26 marzo 2020

ENRIQUE DEL RISCO: “Cuba está tan jodida que necesita que nos desvelemos por ella”

A principios de los años 90 del siglo pasado, yo laboraba en la Editora Abril. Todas las publicaciones dedicadas a los jóvenes, adolescentes y niños cubanos habían sido reubicadas en las ruinas del edificio del Diario de La Marina, donde ya no funcionaban los ascensores, el aire acondicionado ni el complejo sistema de mensajería por conductos.
En un edificio contiguo, también en ruinas, había un comedor obrero en el que nos servían almuerzo. Siempre compartía la mesa con Alí (de Juventud Técnica), Armandito y Luis Felipe Calvo (de El Caimán Barbudo).  Un día Luis Felipe le consiguió un ticket a un amigo suyo y le hicimos un lugar en aquella tabla redonda.
Era Enrique del Risco. Así nos conocimos en persona. Lo leía y lo seguía (de manera análoga, como se hacía en aquella época) desde mucho antes. Hace poco estuvo de visita en Santo Domingo y, otra vez, nos reunimos alrededor de una tabla redonda (mucho mejor servida, debo reconocer). Esta entrevista puede verse como una continuidad de esas dos conversaciones.

Entrevistar a alguien que constantemente dice lo que piensa, es una tarde más difícil que aquella que se planteó Fidel cuando aseguró que “¡ahora sí vamos a construir el socialismo!”. A propósito de Fidel y de Cuba, ¿tienes algún modo de explicarle a las personas que acabas de conocer, de la manera más sencilla y sucinta, el país de donde vienes?
Depende. Si se trata de alguien que haya vivido bajo algún tipo de totalitarismo (y te recuerdo que en algún momento buena parte de la humanidad ha pasado por esa experiencia) no hay nada que explicarles. La comprensión es inmediata. Da igual que se trate de polacos, checos o tibetanos.
Todo eso se me hizo muy claro desde el día en que, siendo estudiante universitario, me tropecé con un libro de sátiras del polaco Slawomir Mrozek y descubrí que sus burlas sobre el régimen polaco, eran perfectamente traducibles a nuestro mundo a pesar de todas las diferencias culturales. 
Con los que no han pasado por esa experiencia, la explicación se vuelve casi imposible. ¿Cómo explicarles la total indefensión que tiene un súbdito del totalitarismo frente a un Estado que acomoda la ley a sus necesidades y ni aún así las cumple? El mejor ejemplo que se me ocurre es el de la esclavitud. Pero siempre haciendo ciertas salvedades. 
Porque a la esclavitud hay que reconocerle su franqueza. Con la esclavitud una persona es propiedad de otra que puede disponer de su vida del modo en que lo entienda. Esa “nueva esclavitud” del socialismo totalitario de que hablara Spencer en el libro que famosamente reseñara Martí, es más discreta en cuanto al poder del Estado sobre las personas. 
Ocurre con frecuencia, sobre todo en los que nacen bajo ese sistema, que la gente se sienta completamente libre… a condición de que sus intereses se correspondan punto por punto con la capacidad de movimiento que le ha asignado el Estado. Los sistemas totalitarios se basan en un discurso redentor de la especie humana (en el caso del comunismo) o de una comunidad específica (en el del fascismo) pero a la larga resultan tan degradantes para su condición humana como la esclavitud. 
Y por condición humana entiendo esa noción renacentista de que es aquella capaz de redefinir su esencia a cada paso, basada precisamente en su libertad. Mientras para un esclavista un ser humano puede ser reducido a mera herramienta, a mera propiedad, para un Estado totalitario los individuos son simples piezas de su mecanismo estatal. Piezas perfectamente sustituibles unas por otras. 
Si algo nos enseñó el proceso contra el general Arnaldo Ochoa, era que aun los héroes más admirados y condecorados por aquel sistema podían ser eliminados si el Estado lo consideraba necesario para dar una lección. Y sustituidos por el primero que se le ocurriera, como ocurrió con Leopoldo Cintra Frías, a quien a partir de entonces le atribuyeron todos los méritos de las batallas de la guerra de Angola que se pelearon bajo el mando de Ochoa. 

