31 marzo 2018

Un pequeño campo de maíz

Hasta 1959, la mayoría los Yero vivíamos en el Paradero de Camarones. En casas contiguas, en patios sin delimitar. Mi familia siempre fue pequeña, pero ahora es más pequeña que nunca. También era muy unida, pero acabó separada, distante. No fue culpa nuestra, sino de la dictadura que se interpuso entre nosotros y el futuro.
A principios de los años 60 empezaron las ausencias, primero, y las divisiones, después. En cada una de las mesas quedó al menos un puesto vacío y los patios fueron separados con alambres de púas. En algunos casos, las inquinas políticas pudieron más que el amor de abuelos, tíos e incluso hermanos.
De mi tío Aramís lo único que había visto era una postal que él le envío a mi madre desde Madrid. A pesar de que siempre fue un hombre de muy pocas palabras, el espacio no le alcanzó. Al dorso del estanque del Parque del Retiro, escribió todo cuánto quería y extrañaba a los suyos. Era 1970.
Nunca le pude poner rostro a Aramís, no hubo fotos suyas a mi alcance. Nos abrazamos por primera vez en 2005. Se parecía a su hermano Leopoldo, tenía gestos de mi abuelo Aurelio, conservaba el mal genio de mi tío abuelo Roberto, llevaba consigo la mirada noble de su madre, mi tía abuela María.
Ahora él y su hermano Orlando son todo lo que me queda del espacio donde vivían los Yero, que empezaba en el crucero de San Fernando, con la casa de Roberto, seguía por el bar Arelita, la casa de Aramís, la carnicería y la casa de Rao, la de Anebe y, por último, la de Chaco.
Hace unas semanas comí junto a Aramís y Orlando, en Miami. El comedor olía como olían los comedores de mi familia en el Paradero de Camarones. La comida sabía a lo que sabían aquellos sazones. Las conversaciones se repitieron, como si mis abuelos y todos mis tíos muertos también estuvieran con nosotros.
De ese viaje pude traer algo muy valioso: más de dos libras de semillas de maíz cubano. Para asegurarse de que podían germinar, Aramís enterró algunos granos en su jardín. Esa es la razón por la que crecen matas de maíz entre las gardenias de Miriam.   
Ahora en la Loma de Thoreau hay una punta de maíz. Nació después del largo aguacero del miércoles por la noche. Alguien dirá que no necesitamos ese pequeño campo, que en Santo Domingo venden tamales cubanos y que con el maíz de aquí también se pueden hacer frituras o majarete.
No es el maizal, sino lo que representa. Gracias a esas matas seguiré siendo parte de los Yero, participaré de sus costumbres, me uniré a sus rituales. Si todo sale bien, en seis meses podremos cosecharlo. Mientras, disfrutaré de la música que tocarán sus hojas cada vez que llegue hasta ellas el viento de la Loma.
No es un pequeño campo de maíz, es un acto de resistencia.

