña que tenía enfrente cuando probé aquella delicia.
Como a Diana también le fascina el casabe, todas las semanas pongo al horno varias tortas con aceite de oliva y ajo. Solemos cenar eso con queso, embutidos y alguna fruta. Muchas veces, mientras horneo el casabe, me recuerdo en la calle Monserrate, cargando con aquella caja de víveres y sobrevivencia. 
El sabor del casabe, como muchos otros placeres, tuvieron que esperar por mí. En Cuba fui incapaz de entenderlos y de disfrutarlos. Ahora también me fascinan los berberechos y el pulpo al ajillo (¡o a la gallega!) ni se diga. El paladar, como el resto de los sentidos, necesita de libertades básicas para desarrollarse.

01 diciembre 2020

Las canciones que me salvaron

En el año 2000, cuando me quedé sin patria pero sin amo (para decirlo de la manera más simple posible), Andrés Calamaro me salvó incontables veces. Sus discos Honestidad brutal y El salmón no se bajaron nunca de mi carro.
Desde entonces no doy un paso sin tener una canción suya a mano. No existe otro músico (al menos en mi idioma) que me haya inspirado más en estos 20 años. Y no hablo de inspiración para escribir sino para vivir. 
Cuando era adolescente, Silvio Rodríguez fue eso mismo para mí. Pero de la manera más necia, él se encargó de traicionar cada cosa que inspiró (en mí y en muchos otros). No conozco un caso que me dé más pena. 
Calamaro, sin embargo, nunca se queda atrás, siempre se anticipa y, con una sagacidad desconcertante hasta para alguien que hace rock, se saca la respuesta correcta de la manga. Esta pequeña entrevista demuestra lo que digo.

28 noviembre 2020

Ahora los cubanos también le temen a las ambulancias

Artistas cubanos en el plantón frente al Ministerio de Cultura.

Una ambulancia tripulada por fornidos paramédicos se detuvo frente a la casa en ruinas donde integrantes del Movimiento San Isidro se mantenían en huelga de hambre. Uno de los ocupantes del vehículo derribó la puerta de una patada. No era un paramédico, era un paramilitar.
En lugar de dirigirse a un centro de salud, la ambulancia fue directo a una estación de policías. En el camino, represores se deshicieron de sus disfraces. La dictadura se apresuró a comunicar que la operación procuraba evitar una crisis sanitaria. La nota de prensa no se refiere en ningún momento al origen del hecho.
Los voceros del régimen (conocidos como ciberclarias, en “homenaje” a ese asqueroso pez que ha destruido los hábitats en Cuba) justificaron lo injustificable. 
Horas después, en una reunión que sostuvieron 30 de los plantados frente al Ministerio de Cultura con funcionarios de esa institución, se denunció que “la Seguridad del Estado se ha convertido en una fuerza paramilitar”. ¿Alguna vez no lo fue? Apenas a unas cuadras de allí lo estaba demostrando.
En Paseo y 15 tenían listo un acto de repudio, una de las más bochornosas invenciones del Fidel Castro para silenciar a los que su régimen no quería, no necesitaba. Con gases lacrimógenos y amenazas de cárcel, impedían que más jóvenes se sumaran al plantón y le llevaran agua a los que habían permanecido allí por horas.
Nadie logró verlas, pero no lejos de la manifestación seguro que aguardaban las ambulancias. Ahora ellas también son parte del terror en Cuba.

27 noviembre 2020

En la Loma de Thoreau todos somos San Isidro

En la Loma de Thoreau apoyamos a cada cubano que quiera una Cuba libre. No tenemos que coincidir en todo ni ponernos de acuerdo siempre, basta con desear el fin de la dictadura y una nación con salida al futuro. 
Por eso hoy en esta Loma todos somos San Isidro.

26 noviembre 2020

Por una vez, llamemos a las cosas por su nombre

Se puede estar de acuerdo o no con el Movimiento San Isidro. Se puede estar de acuerdo o no con sus maneras de exigir libertad y de clamar por una Cuba diferente. Pero no se puede estar indiferente ante el criminal proceder de una dictadura, que ha llegado al extremo de envenenarles el agua. 
Se puede estar de acuerdo o no con el Movimiento San Isidro. Pero mantenerse callado ya no es una opción. Cuba ha forjado a muchos artistas y escritores bilingües. No es que hablen dos idiomas (aunque algunos lo hacen), es que hablan con dos lenguas. 
Por ejemplo: cuando van a hablar de Donald Trump, dicen Donald Trump y punto. Ahora, cuando se van a referir a la dictadura o a uno de sus desmanes, empiezan a bordar parábolas y a tejer metáforas ininteligibles. Se enredan tanto, que al final uno no sabe de qué coño están hablando. 
Por eso cada día admiro más a cubanos como Carlos Lechuga o Mario Guerra, porque ejercen con responsabilidad ese oficio tan necesario hoy que es el de llamar a las cosas por su nombre. Se puede estar de acuerdo o no con el Movimiento San Isidro. Pero hasta el más cobarde merece ser valiente en este momento.
Por una vez, llamemos a las cosas por su nombre.

25 noviembre 2020

Mi amor y mi odio por Maradona

Recuerdo con exactitud la fecha en que me aprendí las reglas del fútbol. Fue en junio de 1978. Mario Kempes se veía deforme en el tembloroso vidrio del televisor soviético. Aún así, llegó un momento en que los grises de aquella pantalla en blanco y negro se convirtieron en un eufórico azul celeste.
También recuerdo con exactitud la fecha en la que mi padre se aprendió las reglas del futbol. Junio de 1986. Serafín Venegas estaba a punto de cumplir 60 años, pero seguía cada pisada de Diego Armando Maradona con la pasión de un niño. Aplaudía como si estuviera en el estadio Azteca.
El 29 de junio, cuando Argentina acabó derrotando a Alemania 3 a 2, mi padre y yo nos dimos el abrazo más grande de nuestras vidas. Ni antes ni después nos mantuvimos tanto tiempo entrelazados. Todo eso se lo debemos al pie izquierdo de un genio, a su manera irrepetible de perseguir a una pelota por la hierba.
De ahí en adelante, Diego Armando no se cansó de desilusionarme. Está mal visto juzgar a las personas el día de su muerte. Me extendí en el amor, seré breve con el odio. Nadie logró darle más alegría a mi corazón y hacerme sentir tanta vergüenza ajena.
Lo segundo es imperdonable. Lo primero, siempre acabaré celebrándolo cada vez que oiga a Calamaro cantar que Maradona no es una persona cualquiera. Tiene razón el Salmón, “es un ángel y se le ven las alas heridas”. Si Dios existe, en unas horas sabrá por fin de quién fue la mano.

