Fue en el año 2004. Entonces laboraba en el Centro Cultural Eduardo León Jiménes. Rafael Emilio Yunén, el director, me llamó a su oficina. “Tengo que salir y Jhonny está por llegar, ¿puedes recibirlo?”, me preguntó. Nunca he sido bueno en cuestiones de protocolo, le advertí. Aún así, él insistió.
28 julio 2021
El día que conocí al Caballo Mayor
Fue en el año 2004. Entonces laboraba en el Centro Cultural Eduardo León Jiménes. Rafael Emilio Yunén, el director, me llamó a su oficina. “Tengo que salir y Jhonny está por llegar, ¿puedes recibirlo?”, me preguntó. Nunca he sido bueno en cuestiones de protocolo, le advertí. Aún así, él insistió.
Dios está del otro lado de la ventana
25 julio 2021
Los dos errores de los intelectuales y artistas cubanos que defienden a la dictadura
El Ministerio de Cultura de Cuba ha compartido unas breves declaraciones de intelectuales y artistas afines a la dictadura. Muchos tienen un denominador común, pasan de los 60 años. La mayoría repite las mismas palabras y los mismos gestos, como en la célebre secuencia de Memorias del subdesarrollo.
Todos, sin excepción, incurren en dos errores. Aseguran que los cubanos que se oponen a la dictadura son una minoría y que promueven el odio. ¿Cómo hacen para no darse cuenta de que los menos ahora son ellos? ¿Cómo son capaces de ignorar todo el odio y las divisiones impuestas en seis décadas de absolutismo?
No hay mayor bloqueo que la cerrazón mental de un régimen incapaz de entender su naturaleza inviable. El 11 de julio de 2021 ya está escrito en la historia nacional y, desafortunadamente, Miguel Díaz-Canel eligió que fuera con sangre. No hay mayor plebiscito que todos esos pueblos tirados a la calle.
Como advirtió hace poco Enrique del Risco, nunca, en ninguna de las Cuba, ni en la colonial ni en la republicana, tantos cubanos salieron a manifestarse contra un gobierno aún en el poder. Eso hace todavía más ridículo que una docena de viejos intenten responderles a miles de jóvenes.
El empaque del material producido por la oficialidad es tan anticuado como lo que dicen, acompañados por una musiquita de los 80 y delante de un polvoriento set, imitan al inverosímil Noticiero Nacional de Televisión. Se pronuncian desde el pasado y desde una retórica ya incomprensible para una Cuba que solo quiere hablar de futuro y grita libertad.
Lo único entendible en todo lo que dicen es la rabia de que ellos no llegarán a ver el país por el que tantos se manifestaron. Su frustración y su envidia, aunque malsanas, no dejan de ser comprensibles. Son los sobrevivientes de algo que no pudo ser y su único afán ahora es subsistir.
21 julio 2021
De regreso a casa
Anoche soñé que la estación del Paradero de Camarones había esperado a que yo llegara para derrumbarse. Hace una semana que estamos en Chicago. Veo pasar trenes constantemente. Al final de las calles, por encima de nosotros, haciendo un enorme estruendo bajo nuestros pies.
16 julio 2021
Mis 54 años
Cuando uno tiene menos de 40 años, está convencido de que nunca saldrá de ese círculo vicioso que es la juventud. A partir de ahí la cosa cambia, sobre todo después de la media rueda. Se los dice alguien que acaba de llegar a los 54. Por más resistencia que se ofrezca, se empieza a sentar cabeza.
12 julio 2021
11 de julio de 2021
¡Viva Cuba libre!
10 julio 2021
¡Han vuelto las manzanas!
Hace 18 años un querido amigo que aún vive en Cuba estuvo de visita en Santo Domingo. Entonces yo laboraba de editor en un diario y él, con asombro, me preguntó para qué un país donde no pasa nada necesitaba periódicos de 80 páginas. Se me ocurrieron tantas respuestas que me quedé callado.
Apenas habíamos estado dos años sin vernos y ya no lográbamos ser los mismos. Cualquier tema de conversación se convertía en un ladrillo más sobre el muro que, sin saberlo, habíamos estado levantando entre nosotros. Cuando me vio tan estresado por pagar las cuentas, me recordó que antes jamás me preocupaba por eso.
