31 octubre 2020
Con Alcides
30 octubre 2020
Escambraica cocina
28 octubre 2020
Gracias, Enrique Colina
27 octubre 2020
SONIA DÍAZ CORRALES: "Escribo porque no sé hacer otra cosa para sobrevivir”
Nunca saliste de Cabaiguán hasta que también saliste de Cuba. Siempre fuiste eso que muchos, despectivamente, llaman “un escritor de provincia…”. ¿Qué significan hoy para ti ambas cosas, es decir, Cabaiguán y el haber escrito desde allí?
Estamos de acuerdo en que hay escritores de provincia y, por ser más luctuosamente específicos, hasta de municipio. Para mí no es despectivo, es simplemente la elección de un sujeto, de un lenguaje, de un espacio, de una figura que siempre ha existido. Ahora más que nunca, que el mundo entero es casi una provincia.
Nunca he escrito desde Cabaiguán, o desde Canarias, siempre he escrito desde un sitio del interior que no tiene que ver con el espacio geográfico en el que vivo. Escribo desde una provincia particular, íntima, que bien pensado me convierte en una absoluta y total escritora de provincia, lo cual es una gran ventaja.
En esa provincia escribo yo, exijo calidades y lealtades yo, lo intelectual cede todo el rato el paso a lo humano, lo triste no es lastre sino vivencia, la censura no existe y las ambiciones apenas sirven para saber que no has llegado aún, que por mucho que avances siempre hay un más allá a donde ir, un sitio inexplorado, un puente que nunca has atravesado, pero que sabes que alguna vez… No tiene límites esa provincia.
Nunca salí de Cabaiguán hasta que salí de Cuba, ahora que lo pienso, porque quizás no me hacía falta.
Para alguien que nunca salió de su pueblo, ¿qué significa salir de su país?
Creo que el exilio es traumático para la mayoría de los exiliados, pero para una mujer de campo, a quien absolutamente nadie espera del otro lado, y que tiene que aprender de nuevo a hacerlo casi todo, con un hijo, pocos recursos y muchos propósitos, es muy complicado.
Estuvimos en Costa Rica cuatro años, en los cuales entendí muchísimas cosas del mundo y de mí misma que en Cuba probablemente no hubiera entendido nunca.
Recibí tanto cariño, encontré tan buenos amigos, incluso algunas oportunidades y ocasión de sopesar la nostalgia de algo que no era Cuba en sí, sino mi abuela, ciertos sitios, algunas conversaciones, una ventana con orquídeas…
En Tenerife estaba la familia, esa abundancia que proporciona estar cerca de los que quieres, un clima estupendo, un paisaje nuevo, diverso, de una belleza única. Mi hijo se integró y se abrió paso como uno más y, en ese trasiego de sitios, mudanzas y desapegos, a veces creímos no haberlo hecho tan bien, pero nunca nos hemos arrepentido de huir de Cuba. Yo volví en el 2000 y francamente, aparte de los afectos, allí quedaba muy poquito mío.
En Tenerife encontré menos amigos, pero más oportunidades. Quizás porque me voy poniendo vieja y mucho más drástica, menos flexible en algunas cosas, lo que hace más difícil entrar en los espacios extraordinarios de la amistad con nuevas personas. Siempre he sido de pocos amigos, así que me va bien.
Tengo casi todo lo que quiero, el resto puedo inventarlo, porque tengo esa libertad, y doy gracias por ella, con la madurez se aprende que lo bueno de saber inventar es que aquieta, lo creado tiene un valor añadido en cuanto puede ser modificado sin que sea tan doloroso.
¿Qué cambió en tu literatura el hecho de tener que escribir fuera de la geografía donde te hiciste escritora?
Aunque desde que empecé a responder tus preguntas estoy diciendo que en mi caso la geografía tiene poca incidencia en la creación, he recordado ahora que Gumersido Pacheco y yo bromeábamos con aquello de que si Beethoven hubiera nacido en Cabaiguán no tendríamos la “Sinfonía No. 9”, puede que ni siquiera tuviéramos Beethoven.