Vigencia de las palabras a los intelectuales

Muy cerca de la calle donde nació José Martí, Cuba se muere. Al menos la Cuba que él propuso fundar, con todos y para el bien de todos. La Cuba por la que un día llevó el remo de proa. La Cuba por la que dio la cara, encima de un caballo espantado, al sol y a una bala. 
A propósito del cerco criminal que la dictadura ha tendido sobre un grupo de jóvenes activistas (que se han parapetado en una casa en ruinas del barrio de San Isidro, armados de libros, ideas propias y del valor que nos ha faltado a tantos), el escritor Joel Cano le hizo llegar unas “palabras a los intelectuales”.
“¿Qué prueba necesitan para darse cuenta de que no es tolerable vivir así? ¿Cuántas muertes y sacrificios? ¿Cuántos éxodos y lágrimas para que salgan de sus cómodos oportunismos y en unánime grito pidan justicia para Cuba y los cubanos?”, les pregunta Joelito.
La mayoría de los escritores y artistas que residen en Cuba siempre evitan referirse a la represión criminal de la dictadura contra los que piensan diferente o manifiestan su desacuerdo públicamente. Eso no quiere decir que sean apolíticos o que no hagan comentarios políticos. 
Una prueba de ello fue el reciente proceso electoral de Estados Unidos. Muchos escritores y artistas que residen en la isla no se cansaron de opinar en las redes sociales. A pesar de que nunca han tenido derecho a votar y que jamás han exigido nada al respecto, señalaban a los cubanos libres lo que pensaban diferente a ellos.
“De nada sirven todos los libros que han leído, de nada los que han escrito, de nada los cuadros que han pintado, la música que han compuesto, las canciones que han cantado (…), de nada sus demagógicas opiniones sobre la injusticia cuando en nuestro propio país la libertad es secuestrada cada día en nombre de ideales vacíos”, les advierte Joel. 
Abel Prieto ha llamado “marginales” a los que permanecen asediados en San Isidro. Sin quererlo (o, a lo mejor, sin pensarlo) el presidente de Casa de las Américas ha dejado por escrito el desprecio de la dictadura por el arte y la cultura que se produce al margen de sus instituciones y de sus reglas.
Joel Cano piensa todo lo contrario: “Ellos son nuestro hoy, son nuestra esperanza por más imperfecta que les parezca. Mi voto de hombre, de cubano, de artista va para ellos. Y a aquellos que tienen indignaciones selectivas les diría que la historia nos da siempre la oportunidad de escoger, siempre se puede elegir de qué lado nos ponemos para participar de ella”. 
Muy cerca de la calle donde nació José Martí, Cuba se muere. De ahí la gran vigencia de las palabras a los intelectuales… Las de Joel Cano, quiero decir.

24 noviembre 2020

Esa parte del aire

He agradecido muchas veces el apoyo y el cariño que recibí de todos los dominicanos que encontré en la redacción de El Caribe en noviembre del 2000. Ese gesto suyo y la confianza de Luis Canela, el director, que me ofreció el puesto de editor apenas a unas horas de mi llegada a República Dominicana, fueron salvadores.
Tiempo después de que Luis regresara a sus funciones en el Banco Popular (dirigía de manera interina), nombraron a Fernando Ferrán al frente del periódico. Ferrán es un jesuita cubano, filósofo y antropólogo, que colgó los hábitos por una cibaeña. Sus largos silencios fueron siempre grandes lecciones para mí.
—Todos los martes —me propuso un día—, piérdete en una camioneta del periódico. Vete a conocer la geografía dominicana y a la gente. Mi única condición es que vuelvas los miércoles con un reportaje.
Le tomé la palabra y, ayudado por un mapa a relieve que había en la redacción, me hice de un plan de viajes. Así fue que un día (martes, con toda seguridad), me desvié en La Vega y, después de subir la empinada cuesta de Bayacanes, alcancé un estrecho y largo valle que acaba en un pueblo.
En ese momento la nostalgia me estaba carcomiendo. Recuerdo que apagué el aire acondicionado de la camioneta y bajé los vidrios. Las calles me olían a Manicaragua. La gente caminaba despacio (típico del que vive entre montañas) y se saludaba con un eco, como en el Escambray: “¿Qué haaay?”, “¡Ya usté veee!”.
Aunque siempre encontré algo de qué escribir, no recuerdo qué reportaje hice aquella vez. Lo único que quedó claro para mí fue que, si llegaba a tener la más mínima oportunidad, acabaría viviendo allí. Todavía lo hago. Cada vez que llego a Jarabacoa, bajo los vidrios del Jeep y le digo a Diana que respire.
—Así huele Manicaragua —le digo.
Ayer, recibí un mensaje de una querida amiga: “Estoy recogiendo en La Habana. ¡Me voy! No puedo más. Esto ya esto es invivible”. Como esa misma sensación de asfixia llegué a la puerta del avión la última vez que estuve en Cuba. Entonces, Diana y yo nos prometimos no volver. 
El Paradero de Camarones está donde quiera que estoy. El Escambray, probablemente el lugar donde viviría hoy si no me hubiera tenido que marchar, también está aquí conmigo. Siempre que huelo a Jarabacoa lo compruebo. Aún sigo respirando esa parte del aire de mi país que no ahoga.

