30 agosto 2012

Danilo Medina también mató a Trujillo


(Escrito para la página de Opinión de Listín Diario)

Los libros de historia señalan otra fecha, pero la democracia dominicana en realidad comenzó a construirse el 16 de agosto de 1978. Ese día, se le puso fin a una dictadura de 12 años en la que Joaquín Balaguer reprimió, persiguió y asesinó a una generación de dominicanos que aún hoy sigue siendo insustituible.
Cuando Antonio Guzmán recibió la banda presidencial, estaba sentado en la misma silla que había usado Joaquín Balaguer. El ya longevo presidente la había heredado, al cabo de unos convulsos años que incluyeron un golpe de estado y una guerra civil, de Rafael Leonidas Trujillo.
Pocos días después, el retrato de Guzmán ya había sido colgado en todas las oficinas públicas de la República. El político cibaeño logró cambiar muchas cosas antes de suicidarse, el 4 de julio de 1982, pero no se atrevió a deshacerse de aquellos dos símbolos.
En 1986, ya a tientas, Joaquín Balaguer recuperó la silla de caoba centenaria con el escudo labrado en el espaldar. El anciano no se volvió a levantar de ella hasta 1996, en que se la cedió a Leonel Fernández, un joven abogado que se había formado bajo la tutela de Juan Bosch.
Aunque la palabra clave en el discurso de Fernández fue “progreso”, mantuvo los funestos símbolos durante 12 años. Sus fotografías, retocadas y rejuvenecidas, fueron dispuestas en todas las oficinas públicas. Aún en el más remoto acto inaugural, fue llevada la silla presidencial, cual trono decimonónico en pleno siglo XXI.
Danilo Medina acaba de disponer que, en lugar de su retrato, se colgaran obras de arte de pintores dominicanos. El uso de la silla, quizás el atributo más visible del trujillismo que permanecía vigente en la sociedad dominicana, fue también prohibido.
Los símbolos a veces tienen un peso mayor que los hechos. Cuando Danilo dispuso no imprimir sus fotografías y retirar la infame silla de la vida nacional, también mató a Trujillo. Antes, en su campaña electoral, había prometido hacer lo que nunca se ha hecho. 
Ha empezado por el punto donde más se necesitaba, por despojar al futuro del peso ignominioso del pasado.

29 agosto 2012

Nuestros hijos


En la televisión cubana de mi infancia había un programa que se llamaba Nuestros hijos. Educadores, sicólogos y especialistas de diferentes disciplinas instruían a las familias sobre cómo formar al hombre nuevo, la generación que le daría continuidad a la obra de la revolución.
El programa tenía un horario estelar en el Canal 6, justo antes de las novelas, de manera que todos tuvieran que verlo. Hablo de un país donde solo habían dos opciones. Si no era la temporada de béisbol, en el Canal 2 se dedicaban a pasar documentales soviéticos o reportajes sobre la marcha de la zafra. 
Para acompañar a los panelistas, se rodaban imágenes de apoyo donde siempre aparecían familias felices en un entorno ideal. Los hogares que salían en la pantalla tenían todos los efectos electrodomésticos (que también eran soviéticos), cortinas, búcaros con flores y los infaltables retratos de Camilo, el Ché y Fidel. 
Con independencia del tema que se abordara, los especialistas recomendaban que los niños participaran en las actividades organizadas por la escuela. Entonces salían videos de pioneros exploradores que descubrían un lugar desconocido a través de un mapa, encendían fogatas o cantaban a coro. 
Hace dos días se supo que la hija de Marino Murillo, el vicepresidente de Cuba, había cruzado la frontera de México con Estados Unidos para pedir asilo en ese país. Aunque el suceso tuvo una gran repercusión, por la posición que ocupa en el régimen el padre de Glenda, no es una excepción ni un caso aislado. 
Pregunté en Twitter qué habría fallado en la educación de esos muchachos. "Tal vez la pregunta sea otra", me respondió Elías Amor desde España, "a lo mejor el problema estuvo en la educación de sus padres". Sus hijos supieron qué hacer con el mapa, pero ellos no lograron mantener viva la fogata.