Para empezar, veníamos de un espacio muy cerrado, de lecturas muy concretas. En Cuba los amigos trabajaban días con un texto tuyo, le dedicaban tiempo, te hacían sugerencias, le daban tanto que lo dejaban en cueros. Acá eso parecería una insolencia. Señalar algo, incluso, podría ser motivo de que te aparten. No es que una manera sea buena y otra mala, es sólo que son distintas.
Aunque escribo mucho, como siempre (confieso que con más sosiego), no me siento tentada a publicar todo lo que escribo, es más, cada día menos cosas de las que escribo me parece que tengan la calidad que merece un lector, sobre todo de poesía.
Pero escribir, escribo aquí de la misma forma que en cualquier otro sitio, como una desquiciada, mientras voy en el tranvía o limpio la casa, en pequeños trozos de papel que agarro de lo que sea, mientras hago mi trabajo, mientras como o hago la compra en el súper, al tiempo que vivo, no sé si podría escribir poesía si me siento delante del ordenador con la idea expresa de escribirla.
La narrativa, en cambio, es otra cosa, necesita otro reposo, colocar lo visceral en un rincón, informarse, amasar mucho la idea antes de extenderla, ponerle los ingredientes, escribirla. Luego, para mí la geografía, es sólo eso, un lugar. Lo que escribo, es otra cosa. Cuando alguien me dijo que yo era escritora, en concreto poeta, y que aquello que estaba escrito en unas hojas mías eran poemas, me reí mucho, y luego me asusté un poco.
Casi nunca pienso en que soy escritora, pero si lo pienso me vuelve a pasar lo mismo. La verdad es que vivir en Cabaiguán, o en Tenerife, cambia muy poco lo que escribo. Lo que cambia cuando sales de Cabaiguán (y de Cuba), es tu forma de ver el mundo, tus lecturas, tu experiencia vital, tus urgencias, y eso sí definitivamente tiene un impacto en lo que escribes.
¿Cuáles son las razones por las que sigues haciendo literatura en 2020?
Las mismas por las que escribía a los diez o doce años, en 1974 o 76: alivia. Alivia mucho cierto prurito mental, las ganas de salir corriendo y no parar hasta que se acaben el mundo o las fuerzas, alivia cuando por ahí cuentan sus muertos en pandemias y guerras, cuando algunos ponen las ideologías más rancias por encima de familia, amistad, humanidad, Dios…, cuando por ahí algunos tienen un hambre o una sed que sabes no puedes resolver. Y a veces también agota, pero compensa. Y todo eso, que más da si algo te lo proporciona a los 10 o a los 56 años.
Escribo porque no sé hacer otra cosa para sobrevivir. Si las razones fueran otras quizás no escribiría.
Cuando miras a Cabaiguán desde el otro lado de océano, ¿qué ves?, ¿podrías volver a él?, ¿le queda algún camino de regreso a Sonia Díaz Corrales?
Casi nunca miro a Cabaiguán desde aquí. A veces rememoro los vitrales de la iglesia o alguna noche en particular en que llovía, ese sonido cansino del agua cayendo en el patio, las estrellas del cielo que se veía desde el techo de mi casa, el viento en los árboles del Paseo o el Parque Martí, el silencio de la Biblioteca Municipal, la estación de trenes, el Puente de los buenos, que estaba antes de llegar al Cementerio, y era donde despedíamos a los muertos, la Colonia Española, el Club Campestre, donde fui a mis primeros bailes, los rostros de la gente que quería y quiero…
Pero los veo como fragmentos aislados de un sitio que ya no existe y no existiría igual si estuviera en Cabaiguán, porque hasta donde sé ninguno de estos sitios o personas son ya lo que eran. Del otro lado del océano es muy lejos, después de todo este tiempo es más lejos aún. Volver podría, pero, ¿a qué?, ¿a qué sitios?, ¿a qué personas?, ¿a qué vida que ya no es mía?