Vives en un lugar, New Jersey, y enseñas en la New York University, donde Cuba resulta tan ajena como Tombuctú. ¿Cómo te las arreglas para estar todo el día pensando, opinando y movilizando las ideas hacia tu país?
No hay que exagerar. Vivo en una zona de Nueva Jersey donde una de cada diez personas es de origen cubano. Digamos que es un ambiente saludable para ejercer la cubanía: ni tantos cubanos que te abrumen ni tan pocos como para que no tengas dónde escoger. Y en mi universidad no te creas que Cuba importa tan poco. 
No como sitio real, por supuesto, pero sí como idea. Cuba no es un país sino una imagen que cada cual asocia más o menos con lo que le dé la gana. Y, por esas extrañas vueltas que dan las circunvoluciones del cerebro académico, criticar el castrismo puede verse como una manera de apoyar a Trump. 
Pero lo cierto es que como todo el mundo sabe lo que pienso al respecto mi variante de pax cubana es que nadie me habla del tema cubano excepto los que tienen un interés genuino por enterarse de lo que pasa allá. (Afortunadamente me he quitado de encima esa especie molesta que te viene a explicar Cuba después de estar una semana por la isla).
Pero tu pregunta va por otro lado. ¿Por qué sigo empeñado en pensar en Cuba? Digamos que desde niño tuve una suerte vedada a buena parte de los cubanos: conocer Cuba. Mi padre es un biólogo, especialista en bosques y encima siempre ha sido muy aficionado a la historia. Así que nos mostró casi toda Cuba y encima nos hizo visitar casi cada museo que nos encontrábamos al paso. 
No es extraño que yo estudiara la Licenciatura de Historia y cuando tuve que escoger especialidad me especializara en historia de Cuba. Es decir: era lo que se dice un cubano profesional en el sentido burlón en que Borges decía que Lorca era un andaluz profesional. Pero sospecho que hay otras razones. Y las resume una frase de Martí que cito de memoria “uno puede renunciar a su patria, pero no a sus desdichas”. 
Una frase que yo entiendo así: si uno viene de un país más o menos estable, razonablemente feliz, termina desentendiéndose de este un poco, pensando que él solo se bastará para defenderse. En cambio, Cuba está tan jodida que necesita que nos desvelemos por ella. 
Porque de alguna forma la desdicha de Cuba nos persigue donde quiera que estemos. Ser cubanos es, lamentablemente, compartir esa degradación que trae consigo la “nueva esclavitud”. Cuando le dices a un taxista de dónde eres y este exclama entusiasta “Cuba, Castro”, sin quererlo te está asociando con ese modo de esclavitud con la que por lo visto debes de estar muy satisfecho. 
Hay quienes ante esa situación optan por el olvido. Yo, en cambio, soy un memorioso, así que no tengo otro remedio que recordarme de dónde vine y actuar en consecuencia.  

Todo lo que escribes, tanto en tus novelas, como en tus ensayos, artículos de opinión y post, da la impresión de que libras una batalla sin cuartel contra el olvido. ¿Cómo quisieras que te recordaran tu hijo y tu hija (esa que siempre deja la puerta de la calle abierta)? ¿Cómo quisieras que te recuerden los que recuerdan a Cuba?
Esa no es una pregunta que se le hace a alguien que está en la flor de la edad, la cincuentena, como decía aquel escritor radial de La tía Julia y el escribidor. Mis hijos quiero que me recuerden como un buen padre, obviamente. Como alguien que, dadas las circunstancias, hizo lo mejor que pudo. Para el resto me conformo con que me recuerden como alguien que intentó mantenerse despierto todo el tiempo, que rechazó los automatismos de su época, que luchó por no estar a la moda. A ninguna moda. Y eso sin perder el sentido del humor.