28 agosto 2012

Yo soy guajiro natural

Unos meses después de llegar a La Habana, para estudiar teatro en la Escuela Nacional de Arte, comencé a perder el acento villareño (que es un tono más alto que el habanero y alarga el final de cada frase como si se estuviera dentro de un lugar con eco). 
Mi forma de vestir también cambió al poco tiempo de estar interno en Cubanacán. Me deshice de las camisas Yumurí a cuadros y conseguí unas a rayas con cuello chino, lo más parecidas posibles a las que usaba Silvio en los escenarios argentinos.
Nunca más volví donde Castellanos, el barbero del Paradero de Camarones. Cuando se acabó el semestre, tenía el pelo más largo que John Lennon en la foto en que está en pijama. A partir de ese momento, el campesino que seguía siendo quedó totalmente disfrazado de un snobista estudiante de arte.
Recuerdo que una vez acompañé a Salvador Lemis (Él y Eloy Ganuza prácticamente me adoptaron en mis primeros meses en la ENA) a la casa de una profesora que, según él, se había enamorado de mí. Los oí hablando en la cocina. “Él es inteligente y bueno –dijo ella–, pero pobrecito, es tan guajirito”.
Por más que luchaba para tratar de sofocarlo, el campesino que llevaba dentro siempre afloraba y acababa delatándome. Solo una vez logré confundir a alguien. Fue en el estadio Latinoamericano. Jugaban Industriales contra Villa Clara y salté eufórico con un jonrón de Víctor Mesa.
–Asere, ¿cómo un habanero va a estar con los guachos esos? –Me dijo indignado un fanático que no podía ocultar su odio por la Explosión Naranja.
No tuve valor para decirle que en verdad era de un pueblecito del municipio Cruces. Por primera vez me confundían con un habanero y quise disfrutar ambos momentos: el batazo y el timo. Hoy Diana se estaba leyendo a Sartre y, mirando una foto de Simone de Beauvoir, me dijo que hubiera querido tener un marido como el filósofo francés.
–¿Por qué no te haces existencialista? –Me preguntó en broma.
–Ya no puedo, yo soy guajiro natural –le respondí en serio.

24 agosto 2012

Los primos

 
Cuando éramos niños mi primo Alahím vivía en Sagua la Grande. Solo podíamos vernos en vacaciones. Eso sí, durante los días que duraba el receso escolar éramos inseparables. Mi abuela Atlántida decía que el abrazo más grande que había visto en su vida nos lo dimos nosotros, un día de julio de 1974.
Yo estaba jugando pelota frente a casa de Felo López, en la Carreterita, y vi que Tío Aldo y Alahím se estaban bajando del tren de Santa Clara. Solté el guante, dejé caer un fly y salí corriendo. Como no tengo hermanos, pude saber lo que eso significaba cada vez que llegaban las vacaciones.
Cuando nos sentábamos a comer, con Aurelio a la cabeza, los Yero nos creíamos eternos, invulnerables. La muerte de mi abuelo y el derrumbe del país sucedieron al mismo tiempo. Acabamos solos y desperdigados. La última foto de familia nos la hicimos en el andén de Camarones a finales de 1992.
Cuando éramos niños, Alahím y yo nos prometimos que nuestros hijos también serían muy unidos y se querrían como hermanos. Pero no lo logramos. Ni siquiera los vimos crecer. Amanda, Amalia y Ana Rosario ya son mujeres y no tienen ningún recuerdo en común.
Amanda vive en Tenerife, Amalia en Miami, y Ana Rosario en Madrid. Aunque las distancias entre ellas son mucho mayores a la de Sagua la Grande con el Paradero de Camarones, han empezado a hacer planes de reunirse, primero en Canarias y luego en Madrid.
Tengo una foto del día en que Amanda y Alahím se despidieron. Es curioso, pero están en el medio de un triángulo, que es el sitio donde los trenes cambian de dirección. Soy llorón y lloré. Tuve deseos de soltar el guante, dejar caer el fly y salir corriendo a dar el abrazo más largo que he dado.
Ahora solo espero la primera foto de Amanda y Ana Rosario juntas.

