27 marzo 2013

El tatuaje americano de Alejandro Aguilar


(Texto leído durante la presentación de la novela El cliente tatuado, en Casa de Teatro, Santo Domingo, la noche del martes 26 de marzo)

Presentar un libro de un amigo es difícil, por más objetividad que se trate de aparentar, nunca deja de ser sospechoso cada elogio que se diga. Presentar un buen libro de un hermano es muchísimo más difícil. De manera que les propongo algo. Si quieren no escuchen, pero, por favor, no dejen de comprar la novela; con toda seguridad me lo van a agradecer.
La obra narrativa de Alejandro Aguilar está llena de personajes reales. Algunos han sido disfrazados lo suficiente como para que nadie los reconozca. Otros, sin embargo, apenas usan un seudónimo y se muestran tal cual fueron. Ese es el caso del propio Alejandro, que es un personaje más que evidente  en todos sus libros.
En República Dominicana suele decirse, unas veces por ingenuidad y otras por desconocimiento, que la actual tradición literaria cubana se debe a la revolución (Siempre que oigo semejante disparate, pregunto a quién se debe entonces la de Carpentier, Lezama, Guillén, Vitier y Cabrera Infante, entre muchos otros?).
Pero una de las maneras más rotundas de desmentir eso, es Alejandro Aguilar, quien se hizo escritor a pesar de la revolución. Fundamento mi afirmación. Alejandro estudió en una escuela militar, donde no le permitían tener el más mínimo contacto con actividades creativas. Marchar y disparar, eso era lo único que se necesitaba que hiciera bien.
Siempre que el autor de “Casa de cambio” cae en una crisis de nostalgia, recuerda la noche en que burló las postas de la escuela y se escapó para el teatro de Camagüey, donde habían anunciado a un catalán desconocido, muy jovencito, de nombre variable (a veces le llamaban Juan y a veces Joan) y de apellido Serrat.
Las cosas que cantó y dijo aquel hombre provocaron la primera crisis de identidad de Alejandro Aguilar, pues se dio cuenta de que había algo más importante que reventar una bota rusa contra el suelo o destruir el objetivo que tenía en la mirilla.
Ya en La Habana, Aguilar estudió para político. De alguna manera seguiría siendo un soldado, aunque esta vez sin uniforme ni armas. Una vez más la revolución exigió de él un hombre sin fantasía ni creatividad, listo siempre para repetir discursos y consignas de memoria.
Pero el artista que llevaba por dentro este humilde hijo de ferroviario (así dirán de él en el futuro sus biógrafos) siempre se las arreglaba para sobrevivir. En misiones de las juventudes comunistas recorrió prácticamente todos los países del planeta donde eran bienvenidos semejantes misioneros.
Así fue que Moscú, Budapest, Sofía, Berlín, Praga, Managua y hasta Pyongyang se quedaron grabadas en su subconsciente, no como ciudades sino como escenarios. Allí sucederían las historias que terminaría contando Aguilar cuando Alejandro acabara por revelarse (y rebelarse) como creador.
Antes de que eso pasara, el azar le regaló el detonante. En un vuelo de regreso a Cuba conoció a una rubia que, por esos años, era la musa de toda una generación (y me incluyo en ella). Esa mujer, bailarina por más señas, no solo lo enamoró a primera vista (¿o debo decir a primer avión?) sino que le cambió la vida.
Nunca más pudo Alejandro enrolarse en una misión del gobierno cubano. Una de las cosas que más disfruto de nuestras conversaciones es oírle repetir la historia de su desilusión. A partir de ese momento fue un hombre más comprometido que nunca, pero con las causas de la creatividad, esas que siempre librar sus batallas en un campo de guerra intangible, inimaginable para el común de los mortales.
El primer libro de Alejandro Aguilar, “Paisaje de arcilla”, se publicó en el mismo año y en la misma colección que mi primer libro. Gracias al hecho de que ambos fueran premiados en Pinos Nuevos, me cayó en las manos y lo leí sin conocer a su autor, a quien empecé a admirar sin tener la más remota idea de quién era.
En un momento de profunda crisis nacional, donde todos en Cuba escribían historias de prostitutas y balseros, Alejandro regresó a la escuela militar donde en vano trataron de adoctrinarlo. Saldó las cuentas con su conciencia y, de paso, escribió el que era hasta ahora su mejor libro.
He releído varias veces aquel pequeño cuaderno que no es ni poesía ni cuento, sino las dos cosas a la vez. En él eran evidentes las mejores influencias: William Faulkner, la literatura clásica rusa y un libro que tuvo una luna de miel con nuestra generación: “Reflejos en un ojo dorado” de Carson McCullers.
Recuerdo que muchos contemporáneos nuestros desconfiaban de Alejandro, el cuadro político que había mutado en escritor. Ante más de uno defendí los valores innegables de su libro y siempre me respondían lo mismo: “Tocó la flauta”, que traducido al dominicano quiere decir “la pegó de milagro”.
Pero 6 años después aparecería su primera novela “La desobediencia”,  luego, en 2005, “Casa de cambio” y, en 2009, “Fijar la mirada”.  Cada una de esas obras forman parte de un cuerpo narrativo sólido, legítimo, irremplazable de la literatura cubana actual.
Pero si les soy del todo honesto, yo no había vuelto a sentir la sensación que me dejó “Paisaje de arcilla”, aquel libro minimalista y rotundo que me hizo admirar a Alejandro Aguilar como escritor muchísimo antes de llegarlo a querer como un hermano.
“El cliente tatuado”, la novela que les estoy proponiendo que compren (todo lo que he dicho y diré aquí es con ese único objetivo), es el libro que siempre estuve esperando de Alejandro. Aquí, con todas las herramientas que la madurez le regala a los escritores (hablo de los buenos, porque los malos tratan, pero no escriben), se cuenta una historia redonda, rotunda.
¿Recuerdan al muchachito aquel que estudiaba en una escuela militar y luego se hizo un líder de las juventudes comunistas del mundo? Ahora imagínense que acabó viviendo en Filadelfia, la ciudad donde está la escalinata de Rocky y la estatua de ese símbolo kitsch del imperialismo.
“El cliente tatuado” es el encuentro de Alejandro Aguilar con la sociedad contra la cual se suponía que luchara. Hay otra novela cubana que aborda el mismo tema, pero el protagonista de “Memorias del desarrollo”, de Edmundo Desnoes, ya había vivido en el capitalismo y solo estaba regresando a él.
El personaje de Alejandro, en cambio, se enfrenta a algo totalmente diferente a lo que le contaron y a lo que él mismo se había imaginado. De ese choque de culturas, de esa crisis de identidad, nace una historia apasionante (y perdonen que use una palabra tan manida, pero no encuentro otra).
Cuando uno nace como escritor con la influencia de William Faulkner, se muere sin poderse deshacer de ella. Si se tiene ese antecedente y lo que se escribe sucede en las rutas americanas, esa fuente de inspiración saldrá a relucir inevitablemente. Pero lo que en otros libros era influencia aquí es homenaje, destreza en una manera de decir a la que ya se pertenece.
Tanto Alejandro como yo pertenecemos a una secta oculta. Se llama Los Búfalos y acudimos a ella para discutir libros de Conrad, Capote, Melville, Tabucchi. Sé que recibiré una reprimenda por hablar en público de algo que es ultra secreto. Pero estoy feliz de que un búfalo sea capaz de escribir un libro tan bueno.
Le prometí a Freddy Ginebra que solo serías dos cuartillas y acabo de quedar mal. Por eso prefiero que sea él quien les presente mejor a uno de sus hijos cubanos. Solo una cosa más.
Como pueden ver, Alejandro ya no vive en Filadelfia sino en Santo Domingo. Ese es el capítulo que le falta a la novela. Cuando terminé de leer “El cliente tatuado” encontraba que algo estaba inconcluso y al final me di cuenta que era eso.
Aún no sabemos cómo será ni cuándo, pero el viaje de ese personaje no se acaba esa tarde en que “la autopista 95 dirección Norte se hallaba bastante despejada”.

