ATLÁNTIDA

UN LUGAR QUE ELIGIERON LOS TRENES

 

En 1847, siguiendo los planos del agrimensor Alejo Lainier y el ingeniero Jules Sagebien, comenzó la construcción de un ferrocarril que acabaría uniendo el puerto de Cienfuegos con los centrales azucareros y los pueblos más importantes de la llanura central de Cuba. 

Cinco años después y veinticuatro kilómetros al noreste, el 10 de julio de 1852, el trazado alcanzó el punto más cercano a San Fernando de Camarones, una de las villas más antiguas de la región. No había más que cañaverales por todas partes y pequeñas arboledas a la vera de los caminos y los arroyos.

Una grúa de vapor levantó una casilla de madera para colocarla sobre ocho pilotes. Al adosarle un pequeño andén con techo de tejas, tomó forma de estación.

Se trataba de algo provisional, como lo es todo en los lugares de paso. Dos largos tablones permitían el paso desde la línea hasta la plataforma.

Muy pronto en sus alrededores comenzaron a levantar cuartones para ganado, vendutas, fondas, tiendas y, por último, casas. El constante trasiego de mercancías hizo necesario la construcción de un almacén. Así nació el Paradero de Camarones, un lugar que no eligieron las personas sino los trenes. 

Hasta el 15 de noviembre de 1853, en que el trazado llegó a Cruces, ese era el punto final de la vía. La primera vez que apareció en un mapa fue, precisamente, en un Itinerario del Ferrocarril de Cienfuegos & Villa Clara. Entonces ya tenía un trasbordador de caña y San Damián era su santo patrón. 

En 1914, los Ferrocarriles Unidos demolieron la antigua estación y construyeron otra de ladrillos, techo de zinc y dos andenes, uno en la línea de Cienfuegos y otro en el enlace de un ramal que un principio se proyectó hasta Manicaragua, pero que no pasó mucho más allá de Cumanayagua.

El nuevo edificio incluía oficina, salón de espera, almacén y una vivienda para la familia del jefe de estación. Se construyeron otras cuatro estaciones idénticas: Rancho Veloz, Cifuentes, San Diego del Valle y Jorobada. Las dos primeras de mampostería y las otras de madera. 

Todas tenían techos en los andenes, excepto Camarones. Su construcción siempre se pospuso, primero por un ciclón y después por un sin número de contratiempos. Dejar al caserón totalmente descubierto lo expuso aún más, tanto a la luz del día como a las ráfagas de los vientos y las lluvias.

Los que no conocían el lugar y llegaban a él en un tren nocturno, podían hacerse la idea de que el pueblo era mucho más grande.  Pero apenas tenía tres callejones, dos tiendas, un bar, una escuela, un cuartel, un cine, una oficina de correos, una barbería y una peluquería. 

Un pretil con almenas cubría el techo de zinc de la estación, eso le daba una apariencia de castillo o fuerte militar. Las vías férreas que la rodeaban eran su foso o sus trincheras. No se podía llegar a ella sin salvar ese obstáculo. En ese espacio ocurrió mi infancia y la mayor parte de los hechos que aquí se relatan.

 

 

Atlántida Mosteiro Góngora (1914- 1995)

y Tomás Aurelio Yero Alonso (1908- 1987).

Estación de ferrocarril de San Fernando de Camarones.

Finales de los años 50, los más felices de sus vidas.

 

  

 

Para Diana, Ana Rosario y María.

 

 

 

Como a veces ocurre, en un momento dado 

el tiempo se detuvo y ese momento 

duró más que cualquier otro.

John Steinbeck

 


 

ENERO

 

El Ruso

 

Todo empezó la tarde en que el Paradero de Camarones advirtió la presencia de un extraño. Ni siquiera los que ya estaban allí cuando la batalla de Mal Tiempo, recordaban que en el pueblo pasaran tantas cosas como en aquellos doce meses. Aunque vivíamos en un lugar al que nadie se mudaba, llegó sin llamar la atención.

El día que repararon en él, ya se había metido a vivir en el caboose abandonado. Alguien se intrigó al ver luz en el interior del viejo vagón y fue a dar el parte al cuartel. Nunca averiguaron su nombre. Como siempre andaba con un pesado abrigo y un gorro de leñador con orejeras, alguien le puso el Ruso.

—¡Eeey! —le decía mi abuelo Aurelio desde el andén, haciendo la señal que le da salida a los trenes.

—¡Eeey! —le respondía el Ruso mientras se alejaba por la línea, dando tumbos, sudando bajo el grueso abrigo y el gorro de leñador, frotándose las manos como si en verdad hiciera mucho frío.

Era un hombre corpulento, torpe y de muy pocas palabras. Por eso tardaron meses en enterarse que había estado cortando árboles en Siberia. De allá trajo el abrigo, el gorro de leñador y la costumbre de no quitárselos nunca, incluso bajo el sol más abrasador. Los que bebían junto a él aseguraban que olía a perro mojado.

Venía al pueblo una sola vez al día, en las tardes. Sin mirar ni saludar a nadie, compraba un cuarto de pan y una lata de macarela en la tienda de Chena. Luego, en el bar Arelita, pedía media botella de aguardiente. Cuando sacaba el dinero, su mano llena de callos y sus uñas sucias quedaban al descubierto.

Mientras Claudio el Zapatero bajaba su cabeza al nivel del mostrador para dividir el líquido en dos partes iguales, el Ruso le daba la espalda y empezaba a mirar a ninguna parte. Las rancheras de fondo las ponía Cuquito Yero, un medio hermano de mi abuelo que todas las tardes bebía hasta perder la conciencia.

Ya borracho, el Ruso esperaba el tren de las 18:37 en el andén. No le quitaba la vista de encima a la locomotora. Era como si los sonidos de aquella mole soviética lo llevaran de regreso al frío de la taiga. Eso ocurría cuando la noche estaba a punto de cerrarse y de dejar al pueblo a merced de las luces de los cambiavías. 

La locomotora, una M62 que había llegado al país sólo tres años atrás, hacía un ruido ensordecedor. El 3704 solía ser un tren puntual, hacía andén a la hora exacta que marcaba el Itinerario. Casi siempre iba con la 61620, que era la última de esas máquinas de doble cabina que llegaron desde Voroshilovgrado.

El Ruso la miraba inmutable. Aquellos pitazos, semejantes a los de los barcos, parecían hacerlo feliz. Pepe Zamora, el maquinista del tren, llamaba a mi abuelo con gritos y carcajadas. Instintivamente, el Ruso también respondía aquel singular saludo. Pero Pepe nunca se daba cuenta y lo dejaba con el brazo en alto.

El Ruso esperaba a que el ruido de la máquina se apagara del todo y el indicador de cola se perdiera de vista. A la 61620 aún le quedaban 24 kilómetros para acabar su viaje. El Ruso, en dirección contraria, también andaría sobre la línea para luego entrar en el cañaveral y refugiarse en el caboose abandonado. 

En las noches de luna llena, se veía salir de allí una columna de humo. Aurelio suponía que encendía con leña la vieja estufa de carbón que conservaba el vagón. También tenía baño, fregadero, una litera y dos asientos en la caseta de observación. Desde allá arriba, el cañaveral parecía un mar verde.

—¡Eeey! —decía mi abuelo desde el andén, haciendo la señal que le da salida a los trenes.

—¡Eeey! —respondía el Ruso mientras se alejaba por la línea, dando tumbos, sudando bajo el grueso abrigo y el gorro de los leñadores siberianos, frotándose las manos como si en verdad hiciera mucho frío.

 

 

El farolero

 

Cuando las auras tiñosas por fin se posaban en las matas de mango del patio de Mercedita, la noche estaba por caer sobre el Paradero de Camarones. Entonces, Felo López salía a encender los faroles de los cambiavías. En una mano llevaba un galón de keroseno y en la otra una lata de aceite de carbón llena de estopa. 

Recorría toda la línea principal y el triángulo del ramal Cumanayagua. Estaba doblado como una herradura y daba pequeños saltos de travesaño en travesaño. Así evitaba lidiar con las piedras. Él apenas se distinguía. Se le oía llegar por sus tropiezos. 

Los faroles de los cambiavías delimitaban al Paradero de Camarones, marcando un triángulo alrededor de nosotros. Desde cualquier parte podían verse aquellas señales verdes y rojas. En ellas se dejaban de oír las voces del pueblo y los disparos de los combates que se libraban en la pantalla del cine Justo. 

Cuando Felo pasaba frente a la estación, las bombillas de 100 Watts del andén no alcanzaban a alumbrarlo. Desde la oscuridad, sin detenerse ni dejar de tropezar, saludaba a mi abuelo. Un día se detuvo para hacer un comentario. Era la primera vez que rompía su puntual rutina.

—Es raro ese hombre —dijo—, muy raro.

Mi abuelo, que ya se estaba acomodando junto al piano, se tomó su tiempo para responderle.

—¿Qué pasa, Felo?, ¿cómo está todo?

—En el pueblo dicen que es muy raro.

Esta vez Aurelio no le respondió, esperó que los tropiezos fueran disminuyendo hasta hacerse inaudibles. Al amanecer, Felo López hacía el mismo recorrido. Entonces el viejo apagaba los faroles y limpiaba sus cristales. A esa hora ya era visible, pero ya nos habíamos acostumbrado a que sólo se oyeran sus tropiezos. 

A partir de ese momento era muy difícil señalar dónde empezaba y dónde acababa el pueblo. Por lo regular, había que esperar a que las auras tiñosas volvieran a posarse en las matas de mango del patio de Mercedita y plegaran sus enormes alas. Entonces, Felo López salía otra vez. 

Sólo así el triángulo de señales verdes y rojas indicaba con claridad los límites del Paradero de Camarones. Eso era, para muchos de los que vivíamos dentro de él, la mayor parte del mundo conocido. 

 

 

El radio Westinghouse

 

Aurelio encendía el radio Westinghouse quince minutos antes para que se le fueran calentando las bujías. Era un milagro que ese aparato aún se oyera. Dos años atrás, un rayo lo dejó echando humo. Quedó todo chamuscado, pero mi abuela Atlántida lo tapizó con dos retazos de tafetán y de lejos parecía como nuevo. 