Era las vacas gordas del chavismo y el ALBA. En el stand de Cuba en la Feria del Libro, había tantas fotos de Hugo como de Fidel. Cuando le dije que estaba buscando un patrocinio para publicar un librito de poemas, me restregó que “allá a cada provincia le asignaron una imprenta y un triciclo Piaggio”.
Además, estaban pintando toda La Habana, habían llegado más de cien locomotoras de China (“¡A ti que te gustan tanto los trenes”), una nueva carretera acortaría la distancia entre Cienfuegos y La Habana, los cubanos ya podíamos ir a los hoteles, a Varadero se entra sin problemas…
Cada cosa que dijo me hizo sentir mal (a veces horriblemente mal). Lo único que quería, me dijo, era un par de botas Timberland. Lo llevé a la tienda y se las regalé (yo no tenía unas así en aquel entonces, todavía no me podía dar el lujo de elegir una marca en específico). Pagué con la tarjeta de crédito.
“El capitalismo es deuda”, subrayó. De regreso a casa pasamos por un supermercado a comprar un churrasco. Quería hacerle una parrillada en mi BBQ de entonces, que era el más enclenque del mercado. “¿Quieres manzanas?”, le pregunté. “Nooo… ¡Han vuelto las manzanas, siempre tengo en casa!”.
Las dos horas y 15 minutos en que el tiempo se detuvo
(Fragmento de la novela Atlántida)
Todas las mañanas, después de abrir las dos puertas del salón de espera y las dos ventanas de la oficina, Aurelio se toma un tiempo en darle cuerda al reloj de la estación. Lo trata con mucho cuidado, como si su vieja armazón de madera o su fino cristal pudieran deshacérsele entre las manos.
Durante las ocho horas que se mantiene atento a los teléfonos y al movimiento de los trenes, mira incontables veces la esfera para comprobar la hora exacta. Al oír que alguien desde otra estación da el paso de un tren, él lo contrasta con las enormes manecillas que tiene delante.
El reloj es el más grande del Paradero de Camarones. Vino de Inglaterra en 1899, cuando la Cuban Central Railways puso uno en cada estación. Su esfera tiene grandes manchas de humedad y se ha empezado a borrar, pero todavía puede leerse claramente “20 Moorgate Street, Londres”.
A las 09:10, Aurelio recibió una llamada de Cruces. Una tolva de azúcar se había descarrilado en el enlace del ramal Santo Domingo, impidiendo el paso hacia Camarones. Aurelio, después de comprobar que el reloj de la estación tenía esa misma hora, preguntó cuán grave era el accidente.
—Solo se le cayó un truck—aseguró Ucha, el operador de la estación vecina—.
—All right —respondió Aurelio.
Eran las 09:12. Se paró en la ventana de la oficina que da a la ventana del comedor a través del andén de Cumanayagua y le comentó a Atlántida que no había paso por un pequeño accidente en Cruces. Calculó que tardarían unas tres horas en levantar la tolva y restablecer el paso.
De regreso a su mesa, volvió a mirar el reloj. Eran las 09:15. En la matiné del cine Justo, hace como tres o cuatro domingos, pasaron comedias silentes. Cuando Harold Lloyd, después de escalar por las paredes de un edificio alcanzó un enorme reloj, Carlos el de Pascualita saltó de su asiento.
—¡Miren el reloj de la estación! —gritó mientras todos reían a carcajadas.
Los tranvías, los carros y los transeúntes se veían pequeñitos allá abajo, mientras el Hombre Mosca se agarraba del minutero para no caerse. Al final, la maquinaria del reloj no pudo soportar su peso y acabó zafándose. Entonces Harold, sin que ni siquiera se le callera el sombrero, quedó colgando hacia el vacío.
Las palmadas, las risas y los gritos del cine Justo fueron tantas, que Chena tuvo que encender su linterna y pedirnos que nos calmáramos. Eso mismo tuvo que decirle Atlántida a Aurelio cuando mi abuelo la llamó alarmado. Casi una hora después de que lo mirara por última vez, el reloj todavía tenía las 09:15.
Estuvo un largo rato con las manos en la cabeza. No puedo decir cuánto duró porque ya no había manera de medir el tiempo. Luego mi abuela le trajo la pequeña latica de aceite de su máquina de coser Singer y Aurelio atinó a bajar el reloj de la pared.
Su maquinaria no se parecía al de la película. Tenía varias ruedas dentadas y una pieza larga que, según Aurelio, se llama vástago. Primero sopló cada pieza y luego les puso aceite. Después de atornillarlo de nuevo a la armazón de madera, le dio cuerda. Con un gesto nos pidió que hiciéramos absoluto silencio.
