28 septiembre 2021

Aleida Pis

A la izquierda, la casa de Aleida Pis y el portal donde tejía.

En las tardes, si uno se asomaba a la puerta de calle de la casa de vivienda de la estación de ferrocarril, podía verla. Del otro lado del andén, de las dos líneas, del patio de Merceditas y de la carretera de Cienfuegos, estaba Aleida Pis sentada en el portal de su casa. Siempre tenía dos agujas entre las manos.
Se ponía a tejer en cuanto el sol abandonaba su sillón preferido. Hacía las medias, gorros y prendas de vestir que luego usarían los recién nacidos del pueblo. Era la mujer más buena del mundo, pero, según ella misma, tenía mal de ojo. No se atrevía a celebrar a un niño sin antes asegurarse de que llevara un azabache.
Mi abuela y ella se querían como hermanas, porque Atlántida había sido como una hija para sus padres, Tina y Pedro Pis Prieto, el célebre presidente del Patronato Pro Luz Paradero de Camarones. A menudo la oíamos llamar por las ventanas. A veces no entraba, solo le alcanzaba un dulce a mi abuela y se iba.
Un día sacaron relojes despertadores en la tienda de Blanca Llerena. Eran Slava, un artefacto soviético que parecían tener la misma maquinaria de los tractores MTZ. Una mujer que vivía por la Loma del Chino Piloto quiso mostrárselo a Aleida. “¡No lo saques de la caja!”, le advirtió.
Pero la mujer insistió y, en cuanto Aleida dijo que estaba bonito, se le fue de las manos y cayó hecho trizas. A finales de los 80, Aleida viajó a Miami invitada por su hermano Landy. Fue a preguntarme qué quería que me trajera. Le pedí lo que más falta me hacía en aquel momento: una cinta de máquina de escribir.
Gracias a ese regalo, pude pasar en limpio el borrador de Los trenes no vuelven, el primer libro que publiqué. En la dedicatoria del ejemplar que le regalé, le di las gracias por la cinta y por cada dulce que llevó a mi casa durante toda mi infancia. Con el libro entre sus manos, me miró agradecida.
—Gracias, mi niño —me dijo—. Tú sabes que no puedo decir que está bonito, ¿verdad?

25 septiembre 2021

Laika y Nerón


Laika y Nerón tuvieron un amor a primera vista. Desde el día en que se conocieron, vivieron para encontrarse entre la línea principal y el apartadero. Ella dejó de jugar conmigo y voló por encima de los raíles. Él logró pasar a través de los alambres del patio de Mercedita. Cada quien llegó hasta la mitad del camino.
Se estuvieron olfateándose un largo rato. Ella se quedó inmóvil, para que él explorara todo su cuerpo. La llamé varias veces y, por primera vez, no me hizo caso. Se había paralizado. La voz ronca de Talín tronó en la ventana de la cocina de su casa, donde siempre resplandecía una temblorosa bombilla.
—¡Neeeeerón!
El grito fue tan fuerte que espantó a unas auras tiñosas que se estaban comiendo los restos de una gallina. Nerón, sin embargo, ignoró el llamado de su dueño. Siguió husmeando cada palmo de Laika, mientras las colas de ambos se movían sin cesar y, a veces, se entrelazaban.
Un día que Chena vino a dejar una carretilla de películas en la estación, me preguntó si quería uno de los cachorros de Loba. Me encogí de hombros. Con ese gesto le quería decir que me encantaría, pero que mi abuelo siempre se ha negado a que tengamos un perro en casa.
Chena me entendió perfectamente y me dijo que, si yo quería, él hablaba con Aurelio. le dije que no con la cabeza. “¿Eso quiere decir que sí?”, me preguntó. Volví a decir que no con la cabeza. Entonces me dijo que me lo traía al día siguiente y que por mi abuelo no me preocupara.
—¡Y para colmo es una hembra! —protestó Aurelio cuando me vio con la cachorra entre las manos.
Chena se reía a carcajadas y mi abuela fue a la cocina a buscarle leche. Mercedes Cabrera le había regalado los dos machos que quedaban a un chofer de los pepinos de Santa Clara. Los pepinos son unas viejas guaguas checoslovacas que suenan muchísimo, su ronroneo se oye a kilómetros de distancia. 
—Es igualita a la madre —me dijo Chena.