28 marzo 2018

El último tren a Cumanayagua

Mi casa, la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, estaba dentro de un triángulo. Era del ramal Cumanayagua, una línea que fue trazada a principios del siglo XX para que los ingenios de Cruces llegaran con sus trenes de caña al pie de las montañas del Escambray.
Aunque la estación de Cumanayagua estaba en el kilómetro 27.2, el ramal se extendía 6 kilómetros más, hasta los chuchos de Mina Carlota, Carbó, Rosaura, Josefina 1 y Josefina 2. En Google Earth aún puede apreciarse un segundo puente sobre el río Arimao y el surco sobre la tierra hasta el kilómetro 33.3.
Durante décadas circularon por él dos trenes de viajeros que también ofrecían servicios en los ramales que llegaban hasta Santo Domingo y Mataguá. Uno iba con coche motor y el otro con locomotora; este último era mixto, es decir, de pasajeros y de carga.
El coche motor desapareció del Itinerario cuando fue cerrado el ramal Mataguá, a finales de los años 70. El mixto permaneció hasta principios de los 90. Lo llegué a conocer con una locomotora Pata de Palo (MAX 850 D). Cuando esas máquinas alemanas fueron descontinuadas, le asignaron una GM 900.
Lo recuerdo, sobre todo, con la 50908 y la 50914. No las olvido porque sus números terminaban en los años de nacimiento de mis abuelos y eso era algo que Aurelio y Atlántida comentaban a menudo. La entrada y la salida del mixto por ese ramal era, más que un medio de comunicación, un suceso sociocultural.
Durante años ese tren fue la única manera de llegar a irse de Cabrera, Malezas, Caraballoso, Ojo de Agua, Manguito, Breñas y el Guajiro, pequeñas comunidades que nunca fueron alcanzadas por carreteras y se quedaron dependiendo del ferrocarril.
En Trenes de Cuba, un grupo de Facebook donde dialogo a diario con ferroviarios cubanos que viven en el exilio, conocí a Juan Carlos Portales. Él fue el despachador que le autorizó la vía al último tren a Cumanayagua. Reproduzco aquí su testimonio:

Conmigo en la mesa 5 cerró para siempre el ramal Cumanayagua. Aquel día el tren navegó contra la corriente y mantuvo la hora. Tuvo cruces en Candelaria, Palmira y Cherepa con los trenes de Santa Clara, Aguada y no recuerdo si Santo Domingo.
De Cherepa salió con doble vía a Camarones y luego a Cumanayagua. Prácticamente pasó por el andén. Jamás recibí la llegada. Entregué el turno a las 12 y cuando regresé a las 6 de la tarde era una raya azul laaaaarga en el gráfico.
¡La 50902 se había enterrado hasta el pasillo en el crucero de Malezas! Alfredo Rdoriguez era el Maquinista. Se descarrilaron en el crucero de malezas. La locomotora se enterró de tal manera que no podían halarla. La grúa del Auxilio Mayor no podía entrar al Ramal. Trataron de halarla con una TGM 4 y luego con dos. No se movió. Hubo que entrar con una TEM 2.
Eso debió ser en 1996…

Unas semanas después del descarrilamiento, comenzaron a desmantelar la línea. En 1999, yo trabajaba en Casa de las Américas y viajé a Cienfuegos junto a Lenay Blasón para entrevistar al poeta y repentista Luis Gómez. Al final de la larga conversación le puse un pie forzado: “en el puente del Guajiro”.
Luis acabó con el vaso de ron que tenía delante, cerró los ojos y se llevó un puño cerrado hasta la frente:

Ya le arrancaron la vía
a nuestro pueblo adorado
que era el transporte atrasado
que en otro tiempo tenía.
Sufre la melancolía
que muchos ojos no ven.
Y mi pueblo en su vaivén
que tanto quiero y admiro,
en el puente del Guajiro
está esperando el tren.

Con esa décima acaba mi libro ¿Por qué decimos adiós cuando pasan los trenes? (Capital Book, 2012). Siempre he pensado que, gracias a esas líneas, el ramal Cumanayagua aún sigue vivo.

