04 octubre 2020

Tiempo en pantalla

Mi AppleWatch me acaba de felicitar. Dice que la semana pasada reduje en un 19% mi tiempo en pantalla. Cada vez estoy más atento a esa cifra. Al principio de la pandemia, como casi todo el mundo (en casi todo el mundo), clavé los ojos en mis dispositivos. Ese fue mi primer instinto de conservación al aislamiento.
Luego fui buscando otros recursos para nadar a favor de la corriente del tiempo en aquellos días interminables. Trasplanté las palmas de Manila de la terraza, corregí filtraciones, organicé el estudio y logré reducir considerablemente la montaña de libros que tenía en mi mesita de noche.
Si bien es cierto que las redes sociales nos permiten interactuar en tiempo real con amigos y gente querida que están a distancias insalvables, también nos hacen perder muchísimo tiempo en discusiones inútiles y boberías. A veces, lejos de conectarnos, nos aíslan en afinidades, nos recluyen en guetos, nos atrincheran…
Conozco a muchos que ya son incapaces de participar en un encuentro presencial sin tener su teléfono a mano. Al más mínimo descuido, sueltan el hilo de la conversación real y se trasladan a las virtuales. Es como si el mundo que tienen delante de sus ojos siempre les interesara menos que el ajeno.
Aunque cada vez hay más alertas al respecto, el poder de contagio de la nomofobia (el miedo irracional a permanecer sin mirar el teléfono) es mucho mayor. Como necesitamos unas tumbonas para un nuevo deck que construimos al borde de la cañada, recorrimos la carretera de La Vega a Santiago.
Después de parar en varias de las incontables tiendas de muebles que hay en ese trayecto, volvimos a la casa de Ortiz, el carpintero que nos ha hecho casi todo en la Loma de Thoreau. Seguramente mañana compartiré en Facebook una foto que le hice a un columpio que nos gustó mucho.
Pero la experiencia que vivimos y lo que apreciamos en el recorrido será siempre intraducible a las palabras y a la realidad virtual. Esa ventaja tenían sobre nosotros nuestros antepasados. Su Instagram era interior. Sus relojes de cuerda ni siquiera tenían la capacidad de medir lo que hacían con su tiempo.

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