—¿Cómo le vamos a poner? —me preguntó Atlántida.
Unos días atrás yo había leído, en la revista Unión Soviética, la historia de una perra callejera que se convirtió en el primer ser vivo en viajar al espacio. El 3 de noviembre de 1957, a bordo del Sputnik I, orbitó sobre la Tierra. No sobrevivió, pero gracias a ella Gagarin sí pudo hacerlo.
—Laika —dije.
—¿Laika? —preguntó Atlántida.
—Por la perra que fue al espacio —dijo Aurelio.
—Por suerte en el Paradero de Camarones no hay cohetes —dijo Chena y se fue con su carretilla llena de rollos de películas, traqueteando por todo el pueblo.
Laika me esperaba todos los días en la punta del andén. Aunque el timbre de la escuela no se escuchaba en la estación, ella sabía perfectamente que había sonado, porque se quedaba inmóvil hasta que yo aparecía. La habíamos enseñado a no cruzar las vías del tren y por eso no salía a mi encuentro.
Los fines de semana me iba con ella a correr para el potrero. En época de lluvias, cuando la cañada tenía agua, ella se lanzaba y trataba de pescar guajacones con el hocico. No me consta que lograra atrapar alguno, pero eso no hizo que desistiera. Todo lo contrario.
Siempre fue muy obediente… hasta que conoció a Nerón. El perro de Talín y Mercedita era negro como un azabache y fiero. Enloquecía cuando las auras tiñosas se posaban en las matas de mango del patio. No descansaba hasta que lograba espantarlas. 
No sé cómo llegó a tener el nombre de un emperador romano en un pueblo donde los perros se llaman Verduga, Mocho o simplemente Perra, como la de Aldo y Tony Pérez. Pero Nerón, en honor a la verdad, reinaba en aquellos patios. Todos le temía, tanto los animales como las personas, excepto Laika. 
En cada una de las estaciones donde mi familia vivió, perdió un perro o un gato bajo las ruedas de los trenes. A veces, en la sobremesa, Atlántida recuerda la tarde en que un tren mató a Motica, la perra más querida la familia. Fue en el andén de San Juan de los Yeras. 
Mi abuelo le iba a dar la vía a un tren de caña y la perra, que ya estaba ciega, lo siguió. Parece que con el enorme estruendo que hacía la locomotora de vapor, Motica se desorientó y cayó a la línea. Hubo que esperar que pasara el caboose para recuperarla. Ese día Aurelio juró que nunca más tendríamos un perro.
Hasta el día en que Laika, después de beberse un plato de leche, fue donde él y se echó en sus zapatos. Aceptó con la condición de que la enseñáramos desde chiquitica a que no podía bajar del andén a la línea. Aprendió enseguida y fue muy obediente hasta que conoció a Nerón.
Una tarde estaba corriendo con Laika por el potrero. Ella se detuvo de pronto y paró las orejas. Olfateó el aire, como si quiera asegurarse de lo que estaba sintiendo. Me miró y volvió a olfatear. Cuando estuvo segura, salió corriendo. La llamé muchísimo, pero no me hizo el más mínimo caso.
Entonces se oyeron los pitazos de un largo tren de carga. Por más que corriera no iba a llegar a tiempo. Cuando subí las escaleras del patio, Atlántida estaba llorando. “¡No vayas para el andén!”, fue lo único que me dijo. A Nerón lo mató en el acto, porque puso su cuerpo entre Laika y la locomotora.
Aurelio la trajo cargada y la acostó sobre un saco en el último cuarto. El veterinario de Cruces dijo que no había nada que hacer, porque tenía varias fracturas en la columna vertebral. Esa noche los aullidos de su dolor no nos dejaron dormir.
Al día siguiente, cuando volvía de la escuela, oí un disparo de escopeta. Benigno había ido a sacrificarla. La enterramos en el patio. Encima de su tumba, Atlántida sembró una mata de naranjas dulces. Justo enfrente, del otro lado de la línea principal y el apartadero, está la tumba de Nerón.
—En el Paradero de Camarones no hay cohetes —dijo Chena cuando lo supo—, pero los trenes pasan volando.
Desde entonces las auras tiñosas duermen en las matas de mango del patio de Merceditas. Le perdieron el miedo a la voz ronca de Talín.