27 marzo 2018

Una absurda mañana

—¡Santa Clara! ¡Santa Clara! ¡Santa Clara! —dijo alguien al teléfono.
—Sí, dígame —respondió mi primo Alahím Yero, que esa mañana era el despachador de la Mesa 2.
—Le hablo desde la estación de Cumbre —dijo el que había llamado, aún más nervioso— ¿Qué pasó en Placetas que siento una pitería de trenes del carajo?
Alahím ni siquiera le preguntó el nombre. Colgó y le dio un timbrazo por el control a Placetas. El operador no respondió. Eso le pareció muy raro, porque Ricardo Rodríguez siempre estaba atento, pegado al radio. Era un ferroviario de la vieja escuela.
—Yero, llámame por vía 500 —dijo por fin, después del tercer timbrazo—. ¡Aquí se acabó el mundo!
El tren 5701, que circulaba con dos locomotoras M62, la 61602 y la 61607, y tanques de combustible entre Cienfuegos y la refinería de Cabaiguán, debía cruzarse en Placetas con el 3402, un tren de cereal que volvía con silos vacíos de Camagüey. Justo a las 06:15 se produjo la colisión.
El tiempo se detuvo para Alahím en ese momento y los segundos le duraban como si fueran horas. Todavía tenía las manos en la cabeza cuando Diosdado De la Paz, el jefe de Despachadores, abrió la puerta de su cabina: “Dame el libro y levántate de la mesa”, —le dijo siguiendo el protocolo establecido.
Pronto se supo la razón del accidente. Los tripulantes del 5701 se habían quedado dormidos. La locomotora del 3402, la 52621 (una TE 114), quedó totalmente destruida; para reconstruir la 61602, insignia de los Ferrocarriles de Cuba, se usaron pedazos de las dos máquinas del 5701. Por eso algunos afirman que la que se exhibe en el Museo del Cristina no es la que "condujo" Fidel Castro.
A uno de los tripulantes hubo que hacerle una amputarle un pie para poder sacarlo del amasijo de hierros. Siempre que esos trenes se cruzaban en la Línea Central, ambas tripulaciones sacaban el cuerpo para saludarse. Todos eran cienfuegueros.
—Dan ganas de llorar, Camilito, dan ganas de llorar —dice Alahím mientras trata de que evitar que le vengan más recuerdos de aquella absurda mañana.

Unas lajas que sobraron cuando hicimos la escalera

El camino que pasa sobre la cañada
y alcanza la luz de la tarde
es ahora
uno de tus lugares preferidos.
Sabes que a través de él
puedes regresar
al punto de partida
y eso
es quizás
lo que más disfrutas.
Cuando llegas a la cabaña
(después de pasar
por el jardín
que hemos traído
del vivero de Leocadia)
vuelves a encontrarte
contigo misma.

Unas lajas que sobraron
cuando hicimos
la escalera 
que baja al patio,
te devuelven
lo que te habían quitado,
lo que te faltaba.

Vacío por dentro

© Ilustración de Alen Lauzán.
Cuando Fidel Castro empujó a un grupo de jóvenes a asaltar el cuartel Moncada, en 1953, sabía que las posibilidades de una victoria eran remotas. Quizás esa fue la razón por la que su vehículo acabó extraviándose en Santiago de Cuba, una ciudad que él conocía como la palma de su mano.
El día que lo atraparon huyendo, negó tener la máxima responsabilidad en la acción y —sobre todo— en la derrota. José Martí es el autor intelectual, dijo. A pesar de todas las muertes que provocó en ambos bandos aquel incidente, fue beneficiado con una amnistía pocos meses después.
Gracias a ese gesto humanitario de Fulgencio Batista, pudo marcharse al exilio y regresar por mar para atrincherarse en la Sierra Maestra. No volvió a bajar de las montañas hasta que Batista abandonó el país. La entrega (o la venta, para ser más precisos) de un tren militar a los rebeldes fue decisiva en el desenlace.
El 1 de enero de 1959, en su discurso triunfal en Santiago de Cuba, no mencionó a Martí. Tampoco lo hizo el 4 en Camagüey (hasta donde se conserva la grabación) ni el 6 en Santa Clara. Durante todas esas alocuciones se celebra y se canta a sí mismo. El 8 de enero, en Columbia, Martí también pasa por alto.
El 15 de enero, en el Club Rotario, lo menciona junto a Gómez y Maceo. Pero no es hasta el 23 de enero, en la Universidad Central de Caracas, Venezuela, que lo cita por primera vez: “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”, dijo antes de seguir hablando de sus propias hazañas.
La derrota fue de Martí, la victoria suya. En los 59 años siguientes, las cosas seguirían siendo de esa manera. El Apóstol estaría ahí para justificar lo injustificable y para defender lo indefendible. Representado en yeso de la cabeza a los hombros, fue llevado a todos los rincones del país para que la dictadura tergiversara cada palabra suya en su provecho.
El Instituto de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) acaba de censurar Quiero hacer una película (Yimit Ramírez, 2018) en su nombre: “Como parte de nuestra política cultural y de nuestro compromiso con la sociedad, el ICAIC rechaza cualquier expresión de irrespeto a los símbolos patrios y a las principales figuras de nuestra historia”.
Dedicó su vida a una Cuba con todos y para el bien de todos, pero acabó convirtiéndose en el autor intelectual de una dictadura que abolió los derechos fundamentales de sus compatriotas y arruinó a la nación. Representado en yeso de la cabeza a los hombros, vacío por dentro, Martí sigue cargando con la responsabilidad de cada oprobio.