El aparato tenía una enorme aguja en su centro. Dándole pequeños golpes hacia delante y hacia atrás, mi abuelo lidiaba con la estática y los kilohercios. Si en el televisor debíamos suponer los colores, en la radio teníamos que imaginarlo todo. Una vez despejados los ruidos, se escuchaba un contrabajo.

—En el bajo, Joseíto Beltrán —empezaba a decir el animador.

Parecería que la voz del animador les gustaba a los bichos de la luz. En cuanto anunciaba al primer músico, ellos empezaban a dar vueltas alrededor de los bombillos. Muchos amanecían muertos y los sobrevivientes permanecían posados alrededor de la bombilla de la puerta de la calle.

Atlántida aún estaba en el comedor, recogiendo la loza con sus manos finas y estrujadas. Mi abuelo le daba pequeños golpes a la aguja para limpiar un poco más el audio y vigilaba a las moribundas bujías, ahora que el violonchelo era el que se escuchaba. 

—En el chelo, Tomasito Alejandro Valdés.

Siempre me sentaba en una banqueta a dos pasos de mi abuelo. Al decir algo, Aurelio levantaba sus manos y casi las detenía en la mitad exacta del gesto. Luego, cuando regresaban, eran inapelables. Por eso yo siempre trataba de evitar que, por mi culpa, aquellas manos se levantaran.

La banqueta en la que me sentaba a oír a la orquesta era del piano donde estaban los adornos más bonitos de la casa y el radio Westinghouse. Tenía una trampa donde todavía guardaban algunas partituras de mi prima Lucy. Todas tenían el cuño de la librería Dulzaides de Santa Clara. 

El piano estaba viejo, desafinado y lleno de comején, pero Atlántida le sacudía el polvo cada mañana y lo dejaba “como se veía en la vidriera de El Encanto”. Hablando de pianos, ese es el de la orquesta. Aurelio siempre decía que esa era la pieza clave en una charanga. 

—En el piano, Pepito Palma Pereyó.

En las tardes de frío, mi abuelo y yo nos poníamos unas camisas de corduroy que Atlántida nos había hecho en su Singer. La de Aurelio era verde oscuro y la mía azul prusia. Cuando el aire frío de enero entraba por la ventana de la saleta, yo me arrimaba lo más que podía a mi abuelo. Él me abrazaba con una mano mientras tanteaba la aguja del radio con la otra.

Solo Aurelio sabía sintonizar bien las emisoras en el Westinghouse. Se inclinaba sobre el aparato y, con la punta del dedo, daba pequeños golpecitos en la aguja. Le costaba mucho trabajo, pero al final lograba que las emisoras se oyeran perfectas. Era un arte que solo él dominaba, sobre todo cuando tenía puesta su camisa de por las tardes.

—¡Vieja! —gritaba en dirección a la cocina— ¡Ya empezó!

El grito daba la impresión de que Atlántida estaba muy lejos, por lo menos en el antiguo trasbordador donde se llenaban los vagones de caña. Pero ella seguía fregando la loza y enjuagando la cristalería. De pronto los violines. Cada vez que los violines empezaban a sonar, Aurelio se arreglaba el cuello de la camisa.

—En los violines el maestro Ángel Barbazán, Celso Valdés, Dagoberto González y el director Rafael Lay. 

—¡Vieja, vieja, ya empezó! —este grito era aún más alto, como si Atlántida estuviera en la curva donde se cruzan la línea de ferrocarril y la carretera de Cienfuegos a Esperanza.

El hilo de agua se oía caer debajo de la ventana de la cocina, sobre un monte de mariposas. La loza de la casa era la misma desde hacía veinte años, fue el último regalo de Navidad que pudieron hacerse los Odd Fellows. Toda una vajilla llena de azucenas, las flores preferidas de Aurelio. 

Era el turno de la tumbadora, el güiro y la paila criolla. Su sonido ponía en movimiento los adornos que estaban encima del piano. Despacio, muy despacio, dejándose llevar por la reverberación, la bailarina de porcelana se iba acercando al pastor con las tres ovejas. 

—En la batería Guillermo García, Panchito Arboláez y Orestes Varona Varona.

Como las únicas flores que le gustaban a mi abuelo eran las azucenas, quitaba de su vista el búcaro con las mariposas que Atlántida le ponía a sus muertos. Luego se enjuagaba las manos en el aire, se recostaba en el sillón y cruzaba los brazos para regocijarse con cada sonido. 

—La gran flauta, ahora viene la gran flauta —decía Aurelio señalando la bocina del Westinghouse.

Repetía eso cada noche antes de recostarse aún más en el sillón y recalcaba que en toda Cuba solo había tres hombres capaces de cantar detrás de esa flauta. Entonces mencionaba los apellidos de otros grandes flautistas cubanos, sobre todo de antiguas orquestas de danzones. Pero como esa, insistía, ninguna.

—¡Richard y su flauta!

—¡Vieja, vieja, ya empezó —gritaba—, oye la flauta de Richard Egües! 

El sonido del agua y el tintineo de los platos eran la única respuesta de Atlántida. Nunca dejaba nada sucio para el otro día, la cocina tenía que quedar “como un espejo”. Los platos eran guardados en el gabinete. Los calderos Bolinaga iban debajo de la meseta, uno dentro del otro, como una matrioska. 

El sartén y el calderito de freír se quedaban con sus fondos de manteca en el horno. Los cubiertos, después de ser secados, eran guardados en una de las gavetas del gabinete. Menos el tenedor de Aurelio, que iba bajo llave y envuelto en un paño dentro del olor a cedro del aparador. 

Los trapos, el delantal y el mantel, tendidos uno al lado del otro, repetían su blancura a lo largo del cordel. Resuelto todo eso, Atlántida destapaba las latas del café y el azúcar, encendía por última vez la estufa y, de paso, echaba los tres quilos de vuelto del pan en un viejo envase de Kresto.

En ese momento el olor del café recién colado se expandía por todos los espacios de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. De la cocina pasaba al comedor, de ahí al cuarto de mis abuelos, la oficina, el salón de espera, el expreso, mi cuarto, la sala, la saleta y el último cuarto, donde el arroz y el maíz se guardaban en tanques de 55 galones.

Me encantaba la cara que ponía Aurelio cuando los violines entraban de nuevo. Era algo muy breve, un pequeño pasaje para que al fin se escucharan los cantantes: “¡No me interesa que me critiquen cuando me escuchen cantar ritmos de antaño!”.

—Las voces de los maestros cantores —decía el animador en tono de broma—: Felo “Hermético” Bacallao… ¡Hum! Y José Antonio Olmos. ¡Ellos integran la orquesta cuarentona de Los Araaagones! ¡Aahhh! 

Este grito del animador hacía que la tumbadora, el güiro y la paila hicieran reaccionar a mi abuelo, que ya presentía otro ruidito y se abalanzaba sobre la aguja del radio. Como yo había visto a la orquesta por televisión, cerraba los ojos para imaginármela: “¡Aragón! ¡Aragón! ¡Aragón!”

—¡Vieja! ¡Vieja! —Aurelio voceaba como si Atlántida estuviera por lo menos en el cañaveral, donde estaba el caboose abandonado en el que vivía el Ruso— ¡Ya empezó la orquesta a tocar de verdad, ya están todos!

“Si tú oyes tu son sabrosón, ponle el cuño... ¡Orquesta Aragón! Si tú escuchas un rico danzón, ponle el cuño... ¡Orquesta Aragón!”. Nunca vi a Aurelio moverse al ritmo de ninguna música, su sentido del baile se reducía a pequeños golpes de sus dedos sobre el brazo del sillón.

—¡Ah, cará! —exclamaba. Estaba tan contento, que a duras penas lograba mantenerse en los límites del enorme sillón de majagua—. ¡Busca a tu abuela, que ya están todos!

En el momento en que iba a salir corriendo, Atlántida aparecía en la puerta de la saleta con su eterno suéter azul pálido. El suéter de mi abuela era una de las cosas que más había visto en mi vida. Además de que ella siempre lo tenía puesto, a mí me encantaba mirarlo. Tenía más olor a Atlántida que Atlántida misma. 

Cuando la orquesta por fin entraba en el primer danzón del programa, Aurelio se volvía a arreglar el cuello de la camisa de corduroy. Entonces extendía el brazo para volver a tantear la aguja. Y como el sonido en ese momento ya era inmejorable, se ponía a oler el café recién colado.

—Esto sí es un café —susurraba—, y eso sí es una orquesta.

Oíamos a la orquesta Aragón tocar sus grandes éxitos hasta que López Gómez le deseaba una feliz noche a toda Cuba: “¡Los espero mañana, a la misma hora, con las melodías de siempre!”. Número a número, la oscuridad se convertía en una fiesta que sólo alcanzábamos a escuchar. 

Cada vez que los violines volvían a sonar, mis abuelos hacían un recuento de sus vidas y el tiempo de antes se nos venía encima. Podía empezar de cualquier modo, pero siempre terminaba en el momento en que Aurelio desconectaba el radio y la noche se apagaba.

 

 

Basilia

 

Era la mujer más linda del pueblo, sobre todo cuando cerraba los ojos para reírse. Siempre andaba en jeans y con un pañuelo de rosas búlgaras en la cabeza. Aunque llevaba el pelo recogido, un largo mechón le caía sobre la frente. Cuando le tapaba los ojos, echaba la cabeza hacia atrás para quitárselo. 

Lo hacía en cámara lenta, como en las películas. Había venido a despedir a una amiga que compró un boletín para Cumanayagua. Le preguntaron a mi abuelo si el tren circulaba a su hora. Aurelio miró el reloj de pared y se quedó en silencio por unos segundos. Eso quería decir que estaba memorizando el Itinerario.

—Son las 08:04 —dijo—, ya debe estar entre Angelita y San Francisco. Si en Cruces no lo demoran, pasará por aquí a su hora.