23 noviembre 2020

La neblina de los amigos

La única manera de poseer un amigo es serlo.
Ralph Waldo Emerson

Tengo amigos que nunca han salido del pueblo donde nacimos. Otros jamás necesitaron salir. A estos últimos los envidio profundamente. Tengo amigos que no han sabido qué hacer con sus vidas y otros que se la han quitado. Son actos que no se juzgan, solo se lamentan.
Tengo amigos que han hecho muy pocas o ninguna concesión en sus vidas. Siempre estaré de su lado, aun cuando a veces no llegue a tener su valentía. Tengo amigos que siempre acaban cediendo. Yo también cedo ante ellos, aunque me cueste tanto trabajo comprenderlos.
Tengo amigos a los que he decepcionado y amigos que me han decepcionado. Cero mata a cero, suelen decir los dominicanos cuando el más complicado cálculo puede solucionarse de la manera más sencilla. Tengo amigos que siempre han hecho lo correcto. Por más que me asusten, los sigo queriendo.
Tengo amigos que nunca aparecen cuando hacen falta. No los culpo, a veces, solo a veces, he hecho lo mismo. Tengo amigos que siempre han estado ahí. Son poquísimos, es cierto. Pero si no se es Roberto Carlos, basta con dos o tres verdaderos a un millón que solo sirvan para el estribillo de una canción.
Tengo amigos genios y amigos normales. Citadinos y guajiros. Pacifistas y matarifes. Honrados y ladrones. Amigos que terminan en o, en a y hasta en x. Tengo amigos que me lo perdonan todo y amigos imperdonables. Tengo, por último, amigos que debieron ser enemigos y enemigos que quisiera de amigos.
Todas estas ideas me vinieron a la cabeza como una neblina. La tarde estaba cayendo en la Loma de Thoreau y yo andaba con unas tijeras de podar, siguiendo instrucciones de Renay Chinea, uno de esos amigos que hasta la peor persona del mundo quisiera tener.
Jack y Buck, mis amigos inseparables en esta montaña, andaban conmigo. Un enorme aguacero, que permanecía agazapado detrás de unos pinos, por fin se lanzó sobre nosotros. Entonces volví a la cabaña, me serví el Brugal de por las tardes y me puse a escribir esto.
Cuando volví a levantar la cabeza, la neblina estaba ya por todas partes.

21 noviembre 2020

Popi

Mi prima Lucy y Popi, con sus hijos Harold y Yanelis. Años 70.

Mi prima Lucy fue a Manicaragua acompañando a mi madre, cuando Lérida aún era novia de mi padre, y así conoció a Popi. Tres años después, en 1970, se casaron. Él era hijo de un pinareño, Melo, y de una villareña, Bello. Pero siempre fue un fanático de los equipos de La Habana y de todo lo que no fuera el mundo que le rodeaba.
Esa inconformidad le provocó no pocos ataques de asma. Tener que soportar la victoria de los contrarios en su propio territorio lo asfixiaba. Cuando yo era niño, la mayoría de mis familiares ocultaban su inconformidad con la realidad del país delante de los menores. Solo mi tío Rao y Popi eran radicalmente honestos.
Más de una vez lo vi pararse de la mesa sin acabar de comer. Con el poco aire que le quedaba en los pulmones, aun antes de pedirle ayuda al salbutamol, profería un insulto contra el régimen. Si alguien le hablaba de Cheíto o Muñoz, el mencionaba a Hank Aaron. Actuaba siempre como si Cuba le quedara chiquita.
En 1999, pocos meses antes de mi viaje al exilio, asistí a un evento del Grupo de Teatro Escambray. Omar Valiño me acompañó en un viaje, con dos bicicletas prestadas, desde La Macagua hasta casa de Popi y Lucy. Aunque lo volví a ver años después, esa fue nuestra despedida.
Bebimos, discutimos de pelota y nos dimos un fuerte abrazo que ahora interpreto como un punto final. Ese día me contó una historia cuyo trasfondo ya no recuerdo. En mi memoria solo quedan mi padre y él, en un portal de Güinía de Miranda, poniendo a “Pastilla de menta” una y otra vez en un traganíquel. 
Cuando supe que había muerto, lo recordé parándose de la mesa sin acabar de comer, profiriendo un insulto antes de pedirle ayuda al salbutamol. Nunca salió de Cuba, pero era un lector empedernido y eso le permitía hablar del mundo como si lo hubiera recorrido de punta a cabo. 
Espero que ya esté en un lugar que no le quede chiquito, donde pueda respirar sin que nunca más le falte el aire.

20 noviembre 2020

Un mito cubano y un arte dominicano

Uno de los grandes mitos cubanos tiene que ver con el ron. He escuchado incontables veces que los mejores añejos de Cuba son los que se envejecen en las antiguas barricas de Bacardí, porque tienen más de 60 años de “curación”.
Estas barricas (que ahora usaremos como maceteros en la Loma de Thoreau) fueron descartadas por Brugal porque ya estaban próximas a cumplir los 20 años. Su madera y su tostado interior poco pueden ofrecerle a un buen ron. 
Su primer uso fue, durante 7 años, en Jack Daniels. Luego viajaron desde Lynchburg, Tennessee, hasta Puerto Plata. Brugal, además del roble blanco americano ex bourbon, envejece en roble rojo español con un con un uso en vino de Jerez o Pedro Ximénez. 
Los rones se envejecen en barricas con un uso en otra bebida. El roble blanco (que casi siempre es el punto de partida) da notas de vainilla, caramelo, toffee y chocolate. El roble rojo, da notas de frutos secos y frutas maduras.
Un amigo dominicano, gran conocedor del mundo de los destilados, se sorprendió cuando oyó a un maestro ronero cubano asegurar que, en las bodegas de Havana Club, se atesoraban barricas con más de seis décadas de uso. 
—¿Cómo es posible eso? —preguntó el dominicano desconcertado. 
—Con amor —respondió el cubano como si contara un secreto—, con mucho amor.

