28 julio 2021

El día que conocí al Caballo Mayor


Fue en el año 2004. Entonces laboraba en el Centro Cultural Eduardo León Jiménes. Rafael Emilio Yunén, el director, me llamó a su oficina. “Tengo que salir y Jhonny está por llegar, ¿puedes recibirlo?”, me preguntó. Nunca he sido bueno en cuestiones de protocolo, le advertí. Aún así, él insistió.
Mientras esperaba su Jeep, en el puente del edificio donde los visitantes suelen arrojar monedas, mis recuerdos de su música fueron cayendo en mi cabeza. En las actividades recreativas de la escuela de El Nicho, un viejo cassette con sus merengues más famosos sonó hasta quedar totalmente inaudible.
A la estación de ferrocarril llegaba el ruido de la cervecera, el lugar donde el Paradero de Camarones pasaba las noches de los viernes y los sábados. Allí también sonaba aquella orquesta de dominicanos una y otra vez. Entonces ni por la cabeza me pasaba que esos sonidos eran el sendero por el que llegaría al exilio.
—¿Tú eres cubano, chicho? —me preguntó cuando me le presenté, tratando de imitar nuestro acento.
Sin que yo se lo pidiera, empezó a hablar de compatriotas míos. Cada vez que mencionaba sus nombres levantaba las cejas, tratando de que intuyera en ese gesto los signos de admiración. Dejó para el final a Celia Cruz y Beny Moré. “¡Los más grandes!”, dijo levantando también sus enormes brazos.
Le hablé de los guajiros de mi pueblo, de cuánto habían bailado su música. “Los cubanos bailan a contratiempo —comentó—; a diferencia de los dominicanos, que bailamos a tiempo”. Su sencillez era realmente conmovedora, quien no lo conociera no podría ni siquiera imaginar de quién se trataba.
Hoy vi a muchos dominicanos comentar la noticia y todos lo hacían cabizbajos. Es comprensible. Acababan de perder a uno de los más grandes embajadores que ha tenido su manera de ser. Cada gesto suyo era una auténtica expresión de una cultura que empieza y acaba en la alegría.
Se los digo yo, que estuve parado delante de él, le di la mano y hasta llegué a despedirlo con un abrazo. El día que conocí al Caballo Mayor entendí por qué en este país se le rinden culto a la felicidad. Lo tenía delante y solo deseaba estar frente a todo el Paradero de Camarones.
Que me vieran junto al gran Jhonny Ventura, porque ni yo me lo creía.

Dios está del otro lado de la ventana


(Fragmento de la novela Atlántida)