—¿Usted se sabe de memoria el horario de todos los trenes? —le preguntó Basilia con asombro.

—Los ferroviarios tenemos mucha retentiva —respondió Aurelio con un inusual gesto de alarde.

Basilia y la amiga se sentaron en el banco más alejado del andén y empezaron a hablar en voz muy baja. Hubo un momento en que su sonrisa, la sonrisa más linda del pueblo, se apagó y su cara se nubló de tristeza. Entonces la amiga le pasó la mano por la cabeza con mucho cuidado, como si las rosas búlgaras del pañuelo tuvieran espinas.

Desde la ventana de la estación no se oía nada de lo que hablaban. Pero sin dudas era algo muy serio, porque ahora a la amiga también se le había nublado la cara de tristeza. Basilia buscó en su bolso y sacó un paquete de cigarrillos. Siguió buscando por un rato y, cuando se dio por vencida, se puso de pie.

Mientras caminaba hacia la ventana de la estación, miraba fijamente a un punto. Parecía ver algo que era invisible para mí. Caminaba como caminan las protagonistas de las películas. Despacio, linda, con las manos metidas en los bolsillos de los jeans, echando la cabeza hacia atrás en cámara lenta.

—¿Usted por casualidad tendrá fósforos?

Mi abuelo miró el reloj de pared, luego revisó el libro de registro de vías, abrió todas las gavetas del escritorio y por último tomó la manigueta del teléfono como si fuera a llamar a alguien. Después de todas esas acciones sin explicación, se puso de pie de un golpe.

—Sí, sí, claro —dijo y se dirigió a la caja fuerte, que era donde guardaba los fósforos.

Si me pareció extraño que le diera a Basilia tantos detalles sobre el Itinerario y tuviera un inusual gesto de alarde, el hecho de que fuera por sus fósforos era ya inexplicable. Aurelio detestaba el olor del tabaco y no soportaba que fumaran cerca de él.

Jamás le prestaba sus fósforos a nadie, por eso los escondía bajo llave. A mí tampoco me gustaba el olor del tabaco y el humo me molestaba muchísimo. Padezco de alergias, como mi abuelo. Pero me quedé muy cerca de Basilia, del otro lado de la ventana, mientras ella encendía el cigarrillo. 

Se quedó con los ojos cerrados y la boca ligeramente abierta por un instante que me pareció larguísimo. Luego, muy suavemente, empezó a exhalar el humo. Así fuman las novias de los protagonistas en las películas. Cuando abrió los ojos, me alcanzó la caja de fósforos para que yo se la diera a mi abuelo.

Era la primera vez que se dirigía a mí y tuve la necesidad incontrolable de aprovecharla. De pronto me vinieron a la cabeza muchísimas ideas, pero no sabía cuál de ellas le podía interesar. Por eso me quedé paralizado, con la mano extendida y los ojos clavados en el mechón de pelo.

—Yo también me sé el Itinerario —dije finalmente.

Ella cerró los ojos para reírse, pero no pasó de una breve sonrisa. Volvió a meter la mano entre los balaústres de la ventana y me acarició la cabeza. Lo hizo con la punta de los dedos, describiendo pequeños círculos, como si se le hubiera perdido algo en uno de mis remolinos.

—Vas a ser lindo cuando seas grande —me dijo y empezó a caminar en dirección al banco más alejado del andén.

Por primera vez en mi vida me sentí tan indefenso como el Corsario Negro, el Zorro o Sandokán cuando llegaba la escena donde tenían que mirarle a los ojos a sus novias. El Zorro al menos llevaba un antifaz, pero el Corsario Negro, Sandokán y yo andábamos con la cara descubierta.

El tren de Cumanayagua llegó, como había prometido Aurelio, a su hora. A las 08:40 ya se estaba internando en el ramal. Desde la punta del andén, Basilia le decía adiós a su amiga. Cuando se iba nos volvimos a cruzar. Pero ya no tuve valor para volver a mirarle a la cara. 

No llevo antifaz y no soy pirata ni tigre de la Malasia.

 

 

Los macheteros millonarios

 

El tractor, un MTZ 2, llevaba dos carretas llenas de hombres cubiertos de tizne. En lo alto, al final de una larga vara, ondeaba una enorme bandera. Los hombres iban sentados en el piso cubierto de paja. Algunos afilaban sus mochas y otros, a pesar de los continuos saltos que daba la carreta, parecían estar dormidos. 

—¡Ahí van los millonarios! —dijo mi tío Rao—. ¡Aaaaah jajajá!

Mi abuelo y yo íbamos a la tienda de Chena a comprar el pan y nos cruzamos con Rao, justo en el momento en que pasaba el tractor con las carretas. Rao levantó el brazo y saludó a los macheteros. Al parecer se dieron cuenta de que era una burla, porque ninguno le devolvió el saludo.

—¿Qué hubo, Rao? —dijo Aurelio.

—¿Qué hubo, Ilo?

Ilo, sin h. Así le decían a mi abuelo sus hermanos. María y Aurelio cuando eran pequeños no podían pronunciar sus nombres. Ella le decía Ilo a él y él le decía Ía a ella. Luego los otros también siguieron llamándolos así, incluso cuando crecieron y se casaron, Ía con Polín y Aurelio con Atlántida. 

—¿Tú sabes si ya llegó el pan a la tienda?

—¿Tú crees que esos hombres puedan tumbar ochocientas arrobas de caña en un día?

—¡Hum!

—¡Aaaaah jajajá!

Rao se llamaba Conrado. Pero su nombre, como el de sus hermanos mayores, fue reducido a tres letras. En el tiempo de antes tenía una carnicería. Según Aurelio, “toda su vida vivió de hacer negocios”. Su esposa, Nilda, se tuvo que ir a vivir a Cojímar, en La Habana, porque así pudo quedarse con la casa de una hermana suya que se fue para el Norte.

Al principio Rao también se fue, pero volvió antes de la semana. Dijo que le molestaba todo: el calor, el ruido de las olas, el olor a pescado y el sudor pegajoso que produce el salitre. Pero, según Aurelio, todo eso eran excusas. Su verdadero problema era que “prefería vivir solo a vivir sin el Paradero de Camarones”. 

—Míralos, míralos, míralos —cuando mi tío Rao quería hacer énfasis en algo, repetía las cosas tres veces.

En el periódico publicaban constantemente noticias sobre las brigadas de Movimiento millonarias. Estaban integradas por hombres que eran capaces de cortar y alzar a mano hasta mil arrobas de caña en una jornada de ocho horas. El récord de Cuba lo tenía Reinaldo Castro, un machetero de Calimete, en Matanzas, que estuvo 72 horas cortando caña sin parar y llegó a las tres mil arrobas.

—¡No hay ser humano que pueda hacer eso! —aseguraba Rao— ¡Ni los haitianos de Jaronú!

—¡Hum!

—¡Aaaaah jajajá!

La bandera que ondeaba en lo alto era roja y tenía un número tres en el centro. Eso significaba que la brigada ya había alcanzado el tercer millón de arrobas. Al final de la segunda carreta, con los pies colgando hacia afuera, iba el Ruso. Era el único que no llevaba sombrero. Insistía en andar con su gorro de leñador, como si viniera de la taiga y no de un cañaveral.

—¡Eeey! —le dijo mi abuelo cuando lo reconoció.

—¡Eeey! —respondió el Ruso mientras se alejaba, dando pequeños rebotes contra el suelo cubierto de paja. Llevaba los brazos cruzados y en ningún momento se sujetó, como si no le temiera a salir despedido en uno de los saltos de la carreta.

—¡No hay ser humano que pueda cortar eso! —repitió Rao—. Dicen que los haitianos de Jaronú cortaban caña sin parar y nunca, jamás en la vida, ninguno llegó a las ochocientas arrobas.

—¡Hum!

— ¡Aaaaah jajajá!

A lo lejos, la silueta del tractor, las dos carretas y la enorme bandera estaban a punto de perderse de vista. Ya íbamos caminando frente al portal de América, que estaba justo antes del de la escuela, cuando por fin me decidí a hacerle la pregunta a mi abuelo. Me detuve y le halé la manga de la camisa para que me prestara atención.

—Papá, ¿es cierto que no hay ser humano que pueda cortar esa cantidad de arrobas de caña?

—¿Habrá llegado el pan a la tienda?

 

 

El panóptico

 

El panóptico de Atlántida. Así llamaba Aurelio al control que mi abuela tenía sobre los alrededores de la estación, gracias al campo visual que le ofrecían la puerta del patio y las ventanas de la cocina, el primer cuarto y el comedor. Nadie se acercaba desde ninguna dirección sin ser descubierto con suficiente tiempo.

—Viejo, ¿llegó algún paquete para Meneses? —preguntó asomándose en la oficina.

—No, ¿por qué?

—Es que viene para acá por la carreterita.

—¿Y cómo sabes que viene para acá?

—Porque ya pasó la casa de Felo.

La carreterita era un sendero de grava que comunicaba el pueblo con la estación. A un lado le quedaba la casa del farolero, que también era propiedad de la empresa de los ferrocarriles, y del otro el enlace del ramal Cumanayagua, la línea principal, el apartadero y los patios de las casas que tenían el frente hacia la carretera. 

Hasta el 31 de agosto de 1933, hubo entre la carreterita y la línea principal un enorme almacén de madera y un apartadero comercial, donde se situaban las casillas que traían mercancías al pueblo. Los vientos de un ciclón que pasó por la costa norte lo destruyeron. 

Años después, el apartadero comercial fue eliminado. En el crucero de San Fernando aún podía verse por dónde pasaba. Pero para Aurelio el almacén seguía estando en su lugar, igual que el trasbordador donde se llenaban los vagones de caña. Los señalaba como si nosotros fuéramos capaces de verlos. 

—Meneses sólo viene cuando mandan algo de la policía de Cruces.

—En el cuarto de expreso no hay nada para él.

Como la ventana de la oficina sobresalía, para que se pudiera ver la línea principal en ambas direcciones, me asomé por ella. Mi abuela me regañó y me alejé rápido, pero tuve tiempo de ver que Meneses ya se acercaba por el andén, con su percudido uniforme verde olivo y su oxidado revólver.