23 agosto 2012

El intento de asesinato de Barriga Verde

 
No sabía de la existencia de Barriga Verde hasta que Google me alertó. Me pareció extraño que una página web en San Juan de la Maguana, en el sur profundo dominicano, me mencionara junto a Rafael Rojas, Antonio José Ponte y José Prats Sariol.
Lo primero que me llamó la atención fue el staff de columnistas de la publicación, que es encabezado por Narciso Isa Conde y Lilliam Oviedo, representantes del extremo más obcecado y absolutista de la izquierda dominicana, voceros impenitentes del régimen cubano.
En “El colmo del cinismo” un reportaje firmado por Arthur González, se comenta el Llamamiento por una Cuba mejor y posible que suscribieron recientemente cubanos de todas partes del mundo. Con la misma retórica del régimen, González ataca los propósitos del documento y señala a algunos de sus firmantes (entre ellos yo) como agentes de la CIA. 
Debido a mi labores en República Dominicana, he llegado a familiarizarme con los nombres de casi todos los periodistas del país. Arthur González, sin embargo, no me resultaba conocido. Consulté a Vianco Martínez, quien sí los conoce a todos, y tampoco tuvo la más mínima idea de quién era.
Desconcertado, le escribí a Anulfo Mateo Pérez, director de la publicación, para que me pusiera en contacto con el autor del reportaje. Solo quería, le dije, alguna explicación sobre la grave acusación que hacía, a mí y a un grupo de importantes intelectuales cubanos. La respuesta llegó tarde y con una extraña lógica.
Resumiendo: Anulfo me advertía que en el mundo había muchos Camilo Venegas, que si yo no era agente de la CIA, entonces no se referían a mí (ya una vez le oí decir algo parecido a Fidel. Cuando se esfumó el comandante Cienfuegos, aseguró que en el pueblo había muchos Camilo).
Revisé la lista de los firmantes del Llamamiento… y, en efecto, no había nadie más con mi nombre. Le volví a escribir a Mateo Pérez y aún no ha respondido. No lo hará por varias razones, pero la más importante de todas es que Arthur González no existe. Se trata de una máscara de uno de sus colaboradores o de algún funcionario de la Embajada de Cuba.
Por estos días se ha hablado mucho de cómo Fidel y Raúl Castro han asesinado, sistemáticamente, la reputación de los que han disentido de su dictadura o reclamado una Cuba más plural y libre. Como no hay argumentos para dialogar, se opta por aniquilar moralmente al adversario.
Me gusta el nombre de Barriga Verde. Me gusta que existan en República Dominicana medios alternativos que procuren y consoliden la pluralidad, diversidad y libertad de su gente. Pero es una lástima que se dejen usar, que se presten para asesinar la reputación de los cubanos que quieren lo mismo que ellos para su patria.