Atlántida suele ir a casa de Mercedita algunos domingos en la mañana. Aunque se pone ropa y zapatos de salir, ni siquiera entra. Se queda en un viejo asiento de autobús que Talín puso frente al pozo, junto a la puerta de la cocina. Ella nunca ha querido que la acompañe. “Mejor quédate con tu abuelo”, me dice siempre.
Desde los postigos de la ventana de mi cuarto la puedo ver, del otro lado de las vías y del patio de los vecinos. Primero conversa un rato con Mercedita, luego se les suma Talín y al final se queda sola. A veces se deja caer en el viejo asiento de autobús y a veces se para. Al menos dos veces se persigna.
Aurelio dejó de creer en Dios a los ocho años. Fue en 1916, la mañana en que volvió del entierro de su madre. Mi abuelo y su hermana María, apenas dos años mayor que él, fueron a la iglesia tomados de la mano. El cura, un gallego alto como una palma y que siempre estaba borracho, les preguntó qué querían. 
Los niños estaban tan asustados y tristes que se abrazaron y empezaron a llorar. El cura no les dijo nada. Después de buscar por varios escondrijos dentro de su sotana, sacó una caja de fósforos y un tabaco. El humo envolvió a los niños. Aurelio empezó a estornudar.
—Queremos hacerle una misa a nuestra madre —dijo por fin.
—¿Trajeron dinero? —preguntó el cura.
—Sí, un real —dijo María.
—¡Tan poco! —respondió el cura— Por eso yo no le hago una misa ni a Dios.
Los dos niños volvieron a su casa abrazados y se pararon delante del lugar donde María Alonso había caído muerta. Algunos decían que la había matado el humo de la leña, otros que el cansancio. Su marido, Claudio Yero, había construido una fonda frente a la línea del ferrocarril. 
Ella se pasaba el día junto al fogón, cocinando para los marchantes que iban o volvían de San Fernando de Camarones. Su potaje de garbanzos y su carne con papas tenían tanta fama, que hubo gente que perdió el tren por tal de probarlos. Como siempre fue muy pálida, nadie se dio cuenta de que estaba enferma.
Aurelio creció con un rencor que nunca se le curó. Delante de él no se podía hablar de los curas ni fumar. En cuanto sentía olor a tabaco, empezaba a maldecir. Aunque Atlántida es devota de la virgen de la Caridad del Cobre, cuando se casaron le prometió que nunca más pondría un pie en una iglesia.
Esa es la razón por la que algunos domingos en la mañana se pone ropa y zapatos de vestir. La iglesia del Paradero de Camarones está al lado de casa de Mercedita. Justo encima del pozo hay una alta ventana desde la que se ve a Cristo en la cruz. La sangre que corre por su rostro me daba miedo hasta hace poco.
En el pozo de Mercedita no huele a tabaco sino a incienso, pero Aurelio igual no lo resistiría. Yo sé que él sabe lo que hace Atlántida en el viejo asiento de autobús, pero nunca le ha dicho nada. Siempre que ella vuelve, él habla de otra cosa y, sin ningún motivo aparente, la abraza y le da un beso.
Aunque Aurelio dejó de creer en Dios a los ocho años, nunca ha perdido su fe en el poder de la naturaleza. “La naturaleza sabe lo que hace”, dice cuando se acerca un ciclón o un ternero que ha nacido enclenque se le muere. “La naturaleza es sabia”, asegura a menudo, ante hechos y cosas que no puede explicar.
—¡La naturaleza hace milagros! —dijo con los brazos abiertos, para celebrar que todo el arroz que tenía sembrado espigó a la vez.
A las nueve en punto, Mercedita y Talín dejan sola a Atlántida en el viejo asiento de autobús. Entonces se oye una música. Después del eco de una voz que parece venir desde muy lejos, mi abuela se persigna. De ahí en adelante no quita la vista de la ventana. Para ella, Dios está del otro lado.

25 julio 2021

Los dos errores de los intelectuales y artistas cubanos que defienden a la dictadura


El Ministerio de Cultura de Cuba ha compartido unas breves declaraciones de intelectuales y artistas afines a la dictadura. Muchos tienen un denominador común, pasan de los 60 años. La mayoría repite las mismas palabras y los mismos gestos, como en la célebre secuencia de Memorias del subdesarrollo.

Todos, sin excepción, incurren en dos errores. Aseguran que los cubanos que se oponen a la dictadura son una minoría y que promueven el odio. ¿Cómo hacen para no darse cuenta de que los menos ahora son ellos? ¿Cómo son capaces de ignorar todo el odio y las divisiones impuestas en seis décadas de absolutismo?

No hay mayor bloqueo que la cerrazón mental de un régimen incapaz de entender su naturaleza inviable. El 11 de julio de 2021 ya está escrito en la historia nacional y, desafortunadamente, Miguel Díaz-Canel eligió que fuera con sangre. No hay mayor plebiscito que todos esos pueblos tirados a la calle. 

Como advirtió hace poco Enrique del Risco, nunca, en ninguna de las Cuba, ni en la colonial ni en la republicana, tantos cubanos salieron a manifestarse contra un gobierno aún en el poder. Eso hace todavía más ridículo que una docena de viejos intenten responderles a miles de jóvenes. 

El empaque del material producido por la oficialidad es tan anticuado como lo que dicen, acompañados por una musiquita de los 80 y delante de un polvoriento set, imitan al inverosímil Noticiero Nacional de Televisión. Se pronuncian desde el pasado y desde una retórica ya incomprensible para una Cuba que solo quiere hablar de futuro y grita libertad.

Lo único entendible en todo lo que dicen es la rabia de que ellos no llegarán a ver el país por el que tantos se manifestaron. Su frustración y su envidia, aunque malsanas, no dejan de ser comprensibles. Son los sobrevivientes de algo que no pudo ser y su único afán ahora es subsistir.

