30 septiembre 2018

Solas

Una mujer sola
al final de la tarde,
espera
junto al oscuro camino
que debe llevarla
de regreso a casa.

Una casa sola
al final del camino,
espera
junto a la oscura tarde
que debe llevar
de regreso a la mujer.

28 septiembre 2018

Ramón Serrano Balasch

Nos habíamos pasado toda la mañana andando por Calella de Palafrugell. Con el Mediterráneo como único punto de referencia, recorrimos callejones, atravesamos portales, subimos peñascos y tratamos de escuchar todo a nuestro alrededor, incluso el silencio que se instaura cuando se acerca el mediodía.
Exhaustos (más por el jet lag que por la caminata), nos fuimos a dormir la siesta.  Estábamos hospedados en el segundo piso de la casa parroquial de Sant Pere, que fue convertida en un pequeño hotel después que falleciera el último cura. “¡No se escucha nada!”, dijo Diana, justo antes de quedarse dormida.
Entonces sonó el teléfono. Era Renay Chinea. “Ven para Vent de Mar —me ordenó—. Ramón Serrano Balasch vino a verte”. No me atreví a despertar a Diana, hubiera sido en vano. Cerré la ventana (había amenaza de lluvia) y recorrí un camino que me aprendí en Google Map, aún en Santo Domingo.
Ramón es el poeta de 80 años más joven que he conocido en mi vida. Siempre que termina un nuevo poema, no espera a que repose ni piensa en su próximo libro. Lo comparte de inmediato en Facebook y es allí, delante de la vista de todos, que lo va puliendo.
Culto, lúcido y con el sentido del humor de un adolescente, se las arregla siempre para que las conversaciones acaben en el jazz o la poesía. “No ando bien del estómago —Nos advirtió—. Por eso tengo poca autonomía de vuelo”. Aun así, no le ofreció resistencia al trago que sirvió Renay para hacer un brindis. 
Nunca nos sentamos. “Hay poetas con los que, por respeto a sus versos, uno tiene que hablar de pie”, escribí sobre una foto donde estamos juntos. “¡Nos vemos aquí el año que viene!”, le prometí. “Entonces tendré 86 tacos, pero haré todo lo posible por no faltar”, dijo justo antes de una carcajada.
Nos quedamos mirando cómo se alejaba por la cuesta de la calle de Pirroig. Por el paso que llevaba, puedo asegurar que será el primero de los tres en acudir a la cita.

26 septiembre 2018

370 km/h

Cuando el tren sale a la llanura
y alcanza los 370 km/h,
fijas la vista en el paisaje.
Haces un gran esfuerzo
para dar con algún detalle
entre los colores
del cielo y la tierra.
Encuentras un molino,
luego una encina solitaria
y al final algunas casas
probablemente deshabitadas.
No podrías explicar la razón,
pero asocias todo eso
con la idea que tienes
de la libertad.
“Soy un hombre libre”,
te dices a ti mismo.
Recuestas la cabeza
en el vidrio y bostezas
(pasaron toda la noche
volando sobre el océano).
Entran en un túnel.
“Después de las tinieblas
espero la luz”, citas
ya en el albor.
Justo en el centro
de la bóveda celeste
ahora hay un campanario.
La alta velocidad
te permite
ponerle el dedo encima
y hacer el intento
de borrarlo.


“Soy un hombre libre”,
repites mientras La Mancha
aparece y desaparece.

Mi única prueba

Fernando Pessoa no encontró
las pruebas de que Lisboa 
haya existido alguna vez.
Tampoco pudo contrastar
la veracidad de sus palabras.
Aún hoy, 
cuando llueve sobre la ciudad
y el Tajo le entrega al océano
el polvo antiguo de La Mancha,
se le ve hurgar
entre las cuestas de la tarde
y los edificios empalidecidos.

Yo tampoco tengo pruebas
de que estuviéramos allí.
Es muy probable
que ese tren 
permanezca detenido
en un andén de Cascáis.
Puede que todo ese viaje
por las estaciones que penden
del borde de la península
solo ocurriera
en nuestras cabezas.
Incluso aquella noche
en que caminamos
por el frío de Colares,
entre barricas, 
guitarras 
y voces abandonadas,
vista en la distancia
parece incierta.

No puedo demostrarlo, amor mío.
Pero insistiré en que estuvimos allí.
Aunque tus ojos felices
y tus manos dentro de las mías
sigan siendo mi única prueba.