23 marzo 2018

Un tranvía llamado Lisboa

Nunca me he subido a un tranvía. Es más, jamás he visto uno en persona. Sin embargo, tengo un raro sentimiento de pérdida acerca de ellos. Eso se debe a tres escenarios: una calle de Cienfuegos, un viaducto inconcluso en las afueras de mi pueblo y una poceta donde me bañaba de niño.
En la intersección de las calles Santa Cruz y DeClouet aún sobrevive un cambiavía. Era de la Cienfuegos, Palmira and Cruces Electric Railway and Power Company. Empotrados en los adoquines, los rieles avanzan en dos direcciones hasta que el asfalto se los traga.
Entre 1913 y 1954, los cienfuegueros disfrutaron de uno de los mejores servicios de transporte urbano que ha tenido Cuba. 12 vagones, fabricados por J. G. Brill en Filadelfia, y 15, fabricados de St. Louis Car en Saint Louis, los llevaron por Reina, Punta Gorda, La Juanita, Pueblo Nuevo y Caonao.
El servicio alcanzó a llegar al central Hormiguero y la intención era extenderlo a Cruces y Cumanayagua. Esa es la razón por la que en las afueras de mi pueblo hay un viaducto inconcluso y una excavación que acabó llenándose con el agua de un arroyo. Le que llamábamos El Tranvía y era nuestro balneario.
Alejandro Aguilar y Marianela Boán me trajeron un pequeño tranvía de su reciente viaje a Portugal. Lo he puesto sobre uno de los pedazos del andén de Camarones que me traje para Santo Domingo. En ese vagón amarillo volveré a mis escenarios perdidos.
He conseguido un mapa. Al menos en el viaje de ida no tendré pérdida.


De vuelta a casa

La semana pasada andábamos por las rutas americanas. A Diana y a mí nos encanta aterrizar en Miami y reencontrarnos con los sabores que perdimos en Cuba. Por eso siempre pasamos por Pinocho Bakery, un lugar donde aparece todo lo que hacían en la dulcería de Manicaragua (¡la mejor de mi infancia!).
Otra cosa que siempre hacemos es atravesar los campos de palmeras de Homestead. Un desayuno en Cracker Barrel es la mejor manera de empezar el largo camino de los cayos. En esos recorridos junto a mis tíos Aramís y Miriam, siempre me viene a la cabeza esa Cuba imposible que ya no alcanzaré a conocer.
Volvimos a Santo Domingo en el último vuelo. Le pasamos por encima a las luces de Puerto Plata, Santiago y los interminables alrededores del Distrito Nacional. En Punta Caucedo el olor del Caribe nos dio la bienvenida. Cuando abrimos la puerta de la terraza, Diana extendió los brazos. “¡De vuelta a casa!”, dijo.
Alejandro Aguilar y Marianela Boán acaban de volver de Portugal, donde se presentó Defilló, la obra más reciente de la Compañía Nacional de Danza Contemporánea. Llegaron maravillados del viaje. Aunque acababan de bajarse del avión, estuvimos hablando hasta pasadas las doce.
Nos contaron todo lo que hicieron y probaron, nos dieron un recorrido por las noches de Lisboa y nos llevaron hasta un bar increíble donde solo ofrecían los mejores vinos y destilados muy selectos. “Fue muy emocionante encontrarnos allí con una botella de Brugal Extra Viejo”, aseguró Alejandro.
Cuando ya nos íbamos a despedir, Marianela fue hasta la terraza, extendió los brazos y recorrió la noche de Santo Domingo con la vista. Hicimos un último brindis con el del estribo. Los acompañamos hasta la puerta, cerramos todo y apagamos la luz. Ya los cuatro estamos de vuelta en casa.