21 julio 2021

De regreso a casa


Anoche soñé que la estación del Paradero de Camarones había esperado a que yo llegara para derrumbarse. Hace una semana que estamos en Chicago. Veo pasar trenes constantemente. Al final de las calles, por encima de nosotros, haciendo un enorme estruendo bajo nuestros pies. 
El ruido de los trenes sobre los viejos raíles y los travesaños empavesados en creosota, siempre acaban llevándome de regreso a casa. Ayer, mientras caminábamos por The Loop, nos paramos a mirar la imponente fachada del teatro Chicago. Pero, casi de inmediato, un largo tren distrajo mi atención.
Eso me ocurre constantemente en esta ciudad. De regreso al hotel, me puse a releer cuentos de Ray Bradbury (una exposición sobre él se exhibe en el The American Writers Museum). Y esas ficciones, que me son tan conocidas como mi pueblo, se fueron mezclando en mi cabeza con la realidad que hemos vivido aquí.
Acabo de abrir los ojos y estoy todavía en Chicago. Hace apenas unos segundos caminaba por el patio de la casa de mi tío Rao. Entonces oí el ruido de un tren sobre los viejos raíles y los travesaños empavesados en creosota. Me asomé al fondo del patio y la estación, todavía intacta, empezó a derrumbarse.
No dije ni hice nada. Me quedé paralizado hasta que el edificio se borró del paisaje. “Eso mismo me ha pasado con Cuba”, pensé ya despierto. Como a Douglas Spaulding, el muchacho del “El vino del estío”, me bastó levantarme y asomarme a la ventana para sentir la sensación de libertad que produce el verano.
Al final me alegra el haberme evitado la angustia de estar allí realmente y que todo no fuera más que una pesadilla. Aun así, una vez más compruebo que esos son los únicos caminos de regreso que me quedan. Ya solo a través de los sueños y de las palabras, mías o de otros, es que puedo volver a estar allí.

16 julio 2021

Mis 54 años


Cuando uno tiene menos de 40 años, está convencido de que nunca saldrá de ese círculo vicioso que es la juventud. A partir de ahí la cosa cambia, sobre todo después de la media rueda. Se los dice alguien que acaba de llegar a los 54. Por más resistencia que se ofrezca, se empieza a sentar cabeza.
He intentado madurar en lo indispensable (admito que no siempre lo consigo) y solo dejo de hacer lo que mi espinazo ya no resiste (heredé de mi padre una columna vertebral de vidrio). Pero, sobre todas las cosas, vivo la vida que siempre imaginé. Aprendí eso de Henry David Thoreau y lo llevo al pie de la letra.
Ayer, después de una difícil semana, aterrizamos en Chicago. Aunque los dos equipos de pelota de la ciudad están en la carretera, nos quedan la arquitectura, la exposición permanente del Instituto de Arte, los trenes, los clubs de jazz y el tentador olor a bourbon que sale de lo oscuro cuando uno abre sus puertas.
Me imagino que todos sentimos el mismo miedo a la vejez que yo tengo. Vi cómo Aurelio fue perdiendo su fuerza descomunal hasta quedarse totalmente desvalido. Estaba ahí cuando Atlántida y Lérida se marchitaron. Ya soy apenas 12 años más joven que mi padre.
Pero cada día que me despierto junto a Diana Sarlabous me hace un tilín más valiente. Aunque nuestra cama es grande, duermo en la estrecha franja de sábana que hay entre su abrazo y el abismo. Sé que, de aquí en adelante y hasta donde dé la cuenta, seremos los mismos. Al menos en eso no cambiaremos.
Ese es el secreto de la eterna juventud: envejecer feliz con uno mismo… y con la persona que elegiste amar.

12 julio 2021

11 de julio de 2021


La inmensa mayoría de los cubanos que se lanzaron a las calles ayer, no habían nacido cuando se cayó el Muro de Berlín. No conocieron la épica de la revolución, ni los años de bonanza por los subsidios soviéticos. Las canciones del Silvio para ellos hablan de un pasado remoto, como las de Compay Segundo.
Les tocó nacer en un país en ruinas y se criaron en la precariedad. Pero, a diferencia de sus padres, no están dispuestos a ser sobrevivientes por el resto de sus vidas. Quieren un futuro, tanto para ellos como para sus hijos. Por eso, tarde o temprano, ese estallido contra el inmovilismo acabaría ocurriendo. 
Los gritos de libertad llegaron por San Antonio de los Baños y se extendieron a toda la isla de manera espontánea. No hubo un líder, nadie dio una sola orden. La falta de esperanza los acabó esperanzando a todos. La dictadura ya había perdido los símbolos, ayer perdió al pueblo.