—¿Qué pasa, Aurelio? —saludó el policía sin quitarle la vista a la línea en dirección a Cruces.

—¿Qué pasa, Meneses? —respondió mi abuelo sin dejar de escribir.

—¿Viene algún tren por ahí?

—Sí, un tren nacional que han desviado —dijo mi abuelo aún sin mirarlo.

—Esos trenes de La Habana un día se van a llevar al pueblo, pasan a una velocidad…

—Es que llevan mucho retraso y los maquinistas tratan de alcanzar su hora.

A veces, por algún accidente o imprevisto en la Línea Central, los trenes nacionales tenían que ser desviados y pasaban por Camarones. Gracias a eso pude conocer a las Clayton, las famosas locomotoras inglesas que tenían doble cabina y 2.500 caballos de fuerza. 

Esas máquinas eran las más potentes y veloces de Cuba. Los ferroviarios les llamaban Reina Isabel y les rendían pleitesía cada vez que se encontraban con una. Eran sólo diez, por eso resultaba tan difícil dar con ellas. Su numeración iba de la 52501 a la en la 52510.  

Un día me subí a la 52504. Iba con diez coches y un equipaje. El maquinista era el Mago Mandrake, un viejo amigo de mi abuelo. Como tuvieron que esperar por un cruce con un tolvero, dio tiempo a que el Mago me enseñara la locomotora por dentro. 

—¿Tú también vas a ser ferroviario? —me preguntó.

Le dije que sí con la cabeza, mientras disfrutaba el Paradero de Camarones desde la altura de una Reina Isabel. Muchos en el pueblo se reunieron alrededor de la línea para verla avanzar y oírla pitar. Cuando la nube de polvo comenzó a disiparse, la gente se miraba sorprendida y feliz, como si a partir de aquel suceso sus vidas tuvieran una mayor importancia.

Mi tío Aldo, que era despachador en Santa Clara, decía que las Clayton tenían tanta fuerza, que el 1 y el 2, los trenes especiales que circulaban entre La Habana y Santiago llevaban hasta catorce coches y tres equipajes. Según él, era impresionante cuando arrancaba, porque toda la estación de Santa Clara se estremecía.

—El regulador es como el de un barco —aseguraba tío Aldo—: un cuarto de máquina, media máquina, tres cuartos de máquina y full. Cuando el 1 o el 2 arrancan en el andén de Santa Clara, la cola pasa volando. ¡No hay macho que se suba en la cola de un tren con una Clayton!

El Mago Mandrake logró que al tercer o cuarto coche ya el tren fuera a una velocidad increíble. Bronbrooonbrooooon, sonaba la locomotora mientras cogía impulso. El último coche se dejaba de ver enseguida. Emocionado, mi abuelo me dijo que acababa de conocer al mejor maquinista de Cuba.

—¿Lleva mucho retraso el tren que viene por ahí? —preguntó Meneses mientras jugaba con una soguita que tenía amarrada del cinto y de la que colgaba una llave.

Aurelio estaba preparando el arco para dar la vía al paso y cuando él hacía eso no escuchaba a nadie. Para saber cómo era su mundo en ese momento, yo me tapaba los oídos y también me quedaba sordo. Meneses estaba hablando, veía su boca moviéndose, pero no tenía la menor idea de lo que decía.

Para dar una vía al paso hay que ser muy valiente, porque la fuerza del aire puede halarte y hacerte caer debajo de las ruedas. Se oyeron dos pitazos largos y dos cortos, ya el tren estaba cerca del crucero de Ciprián. Traía una locomotora canadiense. Aunque llegaron al país hace poco, ya reconozco sus pitazos.

Cuando Aurelio salía al andén a dar una vía al paso, Atlántida se persignaba y cerraba los ojos. La vía se colocaba en el arco con un cordel, de manera que el maquinista pudiera pasar el brazo entre las dos astas y sólo llevarse el cordel con las instrucciones que necesitaba.

El tren se acercaba a gran velocidad y el maquinista ya tenía su brazo extendido. Aurelio estaba parado en el mismo borde del andén. Aunque el preámbulo era muy largo, todo ocurría en fracciones de segundos. Al final sólo quedaba la nube de polvo y los pitazos largos y cortos de los cruceros.   

—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo Meneses cuando las cosas recuperaron su estado habitual.

En lugar de responderle, Aurelio comenzó a darle a la manigueta del teléfono. Dos puntos, un silencio y otros dos puntos, un silencio y otros dos puntos… Eso quería decir que estaba llamando a Hormiguero. Luego se escuchaba una larga raya, que era la respuesta del operador de la próxima estación.

—Hormiguero —dijo Aurelio—, ya pasó el extra-viajero 52426 por Camarones. Ponle 08:31.

—Aurelio —insistió Meneses—, ¿puedo hacerle una pregunta?

—¿Pasó algo? —preguntó mi abuela desde la puerta que da a la vivienda.

—Vieja, ve para la casa —dijo Aurelio mientras me hacía una señal para que yo también me fuera.

Sólo alcancé a oír que preguntaba algo sobre el Ruso. Ni siquiera escuché la respuesta de mi abuelo. Mientras cerraba la puerta, Atlántida puso su peor cara, esa que usaba para regañarme, dar malas noticias o quejarse de algo que era injusto. Ya caminando en dirección a la cocina, murmuró.

—¡Qué hombrecito más malo, pero qué hombrecito más malo!

 

 

28 de enero

 

Se cumplían 122 años del natalicio de José Martí. A su busto, que estaba junto al asta de la bandera, le faltaba la nariz. Creo que estábamos en segundo grado cuando se le desprendió. Primero intentaron pegársela con yeso, pero se le volvió a caer un día que llovió mucho.

Luego probaron con cemento blanco y hasta con pegamento de zapatos. Tampoco dio resultado. Cuando el maestro Gustavo se dio por vencido, guardó la nariz en la vitrina donde estaban los diccionarios, el atlas y el objeto más valioso de la escuela rural del Paradero de Camarones: el globo terráqueo.

Todos teníamos una rosa blanca que al final pondríamos sobre el libro de cemento que había debajo de la cabeza de Martí. Varias madres y mujeres del pueblo habían ido a ver el acto. Barbarita, la madre del Chiqui, le pidió a mi abuela que se quedara para volver juntas por la carreterita. 

Eso al final se convirtió en un problema para mí. Constantemente, Atlántida me hacía señas para que me parara correctamente y me arreglara la pañoleta. Basilia era la más joven de todas las madres. Si en vez de los jeans y el pañuelo de rosas búlgaras tuviera puesto un uniforme, parecería una alumna.

Después de mirar el reloj varias veces, Basilia se apartó para fumar. Ella siempre se quedaba un largo rato con todo el humo dentro y con la cabeza levantada, como si buscara algo entre las nubes. Luego cerraba los ojos y empezaba a soltar el humo lentamente. Todavía con los ojos cerrados, tragaba en seco y bajaba la cabeza.

Hilda María, que era la más inteligente del aula, leyó una síntesis biográfica del Héroe Nacional. Luego Marita, que era la segunda más inteligente y la más bonita, recitó “Los zapaticos de rosa”. La señal para que yo me fuera preparando era el momento en que “vuelven calladas de noche/ a su casa del jardín”.

Debía leer un recorte de periódico que explicaba por qué Martí es “el autor intelectual del asalto al cuartel Moncada”. Sólo me dio tiempo a leer “parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario”, a partir de ahí empecé a estornudar sin poder parar. 

Para que el busto no se viera tan mal sin la nariz y con la cabeza llena de moho, Machín, el pintor de brocha gorda, le dio una mano de cal viva. Mi abuela siempre decía que yo no podía pasar ni cerca de las casas que estaban pintadas con cal viva porque me daban mucha alergia.

Atlántida tenía una larga lista de cosas que “me mataban de la coriza”: quitarme la camisa en una corriente de aire, bañarme en los aguaceros, la colección de revistas viejas de Aurelio, los sacos de yute y la champola de guanábana, entre muchas otras. A partir de ese día tuve que agregar el busto de Martí después de la mano de cal viva que le dio Machín.

Cuando por fin logré terminar de leer, el maestro Gustavo dio por concluido el matutino y nos mandó a pasar a las aulas. La fila avanzó hasta el Chiqui, que estaba entretenido mirando a Basilia. “¡Despierta, muchacho!”, le gritaron las madres que quedaban en el portal.

Tuvimos que correr para dejarle la rosa blanca a Martí y alcanzar a Diego. El aula tenía todas las ventanas cerradas y estaba totalmente a oscuras. El maestro Gustavo encendió una linterna y empezó a alumbrarnos la cara, uno por uno. Eso nos obligaban a cerrar los ojos y bajar la cabeza.

—¿Quién de ustedes sabe lo que es un eclipse? —preguntó, mientras la luz de la linterna volvía a su mesa, donde estaba el globo terráqueo junto a una toronja.

Ya sabíamos la diferencia entre un eclipse de luna y un eclipse de sol cuando tocaron a la puerta del aula. Todavía me estaba acostumbrando a la claridad, pero distinguí unos jeans y un pañuelo con rosas búlgaras. El maestro Gustavo dijo algo muy bajito y luego se paró entre la recién llegada y nosotros. 

De acuerdo con lo que acabábamos de aprender, eso era un eclipse de Basilia.

 

 

Lérida

 

Las tardes de los viernes eran distintas. De lunes a jueves, cuando llegaba de la escuela, me quedaba jugando en el andén. Casi siempre solo. Bateando piedras de la línea o capturando pelotas que lanzaba lo más alto que podía, como si fueran largos batazos al jardín central del nuevo estadio de Cienfuegos.

Los viernes, en cambio, llegaba directo para el baño. Mi abuela ya me tenía preparado, en el taburete, la ropa que me iba a poner.  Mi camisa preferida, un pantalón de mezclilla que mi papá me había conseguido en Manicaragua y los mocasines que tenían una hebilla a los lados.