19 noviembre 2020

El fuego que encendió Diana

La lluvia no paró ni por un momento. Avanzamos por los tres valles (Villa Altagracia, Bonao y Cibao) debajo de una cortina de agua. Una piedra, que vi acercarse como un asteroide, impactó contra el parabrisas (el lunes tengo que reportarlo al seguro). No pusimos música en ningún momento.
En Buenavista, justo antes de que tuvieran que desviarse, descubrimos que el carro que iba delante de nosotros era el de Mayitín y Soraya. Les tocamos bocina y le hicimos cambios de luces hasta que se detuvieron. Nos abrazamos debajo del agua, con ese comportamiento brechtiano que impone la pandemia.
Ya en la Loma de Thoreau, Diana encendió la chimenea y yo tiré unas salchichas irlandesas en la parrilla. Hoy tuvimos un día difícil y largo. No hubo mejor manera de resumirlo que ese trayecto tan complicado que fue salir de Santo Domingo y atravesar los campos anegados de un país que el agua ya satura.
Mientras sonaban viejas canciones cubanas y un Brugal a las rocas se consumía junto a las llamas, me puse a pensar en todas mis vidas. Mínimo identifico cinco. Si fuera un gato, entraría en pánico. Porque apenas me quedan dos. Aun así, me sentiría dichoso. Vivo, desde hace nueve, con la mujer que busqué por décadas.
Si me hubieran dado a elegir, preferiría estar escribiendo esto desde el Paradero de Camarones. Pero mi pueblo tuvo la mala suerte de quedar en un país que se fue borrando de los mapas hasta desaparecer. Tampoco puedo quejarme. Tengo aún un pedazo de tierra próspero bajo mis pies y espacio para seguir sembrando. La lluvia sigue sin parar. 
El fuego que encendió Diana arde con más fuerza.

18 noviembre 2020

El muro

Aunque le debo mucho a demasiados, nunca aprendí tanto de alguien como de mi abuelo. Tomás Aurelio Yero Alonso nació en el Paradero de Camarones en 1908, cuando el siglo XX acababa de empezar y Cuba era un país por hacer. Era todavía un adolescente cuando se casó con Atlántida y se hizo ferroviario.
Aunque su sentido del humor era invencible y sus carcajadas incontenibles, siempre me pareció un hombre que se había despedido de su felicidad en alguna de las tantas estaciones donde trabajó. Era muy apasionado, pero todas sus pasiones, salvo Atlántida, sus hijos y sus nietos, quedaban en el pasado.
Hubo una época en que mi abuela le prohibió ver el Noticiero Nacional de Televisión. “Un día de estos te va a dar una embolia, viejo —le advertía—. Mira que estás acabado de comer”. A veces yo no entendía su inconformidad y se lo hacía saber. “Si tú hubieras visto lo que era Cuba”, se limitaba a responderme.
Es muy probable que mis nietos tampoco lleguen a comprenderme. Soy muy apasionado, pero todas mis pasiones, salvo mi familia y la vida que llevo en una loma dominicana, quedan en el pasado. A veces evito leer noticias, aun cuando tengo el estómago vacío. 
Cuando cayó el muro de Berlín, muchos creímos que la humanidad había aprendido la lección y que algo tan atroz como el totalitarismo comunista jamás se repetiría. Pero hoy se está construyendo una tapia aún más alta y muchísimo más difícil de derribar, porque no está hecha de ladrillos sino de ignorancia. 
El día que los hijos de Ana Rosario, Lorenzo, Gabriel o María no entiendan mi inconformidad y me lo hagan saber, les diré lo mismo que me decía mi abuelo cuando discutíamos de sillón a sillón, en un andén del siglo pasado: “Si ustedes hubieran visto lo que era el mundo”, me limitaré a responderles.

15 noviembre 2020

Trampero

Cuando se acerca la época más fría del año, los ratones del campo buscan refugio en las cabañas. Eso lo aprendí con Jack London y Horacio Quiroga. En la Loma de Thoreau ocurre lo mismo que en Alaska y Misiones. Hace unas semanas empezamos a notar que estábamos invadidos. 
Había llegado el momento de sacar las trampas. Eso también me trae recuerdos de mis lecturas de London y Quiroga, a quienes nunca solté en mi infancia. Gracias a eso, cuando la cañada de Felo López crecía se convertía en esos mares de hielo o agua dulce donde ocurren sus historias.
Como un niño de 53 años, ayer releí “Historia de dos cachorros de coati y de dos cachorros de hombre”. También busqué, en los cuentos de London, donde los tramperos, los cazadores y los buscadores de oro van dejando sus huellas en las páginas como los osos en la nieve.
He atrapado cinco ratones en dos días, uno de los tres que cayeron anoche es, probablemente, el más grande que he visto en mi vida. Lo que hago con ellos no lo aprendía con London ni Quiroga, sino con mi padre. “¡Cayó un bicho!”, decía Serafín mientras llenaba un cubo de agua para ahogarlo. 
Acabo de venir de un barranco, lejos de la cabaña, donde suelo ofrecerle los ratones muertos a los carroñeros del monte. Aunque suene ridículo (un querido amigo, Mario Dávalos, ahora mismo está en Alaska y se ha retratado junto a las huellas de un oso en la nieve), me siento como London cuando hago esto.
Revisar las trampas en la madrugada de alguna manera me acerca a Yukón, ese territorio tan conocido por el niño que fui.

