25 agosto 2006

Grass pela la cebolla

Por estos días, a raíz de la publicación de su autobiografía, Günter Grass ha estado en la punta de la lengua de mucha gente. El escritor chileno Ariel Dorfman no escapó a la tentación de aprovechar la coyuntura y contar algunas de las experiencias que ha tenido durante su relación “amistosa” con el autor de Pelando la cebolla.
“La primera vez que conocí a Günter Grass −recuerda Dorfman−, nos peleamos furiosamente”. Corría 1975 y, de la mano de un amigo, el chileno se acercó al alemán para pedirle su adhesión a una carta gestada por varios intelectuales latinoamericanos (entre los que se encontraban Aberti, Cortázar, García Márquez y Matta) en “defensa de una cultura chilena amenazada por Pinochet”.
Antes de dar una repuesta, Grass hizo una pregunta: "¿Por qué no quieren asistir los compañeros socialistas chilenos a la reunión en defensa de los patriotas checos que se hará en Francia este verano?". Dorfman trató en vano de explicarle a Grass que para que su país se sacara a Pinochet de encima no se podía “perjudicar el indispensable apoyo de la Unión Soviética”.
Durante el resto de la conversación Grass se dedicó a cocinar una sopa y no dijo ni una palabra más. Sólo abrió la boca para despedirse: "Cuando algo es moralmente correcto −dijo−, hay que defenderlo sin preocuparse de las consecuencias políticas o personales que vamos a pagar". Desde los tiempos de Esopo, frases como esa reciben el nombre de moraleja.

19 agosto 2006

Pancho y Martí se despiden

En Dajabón, el 1 de marzo de 1895, Pancho y José Martí se despidieron. “A Pancho, sujetándome el corazón –escribió el Apóstol a Máximo Gómez–, se lo devuelvo”. Acto seguido los dos hombres se abrazaron por última vez. El joven volvió a Montecristi y Martí navegó hasta la guerra.
Ochenta días después, José Martí cayó abatido en una absurda escaramuza. Vestido de negro, como si fuera a dar un discurso y no la vida, galopó directo a las balas enemigas. De nada valió todo lo que se hizo para protegerlo. Aún hoy parece inexplicable aquel incidente que privó a Cuba del hombre que más necesitaría una vez que fuera libre.
De Pancho haber continuado el viaje con Martí, es probable que hubiera caído a su lado, en Dos Ríos. “Llegó Pancho ayer –respondió Gómez desde Montecristi el 4 de marzo–, al que usted no debió devolver sino llevarlo”. Pero el muchacho estaba predestinado y finalmente se alistó. Pancho desembarcó en Cuba en el vapor Three Friends y El 7 de diciembre de 1896, ya con el grado de capitán, fue alcanzado por las ráfagas mientras trataba de rescatar el cuerpo sin vida de Antonio Maceo.
A partir de entonces se llamó Panchito Gómez Toro y se convirtió en un héroe, como su padre, Máximo Gómez, y como José Martí, aquel poeta que le dijo adiós sujetándose el corazón.

Los niños se despiden

El cielo del Paradero de Camarones es demasiado grande. Una calle principal y dos callejones que se entrecruzan entre sí no dan abasto para tantas nubes. De manera que cuando un avión atraviesa por encima de mi pueblo se ve desde todas partes, no hay manera de que pueda pasar inadvertido.
Mi generación, es decir, los que fuimos niños en la década del setenta del siglo pasado, tenía una costumbre. Cada vez que un aparato sobrevolaba el espacio aéreo del Paradero de Camarones, mirábamos hacia arriba y gritábamos: “¡Adiós Fidel!”, con las dos manos en alto repetíamos una y otra vez “¡Adiós Fidel!”.
El pasado domingo, cuando le vi ataviado con una indumentaria Adidas (¿será un descuido o un tardío patrocinio?), sin el disfraz de guerrero y con demasiado tinte en la barba (supongo que el nerviosismo o la prisa de los maquillistas), recordé aquella cándida e inconcebible manía que llegó a interrumpir hasta los más reñidos juegos de pelota en el potrero de Felo López.
En voz muy baja repetí aquel grito. Lo hice por los que entonces nos jugábamos nuestra inocencia sin camisa y al resisterio del sol, lo hice porque estoy convencido de que pase lo que pase, dentro de una semana o de un año, allí nada volverá a ser lo mismo.

El que ya no tiene que echarle leña al fuego

En un viejo Reglamento, publicado por los Ferrocarriles Consolidados de Cuba, se advierte que el fogonero es quien auxilia al maquinista en todo lo que se refiere a sus obligaciones y en la economía del combustible, además de prestarle atención a la vía en caso de señales y obstrucciones.
Cuando desaparecieron las locomotoras de vapor, las funciones del fogonero se redujeron aún más. Desde entonces, apenas se cerciora de que el tren permanezca completo al salir de las curvas y de tirar del silbato si el maquinista no puede hacerlo.
De niño me fascinaba la idea de ser maquinista, pero poco a poco descubrí los privilegios de viajar en el lugar del fogonero. Con la vista fija en el horizonte de la vía, su oficio le permite concentrarse en el entorno que se le viene encima a toda velocidad. Como ya no tiene que estar pendiente de la caldera, el fogonero puede ponerle más atención a la tumultuosa cotidianidad del viaje.
Por eso, además de las señales y obstrucciones, advierte las cosas que le deslumbran, soliviantan o preocupan. Se trata de un individuo que ya no tiene que echarle leña al fuego, que sólo se cuida de mirar hacia atrás al final de cada curva y de tirar del silbato cuando el maquinista no puede hacerlo bajo ninguna circunstancia.