¡Viva Cuba libre!


A Miguel Díaz-Canel ya solo se le puede llamar dictador. Ayer, en un acto de desesperada cobardía, llamó a los cubanos a pelear contra los cubanos. La revolución que cacareaba el ideal martiano "con todos y para el bien de todos", reconoció públicamente que no es más que un régimen opresor.
Mi mayor admiración por cada compatriota que se manifestó ayer contra "esa plaga infernal de gobernantes indeseables y de tiranos insaciables que a Cuba han hundido en el mal". Toda mi solidaridad con los que fueron brutalmente reprimidos. 
Ayer también se demostró que ellos siguen teniendo las armas y los esbirros, pero ya perdieron al pueblo "que sumido en su dolor se siente herido". Por primera vez una mayoría de cubanos salió a las calles a manifestarse contra el régimen y a gritar lo que habían sido obligados a callar por más de 60 años.
El 11 de julio de 2021 ya está escrito en la historia de Cuba con las mismas letras que el 10 de octubre de 1868. Miles de cubanos se liberaron ayer de la esclavitud. Es el principio de fin de una dictadura que solo ha sabido parasitar, destruir y oprimir. ¡Viva Cuba libre!

10 julio 2021

¡Han vuelto las manzanas!


Hace 18 años un querido amigo que aún vive en Cuba estuvo de visita en Santo Domingo. Entonces yo laboraba de editor en un diario y él, con asombro, me preguntó para qué un país donde no pasa nada necesitaba periódicos de 80 páginas. Se me ocurrieron tantas respuestas que me quedé callado.

Apenas habíamos estado dos años sin vernos y ya no lográbamos ser los mismos. Cualquier tema de conversación se convertía en un ladrillo más sobre el muro que, sin saberlo, habíamos estado levantando entre nosotros. Cuando me vio tan estresado por pagar las cuentas, me recordó que antes jamás me preocupaba por eso.

Era las vacas gordas del chavismo y el ALBA. En el stand de Cuba en la Feria del Libro, había tantas fotos de Hugo como de Fidel. Cuando le dije que estaba buscando un patrocinio para publicar un librito de poemas, me restregó que “allá a cada provincia le asignaron una imprenta y un triciclo Piaggio”.

Además, estaban pintando toda La Habana, habían llegado más de cien locomotoras de China (“¡A ti que te gustan tanto los trenes”), una nueva carretera acortaría la distancia entre Cienfuegos y La Habana, los cubanos ya podíamos ir a los hoteles, a Varadero se entra sin problemas…

Cada cosa que dijo me hizo sentir mal (a veces horriblemente mal). Lo único que quería, me dijo, era un par de botas Timberland. Lo llevé a la tienda y se las regalé (yo no tenía unas así en aquel entonces, todavía no me podía dar el lujo de elegir una marca en específico). Pagué con la tarjeta de crédito.

“El capitalismo es deuda”, subrayó. De regreso a casa pasamos por un supermercado a comprar un churrasco. Quería hacerle una parrillada en mi BBQ de entonces, que era el más enclenque del mercado. “¿Quieres manzanas?”, le pregunté. “Nooo… ¡Han vuelto las manzanas, siempre tengo en casa!”.

Hoy leí que había escrito el hasgtag #SOSCuba en Twitter y sentí un triste alivio por dentro. Aunque me duele mucho, muchísimo, la terrible situación que él y todos mis compatriotas están pasando; me alegra que mi hija no esté allí, haber pedido auxilio 20 años atrás.

Las dos horas y 15 minutos en que el tiempo se detuvo


(Fragmento de la novela Atlántida)

Todas las mañanas, después de abrir las dos puertas del salón de espera y las dos ventanas de la oficina, Aurelio se toma un tiempo en darle cuerda al reloj de la estación. Lo trata con mucho cuidado, como si su vieja armazón de madera o su fino cristal pudieran deshacérsele entre las manos.

Durante las ocho horas que se mantiene atento a los teléfonos y al movimiento de los trenes, mira incontables veces la esfera para comprobar la hora exacta. Al oír que alguien desde otra estación da el paso de un tren, él lo contrasta con las enormes manecillas que tiene delante.