22 septiembre 2021

El primer aguacero de mayo


(Fragmento de la novela Atlántida)

La sequía ha sido larga. En el callejón de La Flora, nadie se atreve a dejar abiertas las puertas y las ventanas que dan al frente. Constantemente se forman remolinos de polvo que dejan a la gente que parecen fantasmas, con las caras y el pelo totalmente blancos.
Cuba se haya situada muy cerca al Trópico de Cáncer, entre los 20º y los 23º de latitud norte. “Aunque estamos en la misma franja del Planeta que atraviesa el Sahara y Arabia, las regiones más desérticas del mundo —nos explicó el maestro Gustavo—, vivimos en una isla de una fertilidad extraordinaria”.
Ese día también nos explicó la influencia de los vientos alisios y cómo son interrumpidos por corrientes inferiores y por sistemas circulatorios locales que dan lugar a las brisas desde el mar, por el día, y los terrales, durante toda la noche. Esos mismos vientos influyen sobre las lluvias.
Según Aurelio, cuando el cielo se nubla al sur del pueblo, sobre la granja Panamá o la Vía Estrecha, el aguacero acaba cayendo en Hormiguero. Para que caiga sobre nosotros, debe de estar nublado del lado de Cruces, en la loma de la Rioja o en la represa de Ciprián Pis.
En las últimas semanas se ha estado nublando, pero siempre del lado equivocado. Los trenes que vuelven del puerto de Cienfuegos en la tarde, pasan empapados y levantando todo el polvo eque se ha ido acumulando en el suelo del pueblo. “¡Llévatelo, viento de agua!”, gritan los viejos frustrados.
Hoy todo parece haber cambiado de repente. El cielo en dirección a Cruces se ha puesto negro y un círculo de auras tiñosas nos avisa que esta tarde sí puede llover. “¿Crees que caiga?”, se preguntan unos a otros en el bar, la tienda y el Liceo, Todos consultan a los más viejos, que concuerdan en decir que sí con la cabeza.
La distribución mensual de las precipitaciones en Cuba está dividida en dos estaciones: la seca y la de lluvia. La época de seca se extiende desde noviembre hasta abril. La de lluvias, de mayo a octubre. El mes más seco del año es diciembre y el menos lluvioso, agosto. Las Villas es la provincia donde más llueve.
Este año, sin embargo, la seca fue más larga que nunca. Muchos pozos se han secado y las vacas apenas dan leche. Mi tío Rao Yero culpa de todo al gobierno. “¡A esta gente ni les llueve!”, dice a cada rato, mientras trata de enderezarse para alcanzar a ver el cielo.
—¿Crees que caiga? —Le preguntó Felo López a mi abuelo.
—Vamos a ver —respondió Aurelio escéptico.
—Ay, dios mío, con la falta que hace —dijo Atlántida desde la cocina.
Aproveché ese momento para mencionar algo que la pone de muy mal humor. Como padezco de la garganta y me dan unas fiebres muy altas, a ella no le guste que me moje con agua de lluvia. Muchísimo menos que me bañe en los aguaceros. Aurelio y Felo me apoyaron. “¡Sería el primero de mayo!”, le dijeron.
—¡Si no truena! —aceptó a regañadientes.
Un enorme estruendo siguió a sus palabras y estremeció a todo el pueblo. “¡Je, míralo ahí!”, dijo Atlántida aliviada. Pero fue el único, poco después se desató un aguacero torrencial. A través de los patios se oían las exclamaciones de felicidad de la gente. “¡Al fin!”, repetían.
Entonces empezó a flotar en el aire el olor más rico que es capaz de producir el planeta, ese que despide cuando al agua cae sobre la hierba, las piedras de la línea y el techo de zinc de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. Siempre que lo respiro, una extraña felicidad se me mente en el cuerpo.
Estaba mirando el aguacero por la ventana del comedor cuando Atlántida se me acercó. Su mirada quería decir que me podía bañar. Me quité la camisa y salí corriendo para el andén. La mitad del pueblo se había borrado. Apenas quedaban la casa de Felo López y las matas de mango del patio del Chiqui.
Metí la cabeza en el corro de la canal, por donde sale gran parte del agua que se acumula en el techo de la estación. Aunque es muy fuerte y a veces duele, se siente como si uno estuviera debajo de una catarata. No había otro sonido en el mundo que el del aguacero cayendo contra el andén.
Me quedé alrededor del chorro de la canal hasta que dejó de caer. Cuando escampó y reapareció el pueblo, las cosas parecían tener un color diferente. Todo se veía como si estuviera acabado de pintar. A lo lejos, por la carreterita, apareció Basilia. Se fue acercando lentamente,venía empapada. 
—Tremendo aguacero —dijo cuando pasaba junto a mí—. No encontré donde meterme.
Me fue imposible responderle. No me aparecía la lengua dentro de la boca. El agua había hecho que su blusa fuera totalmente transparente. Se le veía todo y los segundos en que tuve esa imagen delante de mí hicieron que todo lo demás dejara de ser importante, incluyendo el aguacero y la catarata de la canal.
Atlántida me preguntó si el baño en el aguacero me había gustado, pero mi lengua seguía sin aparecer. “¡Sécate rápido!”, me ordenó. Fui a ciegas hasta el baño. Delante de mí seguía teniendo aquella imagen fija. Mirara donde la mirara, lo seguía viendo era la blusa y lo que había detrás de la blusa.
Nunca olvidaré el primer aguacero de mayo de 1978, pero por una razón ajena al Trópico de Cáncer, las brisas que vienen del mar y los terrales, las estaciones de la seca y las lluvias… El primer aguacero de mayo será siempre para mí Basilia acercándose lentamente, empapada.

21 septiembre 2021

Cada cosa está en su sitio


(Fragmento de la novela Atlántida)

Mercedita ya empezó a barrer todas las hojas que cayeron en su patio durante la noche. Carmen regresa del crucero y Felo López de apagar los faroles de los cambiavías. Berto Aguilar cruza el apartadero, primero, y la línea principal, después, rumbo a la granja Panamá. 

Cebollón anuncia que seguirá sin llover en los próximos días, mientras lanza periódicos por ventanas y postigos. Cundunga da tumbos por la carretera, la guagua de Palmira estuvo a punto de atropellarlo. Luzbel Cabrera enciende el compresor del garaje y Chola se mira las manos, que ya están llenas de grasa.

Yuyo Serralvo le manotea a alguien, prometiéndole que cualquier tiempo futuro será mejor. Claudio el Zapatero, convertido en dependiente del bar Arelita, comienza a batallar con una nube de moscas. Castellanos el barbero le saca filo a su navaja y corrige, acercándose al espejo, su impecable bigote.

Aracelia le abre las puertas de su casa a la mañana y su hija Nancy se sienta en el columpio a conversar con Basilia, para probarle a todo el que pase que las mujeres más lindas de la provincia viven en el Paradero de Camarones.  Las dos echan la cabeza hacia atrás cuando se ríen. Basilia, además, cierra los ojos.

Ciro y Juan José Monzoña ya llenan cartuchos mientras Blanca Llerena empieza a cortar telas. Macho Calixto, entalcado y perfumado, acaba de tomar el banco donde permanecerá el resto del día. Felipe Cervera, apostado frente a él, ya está listo para enfrentar los ataques de todos. Orgulloso de ser el único fanático de Industriales en el pueblo, discutirá hasta que le suba la presión. 

Felo el Mulo, Pepe el Sordo y Granados esperan en sus impecables máquinas por los pasajeros a San Fernando. Chena acaba de salir con la carretilla del cine a buscar la película que llegará en el tren de las 10:27, tiene tiempo suficiente para saludar y conversar con todos los que encuentre en su camino.

Aleida Pis se ha sentado a tejer mientras Paco de la Rosa, su marido, se abre la camisa, como si todavía le ardiera el agua hirviendo que le cayó en el pecho hace años. Justo al lado de su casa, Chano Monzón acababa de darle de comer a sus conejos y ahora cuida de sus lechugas como si fueran flores.