Se mantuvo así hasta que escuchó el primer tic tac. Entonces llamó a la estación de Cruces y le preguntó qué hora era. Las 10:30, se le oyó decir a Ucha. Luego llamó a San Fernando y Hugo Lois le dijo lo mismo. Desde la saleta, después de sintonizar Radio Reloj, Atlántida lo confirmó.
Feliz, se recostó en su asiento y permaneció con la vista fija en la esfera del reloj hasta que el minutero alcanzó las 10:31. Al final fueron dos horas y 15 minutos. Ese fue lo que duró detenido el viejo reloj inglés. El sonido de sus engranajes y su volanta ya marcaba otra vez el compás de la mañana.
Cuando pasó el primer tren, Aurelio saludó al maquinista eufórico. Pepe Guerén respondió el saludo muy animado también. Es probable que pensara que mi abuelo estaba así porque se había restablecido la circulación entre Cruces y Cienfuegos. Pero yo sé que la razón era otra.
En el momento que Harold Lloy llegó a los brazos de su novia, después de perder el sombrero y quedarse colgando por un pie de una cuerda, todos aplaudimos. Eso hicimos también Atlántida y yo cuando vimos a Aurelio de regreso a su mesa, después de recuperar la confianza en las manecillas del reloj.
08 julio 2021
Aldo y Loli
Fueron mis compañeros de estudios en las montañas de El Nicho. Navegamos juntos en aquel barco que nos llevó, a través del lago Hanabanilla, a los albergues de madera donde viviríamos los tres años de la secundaria básica. Solo teníamos 11 años, pero nos obligaban a comportarnos como hombres y mujeres.
Aldo era mi vecino. Su casa estaba junto a la carreterita de grava que llega a la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. A él, como a mí, lo crió su abuela. Desde muy pequeño tuvo que hacerse cargo de sus hermanos y por eso le quedaba muy poco tiempo para jugar. Era muy rudo, pero cuando no podía ser de otra manera. El resto del tiempo su nobleza se imponía.
Loli era muy tímida, tardamos meses en oírla hablar. Era de Cruces y viajaba en otra guagua, pero coincidíamos en el embarcadero de El Salto. Al final del viaje en el barco, debíamos subir un empinado trillo que nos llevaba hasta el camino de Cien Rosas a El Nicho. Por él llegábamos a la escuela.
Los varones ayudábamos a las hembras a subir la loma y muchas veces cargábamos con sus maletas encima de las nuestras. Así fue que muchos nos enamoramos por primera vez. Los años 70 llegaban a su fin, era la época de Para bailar y el Mariel.
El país se dividía en bandos irreconciliables: los que apoyaban la pareja de baile de los hermanos Francia o a la de los hermanos Santos, los que habían decidido quedarse y los querían marcharse. Eso hacía que el más mínimo incidente se convirtiera en una declaración de principios.
En esas circunstancias Aldo y Loli se enamoraron y fueron sorprendidos en una de las oscuridades de la escuela. El director nos formó en la plaza y los subió en una tarima de madera para avergonzarlos delante de todos. El Chiqui, Yayo, el Negro, Diego, Osley, Javie y yo, bajamos la cabeza en nombre del Paradero de Camarones.
A partir de ese momento, Loli fue una muchacha aún más callada. No volví a oírla hablar hasta que su familia se mudó a nuestro pueblo. Al poco tiempo, ella se fue a vivir a la casa que estaba junto a la carreterita de grava que llega a la estación de ferrocarril. Se casó con Aldo y tuvieron dos hijas.
Todavía están juntos.
CODA
05 julio 2021
Felo López y Carmen Rodríguez
Eran nuestros vecinos más cercanos. Vivían en la antigua casa del reparador de vías. Ambos trabajaban en los ferrocarriles. Felo era el farolero y Carmen la guarda crucero. Como a mi abuelo Aurelio no le gustaba el agua de nuestro pozo, íbamos a su casa a buscar la que bebíamos.
Al pie de una inmensa ceiba, una pequeña bomba sacaba el agua más fresca que he probado en mi vida. Aurelio tenía la teoría de que la ceiba era clave para ese pozo, porque su sombra mantenía al agua fría y sus raíces le daban ese sabor único que tanto nos gustaba.