Como eres quien mejor lo puede hacer, te planteo el siguiente reto. Escribe una biografía de no más de 50 palabras sobre los siguientes personajes, siempre pensando en que están dirigidas a personas que no los conocen: José Martí, Fidel Castro, Guillermo Cabrera Infante, Paquito D’Rivera, Silvio Rodríguez y Miguel Díaz-Canel.
José Martí: el escritor mejor dotado de Cuba del que sin embargo nos debemos conformar con un picotillo de artículos, cartas, diarios y apenas un par de buenos poemarios que publicara en vida. El resto es devoción póstuma, pura curaduría. Pero por si fuera poco, fue el político más hábil y humano del país. Más una mezcla de Cristo, Buda y Juana de Arco. Demasiado para aquella pobre isla. 
Fidel Castro: el destructor de Cuba. El ser más voluntarioso y falto de escrúpulos que ha dado aquella isla. Ante la disyuntiva del bienestar de su país y el poder, siempre eligió el poder.
Guillermo Cabrera Infante: el Habanero Mayor nació en el pueblito oriental de Gibara y pasó la mayor parte de su vida en Londres. Gracias a él y a su verbo extraordinario, hemos podido conocer y hasta vivir una ciudad cuya realidad actual es más bien fantasmal.
Paquito D’Rivera: la grandeza, la simpatía y la cubanía hecha saxo, clarinete y memoria. Paquito es como una vitrola de la memoria. Siendo niño prodigio, tuvo la oportunidad de conocer de primera mano más generaciones de músicos cubanos que ningún otro. Siendo un músico prodigioso, al tiempo que ser simpatiquísimo con el que todo el mundo quiere tratar, conoce el mundo de la música como pocos. 
Silvio Rodríguez: entre ser voz crítica de su generación —vagamente cantada, poética— y convertirse en una especie de flautista de Hamelín de la izquierda latinoamericana, prefirió lo segundo. Y se entiende: es bastante más rentable. Lo que no se entiende es que se siguiera degradando tanto hasta hacer olvidar que alguna vez tuvo frente a sí esa disyuntiva. Por lo demás más allá de su talento creativo, con su tono plañidero y quejumbroso, consiguió convertir una de las músicas más alegres del mundo en algo melancólico y tristón.
Miguel Díaz-Canel: el más gris de la camada de dirigentes de laboratorio del castrismo. Gracias a eso pudo sobrevivir a todas las pruebas de docilidad que le hicieron a lo largo de su carrera. Los supuestos expertos en cubanología apostaban a que nos daría una sorpresa, pero, por lo que se ha podido observar hasta ahora, lo de él es el castrismo sin atributos, sin voluntad propia y sin carisma.

Eres un trabajador incansable, eso puede dar la idea equivocada de que, hasta el momento, has logrado realizar todos los proyectos que te has propuesto. ¿Qué idea no has logrado realizar aún, que proyecto creativo te sigue quitando el sueño?
Acabo de terminar Nuestra hambre en La Habana, que son mis particulares memorias del llamado Período Especial, aquella crisis espantosa que me tocó vivir en la primera mitad de los noventa (si no prosigo con la segunda mitad es porque me fui de Cuba en 1995). Es ese tipo de libros que uno tiene que sacarse del pecho si quiere seguir respirando, hablar de otras cosas.
Luego me queda terminar con la que llamo Trilogía Cubana del Hudson, un trío de novelas sobre la presencia de los cubanos en el área de Nueva York-Nueva Jersey en los últimos 200 años de la cual Turcos en la niebla, ya publicada, era la parte correspondiente al siglo XXI. 
Luego vendrá Los cimarrones de Greenwich Village que se corresponde al siglo XIX y de la que ya tengo una parte adelantada y la correspondiente a mediados del siglo XX en torno al mundo de los músicos y de la que no he escrito una palabra. 
Y tengo un viejo proyecto de novela en la que La Habana es una suerte de parque temático de la historia cubana, que siempre he querido escribir pero que a estas alturas no sé si tenga sentido. La realidad cubana se caricaturiza tanto a sí misma que cada vez resulta más difícil satirizarla, exagerarla.