21 agosto 2012

Los valores de Celia, las miserias de Yohandry

 
Hace unos días circuló una falsa información sobre Cuba. Una entre tantas. A todas horas circulan falsas informaciones sobre Cuba. Incluso los medios de prensa más confiables aseguraron que el régimen de La Habana había levantado algunas de sus prohibiciones más vergonzosas.
Celia Cruz, según esas fuentes, ya podía difundirse en la radio y la televisión de la Isla. Celia, como se sabe, es la más universal de todas las cubanas. Aun así, varias generaciones en la Isla han crecido sin poder disfrutar de su cubanía esencial, de todos los valores que ella representa.
Sobre eso debatíamos en Twitter cuando irrumpió entre nosotros la celebérrima Yohandry Fontana, quien no es más que una de las tantas mascaradas que usa la Seguridad del Estado para asesinar reputaciones y desinformar sobre Cuba. Aunque admitía la prohibición oficial, Yohandry aseguraba oír a Celia en privado (¡Hasta Yohandry, caballero!).
No pude contenerme. Le pregunté si eso no le parecía una vergüenza. Entonces acudió a uno de las más recurridas excusas del régimen: En Estados Unidos también hay censura. Soy cubano, le dije, me incumben los problemas de Cuba. Que los norteamericanos se ocupen de los problemas de Norteamérica.
Como los lugares comunes y la falta de imaginación son su especialidad, recordó entonces que algunas emisoras de Miami censuraban a Silvio Rodríguez. Celia Cruz es cubana y está prohibida en Cuba, le respondí. Silvio, en cambio, sin ser norteamericano, pudo cantar en ese país con entera libertad.
No tuve más respuestas de Yohandry. Abandonó el debate y la oportunidad de ofrecerle al menos un argumento válido a la causa de sus miserias. Su actitud prueba por qué los cubanos que viven en Cuba no pueden tener acceso libre a Internet. El régimen, como Yohandry, no está acostumbrado a luchar en igualdad de condiciones.
Hoy, cuando llegué al Bohío, puse a Celia Cruz a todo volumen. Cerré los ojos y me la imaginé de regreso en Cuba. Ese día será apoteósico. Como Celia es inmortal (Cruz, quiero decir), puede darse el lujo de esperar todo el tiempo que sea preciso.

19 agosto 2012

Por qué firmé

 
Salí de Cuba a finales del 2000. Por dos años y unos meses mantuve ese incómodo silencio que hacemos los cubanos para no cerrarnos las puertas del regreso a casa. Pero en la primavera de 2003, el día que supe que Raúl Rivero había sido encarcelado por decir lo que pensaba, decidí dejar constancia de mi solidaridad con el poeta.
A partir de ese momento, comencé a firmar todas las cartas y documentos que exigían las libertades y los derechos que le son negados a mis compatriotas. Aunque de antemano sabía que esas acciones tendrían muy poca repercusión, asumía mi apoyo a cada iniciativa como una cuestión de principios.
En mayo de 2007 suscribí la Carta de Santo Domingo, un texto que redactamos entre Mario Rivadulla, Pedro Ramón López, Luis González Ruisánchez, Iván Pérez Carrión, Raúl Varela, Roberto Cavada y yo. Justo el día en que la daríamos a conocer, Cavada pidió que retiraran su firma. Sus aportes, en cambio, permanecieron en el documento.
Antes de decidir si firmaría o no el Llamamiento urgente por una Cuba mejor y posible, se lo leí en voz alta a Diana. Entre los que ya habían suscrito el documento se encontraban cubanos que admiro, respeto y hasta quiero. Pero también aparecía la rúbrica de algunos con los que estoy en total desacuerdo. Esa pluralidad me gustó.
Al final decidimos firmar. Lo hicimos convencidos de lo que hacíamos y, sobre todo, de lo que pedíamos para Cuba. Si otro documento como ese me cayera en las manos mañana, lo volvería a firmar. Si entre sus suscriptores estuvieran las firmas de gente con la que discrepo demasiado, mejor aún.
Dice un trovador que la libertad solo existe cuando no es de nadie. Mi más grande deseo es que ese ideal sea posible en Cuba cuanto antesSi estuviera a mi alcance, ese día buscaré a Roberto Cavada para darle un abrazo y decirle que todavía está a tiempo de firmar la Carta de Santo Domingo
Su libertad me alegrará tanto como la mía. A partir de ese momento, ni él, ni yo, ni ningún otro cubano tendrá que seguir cargando con miedos ajenos. Por eso firmé, por eso firmaré siempre.