Pipio Pis y Julito Monterito atraviesan el pueblo como si fueran personajes de una película del Oeste, dejando a su paso la larga sombra de sus caballos. Pura Carballosa abre las puertas de la farmacia. El sol se refleja en los vidrios de los estantes y enceguece por un momento a los que esperan la guagua de Cienfuegos.

En una pequeña puerta que hay al lado, Ramona abre el buzón para ver si echaron alguna carta durante la noche. El tractor con la carreta de los macheteros millonarios deja una nube de humo negro mientras se aleja por el callejón de La Flora. Garay, el hijo de Rao, pasa a toda velocidad en su Plymouth Fury. 

Rigo, el antiguo dueño de la valla de gallos, no le quita la vista de encima a la Conga, su mujer, que se aleja en dirección a la bodega de Chena. Edilia, después de tomar la precaución de ponerse Kikos plásticos, une los cables pelados que encienden las aulas.

Gustavo el maestro nos ha mandado a formar y se ha quedado mirando a Basilia. Ella, después de darle un beso a su hija, mira a ninguna parte. El tolvero de Sagua, con dos locomotoras Tem 4 y 850 toneladas de azúcar a granel, logra convertirse en el único sonido del pueblo durante todo el tiempo que demora en pasar.

En casa de América, como todas las mañanas, tienen puesto a Radio Reloj. Anuncian cielos despejados, la venta liberada de cereal de sémola proveniente de la Unión Soviética y una zafra histórica con un recobrado nunca antes visto. Cada cosa está en su sitio, el día puede empezar.

20 septiembre 2021

Olor a nuevo


Descubrí el olor a nuevo en 1975, a mis 8 años. Hasta ese momento, la inmensa mayoría de las cosas que me rodeaban eran viejas y pertenecían a eso que los mayores llamaban el “tiempo de antes”. La estación de ferrocarril donde vivía con mis abuelos era de 1914. De hecho, tenía la misma edad que mi abuela Atlántida.
El televisor, la batidora, el radio, la cocina de gas… Todo en casa ya estaba ahí cuando nací. Aunque en la tienda del pueblo cada cierto tiempo vendían cosas nuevas, el olor de aquel caserón tan antiguo acababa contagiándolas. En el momento en que Blanca Llerena las tomaba del anaquel y nos la alcanzaba, ya parecía de uso.
Aquel año, debido a la reconstucción de la Línea Central, los trenes de La Habana a Santiago habían sido desviados por la Línea Sur. Eso hizo que por primera y única vez, la estación del Paradero de Camarones se mantuviera abierta las 24 horas de los siete días de la semana. Hugo Lois era uno de los operadores que se turnaban.
—¡Camilito! ¡Camilito! ¡Camilito! –me llamó una tarde por la puerta que daba de la estación a mi casa— ¡Ven para que veas una locomotora nueva!
Salí corriendo para el andén justo en el momento en que llegaba. Era color vino y relucía. Oyendo la conversación entre Hugo y la tripulación del tren, supe que acababan de llegar de Canadá, que eran 50 y que corrían muchísimo. El maquinista, al ver mi cara de asombro, me preguntó si quería subir a verla por dentro.
Nunca, ni antes ni después, un artefacto me ha deslumbrado tanto. Ni siquiera la primera vez que me subí a un barco o a un avión. Después de haber permanecido 8 años en el pasado, aquel súbito viaje al futuro acabó mareándome. Eran tantos los relojes, las luces y los botones, que la vista se me nubló. Solo retuve el olor.
Hace unos días, Diana cambió su viejo Alfa Romeo por un Jeep. Cuando nos encerramos en él y salimos en dirección a casa, lo reconocí de inmediato. Es falso que un aromatizante pueda imitarlo. Nada sustituye ese aroma de las cosas acabadas de estrenar. Ahí estaba, 46 años después, el olor que encontré en aquella locomotora.
Todo era viejo a mi alrededor hasta que llegó ella. Era color vino y relucía.

19 septiembre 2021

Talín


Siempre volvía justo antes de que cayera la noche. Su viejo camión llegaba exhausto. Las fuerzas justo le alcanzaban para retroceder por el patio y echarse bajo las matas de mango. En el fogón de Mercedita, un jarro de agua hervía. Un baño bien caliente era su remedio contra el cansancio del día y la artrosis.
Si el camión venía cargado, llamaba a sus vecinos para que tomaran algo de él. Tomates, papas, plátanos o cualquier cosa que se pudiera sumar a última hora a la mesa. “¡Camilitooo! —me llamaba su voz ronca del otro lado de las vías del tren—. ¡Trae un cubo para que le lleves algo a Atlántida!”. 
Como su patio estaba completamente cercado, yo solía saltar por encima de los alambres. Eso lo ponía de mal humor. “¡Nunca esperas a que yo te abra!”, me regañaba. Ya a esa hora, tenía puesto el pantalón del piyama y había sido entalcado por Mercedita del cuello para abajo.
Su voz ronca era parte de los sonidos que oíamos durante la noche, mezclada con los ruidos de los trenes, las canciones de Nocturno en los radios de todas las casas y la amenazante vigilia de las lechuzas. Nunca llegamos a ver su camión en las mañanas. Se marchaba antes de que el primero de nosotros abriera los ojos.
No olvido una tarde de 1993 en que llegó cargado de tomates (recuerdo la fecha porque Ana Rosario estaba recién nacida). Me llamó y, después de regañarme por no haber esperado a que me abriera, me dijo que tomara todos los que quisiera. “Dile a tu mamá que estos son los últimos, que aproveche”, me advirtió.
Me pasé casi toda la noche cargando cubos de tomates. Al día siguiente improvisé un fogón de leña con dos raíles. Gracias a eso no nos faltó puré de tomate durante todo aquel año, el más difícil que viví en Cuba. Poco después enfermó y su hijo José Luis se hizo cargo del camión.
Hasta un día en que volví y a los sonidos de la noche del Paradero de Camarones ya le faltaba su voz ronca. Nunca más me atreví a saltar por encima de los alambres de su patio.