24 marzo 2020

Gracias, Juan Padrón

Aunque Tocororo Macho y Jutía Dulce no aparecen en ningún mapa de mi país, son dos lugares esenciales de nuestra geografía. En ellos ocurren las aventuras de Elpidio Valdés. Gracias a ese personaje, mi generación tuvo al menos un superhéroe durante la infancia.
Juan Padrón, el padre del coronel Valdés, acaba de morir en La Habana. Además de crear personajes que permanecen, de la manera más entrañable, en nuestra memoria emotiva, Padroncito (como le llamaban sus colegas) acabó convirtiéndose en uno de los genios del cine cubano.
Dos largometrajes suyos, Elpidio Valdés (1979) y Vampiros en La Habana (1985), están entre las mejores películas cubanas de todos los tiempos. Si a ellas se le suma Elpidio Valdés contra dólar y cañón (1983), se tendrá a un realizador con una obra comparable a la de Tomás Gutiérrez Alea y Fernando Pérez.
Quienes me conocen bien, saben de mi fanatismo por Elpidio Valdés y de mis constantes citas a las películas y los cortos. Una de mis escenas preferidas es esa donde la novia de Elpidio trata de salvarlo a lo Indiana Jones. Pero le falla la puntería y el latigazo acaba dándoselo en la cabeza al coronel Valdés.
Siempre que Diana trata de ayudarme y algo sale mal, le repito el “¡Ñó, María Silvia, vieja!”. Cuando supe que había caído, me fui a YouTube y me puse a ver aventuras de Elpidio. Los que nos hicimos mambises, pillos, manigüeros e insurrectos por él, recordaremos siempre a Juan Padrón con la alegría de un niño.


  

¿Quién puede seguir siendo mi amigo?

Una de las mejores cosas que tiene Facebook es que deja una constancia que antes no quedaba, que te obliga a decir las cosas delante de todos. Con él no hay necesidad de chisme ni de eso que los cubanos llaman bola, son tus propias palabras las que dicen quién eres o en quién te has convertido.
Hace unos días, leyendo los "Diarios" de Henry David Thoreau, lamenté no haber tenido la disciplina que él tuvo él al anotar la naturaleza de todo a su alrededor día tras día. Pero entonces caí en cuenta de que, salvando tanta distancia, El Fogonero es mi diario.
Ahí están, de manera clara y transparente, los Camilo Venegas que he sido desde el 19 de agosto de 2006 (la fecha del primer post) hasta hoy. Siempre le he dicho a mi hija Ana Rosario que el día en que ya no esté, puede seguir buscándome ahí. Para bien, para mal y para normal (como canta Calamaro).
No digo revolución, ni siquiera gobierno cubano, digo dictadura. No soy un emigrado, soy exiliado. No siento vergüenza de que me llamen gusano, asumo esa palabra con cada vez más sentido de pertenencia y orgullo. Quien crea que puede seguir siendo mi amigo después de decir eso, que lo siga siendo. 
Quien deba borrarme por convicción o conveniencia, que también lo haga. Cada quien debe asumir la responsabilidad de lo que dice, porque eso es también lo que hace. Dejémonos ya de jueguitos a las escondidas y de hacer malabares con las palabras para quedar bien aquí, allá o acullá.
Todos estamos muy viejos para eso.