Los espacios vacíos de Santo Domingo

 
(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

En un lejano viaje a Isfaján, en Irán, Italo Calvino entendió que la cosa más importante del mundo eran los espacios vacíos. Después de describir un complejísimo decorado, el escritor celebra el hecho de que la ciudad esté dispuesta según una feliz sucesión de vacíos.
“Vacío, nada, ausencia, silencio, son todos nombres cargados de significados demasiados obstructivos para algo que no quiere ser ninguna de estas cosas. No se le puede definir con palabras”, asegura el autor de Las ciudades invisibles.
Es difícil encontrar vacíos en Santo Domingo. Los pocos que quedan están bajo la constante amenaza de la especulación constructiva. Para colmo de males, allí, donde se ha salvado una ínfima esquina en la que es imposible levantar nada, se aparece el alcalde con su casi patológico mal gusto.
Los que vivimos en esta ciudad, le debemos a Roberto Salcedo que la pusiera en el mapa donde solo aparecen los parques más terribles y disparatados del mundo. Antes de estar al frente del Ayuntamiento, Salcedo hacía comedias de televisión. Por eso, pienso, asume a Santo Domingo como un decorado de atrezzo o, lo que es peor, la confunde con un chiste.
En uno de los pasillos del Hotel Embajador hay una exposición de viejas fotografías. En una de ellas, se ve una vista aérea del edificio en construcción. A su alrededor no se divisa más que un gran vacío. Es imposible acertar nada del nuevo Santo Domingo en ella. Por eso lo más aconsejable es disfrutar el vacío.
 Es cierto que ya no se puede volver a ese punto. Es imposible recuperar un bosquecito que se ve justo delante del edificio. Me imagino que ahí, originalmente, era donde pernoctaban las bandadas de pericos. Esas que hoy regresan a la ciudad desde cualquier dirección para aferrarse a los pocos árboles del parqueo del Hotel.
En otra foto se divisa la célebre Concha Acústica en un espacio abierto, también sin nada alrededor. Se le ve tan despejada, que cuesta trabajo dar con ella en la actualidad, confundida, camuflada y enmarañada con todo lo que se construyó después. La ciudad no le dio alcance al Hotel Embajador, más bien trató de asfixiarlo.
Unos párrafos más abajo, Calvino se queja de las fotografías actuales que le habían llegado de Irán (la actualidad a la que se refiere es a principios de los años 80 del siglo pasado): “son imágenes muy diferentes: sin espacios verdes, atestadas de multitudes, de gritos y gestos escandidos”, dice.
Para evitar que nos pase lo mismo que a él, busquemos los espacios vacíos de Santo Domingo antes de que la especulación constructiva o el mal gusto los encuentren. Disfrutemos de ese pino araucano que ha logrado sobrevivir tantos avatares y aún señala una coordenada en el cielo de la ciudad.
No había nada de esto cuando hicieron el Hotel Embajador. Dentro de 10 años habrá mucho más. Retengan para entonces esas ausencias que están a punto de desaparecer.  

14 agosto 2012

Norge Espinosa

 
Yo no sé si Bladimir Zamora, Ramón Fernández Larrea o Luis Alberto García recuerdan la fecha exacta. Los menciono a ellos tres porque estuvieron vinculados de distintas maneras al suceso. Bladimir lo organizó, Ramoncito lo desorganizó y Luisito llevó a Carlos Varela para que estrenara “Jalisco Park”.
Era uno de los años finales de la década del 80 y estábamos en el primer y último Festival del Caimán Barbudo. Desde todas las provincias de la isla acudimos jóvenes poetas. La única condición era haber publicado en Por Primera Vez, la sección para principiantes de la revista. Recuerdo que ese día, por más señas, conocí a Sigfredo Ariel.
Pero es de otro poeta de Santa Clara que quiero hablar, de un muchacho jovencísimo (en aquel entonces) que recitaba unos versos preciosos y desfachatados, como si pudiera darse un Arthur Rimbaud en la ciudad que posee la isla en el centro. Leyó un poema que se llamaba “Vestido de novia”. Todos aplaudieron mucho. No pocos lloraron.
Norge Espinosa acabó convirtiéndose en un intelectual mayor de edad. Su trayectoria en el teatro cubano ya es tan importante como su obra poética. Sus ensayos, reportajes, críticas y opiniones no pueden dejar de ser tomadas en cuenta ni siquiera por los que piensan diferente a él.
Recuerdo que en los años 90 le ofrecieron dirigir una librería. Era en un sótano de la calle Línea, en El Vedado. No pocas mañanas fui hasta allá para compartir canciones, tragos de ron peleón y cizañas. Hoy pasó por mi muro de Facebook y me dejó un disco de Marta Valdés. Entonces recordé aquel evento cuya fecha solo deben saber Bladimir, Ramoncito y Luisito.
Busqué en el perfil de Norge una foto para acompañar este texto. Ya no se parece tanto al muchachito que conocí a finales de los 80. Ahora es infinitamente más libre, por eso es capaz de vestirse de lo que le venga en gana, incluso de mar.
Busquen su versos, quiero compartir ese privilegio con ustedes.