25 marzo 2013

Una larga lista


Durante años, estuve organizando en mi mente una larga lista. Eran las cosas que quería hacer el día que por fin volviera a la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones:
  • Caminar descalzo por el andén caliente.
  •  Lavarme la cara con agua del pozo.
  • Subirme al techo y mirar al pueblo desde su punto más alto.
  • Recolectar semillas del algarrobo y la mata de limones criollos.
  • Ir hasta las tumbas de Laika, Tristán y Quino, los perros de mi infancia y mi juventud.
  • Caminar haciendo equilibrio por los carriles hasta el enlace del antiguo ramal Cumanayagua.
  • Balancearme en la cerca del patio de Mercedita, con los dos pies apoyados en los alambres de púas.
  • Cruzar el potrero de mi abuelo de extremo a extremo, siguiendo la sombra de los ciruelos.
  • Cortar un poco de hierba en la faja de la línea para sentarme a olerla.
  •  Ir a las ruinas de la represa de Ciprián.
  • Comer caña en la escalera del patio.
  • Trepar la mata de mamoncillos.
  • Acostarme sin camisa en el piso frío de la saleta.
  •  Oír en el viento en los postigos, eso que Truman Capote llamó “el arpa de hierba”.
  • Esperar a que pasara un tren.
  • Besar a Diana en el puente de la cañada.
No hice ninguna.