El reloj es el más grande del Paradero de Camarones. Vino de Inglaterra en 1899, cuando la Cuban Central Railways puso uno en cada estación. Su esfera tiene grandes manchas de humedad y se ha empezado a borrar, pero todavía puede leerse claramente “20 Moorgate Street, Londres”. 

A las 09:10, Aurelio recibió una llamada de Cruces. Una tolva de azúcar se había descarrilado en el enlace del ramal Santo Domingo, impidiendo el paso hacia Camarones. Aurelio, después de comprobar que el reloj de la estación tenía esa misma hora, preguntó cuán grave era el accidente.

—Solo se le cayó un truck—aseguró Ucha, el operador de la estación vecina—.

—All right —respondió Aurelio. 

Eran las 09:12. Se paró en la ventana de la oficina que da a la ventana del comedor a través del andén de Cumanayagua y le comentó a Atlántida que no había paso por un pequeño accidente en Cruces. Calculó que tardarían unas tres horas en levantar la tolva y restablecer el paso.

De regreso a su mesa, volvió a mirar el reloj. Eran las 09:15. En la matiné del cine Justo, hace como tres o cuatro domingos, pasaron comedias silentes. Cuando Harold Lloyd, después de escalar por las paredes de un edificio alcanzó un enorme reloj, Carlos el de Pascualita saltó de su asiento.

—¡Miren el reloj de la estación! —gritó mientras todos reían a carcajadas.

Los tranvías, los carros y los transeúntes se veían pequeñitos allá abajo, mientras el Hombre Mosca se agarraba del minutero para no caerse. Al final, la maquinaria del reloj no pudo soportar su peso y acabó zafándose. Entonces Harold, sin que ni siquiera se le callera el sombrero, quedó colgando hacia el vacío.

Las palmadas, las risas y los gritos del cine Justo fueron tantas, que Chena tuvo que encender su linterna y pedirnos que nos calmáramos. Eso mismo tuvo que decirle Atlántida a Aurelio cuando mi abuelo la llamó alarmado. Casi una hora después de que lo mirara por última vez, el reloj todavía tenía las 09:15.

Estuvo un largo rato con las manos en la cabeza. No puedo decir cuánto duró porque ya no había manera de medir el tiempo. Luego mi abuela le trajo la pequeña latica de aceite de su máquina de coser Singer y Aurelio atinó a bajar el reloj de la pared.

Su maquinaria no se parecía al de la película. Tenía varias ruedas dentadas y una pieza larga que, según Aurelio, se llama vástago. Primero sopló cada pieza y luego les puso aceite. Después de atornillarlo de nuevo a la armazón de madera, le dio cuerda. Con un gesto nos pidió que hiciéramos absoluto silencio.

Se mantuvo así hasta que escuchó el primer tic tac. Entonces llamó a la estación de Cruces y le preguntó qué hora era. Las 10:30, se le oyó decir a Ucha. Luego llamó a San Fernando y Hugo Lois le dijo lo mismo. Desde la saleta, después de sintonizar Radio Reloj, Atlántida lo confirmó.

Feliz, se recostó en su asiento y permaneció con la vista fija en la esfera del reloj hasta que el minutero alcanzó las 10:31. Al final fueron dos horas y 15 minutos. Ese fue lo que duró detenido el viejo reloj inglés. El sonido de sus engranajes y su volanta ya marcaba otra vez el compás de la mañana.

Cuando pasó el primer tren, Aurelio saludó al maquinista eufórico. Pepe Guerén respondió el saludo muy animado también. Es probable que pensara que mi abuelo estaba así porque se había restablecido la circulación entre Cruces y Cienfuegos. Pero yo sé que la razón era otra.

En el momento que Harold Lloy llegó a los brazos de su novia, después de perder el sombrero y quedarse colgando por un pie de una cuerda, todos aplaudimos. Eso hicimos también Atlántida y yo cuando vimos a Aurelio de regreso a su mesa, después de recuperar la confianza en las manecillas del reloj.

Gracias al aceite de la máquina de coser Singer, el tiempo nunca más volvió a detenerse en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones.

08 julio 2021

Aldo y Loli


Fueron mis compañeros de estudios en las montañas de El Nicho. Navegamos juntos en aquel barco que nos llevó, a través del lago Hanabanilla, a los albergues de madera donde viviríamos los tres años de la secundaria básica. Solo teníamos 11 años, pero nos obligaban a comportarnos como hombres y mujeres.