15 septiembre 2021

El último de la lista


En mis años de estudiante, siempre fui el último de la lista. Como tenía que permanecer atento hasta el final, solía aprenderme de memoria el orden en el que mencionaban a mis compañeros de aula. Por años recordé sus nombres y apellidos, hasta que hace poco me di cuenta de que había olvidado a muchos.
De todas las escuelas donde estuve, la más entrañable para mí sigue siendo la Conrado Benítez del Paradero de Camarones. Es por eso que hace poco me di a la tarea de recuperar los nombres y apellidos de todos los que compartimos aquellas pequeñas aulas con viejísimos pupitres.
Poco a poco y gracias a las redes sociales, he ido reencontrándome con muchos de ellos. Con su ayuda, rehicimos la lista de principio a fin. Cuando leo sus nombres, escucho perfectamente las voces de Gustavo y Yayita pronunciándolos. Ellos fueron nuestros maestros en cuarto, quinto y sexto, esos cursos decisivos. 
Llegué al Paradero de Camarones en el verano de 1974, cuando mis padres se divorciaron (es falso que nací allí. En verdad vine al mundo en la Clínica del Maestro de Santa Clara y viví en Manicaragua hasta los 6 años). En 1979 me fui a la escuela al campo de El Nicho, en el Escambray.
Si esos cinco años fueron tan decisivos en mi vida y en quien soy, se debe en parte a los nombres que aparecerán a continuación. Siempre les envidié el hecho de que fueran de verdad del Paradero de Camarones y ese sentimiento me llevó a tener que mentir en mi biografía:

Rigoberto Aguiar, Vivian Águila, Marta Águila, Rita Calvo, Hilda María Capote, Idania Carballosa, María Victoria De La Rosa, Elizabeth Díaz, Diego Fleites, Leonardo Fleites, Alberto Gómez, Gerardo Gómez, Venancio González, Daniel González, Carlos Guedes, Orlando Guedes, Georgina Hernández, Moraima Leyva, Alina Melián, Javier Meneses, Alberto Migollo, Aymée Monzón, Rolando Monzón, Gladys Ortega, Idalberto Ortega, Paulín Ortiz, Aldo Pérez, Odalis Pérez, Adalio Pis, Miriam Pis, María Isabel Pérez, Yolanda Quintana, Osley Santa Teresa, William Sotolongo, Marlene Valdivia y Camilo Venegas.

A todos llegue un abrazo del último de la lista.

El rodeo


(Fragmento de la novela Atlántida) 

En el Paradero de Camarones no tenemos héroes reales. Para ver a nuestros ídolos, tenemos que ir al cine Justo. Solo allí podemos aplaudir al Zorro, el Corsario Negro o Sandokán. A los héroes de Manicaragua, el pueblo donde vive mi padre, uno de los puede encontrar en la calle.
Se llaman Pedro Yera y Orestes Castillo. Son los vaqueros más famosos del Escambray. A veces gana uno y a veces el otro, pero en ninguna otra parte hay nadie mejor que ellos. Donde quiera que van, vuelven invictos. En Cumanayagua los admiran como si fueran de allá.
Pedro Yera es altísimo y siempre anda con unas espuelas que van anunciando su paso: chin, chin, chin, chin, chin… Orestes Castillo se parece a Antonio Maceo, pero en lugar de un machete lleva un lazo atado a la cintura y anda por el pueblo enlazando cosas.
La gente los llama por sus nombres y apellidos y ellos siempre devuelven un saludo con un “¡Eeeyyyyy!”. Serafín es muy amigo de Pedro Yera. Ayer me llevó a su casa en La Campana. Además de vaquero es talabartero y Papi le encargó un cinto con mis iniciales.
—Eso sí es cuero de verdad —dijo Pedro Yera mientras pasaba el cinto por las trabillas de mi pantalón—, no la mierda que venden ahora en las tiendas.
Con un ágil movimiento de la boca, logró pasar su enorme tabaco de un lado al otro para poder acercárseme. Me preguntó si así estaba bien. Le dije que no, que estaba muy apretado. Lo aflojó un poco, pero para poder respirar bien me lo tuve que soltar un poco más.
—¿Van al rodeo? —le preguntó a Serafín.
—¿Vas a ganarle? —le preguntó Papi.
—Ya verás quién es el mejor vaquero del Escambray —me dijo poniéndose su enorme sombrero y subiendo de un salto a su caballo.
Una mitad de Manicaragua quiere que gane Pedro Yera. La otra mitad, Orestes Castillo. Cuando desfilaron, los aplaudían como en el Paradero de Camarones aplaudimos a al Zorro, el Corsario Negro o Sandokán. Varios amigos de mi padre me preguntaron quién me había hecho el cinto.
—¡Pedro Yera! —les respondía orgulloso, sujetando la hebilla con las dos manos.
Orestes Castillo logró enlazar al primer ternero en un tiempo récord. Rodillas en tierra le amarró las patas y, eufórico, le mordió el rabo. La mitad del pueblo empezó a gritaba y a aplaudía sin parar.
Poco después un toro logró alcanzar a uno de los payasos y lo lanzó contra la cerca de madera. No pudo levantarse. Se lo llevaron directo para el hospital de Santa Clara. A pesar de la gravedad de lo que acababa de ocurrir, todos aplaudían y celebraban. Las botellas de ron pasaban de mano en mano.
Pedro Yera no se quitó el tabaco de la boca para salir a enlazar su ternero. Lo hizo en un tiempo aún menor que Orestes Castillo. Cuando le amarró las patas, lo levantó en peso y lo tiró contra la arena. Torció la boca y escupió. La otra mitad del pueblo empezó a dar saltos de alegría.
Aunque la bulla era enorme, el chin, chin, chin de sus espuelas se oía por encima de todo. Después de saludarnos a todos, se puso el sombrero y se subió de un salto en su caballo. Después del desfile final quedamos atrapados en una nube de polvo. Serafín me hizo beber ron del pico de una botella. Me quemó todo por dentro.
Muy poco después se hizo de noche y Manicaragua se convirtió en un enorme silencio, como si hubiera gastado todos sus ruidos durante la tarde en el rodeo. Serafín preparó un jarro de agua con azúcar para él y otro para mí. Apagó la luz, se acostó al lado mío y me dio un abrazo.
—¿Por qué no te quitaste el cinto para dormir? —me preguntó.
Me hice el dormido.