17 marzo 2018

Cuba efímera

Viajamos a Miami para pasarnos unos días con Miriam y Aramís, nuestros queridos tíos. Aramís es hijo de una hermana de mi abuelo Aurelio. Muchas veces, en las alegrías y las tristezas de la sobremesa, oí su nombre y sus historias. Cuando por fin pude conocerlo, más de 30 años después, recuperé un fragmento perdido de mi vida.
Diana, que se fue de Cuba con 5 años y se ha pasado toda su vida armando los pedazos rotos de su propia familia, quiere a Aramís y a Miriam tanto o más que yo. Por eso nos ponemos tan felices cuando estamos con ellos y compartimos los olores, los sabores y el calor de su casa en la calle 5 del North West.
Esta vez, Diana tuvo que viajar a Centroamérica por razones de trabajo. Seguí sus vuelos por FlightAware. Desde que la dejé en al aeropuerto, abrí la aplicación y me mantuve pendiente de ella, paso a paso. En el viaje de ida, el avión bordeó el cabo San Antonio y se internó en el continente por la península de Yucatán.
En el viaje de vuelta, en cambio, atravesó el espacio aéreo de Cuba. Entró por Batabanó y salió justo sobre La Habana. “Ya solo me quedan 30 minutos de vuelo”, me escribió en ese momento por WhatsApp. “Estás pasando sobre Cuba”, le advertí. “Aaaahhh”, me respondió.
Viajamos a Miami para pasarnos unos días con Miriam y Aramís, es decir, para volver a lo que más extrañamos del país donde nacimos. Diana, además, lo sobrevoló. Lo esencial lo servimos a la mesa, en forma de rabo encendido, o nos lo bebimos, a las rocas y hasta puro (en el caso de Aramís).
Lo más efímero de Cuba quedó abajo, como un mapa, como algo inasible, dado por perdido, definitivamente ajeno.

09 marzo 2018

Salvador Lemis: “En un mundo sin libertad uno está obligado a mentir”

Salvador Lemis y Eloy Ganuza fueron las primeras personas que conocí cuando llegué a la Escuela de Arte de Cubanacán. Ambos acabaron siendo decisivos para mí. Gracias a sus conversaciones y a los libros que pusieron en mis manos, me despedí del Camilo que había sido hasta ese momento y empecé a ser otro muy diferente.
Con Salvador tengo otra deuda impagable: me hizo saber que mi mundo estaba en las palabras antes de que yo hubiera escrito el primer poema o el primer cuento. Recuerdo que le mostré mi fundamentación para el montaje de un cuento de Sherwood Anderson. “Eres escritor —me dijo—, aunque todavía no lo sepas”.  
Cuando decidí hacer mi tésis en un complejo niquelífero de Moa, le pedí a Salvador que me escribiera una obra. En mi oreja creció un arbolito fue mi primera puesta en escena. Fue actuada por hijos de mineros y representada sobre un páramo infértil de tierra roja y aguas envenenadas.
Enseñarle el surrealismo a una comunidad que vivía aplastada por la realidad, es una de las cosas que más he disfrutado en mi vida. Fue una osadía. No lo hubiera podido lograr sin todo lo que aprendí de Salvador Lemis desde el día en que nos conocimos y me preguntó si ya había visto la película Fiztcarraldo.
Me gradué con altos honores, pero consciente de que esa nota no era solo mía. Los niños que actuaron y Salvador fueron determinantes.