—¡Ya salió de Cienfuegos! —me decía Atlántida del otro lado de la puerta cuando eran exactamente las 17:42—. ¡Apúrate, que ese tren viene volando!

Con la prisa, siempre me caía jabón en los ojos y me quedaba ciego por un largo rato. Como consecuencia de eso, me acababa de bañar, me secaba y me vestía a tientas. Con el reloj despertador en la mano, mi abuela me iba anunciando el paso del tren por cada estación.

A las 17:57, me gritaba “¡Candelaria!”. A las 18:07, “¡Palmira!”. A las 18:10, “¡Cherepa!”.  Y a las 18:14, cuando decía “¡Hormiguero!”, comenzaba una cuenta regresiva como las que hacían en Baikonur cada vez que iban a lanzar una Soyuz al cosmos.

—¡Mira para eso! —exclamaba Atlántida mientras me empavesaba en colonia— ¡Te abrochaste la camisa como Pototo!

—Es que me cayó jabón en los ojos…

—Vamos, rápido, péinate.

Pototo era un personaje del tiempo de antes. Cuando mis abuelos se ponían a recordar aquella época, mencionaban a Pototo, Filomeno, Tres Patines, el Tremendo Juez, Nananina, Rudesindo Caldeiro y Escobiña… Ellos se reían de solo mencionar los nombres y yo los imitaba sin saber qué les daba tanta gracia.

Siempre que yo me saltaba un botón y la camisa me quedaba más larga de un lado que del otro, Atlántida me decía que me la había abrochado igual que Pototo. Varias veces le pregunté quién era, pero me respondía que esas eran cosas del tiempo de antes y un día me cansé y no averigüé más.

Mis abuelos le decían tiempo de antes a la Cuba que iba del 10 de diciembre de 1898 al 1 de enero de 1959. El período anterior a ese se llamaba el “tiempo de España”. El de más atrás, “cuando los indios”. Ellos también seguían llamando a muchas cosas por otros nombres.

Le decían Brillantina al keroseno, jabón de Castilla al jabón de lavar, Ace al detergente en polvo, Kresto a la harina malteada, Hershey al chocolate en polvo y Quaker a la avena soviética. Aunque el refrigerador de la casa era marca Minsk y estaba hecho en la URSS, Atlántida insistía en llamarlo Frigidaire.

Cinco minutos después de que empezara la cuenta regresiva, el coche motor Fiat, que de sábado a jueves pasaba envuelto en una nube de polvo, hacía por una única vez en la semana una breve parada en el Paradero de Camarones. El maquinista se levantaba y guardaba su asiento para que la puerta quedara libre.

Entonces se asomaba ella. Se despedía del maquinista y del conductor, mientras les daba las gracias por hacer esa excepción. En cuanto se bajaba me abrazaba a su cuello. Ella, conmigo colgando, se separaba del coche motor porque siempre salía a toda velocidad. En apenas unos segundos lograba envolverse otra vez en la nube de polvo. 

Lérida, mi madre, era la menor de las tres hijas hembras de Aurelio y Atlántida. Ella también era ferroviaria, trabajaba en la estación de Cienfuegos Carga y venía a vernos los fines de semana. Después de darme tantos besos que me llegaba a doler la cara, les preguntaba a mis abuelos cómo me había portado.

Ellos siempre decían que bien. Cuando no era cierto, Atlántida esperaba a que mi madre se distrajera para mirarme seria, echándome en cara que había mentido para no estropear el momento. Por eso, cuando mi madre me volvía a besar, me daba las gracias por portarme bien y sacaba los regalos, el cargo de conciencia no me dejaba disfrutarlos.

El momento más emocionante de la llegada de mi madre, además de esos segundos en que se bajaba del coche motor, era cuando sacaba los regalos. Aquella vez le trajo a mi abuelo un libro que tenía dos tomos. Se llamaba Crónicas de la guerra y fue escrito por José Miró Argenter, un español que peleó junto a Maceo.

—Este hombre pasó por ahí —dijo Aurelio señalando la ventana de la cocina.

Cuando Aurelio señalaba a la ventana de la cocina y decía “por ahí”, en realidad no se refería a ella, ni al andén que estaba del otro lado, ni siquiera a la línea que unía al ramal Cumanayagua con la principal. Ese “por ahí” estaba mucho más lejos y se refería a la colonia de su padre, Claudio Yero.

El 15 de diciembre de 1895, después de la batalla de Mal Tiempo, las tropas de Máximo Gómez y Antonio Maceo atravesaron por la colonia de mi bisabuelo. Claudio Yero y María del Rosario Alonso, la madre de Aurelio, los vieron pasar. Entre ellos iba José Miró Argenter, el autor del libro.

—¡La nave entró en alta mar! —gritó Aurelio y todos nos asustamos. Pero él señaló una página, queriéndonos decir que acababa de leer esa frase ahí.

Lérida también trajo una bata de casa para mi abuela y un aparatico soviético para mí. Se llamaba Anackon 2 y venía con diez diapositivas. Si uno ponía una diapositiva en el aparatico y miraba a la luz, veía la imagen como si estuviera proyectada en la pantalla del cine Justo.

Cuando mi madre venía, mi abuela se esmeraba y hacía una comida especial. Esa vez hizo arroz con pollo, platanitos maduros fritos y tocinillo del cielo, que es el postre preferido de mi madre. Atlántida solo hacía tocinillo del cielo cuando venía Lérida, porque lleva doce yemas de huevos y demasiada azúcar blanca. 

Los fines de semana dormía con Lérida. Ella me hacía cuentos de su trabajo en la estación de Cienfuegos, donde todos los días salían cuatro trenes para La Habana. Uno era el Lechero, que iba parando en todos los pueblos y se demoraba un día entero en llegar. Los otros tres eran coche motores Fiat, iguales al que solo paraba en el Paradero de Camarones cuando ella venía.

El sábado, mis abuelos y mi madre estuvieron hablando que el viejo televisor Westinghouse ya no tenía arreglo y que los macheteros destacados estaban vendiendo el derecho al televisor que se habían ganado. Los lunes, cuando abría los ojos, ya Lérida no estaba en la cama. 

Ella se iba en la madrugada. Se levantaba con mucho cuidado para que yo no me despertara. Mientras ella estaba trabajando en Cienfuegos, los coches motores Fiat jamás paraban, pasaban volando y envueltos en una nube de polvo. 

Así era hasta los viernes a las 18:14, cuando Atlántida decía “¡Hormiguero!” y comenzaba una cuenta regresiva como las que hacían en Baikonur cada vez que iban a lanzar una Soyuz al espacio.

 

 

Un barco hundido

 

¿Para qué viene ese inspector?

Nikolái Gógol

 

Un largo tren de azúcar estaba pasando. Mientras las tolvas desfilaban con su empalagoso olor en dirección al puerto de Cienfuegos, Felo López se acercó por el andén en sentido contrario. Saludó a mi abuelo y le dijo algo, pero Aurelio se señaló los oídos y dijo que no con la cabeza. 

En verdad el tren producía un gran estruendo, por eso Felo esperó a que acabara de pasar antes de intentar hablar otra vez. Con las manos en la espalda, se quedó mirando las tolvas, como si las contara. Tanto él como mi abuelo saludaron al colero, que se alejó con el brazo en alto, diciendo adiós.

—¿Qué pasa, Aurelio? —saludó de nuevo.

—¿Qué pasa, Felo? —respondió por fin mi abuelo.

—Sigue sin llover.

—Sigue sin llover.

—¿Qué nos haremos si esta seca sigue?

—No me lo imagino.

—¿Y Atlántida?

—Ahí.

—¿Y Carmen?

—Ahí

—¿Qué nos haremos si esta seca sigue?

—No me lo imagino.

El teléfono empezó a sonar otra vez. Aurelio habló primero con Cruces, después con Hormiguero y finalmente con el despachador de Santa Clara. Era para hacerle la vía a otro tren de azúcar. El extra 51016. Cuando acabó de escribir en el libro de registro de vías, Felo trató de recuperar el hilo de la conversación.

—Los tolveros están pasando uno detrás del otro.

—Sí, uno detrás del otro.

—Y ahora, con esas locomotoras soviéticas, son larguísimos.

—Las máquinas canadienses, esas que son color vino, tienen una fuerza tremenda.

—¿Y las soviéticas?

—También, también.

—Han llegado varios modelos de soviéticas, ¿no?

—Sí, sí.

—¿Cómo cuántos?

—Oh, como cuatro.

—Ah.

—Anjá.

—¿Y ya te los has aprendido?

—Yo también me los sé —interrumpí.

—Ah.

—Anjá —respondí.

—¿Y cuáles son?

—Tem 2, Tem 4, TGM 25, M62 y TE114…

—Yo creo que tú vas a ser ferroviario, como tu abuelo.

Habría podido darle muchos más datos sobre todas las locomotoras de los Ferrocarriles de Cuba: cuántos caballos de fuerza tenían, cuáles eran sus numeraciones y los nombres que les habían puesto los ferroviarios: Novecientos, Pata de Palo, Cajón, Pata Larga, Francesa, Pato, Reina Isabel, Fiebre Amarilla, Cotorra, Melón, Casa de Guano…

El teléfono sonó otra vez y Aurelio respondió con un “¡All right!”. Le habían dado la hora en que el tolvero salió de Cruces. Eso era justo lo que estaba anotando en el libro de registro de vías. Cuando soltó el lápiz de tinta, estiró el brazo y cambió el semáforo de la estación de rojo a verde.

—Meneses me pidió que te diera un recado —dijo Felo cuando Aurelio ya no estaba haciendo nada.

—Él estuvo por aquí hace unos días.

—Es que le pidieron que averiguara bien.

—Ah.

—Sobre el hombre que se metió en el caboose.

—Ah.

—¿Has hablado algo con él?

—¿Con quién?

—Con el hombre que se metió en el caboose.

—Ah.

—¿Has hablado algo con él?

—Todas las tardes pasa por aquí y nos saludamos.

—¿Y qué se han dicho?

—Yo le digo “eeey” y él me responde “eeey” …

—¿Ese caboose todavía es propiedad del ferrocarril?

—No.