14 septiembre 2021

Key*


(Fragmento de la novela
Atlántida)

Key siempre se lanzaba al andén antes de que el tren se detuviera. Todavía en el aire, hacía sonar su enorme silbato plateado. “¡Camaroneeeees!”, gritaba. Luego tomaba su gorra de plato por la visera y la levantaba apenas unos centímetros. “¡Yerooooo!”, decía ya junto a mi abuelo.

Durante años fue el guardafrenos de una de las tripulaciones del tren de Cienfuegos a Santa Clara. Alternaba con Pablo Ortiz, el Caballero del Carril. Eran polos opuestos. Ortiz, aunque era muy gentil, jamás se reía. Key, en cambio, mantenía una sonrisa en la cara durante todo el recorrido de los trenes.

Hace unos meses lo ascendieron a guardafrenos del Fiat de Cienfuegos a Ciego de Ávila. Aunque el coche motor pasa envuelto en una nube de polvo y jamás se detiene, Key sacaba la cabeza por una de las puertas para saludar a mi abuelo: “¡Yerooooo!”, grita mientras un haz de luz se refleja en su enorme silbato.

Hoy en la tarde fue la última vez que Key nos saludó. Según Aurelio, no logrará salir de la cárcel. “Se morirá de tristeza antes de cumplir la condena”, asegura. Él y Atlántida han estado murmurando desde que supieron lo que había pasado, pero lo hacen en ese raro idioma que tienen para tratar de que yo no los entienda.

Aun así, he logrado descifrar algunas cosas. Ocurrió un accidente terrible y, al parecer, la tripulación de Cienfuegos tiene la culpa. El tren que vimos pasar a toda velocidad y envuelto en una nube de polvo, acabó chocando cerca de Taguasco. “Se olvidaron de un cruce con otro tren de viajeros”, comentó Aurelio. 

Atlántida lo miró con una terrible cara de pregunta. Quería saber si había muertos. Aurelio le respondió con una cara aún más dramática. Mi abuela insistió con su expresión. Quería confirmar que mi abuelo había entendido. Él dijo que sí con la cabeza y enterró su barbilla en el pecho. 

—Iban muchos niños —susurró mi abuelo. Atlántida levantó los brazos y mencionó a Dios. 

Esa noche no oyeron el programa de la orquesta Aragón. Se sentaron en silencio y estuvieron meciéndose hasta que nos fuimos a dormir. Como no había sonidos en toda la casa, cada vez que matábamos un mosquito sonaba como una detonación. Días después, Aurelio contó la historia completa. 

Habló como si se tratara de algo que había ocurrido mucho tiempo atrás. Pero desde el primer momento supe a qué se refería. Para tratar de despistarme, le preguntó a mi abuela si recordaba un accidente que ocurrió hace mucho tiempo cerca de Zaza del Medio. 

Ella le pidió que se lo contara otra vez, porque había olvidado los detalles. Entonces él le dijo que el tren de Cienfuegos tenía un cruce con el 4014, el coche motor de Tunas de Zaza a Jatibonico, en un apartadero en medio de la nada. “Iban volando, tratando de recuperar un pequeño retraso”, agregó. 

El maquinista y el conductor olvidaron el cruce por completo. “¡No lo puedo creer!”, exclamó Atlántida interrumpiéndolo. “¡Y estamos hablando de dos estrellas!”, repitió varias veces Aurelio. Cuando un ferroviario es muy bueno, él suele decir que es una estrella.

“Dicen que el risueño sí estaba pendiente del cruce” —dijo finalmente. Con seguridad se refería a Key—. Iba caminando por el pasillo del coche en dirección a la cabina para recordárselo al maquinista, pero que una señora lo entretuvo preguntándole si él tren la podía dejar en Falcón”.

“Dicen que miró por la ventanilla y, al ver que el maquinista no estaba reduciendo la velocidad, salió corriendo y ahí mismo…”, Aurelio no terminó la frase. Después de un largo silencio dijo que habían muerto 21 personas, entre ellos Oscar Portales, el maquinista del 4014.

“¿Recuerdas a los hermanos Portales?”, preguntó y bajó la cabeza. Entonces Atlántida cometió un error. Después de asentir con la cabeza, levantar los brazos y mencionar a Dios, dijo “¡Pobre Key!”. Era mi única oportunidad para saber lo que había ocurrido y no la desaproveché. 