El otro andén de Camarones

 
La estación del Paradero de Camarones tiene dos andenes. Uno está en la principal, que es la Línea Cienfuegos-Santa Clara, y el otro en el Ramal Cumanayagua (que fue demolido a finales de los años 90). Como el tren mixto retrocedía para internarse por la otra pata del triángulo, ese andén se usaba la mayoría de las veces para apartadero.
Durante meses, ahí pernoctaban los campamentos de reparadores. Cuando estaba desocupado, enchuchaban tolvas en mal estado, vagones que no cabían en el taller de Cruces y hasta locomotoras. Cada vez que eso sucedía, el andén se convertía en nuestra zona de “guerra”.
El Chiqui, Ernesto, Norberto, Gabi, Osiris, Alexis, Wilita y yo nos convertíamos en asaltantes del lejano Oeste o en guerrilleros, capaces de correr y saltar por un estrecho pasillo que tenían las tolvas en el techo. Luego, como premio, abríamos las compuertas y comíamos las piedras del azúcar que quedaba en las paredes.
Solo había dos personas capaces de ponerle fin a aquellas aventuras: Barbarita (la madre del Chiqui) o mi abuela Atlántida. Barbarita prefería un cuje de guásima y mi abuela la chancleta, pero ambas eran igual de efectivas con sus armas. Siempre nos dejaban la marca de su regaño por más de una semana.
Un día entendimos el por qué de aquellas amonestaciones. Estábamos en medio de un encarnizado combate con tirachapas y nos escondimos debajo de las ruedas de unas tolvas. Ni el Chiqui ni yo sentimos el cambio de chucho y el ruido de la locomotora. No nos dimos cuenta hasta el golpe del acople.
Salimos ilesos por centésimas de segundos. Nunca le dijimos nada a nadie. Eso hubiera implicado un castigo de meses. Fue uno de los tantos secretos que dejamos guardados en el otro andén de Camarones, que también tenía túneles y pasadizos donde habitaban un majá y muchísimos hurones.
Ya no está la línea. Ya no pueden pernoctar los campamentos de reparadores. Tampoco es posible dejar vagones o locomotoras en mal estado. Ahí solo circula la nostalgia y ella, ya se sabe, no conduce a ningún lugar tangible.

13 agosto 2012

Mis símbolos patrios

 
No soy de los que cargan con el peso de los símbolos patrios. Nunca he llevado una bandera de Cuba colgada del retrovisor. Cuando suena el himno de mi país en las Olimpiadas, no me aqueja esa excesiva emotividad que suele arrancar lágrimas o producir escalofríos.
El escudo de Las Villas me conmueve más que el de la nación entera. Un arado, encajado en el medio de un campo, para mí tiene un mejor significado que la llave del Golfo. El humo de un central en plena zafra me representa mejor que las ramas de laurel y encina.
Pero si hay dos cosas de mi país que de verdad me estremecen son el cielo de mi provincia y el parque de mi ciudad. Cuando niño, cada vez que mi madre me llevaba del brazo por el parque Martí, cerraba un ojo para poder descifrar la cabeza del Apóstol entre la claridad de los celajes.
Eso hice el día que volví a poner los pies encima de la marca donde, dice la leyenda, acamparon los fundadores de Cienfuegos. Cerré un ojo para mirar en dirección a Martí y, cuando logré enfocar, descubrí que Diana había abierto la verja de hierro y se había escabullido dentro del monumento.
No soy de los que cargan con el peso de los símbolos patrios. Pero tampoco mentiría si digo que casi todo lo que me une a mi país estaba delante de mis ojos, como una postal, dispuesto con la forma que toman las cosas cuando se les necesita para siempre.