25 septiembre 2018

Entre la playa y el cielo de Calella de Palafrugell

Aunque no se ve desde Vent de Mar, el Mediterráneo está a unos pocos pasos del restaurante de Elina Cercos y Renay Chinea. Por eso quisimos ir a verlo la misma noche que llegamos. Diana se quitó los zapatos. Como mis viejas sandalias Timberland son impermeables, entré con ellas al agua.
Desde la orilla, Renay fue señalando puntos, entre las luces y la oscuridad, para explicarnos la historia de aquel lugar. Dejó para el final una casa que teníamos justo delante. “¿Saben qué canción se compuso en esa ventana?”, preguntó mientras proponía un nuevo brindis.   
Aunque Eusebio Delfín vivió la mayor parte de su vida entre Cienfuegos y La Habana, no sé por qué siempre me imaginé al protagonista de “¿Y tú que has hecho?” en el parque de su Palmira natal. Cada vez que pasaba por allí, me preguntaba cuál habría sido el árbol en que la niña grabó su nombre.
En los años 20 del siglo pasado, Delfín cambió el estilo del bolero, transformando el rasgueado de las guitarras acompañantes en un sonido semiarpegiado. Pero ese detalle solo aparece en algunos diccionarios. En verdad no lo hemos podido olvidar por los 12 versos de una de las más grandes canciones cubanas.
Nunca llegaré a saber el lugar donde está el árbol que la niña, henchida de placer, hirió. Pero ya puedo señalar, incluso en Google Map, la ventana donde Joan Manuel Serrat compuso, probablemente, la mejor canción que se ha escrito en nuestro idioma.
Mientras permanecíamos con los pies hundidos en el agua, Renay apuntó en dirección a Algeciras y luego hacia Estambul. Frente a nosotros teníamos la ladera de un monte, más alto que el horizonte, alumbrado cada 12 segundos por el faro de Sant Sebastià.
Así fue que, entre la playa y el cielo, en Calella de Palafrugell, conocimos de cerca el alma profunda y oscura del Mediterráneo.

24 septiembre 2018

Una calle vacía

Mientras caminas por Lisboa,
mientras Lisboa
pasa a tu alrededor,
oyes una canción desconocida
que crees 
saberte de memoria.
Mientras subes
por el hilo de sombra
de una calle vacía,
hablas un idioma
que no conoces,
declamas unas palabras 
llenas de música
que todos los que te rodean
son capaces de entender.
Mientras un tranvía
baja a toda velocidad
en dirección al Tajo,
le dices adiós
a los mismos pasajeros
de los que te has despedido
en muchos otros lugares.
Sabes que todo lo que ves
ya lo has leído,
lo has visto
o lo has escuchado 
en muchas otras partes.
Aun así,
Lisboa cambiará
para siempre 
tu manera de ver y de oír.

Casi en la frontera con Occitania

Cruzamos el océano durante la noche. Fuimos directo del aeropuerto de Barajas a la estación Puerta de Atocha. El primer tren que salía para Girona era el AVE 03153, de Madrid a Figueres Vilafant. Partimos justo a la hora anunciada, las 15:30. Pronto la ciudad se borró de las ventanillas para darle lugar a la llanura manchega.
Cuando nos quedamos solos en el andén, Diana me hizo una foto. El tren en el que acabábamos de llegar aún no se había marchado. Sonrío, pero estoy exhausto. Con una mano sostengo la maleta y con la otra las dos botellas de Brugal que le llevaba a Renay Chinea. “¿Cómo lo encontraremos?”, preguntó mi Cucha.
Aunque la estación es enorme, quedábamos muy pocos adentro. “¿Cómo lo encontraremos?”, insistió mientras subíamos en las escaleras eléctricas. Estaba en la puerta de salida de la estación, mirando hacia adentro, con las piernas separadas y las manos en la cintura. “¡Míralo allí! —Le dije a Diana— ¡Todos los guajiros de Las Villas nos paramos de la misma manera!”.
Nos dimos un abrazo enorme, como si fuera un reencuentro y no un encuentro. A partir de ahí, su acento perdió lo que ya tiene del catalán y el mío se despojó del dominicano. Hablábamos como si estuviéramos en el parque de Cruces, aunque nos movíamos por un paisaje de masías, güines de Castilla y lazos amarillos.
—Las ciudades desconocidas solo se diferencian en una cosa —nos dijo mientras lidiaba con las curvas de la carretera—: están las que alguien te espera y las que nadie te espera. 
Cuando alcanzamos la última rotonda entre Palafrugell y su Calella, me dio una dura palmada en la espalda: “¡Acabas de llegar a tu casa en la Costa Brava, compay!”, dijo mientras iba mezclando cada palabra con una carcajada. 