—¿Y por qué?

— Se le dio de baja hace unos dos años.

—¿Y por qué?

—Lo dejaron en el desviadero auxiliar que servía a la finca de Ciprián Pis y esa línea ya está condenada —explicó Aurelio.

El caboose abandonado estaba enterrado en la hierba, cerca de la línea de Cumanayagua, dentro del cañaveral. El día que Figueroa, el inspector de Operaciones, le dio de baja, mi abuelo lo acompañó. Yo iba con ellos. Parecía un barco hundido en un mar verde.

Figueroa preguntó cómo ese caboose se había quedado en el antiguo desviadero auxiliar. Mi abuelo le respondió que en la Zafra de los Diez Millones lo situaron como oficina y dormitorio para el jefe de los macheteros. En las paredes colgaban mapas y gráficos. Yo me puse a jugar con el freno que tenía en la plataforma.

Cuando mandaron a parar los cortes, porque ya no se lograrían los diez millones de toneladas de azúcar, el jefe de los macheteros se fue y lo dejó con todo lo que tenía adentro. Poco a poco se fueron robando los calderos, los platos y los cubiertos, los faroles, el tanque de keroseno y hasta los libros contables. 

Aurelio notificó los robos, pero nunca enviaron una locomotora para levantar el vagón ni le dieron la orden a ningún tren para que lo hiciera. Luego condenaron el desviadero, arrancaron el cambiavía y ya no hubo manera de sacarlo de allí. El estribo estaba cubierto de enredaderas de cundiamor, mi abuelo las arrancó para poder subir.

Las siglas FFCC se habían ido borrando y debajo de ellas empezaba a distinguirse un letrero de Cuba con la C tan grande que rodeaba a la U y llegaba hasta el principio de la B. El último número que tuvo el caboose ya era ilegible. Sin embargo, detrás de él había aparecido un 20006. 

—Este es uno de los últimos caboose de madera —le dijo Figueroa a mi abuelo.

—Es un crimen darle de baja.

—Sí, hubiera podido durar muchísimos años más.

Cuando Figueroa y mi abuelo se bajaron del caboose, yo me quedé jugando a que era el colero de un tren. Subí por la escalerilla de la caseta, saqué el brazo por una de las pequeñas ventanillas y le hice señales al maquinista de una locomotora imaginaria. Desde lo alto se podía ver cómo la hierba se estaba tragando lo que quedaba de la línea.

—Es una lástima—se lamentó otra vez mi abuelo.

—Si usted viera, Yero, las locomotoras de vapor que han desguazado —dijo el inspector—, habrían podido trabajar cien años más.

En el camino de regreso, Figueroa abrió su pañuelo y se lo puso en la cabeza, debajo de la gorra de plato del uniforme. Mi abuelo aprovechó ese momento para volver la vista hacia el caboose, que otra vez parecía un barco hundido. El sol de la mañana le dio en la cara y se puso la mano de visera.

—¿Estás seguro de que ese vagón ya no es del ferrocarril? —insistió Felo López.

—Claro, Felo —respondió mi abuelo—, yo mismo llevé hasta allí a Figueroa, el inspector, el día que se le dio de baja.

El largo tren de azúcar empezó a pasar. Mientras las tolvas desfilaban con su empalagoso olor en dirección al puerto de Cienfuegos, Felo López trató de decir algo más, pero Aurelio se señaló los oídos y dijo que no con la cabeza. En verdad el tren producía un gran estruendo.

 

 

1930

 

Se conocieron una noche de 1930. Sólo un quinqué los alumbraba. Gracias a esa luz tan escasa tuvieron el valor de mirarse a los ojos. Ella aún no había cumplido los 16 años, él ya tenía 21. Los dos llevaban botas altas. Las de ella estaban relucientes. Las de él, deshechas.

Una epidemia de fiebre tifoidea estaba causando estragos. Casi todas las semanas había un velorio en el Paradero de Camarones. Este era en la casa de Ciprián Pis, el segundo mayor colono del pueblo. El portal estaba lleno de sillas de tijera, en la sala había dos sillones y un pequeño ataúd blanco.

Él llegó justo en el momento en que ella salía a tomar un poco de aire fresco. Estuvieron a punto de tropezar. Esa fue la razón por la que él le pidió disculpas y ella levantó la mirada. El viento que soplaba sobre los potreros cesó por un instante, recordarían ese silencio el resto de sus vidas. 

—¿Tú has visto la luz eléctrica?

—Sí, en Cienfuegos, los Donato tenían una lámpara muy grande de cristal de Murano.

—¿De qué?

—De Murano.

—¿Y qué es eso?

—Los oí decir que es una isla de Venecia donde fabrican el cristal más famoso del mundo.

—Bueno, tú alumbras más que esa lámpara.

—¡Hazte bobo!

Ella era delgada, pálida y friolenta. Por eso andaba con los brazos cruzados. Él tenía un enorme golpe en la frente. Ella le señaló el moretón y él se encogió de hombros. Ninguno de los dos tendría ojos para nadie más a partir de ese momento. Él le preguntó el nombre y ella no se lo quiso decir. 

—Es muy largo, no te lo vas a aprender. 

—¿Cuánto apuestas a que me lo aprendo?

A ella aquel reto le dio tanta vergüenza que bajó la cabeza y se fue para la cocina, donde estaban el humo del fogón de leña y la mayoría de las mujeres. Se oyó el silbato de una locomotora de vapor. Alguien dijo que era la número 1 de Andreíta. Otro se asombró de la enorme fuerza de aquella máquina. Eso provocó una discusión.

—Aurelio y Chena —dijo alguien desde la oscuridad del patio—, ¿hay alguna máquina por aquí que tenga más fuerza que la número 1 de Andreíta?

Chena buscó a Aurelio para que respondiera y se dio cuenta de que no estaba prestando atención. Se había quedado con la boca abierta y la mirada perdida en la puerta por donde salía el humo del fogón de leña, un intenso olor a comino y las voces de las mujeres.

—Esa galleguita te ha dejado turulato —dijo Chena dándole un codazo a Aurelio.

Todos los hombres se quedaron atentos al paso del tren. Eso hizo que los ruidos de los vagones y el silbato de la locomotora se convirtieran en el único sonido de la noche. Luego brindaron un caldo con mucho olor a comino. Ella era quien estaba sirviendo.

—Me llamo Atlántida —le dijo mientras le llenaba el plato de peltre.

—Y yo Aurelio —le respondió tratando de encontrarse otra vez con su mirada.

—Las mujeres allá adentro estaban diciendo que vas a trabajar en el ferrocarril.

—Los hombres ahí afuera estaban diciendo que te vas a quedar a vivir en el pueblo.

—¿A ti te gustan los mangos?

La pregunta lo sorprendió tanto que no supo qué responder. Volvió a encoger los hombros y sonrió nervioso.

—Cuando llegue el tiempo de mangos no vayas a comerlos verdes —dijo ella con un tono que parecía de una persona mucho mayor—. Dicen que a los que comen mangos verdes les da esa fiebre y se mueren. 

Desde hacía seis meses Aurelio y su amigo habían sido aceptados como meritorios, que es como se les llamaba a los que aspiraban a ser empleados en los ferrocarriles. Justo, el padre de Chena, era maquinista y logró que les dieran la oportunidad. Uno de los dos podría quedarse como auxiliar de Domínguez, el jefe de estación.

Aurelio ya se sabía el Reglamento de memoria. En las noches cerraba los ojos y repetía el contenido del pequeño libro, desde la definición de tren, en la página 5, hasta las disposiciones sobre el transporte de explosivos, en la página 190.  Cuando estaba estudiando, el mundo a su alrededor desaparecía.

—Tren —decía mientras caminaba a ciegas, describiendo pequeños círculos—: Una locomotora, coche motor, gas car, o automóvil, solo o enganchados, con o sin carros, exhibiendo indicadores. Cuando un motor o un automóvil de línea arrastra algún material debe ser considerado como un tren de carga.

Unos días atrás, mientras repasaba la circulación de la vía, se emocionó tanto que perdió la noción del espacio. No se percató que los círculos se habían ido haciendo cada vez más grandes y que se estaba acercando, peligrosamente, a una de las columnas de su casa. 

—Las órdenes de vía deben expedirse por triplicado, con lápiz tinta y mediante papel carbón, y serán dirigidas al conductor y maquinista del tren respectivo —iba diciendo mientras movía los brazos como si se tratara de un discurso—. El original será para el conductor, la primera copia para el maquinista y la otra debe archivarse cuidadosamente en la estación por orden de expedición.

Cayó al suelo. No llegó a sangrar, pero un enorme chichón se le hizo en la frente. 

Un mes después, se paró en el borde del andén para dar la primera orden de vía de su vida. Era al maquinista de un tren de carga. Estaba sudando mucho y tenía las manos frías. 

La locomotora, una Alco tipo Mikado, era enorme. Venía envuelta en humo y estremecía todo a su alrededor. Domínguez le ordenó que se acercara más a la línea, que el maquinista no iba a alcanzar el arco. Eso lo puso aún más nervioso. Sintió que los pies se le estaban entumeciendo.

Detrás de él, Chena le daba ánimo. Pero ya no oía nada. Ni siquiera el estruendo de la locomotora. Se había quedado sordo. El mundo para él era como en aquella película que fue a ver a Cruces. Todo estaba en blanco y negro y no se escuchaba absolutamente nada.

—¡Atlántida! —dijo justo antes de voltear la cara, cerrar los ojos y levantar el brazo. Después que pasó el caboose, se encontró con la cara de satisfacción de Domínguez y con una carcajada burlona de Chena. 

—Lo has hecho bien, hombre —dijo el viejo jefe de estación—, pero la próxima vez lo tienes que hacer con los ojos abiertos.

—Es que esa galleguita lo tiene turulato —dijo Chena sin poder parar de reírse. 

 

 

A caballo

 

Tanto los trenes como los hombres a caballo que pasaban por la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones seguían un estricto horario. Aunque mi casa estaba llena de relojes, no hacía falta mirarlos. Bastaba con oír el pitazo de una locomotora o ver pasar a uno de los jinetes para saber en qué momento del día estábamos parados.