Hace dieciocho años que estoy en Tenerife, veinte que no voy a Cuba, puede que no vuelva nunca más, lo tengo asumido. Si fuera así, no hay amargura en ello. Hay tantos sitios cautivadores, preciosos, a los que no he ido, tanto verde por ahí esperándome, tanta comida y bebida apetecible o exótica, tanto libro, tanto cine, tanta exposición, tanta arquitectura, tanta música, tanta belleza… que no le encuentro sentido a volver a donde “no te quieren ni te necesitan”, a donde sabes que será difícil encontrar un camino, menos aún una meta para el regreso.
Y sobre los caminos del regreso creo algo importante, decía mi abuela, que era una sabia, que a veces “cuando llega el sombrero, ya no hay cabeza…”. Para no odiar ese sombrero que no llega, esa cabeza que se cansa de esperar, se necesita estar muy centrado en tu vida, en la certeza de que los caminos que has escogido sirvieron de algo, los del regreso, en mi caso, siempre llevan a sitios seguros, a mi familia, a la poesía, a los libros, a esos pocos amigos fieles y amados, a Dios, a mí misma, a mi provincia íntima en la que siempre soy bienvenida y encuentro paz.
Mi gratitud a Dios y a esos a los que regreso, es infinita. Sinceramente, no necesito nada más.
Ya he tenido suficiente
25 octubre 2020
La puerta azul
abro la puerta azul
y le miro a los ojos
a la madrugada.
Otra puerta como esta
se abría a un andén
donde antiguas
madrugadas
esperaban
la hora de irse.
Ahora tengo que subir
una oscuridad
que cruje
hasta que mi mujer
también se despierta.
Camino de las luces
me cruzo
con el Beny Moré
que tenemos
junto a la Virgen
del Carmen.
Le doy
los buenos días
al Bárbaro
y escucho
su respuesta
entre las aves
que cantan.
Alrededor de las cinco,
abro la puerta azul
y me encuentro
al día
que me espera,
puntual,
en el andén
de la intemperie.
24 octubre 2020
Nosotros
22 octubre 2020
Rachmaninov y las oscuridades del Prado de Cruces
18 octubre 2020
Los 86 de Elia
13 octubre 2020
Paisajes después de una devastadora tormenta
10 octubre 2020
Las moscas verdes
Todas las mañanas,
cuando me siento
a trabajar,
encuentro moscas muertas.
Son verdes y brillan,
de lejos parecen de metal.
Pierden la vida
durante la noche,
mientras luchan por huir
a través de los cristales.
He observado los detalles
de su morfología
y estudiado sus hábitos.
Se alimentan de materia
en descomposición
y excrementos.
Sobre los mismos libros
en los que caen,
las llevo a la terraza
y las lanzo al vacío.
Esa pequeña ceremonia
es, de algún modo,
un gesto solidario.
Mis palabras también
se alimentan de muertos,
nada las inspira más
que lo que se ha destruido
o está en descomposición.
En eso tenemos
un gran parecido
las moscas verdes y yo.
09 octubre 2020
El oficio más lindo del mundo
08 octubre 2020
Golpes de martillo en la noche habanera
07 octubre 2020
Alzehimer
que teníamos delante.
Luego, poco a poco,
lo fuiste extraviando todo.
Primero se te perdieron
las costumbres de la mañana,
los días correlativos
y la manera de llamar
a los objetos que adorabas.
Luego se apagaron tu país,
tu pueblo y los rostros
de tus seres queridos.
Creo que fui
tu última pertenencia.
Aunque al final
también desaparecí,
tus ojos no me engañaron.
Siempre supe
que en esa mirada
(que a veces era de miedo
y a veces de una ternura
indescriptible)
estaban la tarde,
las mañanas,
los objetos,
tu país,
tu pueblo,
tus seres queridos
y lo que veías en mí
cuando por fin me descubrías.
Nunca olvidaré esa ansiedad
con la que intentabas
recordar algo,
hallar la manera de salir
de ese atroz laberinto
en el que se había
trocado tu memoria.
Perdóname
por entenderlo
cuando ya era
demasiado tarde.
Ahora sé
que solo querías
reconocer el mundo
que te rodeaba
antes de que se convirtiera
en la sombra de un sauce,
en una pequeñísima
porción del verano
donde florece
el más hermoso jardín.