12 noviembre 2020

Guabairo, a lo lejos

El 29 de mayo de 1980, en presencia de Erich Honecker, presidente de un país que nueve años más tarde sería derribado a mandarriazos, fue inaugurada en mi provincia la fábrica de cemento Carlos Marx. Una de las más grandes de América Latina, según se dijo en el discurso inaugural.
En una llanura tan grande, la fábrica y su nube de polvo eran visibles lo mismo desde el techo de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones que desde los pasillos de la escuela al campo Mártires del Escambray, donde cursé el décimo y el onceno grado. 
Cuando la tarde estaba cayendo sobre el valle de Manicaragua, yo solía buscar la polvareda de Guabairo (nunca nadie llamó a la fábrica por el nombre del filósofo alemán). Aquella nube de tierra, a 50 kilómetros de distancia, era mi camino de regreso a casa.
En el 2011, regresé con Diana Sarlabous a Manicaragua. Solo quería para pararme frente a la puerta de la casa que fue de mi padre. Luego busqué un lugar alto para volver a ver a Guabairo. Ahí seguía, sacudiéndose el polvo como un elefante, en medio de la sabana cienfueguera. 
Aún sigo teniendo lugares distantes para mirar caer la tarde. En el apartamento de Santo Domingo, busco entre la larga sombra de la Cordillera el punto donde debe de estar la Loma de Thoreau. Allá arriba, siempre miro al sol caer. En esa misma dirección está Cuba.
Aunque ya no busco un camino de regreso, apenas sigo reflejos incondicionados. En el discurso inaugural de la fábrica de cemento se dijo que, solo en una sociedad pura como el socialismo, crecen los hombres que se necesitan para construir el futuro. Leyendo eso advertí que, respecto a mi país, solo me interesa levantar el pasado.

08 noviembre 2020

Neblina para dos

Ayer sembramos seis robles australianos (Grevillea robusta). A Diana le encantan. Siempre que íbamos subiendo el camino de la cabaña, me echaba en cara que aún no teníamos ninguno. Los busqué por años en todos los viveros de zona hasta que por fin di con ellos en el Puerto del Tarro.
Quintas del Bosque, el desarrollo inmobiliario donde está la Loma de Thoreau, posee cinco bosques. Cada bosque lleva el nombre del árbol que predomina en sus vías internas: Caribea (Isla de Pinos y Pinar del Río se llaman así por él), Grevillea, Ciprés, Araucaria y Occidentalis (el nuestro).
En una esquina donde no se nos dieron unos cipreses (por el exceso de humedad) plantamos los robles. Si les gusta el terreno, crecerán rápidamente hasta alcanzar una altura de hasta de 35 metros. Sus hojas dentadas, que se asemejan mucho a la fronda de los helechos, crearán una hermosa música cuando sople el viento.
Poco después de sembrar los robles, comenzó a llover. La montaña pareció entender que necesitábamos su ayuda para que prendieran. La neblina, llegó poco después. Entonces abrimos una botella de vino y nos sentamos a escuchar el sonido de la lluvia cuando cae sobre el techo de zinc.
—Todavía nos caben dos más —me dijo Diana.
—Sí, todavía nos caben dos más —le respondí.
—Vamos a buscarlos mañana temprano —me propuso.
—Sí, vamos mañana temprano.
Más allá de las dos copas de un Rioja que nos encanta, la neblina estaba servida por el resto de la noche.

06 noviembre 2020

Dice Michel Houellebecq

Dice Michel Houellebecq que el hombre no está hecho para ser feliz en forma permanente. De la misma manera que creo que ya fui lo suficientemente vegetariano en mi otra vida (en Cuba, quiero decir), pienso que he sido lo suficientemente infeliz como para no intentar la felicidad de ahora en adelante.
Cada día encuentro razones más poderosas para encerrarme en nuestra Loma y olvidarme de lo que pasa en el “llano”. El mundo actual es tan patético y ridículo que me da pereza hasta tratar de entenderlo. Estoy harto de los justos, de los correctos, de los diversos y de todas esas siniestras trampas que nos tienden a diario con su superioridad moral. 
Como no puedo contener mis inclinaciones incorrectas y mi animadversión por la dictadura de los buenistas y de los que siempre están en lo cierto, me aíslo monte adentro. Los árboles, las aves del monte y la neblina que nos visita de ven en cuando me parecen los mejores vecinos a los que puedo aspirar.
Es viernes y llueve a cántaros. Pero no se preocupen, sé perfectamente a quién acudir.

05 noviembre 2020

Insilio

Mi hija Ana Rosario vive lejos. A veces, cuando Madrid hace que extrañe a su padre, registra en los rincones de su laptop para sorprenderme con un regalo. Hoy me hizo llegar esta foto que ni siquiera sabía que existía. Ahí estamos mi madre, ella y yo, en los primeros años de nuestra vida dominicana.
En mi casa, allá en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, teníamos una tradición. Si se cocinaba algo rico, se le guardaba un poco al ausente. Los viernes, al volver de la beca, encontraba en el refrigerador pequeñas cantidades de las delicias que Atlántida había cocinado durante la semana.
El día que nos planteamos ese viaje sin regreso que es el exilio, mi única condición fue siempre que mi madre viniera con nosotros. Tenerla conmigo desde el principio, me dio unas fuerzas increíbles para empezar de cero. Nada de eso lo supe en aquel momento, al cabo de los años es que uno reacciona y lo advierte.
Entre 2004 y 2006, tuve que irme a trabajar fuera de Santo Domingo. Volvía los viernes en la tarde y, como en los viejos tiempos de la beca, encontraba en el refrigerador pequeñas cantidades de las delicias que Lérida había cocinado durante la semana. Eso, solo eso, me hacía sentir en casa.
La foto que me envió Ana Rosario es en el cuarto de servicio del primer apartamento que tuvimos. Estaba junto a la cocina y, como no teníamos empleada, lo usaba como estudio. A veces,  mientras Lérida preparaba el almuerzo, me llevaba una cuchara para que probara.
Cuando tienes la posibilidad de seguir disfrutando de las comidas de tu madre, no estás del todo en el exilio. De alguna manera sigues habitando ese espacio esencial del que saliste. Mi hija Ana Rosario vive lejos y hoy, después de extrañar a su padre, me mandó una foto de los primeros años de nuestro insilio.