En el patio de la estación del Paradero de Camarones había cinco cambiavías. Cuando el sol empezaba a caer sobre las matas de mango de Mercedita, Felo López salía con un galón de keroseno y una lata de estopa. Limpiaba y encendía cada indicador. Esas luces marcaban el principio y el fin de nuestro pueblo.
A primera hora de la mañana hacía el mismo recorrido, pero solo para soplar las llamas y dejar que el sol se ocupara de alumbrarnos. Al final volvía a casa abrazado de Carmen. Caminaban por el medio de la línea, entrelazados, como si al cabo de tantos años y achaques aún fueran novios.
Los recuerdo así, saltando de travesaño en travesaño, alumbrados por la luz del amanecer. Si nuestras vacas dejaban de dar leche, Felo nos traía de las suyas. Lo mismo hacía mi abuelo si eran las de él las que se secaban. Si en alguna de las dos casas mataban un cerdo, un enorme pedazo de carne era enviado a la otra.
Esos gestos ni siquiera se agradecían, porque se sobreentendían. Yo todavía estudiaba en La Habana cuando Felo murió. Mi abuela me obligó a ir a darle el pésame a Carmen. Es algo que ni entonces ni ahora me gusta. Sigo sin entender el idioma de la muerte. “Ay, Camilito”, fue lo único que me dijo.
A partir de ahí, parecía alguien que acaba de aprender a caminar. Se había pasado toda su vida abrazada a Felo y ya no tenía en quién apoyarse. Por esa misma época sustituyeron los faroles por cristales que reflectaban la luz de las locomotoras. No hizo falta nunca más un farolero. “Menos mal que Felo no tuvo que ver esto”, decía mi abuela Atlántida, que enfurecía ante cualquier señal de modernidad.
El submarino rojo
Sonaba como si de verdad avanzara por debajo del agua. Clap, clap, clap, se le oía al llegar. Venía del mar de cañaverales que se extendía desde Mataguá hasta Ranchuelo, pasando por Potrerillo y San Juan de los Yeras. Aunque era un recorrido de poco más de 50 kilómetros, llegaba exhausta.
La Mak 850 D arribaron a Cuba en los años 50. Eran de fabricación alemana y tenían el mismo motor que los temibles submarinos U-boat, esos que el cazador Ernest Hemingway persiguió por la callería cubana en su Pilar. A diferencia de los sumergibles, las locomotoras estaban pintadas de rojo.
A pesar de que eran diesel (las primeras en llegar al país), eran movidas por bielas como las máquinas de vapor. Por eso las bautizaron como “pata de palo”. Tenían la transmisión hidráulica justo debajo de la cabina. Eso la hacía terriblemente calurosa en el Trópico. Gracias a Juan Carlos Portales, William Abuela nos contó una de las tantas historias que vivió en ellas.
“Salí de conductor con Óscar Portales (tío de Juan Carlos) de maquinista en el Auxilio Menor de Santa Clara. Íbamos a trabajar un accidente en Los Ángeles, ramal Caibarién. Me bajé en Carmita para coger la vía y al regresar me encontré a Óscar completamente desnudo… ¡Aquellas patas de palo eran un horno!”, dice antes de soltar una carcajada.
Guillermo Vázquez (hijo de Mandrake, el legendario maquinista) asegura que las Mak hubieran podido durar tanto como las MG 900, que llegaron a Cuba por la misma época y aún andan con el ferrocarril de la isla a cuestas. “Fueron los tecnócratas y los factores sociopolíticos los que las condenaron a muerte”, afirma.
Encima de mi cama había una enorme ventana que daba al andén. Muchas veces era su sonido quien me despertaba. Me asomaba a los postigos para verla. Después de dejar y tomar pasajeros, retrocedía para internarse en el ramal Cumanayagua. Clap, clap, clap se le oía irse con sus dos pequeños coches de pasajeros y una viejísima casilla de expreso.
El sonido se iba apagando lentamente, mientras se sumergía otra vez en el mar de cañaverales que se extendía desde mi pueblo hasta el punto donde el Escambray se encaja en el llano.
02 julio 2021
Mi primer Brugal Doble Reserva
El primer trago de un nuevo ron de Brugal siempre es para mí una fiesta innombrable, para decirlo a la manera de Lezama. Doble Reserva es una mezcla de envejecidos en barricas de bourbon y de vino de Jerez. Tiene lo mejor de dos mundos y la esencia de un país en el que he vivido ya casi la mitad de mi vida.