Te conocí en Cubanacán, en la Cuba de los años 80. Siempre tuve la impresión de que eras indiferente a la realidad del país e inmune a la mediocridad que la misma imponía. ¿Cómo lograbas vivir en tu propio mundo y, de paso, sobrevivir en el que nos tocaba a todos?
Conocerte en Cubanacán en esa época ya pretérita e idealizada fue para mí un motivo de gracia divina, porque eras alguien lleno de vida, de inocencia y de belleza espiritual absolutas. Te habías escapado de algún friso griego.
Fíjate que desde niño estuve en una especie de burbuja rara donde era muy feliz. Estaba acomplejado porque era muy delgado y muy blanco, rubio, de modo que quería ser mulato o cuando menos bronceadito. Me aislaba en los libros.
Una anciana me prestaba seis libros diarios que debía leer de un día para otro y devolverlos para, en una jaba o bolsa, recibir en préstamo otros seis. Y los devoraba. Mi abuela materna, Iluminada Romero, me decía que me iba a quedar ciego de tanta lectura.
Me sucedió luego algo curioso en un Plan de la Calle. Estaba dibujando un barco con una tiza sobre el pavimento y se me acercó un miliciano. Me preguntó si estaba pintando el yate Granma, aquel barco en el que Fidel Castro desembarcó por el Oriente de Cuba para derrocar al gobierno de Fulgencio Batista.
Yo me asusté sin saber a qué se refería (tendría tres años de edad) y afirmé, dije que sí, que ese barco era el que él decía. A partir de ahí, en mi mente privilegiada de infante, supe que estaba perdido. Que debía mentir, que en un mundo sin libertad uno está obligado a mentir.
Esta anécdota puede parecerte forzada o quizá reinventada, pero fue cierta. Eso me marcó para siempre. Y entonces y sólo entonces, supe que debía sobrevivir a toda costa. Si observas mis cuadernos llenos de dibujos de mi infancia (primaria o antes) están llenos de muertos y cruces.
Era lo que veía en la revista Bohemia: fotos catastróficas de los fusilamientos implantados por los hermanos Castro (quienes siguen aún en poder, con una familia funesta que se reparte la isla completa: desde el dominio y control de la sexualidad, hasta la caña, el café, el ron, el turismo, la ganadería, las tierras, el jet set, la pesca, el comercio exterior, el baseball y cuanto signifique ganancia para hijos, hijas y nietos).   
Viví gracias a pintar, leer, ver cine, amar en verdad y escribir mucho, a mi aislamiento de la horda salvaje politicastra.