03 noviembre 2020

La muchacha con la que volví a Cuba

—El año que viene cumplimos 10 años —me dijo Diana después de pasarse un rato mirando a la luna llena. 
Acabé el último sorbo de ron que quedaba en el vaso y le di un abrazo. Como suelo hacer en esas circunstancias, llevé mi nariz lo más cerca posible de su cuello. Ese olor me gusta más que es el de la hierba recién cortada (¡que es mucho decir!). Ya hace 9 años que conocí a la muchacha con la que volví a Cuba. 
Yo era un rompecabezas que cada vez perdía más piezas y ella solo quería rearmar su vida. En el andén de la estación del Paradero de Camarones (20 de septiembre de 2011, 2:36 p.m.) ella empezó a encontrar los pedazos de mí que faltaban. En el andén de El Cristo (25 de septiembre, 12:09 p.m.) decidimos rearmarnos.
Luego, en una montaña de la Cordillera Central dominicana, hemos ido construyendo lo que ella tanto extrañaba de la casa de su abuela en Alto Songo y el lugar con el que siempre soñé en El Escambray. Tabla a tabla, árbol a árbol, hemos ido viviendo la vida que imaginamos.
Ahora solo esperamos la edad del retiro para pasar la mayor parte del año en la Loma de Thoreau. Creemos que, aun si Cuba se liberara hoy, ya estamos muy viejos para volver a empezar de cero. Reconstruir esa larga extensión de ruinas tomará décadas y nosotros no tenemos tanto tiempo.
—El año que viene cumplimos 10 años —me dije a mí mismo, después de servirme el segundo 1888. Bruce Springsteen estrenaba para nosotros “Letter To You”. La luna llena colgaba ya del último pino y un olor, que me gusta más que el de la hierba recién cortada, se fue acercando lentamente.

01 noviembre 2020

El monasterio cisterciense

Muy cerca de la Loma de Thoreau,
cruzando el arroyo Cercado,
hay un monasterio
que pende de una montaña.
En un punto que el sol
apenas alcanza
comienza el silencio del día.
Muy temprano en la mañana
y justo antes de que anochezca,
los monjes hacen sonar
sus campanas.
Llaman a callarse en un lugar
donde el sonido crece silvestre,
como esas flores que se marchitan
de solo tocarlas.

Hace unos días acompañé
a Diana al monasterio.
Uno de los monjes salió
a saludarnos.
Compartimos unos minutos
de silenciosa conversación.
Como campanas,
replicamos
nuestro mutismo
por la ladera de la montaña.
En el camino de regreso,
la luz de la tarde
reproducía su estruendo
a nuestro paso.
El día, ya apagándose,
se marchitaba de solo mirarlo.

Un campo lleno de cuerpos


Hoy en la mañana, ya junto al fuego
que encendí para que trajeras
a la mesa el primer día de noviembre,
supe que soñamos lo mismo.
Mientras los perros y la neblina
velaban por nosotros,
pasamos a través de un campo
lleno de cuerpos
que aún no logramos identificar.
No sabemos exactamente
dónde estuvimos,
pero ya estamos claros
de que se trató de una oscuridad
que compartimos mientras el viento
movía las cortinas que hay
en la cabecera de la cama.
Sea lo que sea, me alivia
estar de regreso
a tus manos pequeñas
y a este bosque
donde una larga mañana
recién acaba de empezar.
Ya no me asustan las pesadillas
si al final descubro que sigo a tu lado.

31 octubre 2020

Con Alcides

Regina Coyula ya me lo había dicho, pero no fue hasta ayer que tuve el libro en mis manos. Un verso mío, escrito para Diana Sarlabous en la Loma de Thoreau, es el exergo que Rafael Alcides eligió para la edición definitiva de su novela Contracastro
Gracias a Alfonso Quiñones, pude encontrarme con Alcides pocos meses antes de que muriera. Vino a Santo Domingo, junto a Miguel Coyula, para presentar el documental Nadie. No olvido la cara de admiración con la que Diana lo miraba. Si se tratara de cualquier otro hombre, me hubiera puesto celoso.
Esa noche, en la terraza de El Bohío, me prometió enviarme sus comentarios de dos libros míos que le regalé. Nunca llegaron. Dada su gravedad, supuse que no había tenido tiempo de leerlos. Quiñones solo me llama para cosas importantes. “Alcides, asere”, me dijo y entre los dos hicimos un largo silencio.
El ensañamiento del régimen con ese hombre sincero es una de las mayores pruebas de su vileza. Solo el oprobio al que fue sometido ese guajiro de Barrancas, que tuvo voz de tenor y fue capaz de escribir algunos de los mejores poemas cubanos del siglo XX, basta para entender su miserable naturaleza, su cobardía. 
Estuve un largo rato viendo mi verso sencillo en la puerta por donde se entra a su novela. No era vanidad, porque nada que haya hecho un hombre tan austero y honesto como Rafael Alcides puede llevarte a ella. Tampoco es algo de lo que pueda presumir, es un sentimiento mucho más simple.
Ahora sé que se leyó los libros. Esa felicidad me acompañará siempre.

30 octubre 2020

Escambraica cocina

Teníamos muchos planes para 2020. En el verano, conduciríamos desde Chicago hasta Boston. Queríamos perdernos por las rutas de los Grandes Lagos y llegar hasta el museo de Jeep en Auburn Hills (cosas de varones, suele decir Diana). Luego nos pasaríamos una semana en Concord, el pueblo de Emerson y Thoreau. 
Por último, nos llegaríamos hasta Calella de Palafrugell, un punto de la costa catalana al que siempre queremos volver. Desde allí, cruzaríamos los Pirineos para volver a los campos franceses donde nacieron los Sarlabous.
Pero la pandemia nos arruinó la mayoría de los propósitos y, ante la imposibilidad de movernos, tomamos la decisión de adelantar un viejo sueño: construir una cocina fuera de la cabaña (igual que en muchas de las antiguas casas del Escambray y del campo cubano).
Las lluvias de octubre nos han atrasado un poco, pero aun así calculamos que todo esté listo antes de que termine diciembre. Diana y yo nos la pasamos imaginando la vida que llevaremos cuando por fin podamos quedarnos en la Loma de Thoreau y solo bajar a la ciudad de visita. 
2020 ha sido un ensayo general de eso. Como dice uno de los refranes preferidos de mi abuela Atlántida, no hay mal que por bien no venga.