Casi en la frontera con Occitania, la región de donde provienen los Sarlabous, me sentí de regreso a los míos. Así empezó nuestro ruedo ibérico.

18 septiembre 2018

El cielo protector de Madrid

No he estado tanto en Madrid, pero nunca me pierdo en ella. Aunque no tiene mar (la brújula innata de los que nos criamos en ciudades que lo tienen), siempre doy con un punto de referencia que me ayuda a encontrar lo que busco. Nos saludamos con aspavientos y nos tratamos como viejos conocidos.
Mis primeros guías en esta ciudad tampoco eran de aquí, pero gracias a Cintio Vitier, Fina García Marruz y Bladimir Zamora me resultan cercanos lugares que solo he visto una o dos veces en mi vida. Eso hace que llegue a parecerme que he vivido en cualquiera de esos edificios. 
Ayer, mientras Diana y yo íbamos por la Línea 1 del Metro, no quité la vista de la ventanilla hasta que pasamos por la cerrada estación de Chamberí. En un costado de la Plaza de Toros Las Ventas, le di las gracias otra vez a Celia Cruz por todo lo que me cantó allí.  
La primera vez que vine, en julio de 1995, acababa de ver la película El cielo protector y andaba buscando libros de Paul Bowles. Es por eso que, en cuanto di con la primera librería, compré los cuentos completos de Andersen para mi hija (que acababa de nacer) y Misa de gallo para mí.
Me recuerdo con 23 años, leyendo a Bowles en una terraza, con el pelo largo, una caña y un plato de croquetas delante. Ayer entramos a FNAC y di con Yo por dentro, una novela de Sam Shepard con prólogo de Patti Smith que buscaba hace tiempo.
Poco después nos sentamos en una terraza y ahí estaba yo, Leyendo a Shepard, camino a la calvicie, con una caña y un plato de croquetas delante. No he estado tanto en Madrid, pero su cielo protector me hace sentir como en casa. Siempre acabo encontrándome en ella.