Una vez el dramaturgo cubano Freddy Artiles dijo que tus obras estaban hechas para ser representadas en las nubes. Ésa es la razón por la que le pusiste Teatro en las Nubes al primer grupo que fundaste al graduarte del ISA. Más allá de ese delicioso sarcasmo, ¿has logrado hacer teatro en las nubes?
Si no hago teatro plantado en las nubes, no lograría ser feliz o vivir. La realidad es demasiado pedestre, estéril y con avalanchas de fealdad o mal gusto como para ser habitada. Artiles lo dijo porque estaba amargado, se le veía. Y porque en el Primer Encuentro de Dramaturgos, Camagüey, año 1983 u 84, mi obra Galápago le ganó a una suya que se llamaba El Esquema.  Gracioso, ¿no?
Así que con Rolando Tarajano, mi ex amigo, hoy amargado también, fundamos Teatro en las Nubes. También este nombre hacía alusión a que lo fundamos en el último piso del Someillán, donde él vivía con Cristy Domínguez, Niurka Noya y Lemis Tarajano Mancha.
Estábamos lejos de la recholatera cubana, rusa y militar. Literalmente cerca del cielo. Ahí hicimos Asno-asna, Un Teatro llamado Deseo, Tres Tazas de Trigo, Las Culpables y otras obras mías. Hasta el día de hoy sigo haciendo teatro ahogado por las nubes y con polvo de astros.
La gente ve una y otra vez mis montajes porque causan cierta adicción ensoñadora. Parece cine. Tengo la escuela de la imagen de Flora Lauten, quien fuera mi pareja sentimental durante un tiempo y con quien fundé Teatro Buendía. A ella, a Raquel Carrió Ibietatorremendía, Gloria María Martínez, Guadalupe Álvarez Pomares, Francisco López Sacha, Segundo Planes, Aldo Martínez-Malo, Dulce María Loynaz, Alberto Lauro Pino Escalante y Armando Suárez del Villar, entre otros más, debo mi profesionalización de la mirada artística. 

¿Piensas en la vida y en el teatro que hubieras hecho en Cuba de haberte quedado? Cuando atraviesas por uno de los inevitables malos momentos que le tocan a todo exiliado, ¿te has arrepentido de haber dejado a tu país? ¿De qué te ha servido mirar a tu cultura y a los tuyos desde afuera?
Nunca pienso lo que pude haber dejado de hacer en la Isla de Cuba. No soy sentimental con nada de eso. Nunca sentí que las fronteras existieran. Islas y continentes forman parte de la misma bolita azul y verde. Quemé las naves en México, como buen descendiente criollo de españoles…
Jamás me he arrepentido de haber dejado Cuba y todo eso atrás. Nunca he sentido nostalgia por Guanahaní o Juana… Odié demasiado un régimen que me mataba de miedo y de hambre como para extrañarlo. En eso soy implacable. Sólo extrañaba a mi abuela y tías. A mi madre y hermanos los salvé de ese infierno.
Mirar desde afuera “aquello” me ha servido para detestar cualquier manifestación de cadenas, grilletes, politiquería, aplausos, discursos o cualquier mierda humana relacionada con la obligación a tomar partido o con la fabricación de máscaras hipócritas para defender o aplaudir lo que se desconoce de antemano.
Recuerdo a Madame Yourcenar cuando decía: “Porque a la larga, la máscara se transforma en rostro”. Y yo no quiero una cara de yeso como la de muchos dirigentes o teatristas que siguen metiendo la cabeza en la arena de los días. En mi teatro o en mi poesía o en mis pinturas expreso lo que me da la gana, sin modas ni auto-traiciones.

Nunca he olvidado las lecciones que me diste, siempre he creído que escribo, entre otras cosas, porque tú me enseñaste las enormes posibilidades que me ofrecían las palabras. ¿Quién provocó eso en ti? ¿Qué lecciones, qué autores y qué obras te han seguido acompañando a lo largo de tu vida?
Tú me enseñaste tanto, que ni cuenta te diste. Éramos muy jóvenes. Recuerdo tu primera publicación en El Caimán Barbudo como si fuera hoy (eran como tres poemas que leí emocionado), recuerdo tu Galápago lemisiano con Jorge Luis Miranda y otros… recuerdo las visitas a La Víbora, recuerdo nuestra amistad con Josué Sureda Valdespino, con Eloy Ganuza, con Osbel… No he borrado nada.
Los que provocaron en mí esa pasión malsana de optar por la Belleza y la Armonía fueron: 
Las personitas que disfruté y amé en Cubanacán.
El gran Meaulnes, de Alain Fournier.
Memorias de Adriano, de Yourcenar.
Los muñequitos de Walt Disney. 
Las puertas del Paraíso, de Jerzy Andrzejewski. (Regalo de graduación de Gloria María Martínez con traducción de Sergio Pitol, con quien trabajé más tarde en la Universidad Veracruzana).
El vino del estío y el cuento El marciano, de Ray Bradbury.
El cine de Carlos Saura. (Con quien tomé clases muchos años más tarde en Madrid… tras hacerme amigo de Geraldine Chaplin).
Poemas de Rimbaud, María Elena Walsh, Kavafis y otros…
Canciones de Teresita Fernández, María Elena Walsh y Cricrí.
Y más y más y más…