28 octubre 2020

Gracias, Enrique Colina

El 23 de febrero de 1953, el siglo XX llegó al Paradero de Camarones. La misma noche que se encendieron las primeras bombillas eléctricas, abrió sus puertas el cine Justo. Eso lo debió convertir en uno de los pueblos más pequeños de Cuba con una sala donde se proyectaba, todos los días, al menos una película.
Desde niño preferí el cine a la televisión. Mi abuelo Aurelio, afortunadamente, me consentía en eso. Con su vieja linterna china, alumbraba el camino hasta aquel espacio (que de grande se me hizo pequeñísimo) donde las más increíbles historias se proyectaban en una pantalla deshecha.
—¡Efraín, lámpara! —gritaban todos cuando la película oscurecía.
—¡Efraín, foco! —reclamaban si los rostros de los actores se ponían borrosos.
Esos dos gritos están asociados para mí al descubrimiento del arte y (eso no lo sabía entonces) de la necesidad de crear. La primera vez que vi Tiburón (1975), me senté en la butaca (guiado por la linterna indiscreta de Angelina) con un profundo conocimiento de la historia y los personajes.
Le debía eso a mi primer maestro de apreciación cinematográfica: Enrique Colina. Su programa 24 por segundo me educó como espectador y me enseñó a ver cosas que no salían en las películas. Años después, cuando empecé a dar clases de dramaturgia, muchos nombres y términos ya me eran familiares.
Mi ironía y mi sarcasmo también están en deuda con la manera en que él se ensañaba con las malas películas. Su cine abordó la realidad cubana con un sentido del humor y una honestidad para el que las autoridades no estaban preparadas. Por eso muchas de sus obras acabaron censuradas.
Cuando supe que Enrique Colina había muerto, recordé la ilusión con la que esperaba por su programa cada sábado. ¡Efraín, lámpara! —oí por alguna parte— ¡Efraín, foco! Una acomodadora, con una linterna tan indiscreta como la de Angelina, lo debe de estar guiando ahora por una sala donde se proyectan películas eternamente. 
Él lo merece.

27 octubre 2020

SONIA DÍAZ CORRALES: "Escribo porque no sé hacer otra cosa para sobrevivir”

Nunca se lo dije. Aunque éramos casi de la misma edad, me intimidaba. Más de una vez evité acercarme a ella, conocerla. Su poesía me gustaba demasiado y me producía una especie de pánico que la mía llegara a sus manos. Siempre que atravesaba Cabaiguán por la carretera Central, me preguntaba cuál de aquellos portales sería el suyo.
No pocos escritores de mi generación han dejado de interesarme. Llegados a cierta edad, se pierde ese prurito por estar al tanto de tus contemporáneos. Algunos me defraudaron y otros ya me son indiferentes. Sonia Díaz Corrales está entre esos a los que tengo que seguir acudiendo. Siempre estoy pendiente de todo lo que dice y disfruto ada cinteracción con ella.
Sus respuestas a mis preguntas fueron mucho más extensas. La versión íntegra quedará para un libro que algún día tendré que hacer con todas las entrevistas que han aparecido en El Fogonero. Tómese esta publicación como un avance.

 

Nunca saliste de Cabaiguán hasta que también saliste de Cuba. Siempre fuiste eso que muchos, despectivamente, llaman “un escritor de provincia…”. ¿Qué significan hoy para ti ambas cosas, es decir, Cabaiguán y el haber escrito desde allí?

Estamos de acuerdo en que hay escritores de provincia y, por ser más luctuosamente específicos, hasta de municipio. Para mí no es despectivo, es simplemente la elección de un sujeto, de un lenguaje, de un espacio, de una figura que siempre ha existido. Ahora más que nunca, que el mundo entero es casi una provincia.

Nunca he escrito desde Cabaiguán, o desde Canarias, siempre he escrito desde un sitio del interior que no tiene que ver con el espacio geográfico en el que vivo. Escribo desde una provincia particular, íntima, que bien pensado me convierte en una absoluta y total escritora de provincia, lo cual es una gran ventaja. 

En esa provincia escribo yo, exijo calidades y lealtades yo, lo intelectual cede todo el rato el paso a lo humano, lo triste no es lastre sino vivencia, la censura no existe y las ambiciones apenas sirven para saber que no has llegado aún, que por mucho que avances siempre hay un más allá a donde ir, un sitio inexplorado, un puente que nunca has atravesado, pero que sabes que alguna vez… No tiene límites esa provincia.

Nunca salí de Cabaiguán hasta que salí de Cuba, ahora que lo pienso, porque quizás no me hacía falta.

 

Para alguien que nunca salió de su pueblo, ¿qué significa salir de su país?

Creo que el exilio es traumático para la mayoría de los exiliados, pero para una mujer de campo, a quien absolutamente nadie espera del otro lado, y que tiene que aprender de nuevo a hacerlo casi todo, con un hijo, pocos recursos y muchos propósitos, es muy complicado. 

Estuvimos en Costa Rica cuatro años, en los cuales entendí muchísimas cosas del mundo y de mí misma que en Cuba probablemente no hubiera entendido nunca. 

Recibí tanto cariño, encontré tan buenos amigos, incluso algunas oportunidades y ocasión de sopesar la nostalgia de algo que no era Cuba en sí, sino mi abuela, ciertos sitios, algunas conversaciones, una ventana con orquídeas… 

En Tenerife estaba la familia, esa abundancia que proporciona estar cerca de los que quieres, un clima estupendo, un paisaje nuevo, diverso, de una belleza única. Mi hijo se integró y se abrió paso como uno más y, en ese trasiego de sitios, mudanzas y desapegos, a veces creímos no haberlo hecho tan bien, pero nunca nos hemos arrepentido de huir de Cuba. Yo volví en el 2000 y francamente, aparte de los afectos, allí quedaba muy poquito mío. 

En Tenerife encontré menos amigos, pero más oportunidades. Quizás porque me voy poniendo vieja y mucho más drástica, menos flexible en algunas cosas, lo que hace más difícil entrar en los espacios extraordinarios de la amistad con nuevas personas. Siempre he sido de pocos amigos, así que me va bien.