Mi abuela le abrió los ojos a mi abuelo pidiéndole ayuda. Él levantó las cejas y los hombros. Entonces ella se dio por vencida. Me lo contaron todo. El tren de Jatibonico a Tunas de Zaza venía lleno de niños que habían ido con sus padres a comprar los juguetes en la tienda del pueblo. 

Los dos trenes acabaron hechos un amasijo y, por casi cien metros, la línea estaba llena de cuerpos y juguetes destrozados. Aurelio se sabe de memoria las fechas en las que han ocurrido los grandes accidentes ferroviarios. Eso quiere decir que nunca más se olvidará del 10 de julio de 1978. 

Después de estar muy triste por un largo rato, empezó a reírse mientras contaba historias de los hermanos Portales: “Una vez, Juan, el que está vivo, iba de maquinista en el tren del Auxilio Menor y la locomotora, una alemana, se había calentado tanto que se quitó la ropa y siguió manejando desnudo”.

Las carcajadas de Aurelio no lograron que Atlántida perdiera su cara de tristeza. “Aldo me contó que Juan venía de maquinista en el viajero de Rancho Veloz y se enteró al cruzarse con el de Sagua —dijo de regreso al tema—. Se volvió como loco, pero no dejó que lo relevaran. Trajo su tren hasta Santa Clara… ¡Una estrella!”.

Entonces caí en cuenta de que nunca más vería a Key. Aquella escena que se repitió incontables veces durante tantos años ya no tenía la más mínima posibilidad de volver a ocurrir. Siempre se lanzaba al andén antes de que el tren se detuviera. Todavía en el aire, hacía sonar su enorme silbato plateado. 

Me imagino que su sonrisa se acabó en ese momento. Justo cuando miró por la ventanilla y advirtió que el maquinista no estaba reduciendo la velocidad. 


*El accidente al que se hace referencia en este fragmento de Atlántida es un hecho real que ocurrió en la misma fecha que se señala. Gracias a Juan Carlos Portales, sobrino de Oscar e hijo de Juan, y a Esteban Darias Domínguez pude reconstruir los hechos con la mayor precisión posible y recuperar los nombres de los ferroviarios implicados. 

La tripulación del tren de Cienfuegos eran Emilio Águila (maquinista), Nilo Álvarez Verdecia (conductor) y Primitivo Luis Key (auxiliar de conductor). La tripulación del coche motor de Tunas de Zaza, Oscar Portales (maquinista) y Manolo Puig (conductor). 

Manolo, que logró sobrevivir, contaba que Oscar, después de alertar a todos del inminente choque, se paró en medio del coche motor a esperar el impacto. Los tripulantes del tren de Cienfuegos, desde la cárcel, le enviaron una carta a la familia Portales, pidiéndoles perdón por todo el dolor causado. 

09 septiembre 2021

Celebrando a Freddy Ginebra

(Texto leído en el acto de premiación del Concurso Internacional de Casa de Teatro 2021)

De izquierda a derecha: Claudio Rivera, Richardson Díaz,
Antonio Taveras, Freddy Ginebra, Camilo Venegas y Reinaldo Disla. 

Aunque llegué a República Dominicana por el aeropuerto de Las Américas, mi verdadera puerta de entrada al país es esa que está ahí, abierta de par en par a todo el que esté convencido de tener la capacidad de crear. No olvido la primera noche que pasé aquí. Salí eufórico y, por supuesto, ebrio de gozo, como dijo el poeta.
Acababa de conocer a Freddy Ginebra y eso me hacía dueño de la ciudad, del país y del mundo. Al menos eso me hizo creer él apenas unos diez minutos después de que nos presentaran. Nunca más volví a ser el mismo. Unos meses después estaba aterrizando de nuevo en Santo Domingo, pero esta vez en un viaje que solo era de ida. 
Además de hacerme un hombre libre y de salvar a mi hija de tener que crecer en un país sin futuro, Freddy Ginebra le dio un nuevo sentido a mi vida. De eso hace 22 años. Entonces no existían ni Facebook ni Twitter, nos enterábamos de las noticias por los periódicos o los noticieros y los libros solo eran de papel. 
Todo ha cambiado muchísimo desde entonces, empezando por nosotros. Muy pocas cosas se han mantenido invariables y dos de ellas son Freddy Ginebra y Casa de Teatro. Contradiciendo todo tipo de lógica y desoyendo los consejos de amigos y seres queridos, Freddy se ha empecinado en mantener esa puerta abierta.
Eso significa que los que aún están convencidos de tener la capacidad de crear y siguen prefiriendo la imaginación por encima de cualquier bien y, sobre todo, de esa bobería que acaba arrastrando a la mayoría de los seres humanos en el mundo actual, saben que aquí tienen un refugio.
Además de una Casa, del otro lado de esa puerta los esperan los abrazos, la comprensión, el entusiasmo y el apoyo incondicional de un señor muy viejo que cada vez se parece más a Noé, el del arca, o al mismísimo Dios, según nos lo pintaban en los libros de nuestra infancia.
Hace un momento hablaba de todo lo que ha cambiado el mundo en los últimos 20 años y mencioné la palabra bobería. Lo hice para no tener que decir mierda, porque ese es en verdad el producto estrella de una época en que es más importante aparentar que ser.
Por eso hoy las empresas prefieren patrocinar a un influencer en lugar de un artista y triunfar en el mundo virtual en lugar de contribuir a mejorar el real. Esa es una de las razones por la que los concursos de Casa de Teatro fueron perdiendo apoyos y ayudas hasta que hubo un momento en que por poco desaparecen.
Si no lo hicieron, es porque Freddy nunca se rindió. Mientras menos eran los patrocinios, mayor era su empecinamiento. Y llegados a este punto tengo que reconocer el compromiso y la solidaridad de Antonio Taveras. Antonio dio la cara cuando muchos daban la espalda. 
Gracias a eso, todavía hoy, en 2021, podemos tener estos libros en las manos, olerlos, hojearlos, leerlos, subrayarlos... Nunca podría ser crítico literario, soy demasiado apasionado y me siento incapaz de ser objetivo. Las valoraciones sobre las obras que aparecen en estos dos volúmenes se las dejaremos a los lectores. 
Ahora celebremos el hecho de que aún exista Casa de Teatro, sus concursos y sus libros. William Faulkner nos aconsejó una vez que siempre soñáramos y apuntáramos más alto de lo que sabemos que podemos lograr. Estamos aquí porque Freddy Ginebra siempre sueña y apunta más alto de lo que nadie es capaz de imaginar.