Aldo era mi vecino. Su casa estaba junto a la carreterita de grava que llega a la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. A él, como a mí, lo crió su abuela. Desde muy pequeño tuvo que hacerse cargo de sus hermanos y por eso le quedaba muy poco tiempo para jugar. Era muy rudo, pero cuando no podía ser de otra manera. El resto del tiempo su nobleza se imponía.

Loli era muy tímida, tardamos meses en oírla hablar. Era de Cruces y viajaba en otra guagua, pero coincidíamos en el embarcadero de El Salto. Al final del viaje en el barco, debíamos subir un empinado trillo que nos llevaba hasta el camino de Cien Rosas a El Nicho. Por él llegábamos a la escuela.

Los varones ayudábamos a las hembras a subir la loma y muchas veces cargábamos con sus maletas encima de las nuestras. Así fue que muchos nos enamoramos por primera vez. Los años 70 llegaban a su fin, era la época de Para bailar y el Mariel.

El país se dividía en bandos irreconciliables: los que apoyaban la pareja de baile de los hermanos Francia o a la de los hermanos Santos, los que habían decidido quedarse y los querían marcharse. Eso hacía que el más mínimo incidente se convirtiera en una declaración de principios.

En esas circunstancias Aldo y Loli se enamoraron y fueron sorprendidos en una de las oscuridades de la escuela. El director nos formó en la plaza y los subió en una tarima de madera para avergonzarlos delante de todos. El Chiqui, Yayo, el Negro, Diego, Osley, Javie y yo, bajamos la cabeza en nombre del Paradero de Camarones.

A partir de ese momento, Loli fue una muchacha aún más callada. No volví a oírla hablar hasta que su familia se mudó a nuestro pueblo. Al poco tiempo, ella se fue a vivir a la casa que estaba junto a la carreterita de grava que llega a la estación de ferrocarril. Se casó con Aldo y tuvieron dos hijas. 

Todavía están juntos.



CODA



Aldo y Loli volvieron con sus hijas y nietos a la escuela de El Nicho, en el Escambray. Aunque encontraron todo en ruinas, pudieron identificar cada espacio y encontrarse con sobrevivientes de aquella época en el pueblo. Las aulas desaparecieron, el comedor está a punto de derrumbarse, los albergues fueron convertidos en casas...
Ahí están, 40 años después, en el lugar exacto donde los pararon delante de todos. Orgullosos de que sus nietos conozcan el lugar exacto donde empezó la historia de amor de sus abuelos.

05 julio 2021

Felo López y Carmen Rodríguez


Eran nuestros vecinos más cercanos. Vivían en la antigua casa del reparador de vías. Ambos trabajaban en los ferrocarriles. Felo era el farolero y Carmen la guarda crucero. Como a mi abuelo Aurelio no le gustaba el agua de nuestro pozo, íbamos a su casa a buscar la que bebíamos.

Al pie de una inmensa ceiba, una pequeña bomba sacaba el agua más fresca que he probado en mi vida. Aurelio tenía la teoría de que la ceiba era clave para ese pozo, porque su sombra mantenía al agua fría y sus raíces le daban ese sabor único que tanto nos gustaba.

En el patio de la estación del Paradero de Camarones había cinco cambiavías. Cuando el sol empezaba a caer sobre las matas de mango de Mercedita, Felo López salía con un galón de keroseno y una lata de estopa. Limpiaba y encendía cada indicador. Esas luces marcaban el principio y el fin de nuestro pueblo.

A primera hora de la mañana hacía el mismo recorrido, pero solo para soplar las llamas y dejar que el sol se ocupara de alumbrarnos. Al final volvía a casa abrazado de Carmen. Caminaban por el medio de la línea, entrelazados, como si al cabo de tantos años y achaques aún fueran novios.

Los recuerdo así, saltando de travesaño en travesaño, alumbrados por la luz del amanecer. Si nuestras vacas dejaban de dar leche, Felo nos traía de las suyas. Lo mismo hacía mi abuelo si eran las de él las que se secaban. Si en alguna de las dos casas mataban un cerdo, un enorme pedazo de carne era enviado a la otra. 

Esos gestos ni siquiera se agradecían, porque se sobreentendían. Yo todavía estudiaba en La Habana cuando Felo murió. Mi abuela me obligó a ir a darle el pésame a Carmen. Es algo que ni entonces ni ahora me gusta. Sigo sin entender el idioma de la muerte. “Ay, Camilito”, fue lo único que me dijo. 