Tengo casi todo lo que quiero, el resto puedo inventarlo, porque tengo esa libertad, y doy gracias por ella, con la madurez se aprende que lo bueno de saber inventar es que aquieta, lo creado tiene un valor añadido en cuanto puede ser modificado sin que sea tan doloroso.

 

¿Qué cambió en tu literatura el hecho de tener que escribir fuera de la geografía donde te hiciste escritora? 

Aunque desde que empecé a responder tus preguntas estoy diciendo que en mi caso la geografía tiene poca incidencia en la creación, he recordado ahora que Gumersido Pacheco y yo bromeábamos con aquello de que si Beethoven hubiera nacido en Cabaiguán no tendríamos la “Sinfonía No. 9”, puede que ni siquiera tuviéramos Beethoven.

Para empezar, veníamos de un espacio muy cerrado, de lecturas muy concretas. En Cuba los amigos trabajaban días con un texto tuyo, le dedicaban tiempo, te hacían sugerencias, le daban tanto que lo dejaban en cueros. Acá eso parecería una insolencia. Señalar algo, incluso, podría ser motivo de que te aparten. No es que una manera sea buena y otra mala, es sólo que son distintas.

Aunque escribo mucho, como siempre (confieso que con más sosiego), no me siento tentada a publicar todo lo que escribo, es más, cada día menos cosas de las que escribo me parece que tengan la calidad que merece un lector, sobre todo de poesía.  

Pero escribir, escribo aquí de la misma forma que en cualquier otro sitio, como una desquiciada, mientras voy en el tranvía o limpio la casa, en pequeños trozos de papel que agarro de lo que sea, mientras hago mi trabajo, mientras como o hago la compra en el súper, al tiempo que vivo, no sé si podría escribir poesía si me siento delante del ordenador con la idea expresa de escribirla. 

La narrativa, en cambio, es otra cosa, necesita otro reposo, colocar lo visceral en un rincón, informarse, amasar mucho la idea antes de extenderla, ponerle los ingredientes, escribirla. Luego, para mí la geografía, es sólo eso, un lugar. Lo que escribo, es otra cosa. Cuando alguien me dijo que yo era escritora, en concreto poeta, y que aquello que estaba escrito en unas hojas mías eran poemas, me reí mucho, y luego me asusté un poco. 

Casi nunca pienso en que soy escritora, pero si lo pienso me vuelve a pasar lo mismo. La verdad es que vivir en Cabaiguán, o en Tenerife, cambia muy poco lo que escribo. Lo que cambia cuando sales de Cabaiguán (y de Cuba), es tu forma de ver el mundo, tus lecturas, tu experiencia vital, tus urgencias, y eso sí definitivamente tiene un impacto en lo que escribes.

 

¿Cuáles son las razones por las que sigues haciendo literatura en 2020?

Las mismas por las que escribía a los diez o doce años, en 1974 o 76: alivia. Alivia mucho cierto prurito mental, las ganas de salir corriendo y no parar hasta que se acaben el mundo o las fuerzas, alivia cuando por ahí cuentan sus muertos en pandemias y guerras, cuando algunos ponen las ideologías más rancias por encima de familia, amistad, humanidad, Dios…, cuando por ahí algunos tienen un hambre o una sed que sabes no puedes resolver. Y a veces también agota, pero compensa. Y todo eso, que más da si algo te lo proporciona a los 10 o a los 56 años.

Escribo porque no sé hacer otra cosa para sobrevivir. Si las razones fueran otras quizás no escribiría.

 

Cuando miras a Cabaiguán desde el otro lado de océano, ¿qué ves?, ¿podrías volver a él?, ¿le queda algún camino de regreso a Sonia Díaz Corrales? 

Casi nunca miro a Cabaiguán desde aquí. A veces rememoro los vitrales de la iglesia o alguna noche en particular en que llovía, ese sonido cansino del agua cayendo en el patio, las estrellas del cielo que se veía desde el techo de mi casa, el viento en los árboles del Paseo o el Parque Martí, el silencio de la Biblioteca Municipal, la estación de trenes, el Puente de los buenos, que estaba antes de llegar al Cementerio, y era donde despedíamos a los muertos, la Colonia Española, el Club Campestre, donde fui a mis primeros bailes, los rostros de la gente que quería y quiero… 

Pero los veo como fragmentos aislados de un sitio que ya no existe y no existiría igual si estuviera en Cabaiguán, porque hasta donde sé ninguno de estos sitios o personas son ya lo que eran. Del otro lado del océano es muy lejos, después de todo este tiempo es más lejos aún. Volver podría, pero, ¿a qué?, ¿a qué sitios?, ¿a qué personas?, ¿a qué vida que ya no es mía?

Hace dieciocho años que estoy en Tenerife, veinte que no voy a Cuba, puede que no vuelva nunca más, lo tengo asumido. Si fuera así, no hay amargura en ello. Hay tantos sitios cautivadores, preciosos, a los que no he ido, tanto verde por ahí esperándome, tanta comida y bebida apetecible o exótica, tanto libro, tanto cine, tanta exposición, tanta arquitectura, tanta música, tanta belleza… que no le encuentro sentido a volver a donde “no te quieren ni te necesitan”, a donde sabes que será difícil encontrar un camino, menos aún una meta para el regreso.  

 Y sobre los caminos del regreso creo algo importante, decía mi abuela, que era una sabia, que a veces “cuando llega el sombrero, ya no hay cabeza…”. Para no odiar ese sombrero que no llega, esa cabeza que se cansa de esperar, se necesita estar muy centrado en tu vida, en la certeza de que los caminos que has escogido sirvieron de algo, los del regreso, en mi caso, siempre llevan a sitios seguros, a mi familia, a la poesía, a los libros, a esos pocos amigos fieles y amados, a Dios, a mí misma, a mi provincia íntima en la que siempre soy bienvenida y encuentro paz. 

Mi gratitud a Dios y a esos a los que regreso, es infinita. Sinceramente, no necesito nada más.