Descríbeme al Salvador Lemis actual, ¿qué piensas de él?
¡Vaya, haces cada pregunta, chico!
Sigo siendo soñador, enamorado de la Belleza en todo sentido, lector voraz y cinéfilo, escribo cada vez más rápido y limpio, amoroso, aún inocente (aunque te parezca un eufemismo), buen ser humano, saludable y juvenil, con una filosofía y una religión casi zen sin caer en fanatismo, buen académico, investigador a ultranza, exigente catedrático, perfeccionista, hedonista y humanista, rodeado de muñecos y caleidoscopios que compro por traumas y carencias de mi infancia, bebedor de vino, ron, ginebra, mezcal, coñac, calpis y todo eso sin ser beodo, buen amigo de muchas personas, atento y afectuoso, solitario y calenturiento, avasallador y humorista, reflexivo e idealista (aún)… Mejor director teatral. A menudo triste, pero siempre feliz y sonriente… ¡Y no sé qué más!  

08 marzo 2018

La ruina insignia

La industria azucarera y el ferrocarril fueron fundamentales para la economía y la cultura de Cuba. La zafra era el almanaque y el reloj del país. Por eso se le llamaba “tiempo muerto” a esa época del año en que los trenes dejaban de ir a buscar caña y los ingenios apagaban sus calderas.
En un son, Compay Primo llegó a dialogar con una máquina de vapor: “Pum pú cha chá,/ pum pú cha chá,/ ¿Locomotora dónde tú vas?/ Yo voy a Cuatro Caminos,/ Songo La Maya y viro pa' tras./ ¡Guao, guao, guao, guao!/ Pico y pala, pico y pala, compañero,/ pico y pala, pico y pala, soy central”.
En otro son, Compay Segundo encuentra el ritmo en un itinerario, el cual reitera a lo largo de la pieza, estación tras estación: “De Alto Cedro voy para Marcané,/ llego a Cueto y voy para Mayarí”. El tres, el más cubano de todos los instrumentos musicales, avanza por la melodía como una locomotora.
El ferrocarril también ha sido clave en la historia cubana. Durante la lucha contra Batista, Ernesto Guevara sobornó a los oficiales de un tren militar para que lo entregaran en Santa Clara. Como parte dsel simulacro, se subió él mismo a un buldócer y destruyó las vías. Esa acción fue decisiva en la derrota del dictador.
En 1975, para reafirmar su simbología como líder supremo, Fidel Castro se subió a una locomotora y aparentó conducirla sobre un nuevo tramo del ferrocarril central. La verdad es que máquina se apagó y tuvo que ser remolcada, subrepticiamente, por un coche-motor que llevaba enganchado en la cola.
Aun así, asieron una placa conmemorativa a la 61602 y la convirtieron en la Locomotora Insignia. A principios de este siglo, cuando dejó de operar, fue remolcada hasta el Museo de los Ferrocarriles de Cuba. Allí permaneció reluciente hasta que las ruinas del país le dieron alcance.
Primero fue la falta de recursos para mantener la infraestructura, luego los vecinos le robaron el techo al andén y finalmente tuvieron que cerrar el inmueble. Ahora es la ruina insignia. El vidrio del lado del maquinista está roto, da la impresión de que le lanzaron una pedrada.
La industria azucarera y el ferrocarril siguen definiendo la economía y la cultura de Cuba. A través de su estado actual se pueden calcular perfectamente las dimensiones del desastre.