24 marzo 2013

Aceite de hígado de bacalao


Había dos cosas que convertían a mi abuela Atlántida en un felino, capaz de atraparme como a una presa por más que yo tratara de huirle. La primera era la línea del tren. Si ella me sorprendía jugando más allá del andén, se transformaba en una máquina de caza de la que nunca logré escapar.
Una vez me encontró sentado en el chucho del ramal Cumanayagua, haciendo cuentos con el Chiqui, Norberto y Wilita. Ya pasaba de los 65 años y la artrosis le había inmovilizado un brazo. Pero todo eso fue muy poca ventaja para mí. Al final acabé con el tatuaje de un chancletazo. En mi muslo, con toda claridad, se leía: "Caribe 4½ / Empresa Consolidada del Plástico / Hecho en Cuba".
Pero nada la hacía más veloz que la hora de darme la cucharada de aceite de hígado de bacalao. Jamás logré burlarla ni hacer que desistiera. Siempre había un mueble, una puerta o unos balaustres que me hacían perder aceleración y justo ahí se me abalanzaba Atlántida empuñando aquella terrible cucharada.
Luego fue mi hija Ana Rosario quien padeció mi persecución. Durante años la hicimos pasar por la misma experiencia. Aunque en su caso el trago fue mucho menos amargo. Ella al menos podía elegir entre varios sabores: naranja, fresa, frambuesa…
Ayer Diana acabó desesperándose con la falta de apetito de María. Salió con las manos en la cabeza y regresó con un frasco de Emulsión de Scott. Cuando ya parecía imposible que la niña se tragara el líquido viscoso, le conté mi historia con Atlántida.
Con una risa a la que le faltan dos dientes, cerró los ojos, se tapó la nariz, apretó y tragó. Hoy, a la misma hora, me pidió que le repitiera el cuento. La certeza de que yo pasé por lo mismo cuando tenía su edad al parecer la consuela en algo.
Es raro, pero el hombre del bacalao a cuestas nunca aparece en ningún resumen de ogros. Al parecer llega un momento en que le perdonamos tantos tragos amargos. Al final su antigua estampa y el enorme pez que lleva en su espalda dejar de sabernos mal para convertirse en nostalgia, en una risa a la que en algún momento se le volverán a caer los dientes.

23 marzo 2013

Con Bebo, camino a Quivicán


En Santo Domingo, son las 10:47 de la noche del viernes 22 de marzo de 2013. En estos momentos, Bebo Valdés es trending topic en República Dominicana. Con sus propias palabras y con ese piano silencioso que son las teclas de las computadoras o los smartphones, los dominicanos le rinden homenaje al gigante de la música.
Bebo Valdés nació en Quivicán en 1918 y acaba de morir en Estocolmo. En sus 95 años de vida hay otra fecha importante: 1960. Una revolución en su país y el amor de una sueca se combinaron para que el genial pianista decidiera exiliarse. Tenía 42 años, su ausencia duró 53.
Muchas veces, de distintas maneras, le ofrecieron a Bebo la posibilidad de volver a su patria. Su negativa siempre fue rotunda. Una y otra vez se negó a llegar a un Quivicán desconocido, a una Habana en ruinas y a una Cuba oprimida. Como si tocara la más difícil nota, solo supo decir que no con su cabeza.
Es muy probable que los dominicanos actuales conozcan mejor a Bebo Valdés que sus compatriotas. Lo poco que se saben de él los cubanos de hoy,  se debe a unos dibujos animados donde Bebo se llama Chico y sus deseos por Cuba se resumen en una muchacha de nombre Rita.
A partir de hoy Bebo Valdés es, como diría Fito Páez, parte del aire. En el caso de los cubanos y de todos los que le admiran, parte del aire que respiramos. Como un oso, negro y enorme, seguirá abrazándonos con sus ritmos. Por más que se haga el sueco, Quivicán será siempre su lugar en el mundo.