Celebrar eso significa mantener un constante compromiso con la creatividad, la imaginación y el mundo que en verdad nos merecemos. Todo eso lo aprendí aquí mismo hace 22 años, cuando un tipo disfrazado de Dios me dio un abrazo y me cambió la vida.

Gracias a él y a ustedes, hoy tuve una excusa para volver y seguir celebrando.

La infanta inglesa que se perdió en un hierbazal de Coliseo


En 1959, Hunslet Engine Company diseñó una pequeña locomotora para diversificar su portafolio. Solo llegó a fabricar dos y una de ellas fue adquirida por los Ferrocarriles Occidentales de Cuba para su uso en los almacenes del puerto de Isabela de Sagua.
Llegó a la isla en 1960, cuando ya la empresa que la compró y los almacenes para los que estaba destinada habían sido expropiados por la revolución que acababa de triunfar. Sin sacudirse la sal de la travesía, se hizo cargo del movimiento de vagones de miel de purga y azúcar en un pueblo que solo sabía tratar con el mar.
La máquina llegó con el nombre de Carlos Alfert, en homenaje uno de los comerciantes azucareros más importantes de la isla y uno de los mayores promotores del gran desarrollo económico alcanzado por la región de Sagua la Grande. Casi de inmediato tacharon el nombre de Alfert.
Aún así, los ferroviarios la siguieron llamando de esa manera. Primero tuvo el número 5512, en 1969 pasó a ser la A-353 y en 1974 la 40201. Justo al final de la década de los 70, cuando el puerto de Isabela de Sagua empezaba a perder importancia y a convertirse en la ruina que es hoy, la pequeña locomotora fue enviada a un central azucarero de Coliseo, en Matanzas.
Nunca más volvió a ver el mar. A mediados de los años 80 su motor Gardner 8L3 acabó dándose por vencido y la máquina fue abandonada en un desviadero. Como muchos otros valiosos patrimonios de los Ferrocarriles de Cuba, acabó siendo irrecuperable.
Cinco años después de la llegada de la Hunslet, arribaron a Cuba diez enormes locomotoras inglesas de doble cabina. Las Clayton eran tan imponentes que los ferroviarios la llamaron Reina Isabel. Hasta la primera mitad de los 70, ellas reinaron en los trenes cubanos. Pero su destino final fue también el abandono.
A las 10 las llevaron para un desviadero en el antiguo central Hershey. Las malas hierbas y la desidia de un país que se niega a tener pasado se hicieron cargo de ellas. La Clayton y la Hunslet son hoy una de las más injustificables ausencias en el Museo del Ferrocarril de La Habana.
Tanto la Reina Isabel de los trenes nacionales como la pequeña infanta del puerto de Isabela de Sagua, merecían contarles a las futuras generaciones cómo vinieron a dar al Caribe y cómo era el país por el que tanto trasegaron y al que tanto le aportaron. 
Se les negó esa oportunidad, como a los cubanos el derecho a tener memoria. Se perdieron en un hierbazal. Como a la isla entera, la maleza acabó tragándoselas.

08 septiembre 2021

Dos misterios resueltos en viejas revistas Bohemia


Arroz Jon-Chi

Los frijoles negros de mi madre eran épicos, tanto para mi familia como para los amigos con los que tuve la oportunidad de compartirlos. Aunque esa era su plato estrella, todo lo que hacía le quedaba riquísimo.
Con el arroz era tan exigente, que siempre me pedía Pinco Premium, una de las mejores marcas del mercado dominicano. Y yo, feliz, la complacía. Mientras lo cocinaba, solía decir: "chi que crece, chi que desgrana, chi que te va a gustar".
Para mí, aquella frase era un invento suyo. Por mucho tiempo creí que era su manera de hacerme ver por qué había que pagar un poco más por el arroz. Hasta que una vieja revista Bohemia me ayudó a resolver el misterio.



Alco-Elite

Cuando se acababa el ron en el bar y en las dos bodegas del Paradero de Camarones, los borrachos de mi pueblo se dirigían resignados a la farmacia. Siempre se las ingeniaban para Sarita Rodríguez o Pura Carballosa les vendieran un frasco de alcohol de 90 grados. 
Después de diluirlo en agua y de echarle limón, se lo tragaban en seco. Le llamaban Alcolite y yo siempre me pregunté de dónde salía ese nombre. Hasta que un día di con este anuncio de Arechabala y entendí el origen de ese nombre que siempre escuché después de una larga mueca.
—¡Aaahhh! —decían siempre, mientras aquel alcohol se abría paso en sus cuerpos.