A partir de ahí, parecía alguien que acaba de aprender a caminar. Se había pasado toda su vida abrazada a Felo y ya no tenía en quién apoyarse. Por esa misma época sustituyeron los faroles por cristales que reflectaban la luz de las locomotoras. No hizo falta nunca más un farolero. “Menos mal que Felo no tuvo que ver esto”, decía mi abuela Atlántida, que enfurecía ante cualquier señal de modernidad.

Desde entonces para saber dónde empieza y dónde se acaba el Paradero de Camarones cuando es de noche, hay que esperar a que pase un tren.

El submarino rojo


Sonaba como si de verdad avanzara por debajo del agua. 
Clap, clap, clap, se le oía al llegar. Venía del mar de cañaverales que se extendía desde Mataguá hasta Ranchuelo, pasando por Potrerillo y San Juan de los Yeras. Aunque era un recorrido de poco más de 50 kilómetros, llegaba exhausta.

La Mak 850 D arribaron a Cuba en los años 50. Eran de fabricación alemana y tenían el mismo motor que los temibles submarinos U-boat, esos que el cazador Ernest Hemingway persiguió por la callería cubana en su Pilar. A diferencia de los sumergibles, las locomotoras estaban pintadas de rojo.

A pesar de que eran diesel (las primeras en llegar al país), eran movidas por bielas como las máquinas de vapor. Por eso las bautizaron como “pata de palo”. Tenían la transmisión hidráulica justo debajo de la cabina. Eso la hacía terriblemente calurosa en el Trópico. Gracias a Juan Carlos Portales, William Abuela nos contó una de las tantas historias que vivió en ellas.

“Salí de conductor con Óscar Portales (tío de Juan Carlos) de maquinista en el Auxilio Menor de Santa Clara. Íbamos a trabajar un accidente en Los Ángeles, ramal Caibarién. Me bajé en Carmita para coger la vía y al regresar me encontré a Óscar completamente desnudo… ¡Aquellas patas de palo eran un horno!”, dice antes de soltar una carcajada.

Guillermo Vázquez (hijo de Mandrake, el legendario maquinista) asegura que las Mak hubieran podido durar tanto como las MG 900, que llegaron a Cuba por la misma época y aún andan con el ferrocarril de la isla a cuestas. “Fueron los tecnócratas y los factores sociopolíticos los que las condenaron a muerte”, afirma.

Encima de mi cama había una enorme ventana que daba al andén. Muchas veces era su sonido quien me despertaba. Me asomaba a los postigos para verla. Después de dejar y tomar pasajeros, retrocedía para internarse en el ramal Cumanayagua. Clap, clap, clap se le oía irse con sus dos pequeños coches de pasajeros y una viejísima casilla de expreso. 

El sonido se iba apagando lentamente, mientras se sumergía otra vez en el mar de cañaverales que se extendía desde mi pueblo hasta el punto donde el Escambray se encaja en el llano.

02 julio 2021

Mi primer Brugal Doble Reserva


El primer trago de un nuevo ron de Brugal siempre es para mí una fiesta innombrable, para decirlo a la manera de Lezama. Doble Reserva es una mezcla de envejecidos en barricas de bourbon y de vino de Jerez. Tiene lo mejor de dos mundos y la esencia de un país en el que he vivido ya casi la mitad de mi vida. 
El ron dominicano, a diferencia del cubano, no contiene aguardiente. Brugal destila a tres columnas hasta lograr el corazón más puro del alcohol. Luego le añade agua de manantial de las montañas de Puerto Plata y lo envejece en barricas de roble americano o europeo que seleccionan cuidadosamente. 
Incluso los rones blancos de Brugal son envejecidos en barricas por un año. El clima único de la Novia del Atlántico, donde los vientos alisios al chocar con la cordillera Septentrional provocan lluvias durante todo el año, hace que el proceso de envejecimiento se acelere por las altas temperaturas y la elevada humedad.
Cuando uno visita las bodegas de Brugal en Puerto Plata, puede respirar ese aroma único que sale de las barricas. Eso fue lo primero que recordé en cuanto abrí mi primera botella de Brugal Doble Reserva. ¡Nunca me han faltado razones para brindar por República Dominicana y su gente!