04 septiembre 2018

Quintas del Bosque: el lujo de la paz y la naturaleza*

El bosque se ha convertido en uno de los destinos más saludables, deseados y valiosos del mundo. En la era del stress, las ciudades irrespirables y los mares contaminados, son cada vez más los que eligen volver a la naturaleza y a ese verdadero lujo que significa vivir entre árboles.
A 150 kilómetros de Santo Domingo y a solo 15 minutos de Jarabacoa, en la ruta que conduce a los picos más altos del Caribe insular, está Quintas del Bosque, un desarrollo inmobiliario de 500 mil metros cuadrados que combina la exuberancia de un entorno único con los más exigentes estándares de hospitalidad.
Con alturas que van desde los 650 hasta los 950 metros sobre el nivel del mar, temperatura media anual de 19º C y lluvias incluso en el mes más seco, Quintas del Bosque ofrece el clima perfecto para los que buscan un entorno saludable y lleno de paz, junto a un Parque Nacional y con acceso a ríos y cascadas.    
Los destinos turísticos más exitosos suelen tener el sello inconfundible de sus fundadores. Quintas del Bosque lleva la firma de José Roberto Hernández, quien ha sido su director desde 2005 y ha vivido todo ese tiempo, junto a su familia, en una de las cabañas de la propiedad.
“He dedicado con pasión y determinación toda mi energía al desarrollo de este proyecto; motivado por la visión de crear un espacio donde nuestras familias puedan disfrutar en paz de la naturaleza y la magia de las imponentes montañas que bordean el hermoso valle de Jarabacoa”, afirma José Roberto.
Sus seis bosques, nombrados por los árboles y la vegetación que predomina en sus respectivas vías (Caribea, Grevilea, Ciprés, Araucaria, Occidentalis y Los Helechos), tienen espectaculares vistas al pueblo de Jarabacoa, al valle del Cibao y al cañón que conduce al nacimiento del Yaque del Norte. 
130 propiedades privadas y 3 de uso común, 45 cabañas construidas, decenas proyectadas o en construcción y solo 30 lotes disponibles, convierten a Quintas del Bosque en el más grande y valorado proyecto inmobiliario de montaña de República Dominicana. 
“Nada puede compararse con el sentimiento de realización, satisfacción personal y logro, que experimentarás al contemplar en silencio y paz interior con los conmovedores atardeceres desde la terraza de tu hermosa cabaña en la cima de una montaña; forjada con amor y con el propósito de ser feliz junto a los tuyos”, describe el fundador.
Desde sus orígenes, Quintas del Bosque ha sido reconocida por su compromiso con la sostenibilidad y la protección del medio ambiente. Los más de 70 mil árboles sembrados, han dejado una huella en la montaña que es apreciable, incluso, desde las imágenes satelitales de Google Earth.
Durante sus 13 años, Quintas del Bosque también ha sido clave para el desarrollo y el bienestar de las familias que viven en sus alrededores. Además de generar empleos, el proyecto ha contribuido a la accesibilidad de La Lomita, una de las comunidades más apartadas del país.
Qing Li, el mayor experto mundial en medicina forestal, asegura que el bosque puede cambiar la vida de las personas, logrando que sean más saludables y felices. Quintas del Bosque es, probablemente, el mejor lugar para experimentar eso en República Dominicana.
Junto al Mogote, la emblemática montaña de Jarabacoa, entre la neblina de la Cordillera y agradables temperaturas todo el año, se puede lograr un espacio único y conseguir, como asegura Qin Li, que un paseo entre las nubes y los árboles asegure tu bienestar. 
“Quintas del Bosque es un proyecto personalizado, diseñado con un criterio profesional y de respeto al medio ambiente, con la garantía de conservar la exclusividad y la intimidad que merece tu espacio para descansar. Acompáñanos a compartir este sueño y se parte de esta maravillosa realidad”, concluye, a modo de invitación, José Roberto Hernández.

*Artículo publicado en Construmedia, revista especializada en el mercado inmobiliario dominicano.

03 septiembre 2018

Los animales

Laika, Buck y Jack presienten que estaremos varias semanas sin vernos.
Mi abuela Atlántida nunca lograba convencer a mi abuelo Aurelio de que fuera con nosotros a San Juan de los Yeras. El viaje era de apenas 40 minutos, desde el andén de nuestra casa hasta el andén de la casa de mi tía Titita (esa era la ventaja de pertenecer a una familia de ferroviarios que vivía en estaciones).
Mi abuelo tenía una excusa muy poderosa: los animales. Una perra (Laika), tres vacas (Blanquita, Mona, y Discordia) y tres terneros (casi siempre innominados). “Vamos, viejo, es solo una noche”, proponía mi abuela. “¿Y quién atiende a los animales, vieja?”, preguntaba mi abuelo.
Aunque al final acababa dándose por vencida, Atlántida nunca dejó de insistir una y otra vez. Cuando nos subíamos al tren de Mataguá, Aurelio le pedía que no se preocupara, que todo iba a estar bien. Aun así, por la ventanilla, ella le seguía dando instrucciones y recordándole cosas hasta que nos poníamos en marcha.
Diana y yo nos pasaremos varias semanas sin ir a la Loma. El viernes nos iremos de viaje y no volveremos hasta finales de septiembre. Aunque Alito cuida muy bien de Laika, Jack y Buck, me produce una rara angustia pasarme tanto tiempo sin verlos. “Cada vez te pareces más a tu abuelo”, se quejó mi Cucha.
El domingo en la tarde, cuando nos bajábamos del tren de Cumanayagua, mi abuela sacaba el queso y la mermelada de guayaba que mi tía Titita le mandaba a mi abuelo. “¡Los quesos de Maceda son los mejores de Cuba!”, decía Aurelio y, después de preguntar por sus nietos, ofrecía una excusa más.
“Menos mal que no fui…”, comenzaba diciendo siempre, antes de contar algo ocurrido durante el fin de semana con las vacas o la perra. “No podemos dejar a los animales solos, vieja, no podemos”, insistía. Ayer, cuando me despedí de nuestros tres perros, recordé a Aurelio.
“Los animales —le dije a mi Cucha—, el problema de los viajes son los animales”.