09 agosto 2012

Yolanda Farr, la mujer que borraron de Memorias del subdesarrollo

 
Si pregunto quién es Yolanda Farr, pocos de mi generación sabrían decir. Pero si les enseño cualquier fotografía suya, incluso las actuales, la reconocerían de inmediato. Ella, junto a Sergio Corrieri, protagonizó una de las escenas más memorables del cine cubano.
Todo lo que yo sabía de su existencia se limitaba a su nombre, puesto en letras temblorosas, sobre el fondo en el que pasan los créditos de Memorias del subdesarrollo (1968), el clásico de Tomás Gutiérrez Alea. Gracias a un amigo, el cineasta cubano Mario Crespo, conocí el blog donde la actriz española cuenta su vida.
En su más reciente post, Yolanda ofrece detalles hasta ahora desconocidos del proceso de creación de Memorias del subdesarrollo: “Titón sabía bien lo que quería y me hizo ignorar el dialogo escrito para crear una situación más real y humana”, recuerda la actriz.
Cuando por fin vieron el resultado de tantas improvisaciones y horas de trabajo en la moviola, todos aplaudieron. Fue entonces que Titón le pidió un último sacrificio: hacer el primer desnudo del cine cubano. “Si alguien tenía la labia suficiente para convencer a una jovencita entusiasta del cine, ese alguien era aquel hombre serio y profesional cuya labor yo tanto admiraba”, confiesa.
Aunque el desnudo quedó en la versión final de la película, según Yolanda, casi toda sus escenas fueron eliminadas. La razón no fue artística sino política. Poco después de concluido el rodaje, la actriz decidió marcharse de Cuba. Eso provocó un retraso en la fecha del estreno y un cambio radical en la edición final.
“Años más tarde, ya en España, sufrí el shock de mi vida al comprobar que estaba prácticamente eliminada de la pantalla, que casi únicamente quedaba mi voz en off sobre close-ups de Sergio Corrieri y larguísimos planos, cámara en mano, de nuestra habitación desierta”, relata desconcertada.
Años después, otra película de Tomás Gutiérrez Alea sufrió una drástica censura. Algunos testigos reconocen que la idea de Hasta cierto punto era mucho mejor que el resultado final. Afortunadamente, en Memorias… Titón logró soluciones tan ingeniosas que ahora nos cuesta creer que no estaban en su plan original.
¿Cómo sería Memorias… con esa secuencia del Conney Island que Yolanda describe divertida y de la que muestra, en efecto, un gracioso fotograma en su blog? ¿Hubiera sido mejor la despedida en el aeropuerto como se rodó originalmente y no con ese plano que sigue a la actriz de espalda hasta que se sube al avión?
A Titón le exigieron que borrara lo más que pudiera a Yolanda Farr de su película. Algunos de los recursos que ideó para complacer a los censores, a mi modo de ver, hicieron a la película aún más interesante. Pero, ¿cuántas veces sucedió lo contrario?
La obra cinematográfica de Tomás Gutiérrez Alea es lo más importante del cine cubano. El post de Yolanda Farr demuestra que siempre estuvo bajo la presión de la censura, incluso en su obra cumbre. ¿Cómo hubiera sido el cine de un Titón completamente libre? ¿Qué más habría dicho sin la autocensura que cargó sobre sus hombros?
Ahora tengo un nuevo pretexto para volver a ver Memorias del subdesarrollo. Esta vez trataré de imaginarme a la película de otra manera, buscaré el rastro del filme que no le permitieron hacer a Titón.