Ambos, tanto los trenes como los hombres a caballo solían ser puntuales, aun en los días más lluviosos o fríos. Evelio Pis, el padre de Miriam, que estaba en el mismo grado que yo, es el primero. Cuando niño, alguien le hizo una terrible broma y casi lo desnucan. 

Unos trabajadores de Ciprián, que habían vuelto del pueblo borrachos, le preguntaron si quería ver a dios por la boca de un güiro. Él, inocente, les dijo que sí y lo levantaron por el cuello. Nunca más pudo sostener su cabeza. “Eso fue terrible, estuvo meses entre la vida y la muerte”, siempre recuerda mi abuela.

Atlántida decía que Ciprián y Nena Galván, su esposa, tuvieron muy mala suerte. Un niño se les murió de tifus y al otro le rompieron el cuello. Años después, compraron la primera estufa de gas del Paradero de Camarones y le explotó el horno. Miriam, su hija de quince años, murió de las quemaduras.

Por eso Evelio le puso Miriam a mi compañera de aula. A pesar de sus limitaciones físicas, cada madrugada se subía a su caballo y partía hacia las siembras en el campo. Pasaba por el andén a las 6:30, justo diez minutos antes que Manuel Gómez, el padre del Negro, que también estaba en el mismo grado que yo. 

Igual que Evelio, Manuel levantaba el brazo frente a la ventana de la cocina. Ambos sabían que mi abuela ya estaba ahí, hirviendo la leche o haciendo el café. “¡Atlántidaaaaa!”, gritaban sin levantar la cabeza, diciendo adiós con el brazo que les quedaba libre. 

Aunque a Evelio le costaba más trabajo, nunca dejaba de hacerlo. “¡Eveliooooo!”, respondía mi abuela, sin dejar de batir la leche. Diez minutos después, ya con la cafetera, decía “¡Manueeeeel!”. A las 9:00, poco después de que se internara el tren de Cumanayagua, llegaba Isidro el Cartero en su yegua blanca. 

“¡Correeeooo!”, voceaba mientras se lanzaba hacia el andén. En el momento de entregarle los sobres a mi abuelo, siempre intercambiaba algún comentario sobre el estado del tiempo. Ambos coincidían en que no se le podía hacer mucho caso al parte del Instituto de Meteorología, que la mayoría de las veces fallaba.

De todos los jinetes del Paradero de Camarones, el más elegante era Julito Monterito. Se vestía como los personajes de las películas del oeste y su caballo corría como si estuviera proyectado en la pantalla del cine. Él, antes de levantar el brazo para saludar, se quitaba el sombrero y decía “¡Eeeeeyyyyy!”.

Un día se escapó un ternero del potrero de Felo López y un tren de carga estuvo a punto de matarlo. Felo, su hijo Persi y un hombre que venía a esperar el mixto de Cumanayagua, lograron espantarlo de milagro. Luego lo fueron arrinconando para que volviera a entrar al potrero, pero se les escabulló.

Desesperado, Felo López le pidió a Persi que fuera a buscar a Julito Monterito. Llegó a todo galope y con el lazo en alto. “¡Eeeeeyyyyy!”, gritaba, como si su caballo estuviera proyectado en la pantalla del cine y él en verdad fuera uno de los vaqueros que salen en las películas del oeste.

Después de enlazar al ternero y de llevarlo hasta un cuartón dentro del potrero, Julito Monterito pasó por el andén. “¡Atlántidaaaaa!”, gritó sin levantar la cabeza, diciendo adiós con el brazo que les quedaba libre. Como él no seguía un horario estricto, miré el reloj. 

Eran las 15:40. En diecisiete minutos llegaría el mixto de Cumanayagua.

 

 

Moby Dick

 

La cañada ya se estaba secando. El temporal que pasó en diciembre la convirtió en un brazo de mar. Pero después de tantas semanas sin llover, se redujo a un hilo de agua a lo largo del potrero y a un pequeño charco debajo del puentecito que había al final del andén.

Días atrás, el Chiqui y yo habíamos tratado de pescar biajacas. Hicimos los anzuelos con alfileres y les pusimos lombrices de carnada. Nos pasamos la mañana entera mirando hacia abajo y moviendo lentamente el nylon, para que las biajacas creyeran que las lombrices estaban vivas.

—¿Cómo van las cosas en el Pequod? —nos preguntó mi abuelo desde la punta del andén.

El Chiqui se encogió de hombros y yo le expliqué que ese era el nombre del barco ballenero del Capitán Ahab. El Chiqui se volvió a encoger de hombros y yo le hice un gesto que quería decir que después se lo explicaba. Entonces volví a mirar hacia abajo, donde también estábamos nosotros dos mirando hacia arriba.

—Si le dan caza a la gran ballena blanca me avisan —nos dijo Aurelio mientras volvía a su oficina.

Mi abuelo se había leído dos veces la novela de Hermann Melville. Se sabía de memoria los nombres de todos los tripulantes del Pequod y los países de donde eran. Los oí mencionar tanto que yo también me los aprendí. “¡Pueden ustedes llamarme Ismael!”, decía Aurelio a veces, en el momento menos esperado.

Hace como un año pasaron la película en el cine. Fuimos los primeros en llegar al pequeño portal. Mi abuelo iba tan eufórico que ni siquiera saludó a Chena. Apenada, Atlántida le abrió los brazos al mejor amigo de Aurelio. “Tú lo conoces mejor que yo”, le dijo y Chena soltó una de sus carcajadas.

Mi abuelo fue mirando las fotos de la cartelera una por una, como si quisiera encontrar en ellas algo que no aparecía en la película. “Ojalá que no venga más nadie”, le dijo a Rufino, el portero, mientras le entregaba las papeletas. Aunque las luces aún estaban encendidas, Angelina, la acomodadora, nos siguió con su linterna.

—¡Efraín, lámpara! —gritó Chena. Ese era el aviso para que el proyeccionista apagara las luces de la sala y comenzara la película.

Después del rugido del león de la Metro Goldwing Mayer y de los créditos, apareció un muchacho caminando por el campo. Llevaba un bastón en una mano y un bolso en la otra. Su ropa y su gorra se parecían a la del Ruso. Se acercó, levantó el bastón hasta apoyarlo en su hombro y miró en dirección a nosotros, como si fuera a decirnos algo.

—¡Pueden ustedes llamarme Ismael! —dijo Aurelio antes que el muchacho abriera la boca.

—¡Ssshhh! —Esa fue la primera vez que Atlántida lo mandó a callar. Fueron muchas, porque Aurelio no se podía contener y siempre se le adelantaba al Capitán Ahab en sus frases preferidas.

—¿Qué se hace cuando se ve una ballena, hombres?

—¡Ssshhh! 

—Todos los vigías, escúchenme, deberán buscar una ballena blanca. Una ballena tan blanca y grande como una montaña de nieve.

—¡Ssshhh!

—Es un día tranquilo, Starbuk. Cielo tranquilo. En un día así maté mi primera ballena.

—¡Ssshhh!

El Chiqui y yo seguimos intentando pescar biajacas por varios días. Aunque picaban, nunca conseguíamos que se quedaran ensartadas por los anzuelos hechos de alfileres. Una tarde, después de hacer las tareas, saqué un par de lombrices y me fui solo al puentecito. Lancé el nylon y me senté en el carril.

—¿Por qué veo decepción en su rostro? —hubiera dicho Aurelio adelantándose al Capitán Ahab— ¿No está ansioso por cazar a Moby Dick?

Oí los golpes de las grandes ventanas de la oficina cerrándose. Eran las cinco y Aurelio estaba retirando de servicio la estación. En cuestión de minutos Atlántida me llamaría para que fuera a bañarme. Al charco le quedaba poco. En cuestión de días la cañada estaría totalmente seca. El tiempo se acababa.

Entonces sentí un tirón. Después otro y finalmente uno que por poco me arranca el nylon de las manos. Comencé a tirar hasta que la saqué del agua. Era la biajaca más grande que había visto en mi vida. Mientras la iba subiendo, escuchaba claramente el batir de las olas y la música de la película.

—¡Papá! —comencé a gritar— ¡Papáaa! ¡Papáaaaa!

Aún si me hubiera escuchado no habría podido verla. Cuando ya la tenía delante de mí, dio un coletazo tan grande que logró zafarse del alfiler. Cayó entre las piedras y los travesaños. La atrapé entre las dos manos y traté de inmovilizarla, pero sus espinas se encajaron en mis dedos.

Un duro pinchazo me hizo soltarla. De un coletazo saltó sobre el carril y de otro cayó al vacío. La vi descender en cámara lenta, como lo hacía la enorme ballena blanca. En ese momento, el tranquilo charco de la cañada me pareció el enfurecido mar del Cabo de Hornos y las garzas del potrero de Felo López gaviotas que sobrevolaban un naufragio.

Nunca le conté a nadie, ni siquiera al Chiqui, que llegué a sacar a la biajaca del agua. Me daba vergüenza reconocer que la perdí después de tenerla entre las piedras y los travesaños de la línea. Los pinchazos de los dedos se me infectaron, pero los escondí hasta que estuvieron del todo curados.

Poco después el charco se secó por completo. El Chiqui y yo nos metimos descalzos en el lodo para atrapar pequeños camarones. Encontramos sus restos en la parte más honda, que fue la última en quedarse sin agua. Ya había perdido los ojos y olía mal. Una larga hilera de hormigas entraba y salía por su boca.

—Esta es la biajaca más grande que he visto en mi vida —me dijo el Chiqui—. ¿Tú te imaginas que la hubiéramos podido pescar?

 

 

El gancho de la campana

 

—¿Para qué sería ese gancho? —preguntó Basilia en voz alta, pero hablando con ella misma.

—Era de una campana —respondimos Aurelio y yo a coro.

Aunque eso le dio risa, no conseguimos que se interesara en el tema. Después de encogerse de hombros, dijo que esperaba a una amiga que venía en el tren de Cumanayagua. Mi abuelo caminó hasta quedar justo debajo del gancho de hierro que estaba entre la ventana de la oficina y la puerta del salón de espera.