05 octubre 2020
La tatagua
La noche no existiera
sin las alas extendidas
de la tatagua.
En esa oscuridad,
enorme y sigilosa,
alguien trama
la luz
de nuestros días.
La tatagua
es un recuerdo
que nos persigue
por todas partes.
A veces se anticipa
y nos espera
en los lugares
donde acabamos
huyendo.
Aun en sueños,
pasa agitando
su misterio.
Tenaz
como un ángel
y con el lustre
de un demonio,
sobrevuela
a lo largo
de los años.
La tatagua no existiera
sin ese tiempo extendido.
La vasija
En esa vasija,
amasada
con el barro
de un país
que creíamos
irrompible,
mi madre
cultivó
la extensa
primavera
que tenía
a su alrededor
y la soledad
que al final
le trajeron
los veranos.
Esa vasija,
que alguna vez
admiramos
por la
hermosura
de sus flores,
hoy es
el vencido
barro
de un país
sin estaciones
que se nos cayó
de las manos
y se hizo polvo.
04 octubre 2020
Tiempo en pantalla
De no ser por ella
01 octubre 2020
El último viaje por Línea Sur
Mi abuela Atlántida ya había perdido el juicio. Unas veces me confundía con mi abuelo Aurelio. Otras, no me reconocía. Mi madre tenía la edad que tengo yo ahora. Era una mujer fuerte y voluntariosa. A lo único que le temía Lérida era a la enfermedad de mi abuela, como si desde entonces supiera que también la padecería.
Las dos se habían pasado unos meses conmigo en La Habana y necesitaban volver al Paradero de Camarones para renovar sus chequeras. No hubo forma de conseguir los pasajes en ómnibus. El único camino de regreso que quedaba era el lechero, un tren que se tomaba un día entero en recorrer 304 kilómetros.
Para ayudar a mi madre con mi abuela, decidí hacer el viaje con ellas. Salimos de la Estación Central en hora, lo cual significaba poco para un viaje tan lento. Cuando el tren hizo su entrada en Bejucal, mi abuela se puso de pie y nos ordenó que hiciéramos lo mismo. “¡Vamos, que llegamos a Camarones!”, aseguró.
Hizo exactamente lo mismo en Quivicán, San Felipe, Guara, Melena del Sur, Güines, Vegas, Palos, Bermeja, Unión de Reyes, Bolondrón, Navajas, Pedro Betancourt, Isabel, Agramonte, Baro, Guareiras, Manguito, Calimete, Amarillas, Aguada de Pasajeros, Carreño, Perseverancia, Rodas, Congojas y Arriete.
Aunque llevábamos panes con tortilla, jugos y suficiente agua, fuimos comprando cosas por el camino. En un apeadero perdido en la llanura púrpura de Matanzas, mi madre consiguió una ristra con cien cabezas de ajo. Aproveché un cruce con un tren de caña para correr hasta un pozo y rellenar todas las vasijas de agua.
Llegamos a Cherepa justo a tiempo para subirnos al tren de Cienfuegos a Sancti Spíritus, que nos dejaría en Camarones 14 minutos después. “Vamos, mamá, que ya llegamos”, le dijo mi madre a mi abuela. “Estoy cansada de decírselos, pero ustedes ya no me hacen caso”, replicó Atlántida.
Mi tío Rao se había encargado de abrir la casa y limpiarla. Todo estaba impecable y tenía el mismo olor de siempre. Aunque a mi madre le encantaba pasarse tiempo conmigo, nada le gustaba más que estar en aquella vieja estación de trenes. Hervimos leche y nos hicimos un café. Eso fue todo lo que cenamos.
Fue un viaje terriblemente largo y tenso, por la condición de mi abuela, pero lo repetiría infinidad de veces. Ese día, entonces no lo sospechaba, recorrí por última vez la Línea Sur, ese hilo de acero que parece atravesar el tiempo en lugar de cinco provincias. También fue mi último viaje en tren con Atlántida.
No siempre es la felicidad quien nos hace volver a los lugares que más añoramos, la angustia también nos empuja hacia ellos con una fascinación incontenible.