El Salmón llegó otra vez al final del río

 
Andrés Calamaro está grabando un nuevo disco y eso, al menos para mí, es una gran noticia. La música del Salmón ha sido, en los últimos 12 años, una de mis mayores fuentes de inspiración. Todos los días, en algún momento, oigo algo suyo y eso siempre me reconforta.
A mediados de la década del 80, el rock argentino influyó de una manera decisiva a buena parte de mi generación. Aquellas grabaciones precarias que llegaron a La Habana de Charly García, Luis Alberto Spinetta, Juan Carlos Baglietto y Fito Páez nos enseñaron nuevos significados de la palabra la libertad.
Luego, cuando descubrí a Calamaro, sintonicé por completo con unas convicciones estéticas que reafirman mi identidad. Acabo de revisar el contador de mi iTunes y lo confirmo. Oigo mucho más rock argentino que trovas cubanas (con excepción de Carlos Varela y Polito Ibañez, quienes son referencias y auxilios indispensables).
El estudio de grabaciones de Andrés Calamaro se llama Deep Camboya. Es un homenaje a Apocalipsis Now (1979). La película de Francis Ford Coppola transcurre durante un viaje río arriba, idéntico al que hacen los salmones cuando van a fecundar.
Entre marzo y julio, el Salmón ha registrado más de 200 grabaciones. Según  Pablo Plotkin, de Rolling Stone Argentina, ya hay material suficiente para un nuevo disco. Solo falta que Andrés decida cómo va a compartir lo que aún está inédito (ya ha subido buena parte de ese material a su SoundCloud).
“Ya nadie tiene paciencia ni para escuchar una canción entera –se queja el Salmón–. ¡Es mentira que la gente quiere música gratis en Internet! La gente sólo quiere pagar fortunas para ir a un show a cantar las canciones que conoce”.
Aunque eso es cierto, aún quedamos vivos millones de inquilinos del siglo pasado. Para nosotros sí tiene sentido que esas canciones estén disponibles cuanto antes. Yo no necesito ir a un concierto de Calamaro, de hecho nunca he ido a ninguno, para mí lo indispensable es oírlo.
Vamos, Andrés, hay que ganar todo el tiempo que se pueda. Si Fabio Zerpa llega a tener toda la razón, esos marcianos acabarán copando el mundo a traición.

02 agosto 2012

Los 70 años del maestro Juan Formell

 
Cada generación de cubanos tiene una orquesta de música bailable que la define. Le época de mis abuelos se oye con absoluta nitidez en los discos de Beny Moré. Cada uno de los pasos que dieron mis padres se escucha en los ritmos de la Orquesta Aragón. Todo lo que quisimos ser y todo lo que no fuimos nosotros, suena en cualquier momento de los Van Van.
Desde 1970 hasta la fecha, no hay en mi país nada que describa mejor su cultura sonora que la trayectoria de esa charanga. Una vez le oí decir a Francisco López Sacha que los Van Van eran los Rolling Stones de la música cubana. Nunca más he podido oír a ninguno de los dos sin recordar esa precisa (y preciosa) analogía.
Le deben su nombre a uno de los fracasos más estrepitosos de la revolución cubana. Nacieron en una época en que a Fidel Castro se le ocurrió que era posible producir diez millones de toneladas de azúcar. Para que todos creyeran realizable la quimera, proclamó una consigna: “¡Los diez millones van, de que van, van!”
Al final el mejor producto de aquella zafra no fue extraído de la caña de azúcar sino de la dulzura que emanaba de todos los cubanos. Década tras década, Van Van ha ido descifrando los códigos de un pueblo que baila y luego existe. Ese milagro de creatividad y permanencia se debe a Juan Formell, un genio que hoy cumple 70 años.
No es posible hacer una antología con los éxitos indispensable de los Van Van con menos de 30 canciones. Eso puede dar una idea de las verdaderas dimensiones y la trascendencia de una agrupación que fue definiendo el tumbao de un país, década tras década.
En un chiste popular de los años 80, te preguntaban qué dirían de Fidel Castro las enciclopedias del futuro: “Dictador cubano que fue contemporáneo de Juan Formell y los Van Van”, decía la respuesta. En el momento que surgió parecía un poco exagerado. Pero ahora empieza a dejar de ser cosa de broma.
Al final los Van Van fueron los que de verdad fueron; de que fueron, fueron. ¡Feliz cumpleaños, maestro Juan Formell!