—La campana se tocaba quince minutos antes de la llegada de un tren —dijo mirando hacia arriba—. Eso les daba tiempo a los viajeros que estaban en la piquera de las guaguas a llegar hasta aquí.

—¿Usted cree que el tren de Cumanayagua pase antes de las nueve? —aunque esta vez sí hablaba con nosotros, miraba para el punto donde asoman los trenes que vienen de Cruces.

—La campana era de una vieja locomotora de vapor —siguió diciendo Aurelio—. ¡Sonaba más que la de la iglesia!

Basilia se dio por vencida y se fue a sentar en uno de los bancos del andén. Al tratar de sacar la caja de cigarrillos de la cartera, se le cayó un papel. Ella y yo tratamos de recogerlo al mismo tiempo y, por una milésima de segundo, sentí su respiración muy cerca de mi cara.

Eso hizo que yo perdiera impulso y que ella llegara al papel antes que yo. Para poder levantarse tuvo que esperar a que yo me incorporara, porque de lo contrario nuestras cabezas habrían chocado. El olor del aliento de Basilia se convirtió en ese momento en el único que existía en el Paradero de Camarones.

No olía como el de los fumadores sino a las frutas que Lérida traía cuando iba a reuniones en La Habana. Olía a manzana… a pera… a melocotón… o a todas juntas. Era algo que en el Paradero de Camarones no se encuentra. Por eso sentí que el resto de los olores desaparecieron.

Incluyendo los que salen de las cocinas, de las flores, de los travesaños y de la pomarrosa del patio de Marino Pérez. Esa mata tenía tanto aroma, que cruzaba la línea y se sentía por toda la estación. Aunque ya estaba suficientemente lejos de Basilia, seguía con el olor de su aliento dentro de mi nariz. 

Para tratar de no perderlo, me acerqué a ella disimuladamente. Estaba leyendo el papel que se le había caído y no se dio cuenta. Después de contener el humo por un largo rato, lo fue soltando poco a poco. Luego, cuando ya no le quedaba nada, tomó aire para soplar el mechón de pelo que siempre le caía sobre la frente.

En ese momento su aliento debió sentirse tan fuerte como cuando nuestras cabezas estuvieron a punto de chocar. Hubiera querido decirle que la campana estuvo ahí hasta un 10 de octubre, en que Yuyo Serralvo la pidió prestada para celebrar el levantamiento de La Demajagua.

Nunca la devolvió. Aurelio se la reclamó varias veces, pero Yuyo replicaba diciendo que la necesitaban en el cuartel. Según Atlántida, un día ella le dijo a mi abuelo que no insistiera más porque “Meneses era capaz de imaginarse lo que no era”. Eso no lo entendí muy bien, pero tampoco pregunté qué quería decir.

El 3709 llegó con veinte minutos de retraso. Como ese tren venía desde Mataguá, pasaba por San Juan de los Yeras. Mi tía Titita a cada rato nos mandaba cosas con la tripulación. Esa vez era un queso de los que hacía en casa de Maseda. Con el calor del viaje se había puesto blandito.

Elpidio Ávalos, el conductor, me dijo que corriera con él para la cocina porque estaba chorreando suero. No le hice caso. Me quedé mirando a Basilia y a la amiga saludándose. Para anunciar que el tren iba a retroceder, la locomotora comenzó a tocar su campana.

Eso le dio gracia a Basilia, quien hizo como si tirara de una cuerda que a su vez hizo sonar una campana invisible que colgaba del gancho. Al menos en mi cabeza, sonó mucho más alto que la de la locomotora. Cuando se dio cuenta de que yo la estaba mirando, me dijo adiós. 

Me quedé paralizado, no supe qué gesto hacerle y ella sólo dio la espalda. La amiga le contaba algo que les daba mucha risa, tanta, que en un momento se detuvieron para recuperar el aliento. Aurelio, que estaba esperando a que el tren de Cumanayagua se internara en el ramal, me miró extrañado.

—¡Corre para la cocina! —me dijo.

—¡Ah!

—¡Mira cómo se te han embarrado los zapatos con el suero del queso!

—¡Ah!

— ¡Dile a tu abuela que te los lave, porque van a coger un olor insoportable!

Eso último no me preocupó en lo absoluto. Aunque hacía ya casi una hora del momento en que se le cayó el papel a Basilia y nuestras cabezas estuvieron a punto de chocar, el olor de su aliento seguía siendo el único que había en el Paradero de Camarones. 

No fue hasta el final de la tarde que, poco a poco, el pueblo empezó a recuperar sus olores. Primero se sintieron las flores, luego los travesaños, los sofritos, las hierbas, las flores y, por último, el aroma de la pomarrosa del patio de Marino Pérez. Su aroma volvió a cruzar la línea y empezó a sentirse por toda la estación.

 

 

Ida y vuelta

 

Apenas dormí, porque los reflejos fugaces de las estaciones me despertaban constantemente. Lérida procuraba arroparme con su estola, pero me la quitaba en cuanto la ventanilla del Budd se alumbraba al pasar por un pueblo. Las Villas había quedado atrás y avanzábamos a través de la llanura La Habana - Matanzas.

Nellina, la hermana menor de mi abuela, estaba enferma y mi madre aprovechó el fin de semana para ir a verla. El viaje de ida lo hicimos en la noche del viernes y el de vuelta en la noche del sábado. Eso, según Atlántida, me permitía descansar el domingo y “volver fresco a la escuela”.

El 224 salía de Cienfuegos a las 21:10. Lérida y yo subimos al Budd antes que los viajeros. Los que pasaban por la calle, del otro lado de las cercas de la estación, ya iban camino de sus casas y de sus camas. A nosotros nos esperaba un largo viaje de cinco horas y dos minutos. 

A las 21:35, llegamos a Palmira. A las 21:40, salimos de Cherepa. Hasta ahí llegaba el mundo conocido por mí. A partir de ese momento comenzamos a alejarnos del Paradero de Camarones. Los carteles de Arriete, Congojas, Rodas, Perseverancia y Aguada de Pasajeros fueron indicando que cada vez estábamos más lejos.  

Una a una, pasaron las luces de las estaciones de Línea Sur: Amarillas, Calimete, Manguito, Guareiras, Baró, Agramonte, Isabel, Pedro Betancourt, Navajas, Güira de Macurijes, Bolondrón, Unión de Reyes, Bermeja, Los Palos, Vegas, San Nicolás de Bari, Güines, Melena del Sur, San Felipe, Quivicán, Bejucal y Rincón.

Antes de llegar a cada una de ellas, el conductor recorría el coche anunciándolas. Lo hacía en voz baja, como si no quisiera despertar a los que dormían. Siempre que abría los ojos, Lérida me decía el nombre del pueblo cuyas luces entraban al coche como si también quisieran irse de viaje.

Llegamos a La Habana todavía de noche. Entonces, yo mismo me había envuelto en la estola. “Mira los barcos”, dijo mi madre y señaló un poco más adelante. Era el fondo de la bahía y decenas de navíos permanecían amontonados. Alguien, unos asientos delante de nosotros, secreteó que eran barcos pesqueros.

Una gran antorcha, encima de una torre, ardía del otro lado del puerto. Lérida me dijo que era la refinería de petróleo. El Budd usó toda la fuerza de sus 300 caballos para subir los elevados. Las ruedas chirriaban sobre la enorme estructura de hierro, mientras pasábamos muy cerca de las ventanas y los balcones de los edificios.

Los andenes de la Estación Central eran larguísimos. En las carrileras contiguas había tres locomotoras inglesas. La 52509 esperó a que nuestro Budd entrara al patio de la estación para bajar sola por los elevados, la 52502 retrocedía con dos coches de equipaje y la 52506 estaba lista para salir con un largo tren de viajeros. 

—Apúrate —me dijo Lérida— que ahora tenemos que buscar la parada de la guagua.

—¿Viste? —le inquirí—. ¡Tres inglesas!

—Anjá —me respondió Lérida sin mirar a ninguna de las máquinas—. Vamos, apúrate.

—Pero mira —insistí—. ¡tres inglesas!

Cuando Nellina abrió la puerta, se abrazó a mi madre llorando. Mientras desayunábamos café con leche y pan con mantequilla, ellas estuvieron hablando del corazón de la hermana de mi abuela. Lérida a cada rato la interrumpía para decirle que no se preocupara, que no iba a pasar nada.

—Quiero que las cosas estén bien claras —repetía Nellina.

A través de una celosía que el apartamento tenía al final de la cocina, se veía una calle por la que pasaban autobuses constantemente. Eran las famosas Leyland y pasaban repletas. Le pedí a Lérida que diéramos un paseo en una de ellas para verlas por dentro, pero me dijo que no teníamos tiempo.

Al despedirnos, se abrazaron llorando otra vez. El 223 también salió puntual, a las 23:20. Esta vez en el patio de la Estación Central había dos locomotoras inglesas, la 52505 y la 52508. Una francesa, la 50824, ronroneaba en lo oscuro, mientras acoplaba una casilla de expreso delante de dos coches Pullman.

Según Lérida, me dormí en cuanto dejó de verse la antorcha de la refinería de petróleo. Estaba tan cansado, que los reflejos fugaces de las estaciones en la ventanilla no lograron despertarme. El olor del abrigo azul de Atlántida, mientras mi abuela me abrazaba, fue la prueba más contundente de que estaba de regreso.

Fue en 1975. Aunque solo se trató de un viaje de ida y vuelta, me pareció larguísimo. Extrañé más al Paradero de Camarones que Sadokán a Mompracem y Nemo a las profundidades del océano. Aurelio me hizo repetir el nombre de todas las estaciones por las que pasamos. 

Las fui diciendo por orden ascendente, sin olvidar ninguna. Luego mencioné los números de las locomotoras que vi en el patio de la Estación Central. Incrédulo, le preguntó a Lérida si era verdad que esas eran las máquinas que estaban allí en ese momento. Mi madre dijo que sí. Mintió, ella nunca las miró.