23 marzo 2020

Lombardía aplaude a los médicos esclavos

Muchos que conocieron y estuvieron cerca del joven Fidel Castro, dieron testimonios sobre su fascinación por Benito Mussolini. El sacerdote jesuita Armando Llorente, profesor, mentor y amigo de Fidel en el Colegio de Belén, confesó que su discípulo se sabía de memoria los discursos del Duce.
En Youtube se encuentran con facilidad videos dedicados a los actos y la gestualidad de Mussolini. Tanto parecido con los actos y la gestualidad de Fidel no puede ser coincidencia. Esa podría ser una de las explicaciones de la incontrolable veneración de la izquierda italiana por la dictadura cubana.
En los años 90 del siglo pasado, conocí a muchos italianos que viajaban a Cuba a llevar ómnibus viejos, espaguetis, jabones y hasta papel para imprimir los órganos oficiales del régimen. La mayoría de ellos, todo sea dicho, volvía a su país con una mulata debajo del brazo. Ninguno la prefería rubia.
El sábado pasado, una brigada de 52 médicos y enfermeros cubanos arribó a Italia, donde ya han muerto 5.476 personas a causa de la pandemia de CORVID-19. Se bajaron del avión con un equipamiento impensable en la Cuba de hoy. Las mochilas que llevaban en sus espaldas cada uno de ellos, podrían contener más medicamentos que una farmacia de La Habana.
Los lombardos recibieron con aplausos a los profesionales de la salud que Cuba les enviaba. La imagen apareció en las redes sociales con el hashtag #CubaSalva. El buenismo global y los admiradores de la dictadura castrista de inmediato compartieron de inmediato, poseídos por una crisis de entusiasmo.
Por décadas, el régimen ha usado a los médicos como punta de lanza de su maquinaria propagandística y como mano de obra esclava. Toman a sus familias como rehenes (si desertan, son condenados a vivir hasta 8 años sin volver a ver a sus hijos) y del dinero que los países pagan por ellos, llega a sus manos lo mínimo para subsistir.
A Fidel Castro le hubiera encantado ver el aplauso que Lombardía le dio a los médicos esclavos de su dictadura. Después de llevarse la mano a la barbilla y de hacer un sinnúmero de muecas con la boca, habría dicho alguna frase memorable. 
Una de las tantas que se aprendió de memoria cuando el sacerdote jesuita Armando Llorente era su profesor, mentor y amigo. 

22 marzo 2020

Castellanos, el barbero de mi infancia

—¡A la malanguita! —Le indicaba mi abuelo a Castellanos, el barbero del Paradero de Camarones. Después de subirme en una tabla (que él fijaba sobre los brazos del sillón) y de envolverme en un enorme paño blanco, la emprendía contra mi cabeza, maquinita en mano.
Aunque entonces lo odiaba, ahora recuerdo con nostalgia aquella escena. Era un pequeño local de madera lleno de espejos y tomado por los olores del talco, la colonia, el jabón de calabaza y el mentol de la crema de afeitar, que era tan fuerte como el Vick Vaporub.
Castellanos era de San Fernando de Camarones. Llegaba a mi pueblo en la primera guagua y se iba en la última. Él, mi abuelo y Chena, era los tres últimos Odd Fellows que quedaban en la zona. Así que, además de ir a pelarse, Aurelio aprovechaba el viaje a la barbería para hablar de la hermandad.
Mientras derribaba la mota que con tanto esmero y paciencia yo amoldaba, Castellanos ponía a mi abuelo al tanto de las defunciones, derrumbes y tragedias acaecidas durante las últimas semanas en el vecino pueblo, donde mi familia vivió durante casi toda la década de los 50.
—Yero —decía Castellanos con cara de funerario—, San Fernando es un pueblo muerto.
Leyendo el tomo 8 de La enciclopedia de Cuba, dedicado a los municipios de Las Villas, Camagüey y Oriente, descubrí que José Francisco Castellanos y Peláez, el padre del barbero de mi infancia, fundó (en 1911) El Guano, el único periódico que existió en la zona.
Eso explica la habilidad que él tenía para hilvanar historias y para convertir el más insignificante hecho en una inspiraba crónica. Cuando mi abuelo murió, Castellanos fue a mi casa vestido de traje (algo absolutamente anacrónico en la Cuba de 1987) a darle el pésame a mi abuela.
También le hizo entrega de un sobre con 2,000 pesos (una suma considerable en aquel tiempo) de parte de los Odd Fellows. Mientras cumplía con todo aquel ritual, no apartaba los ojos de mi cabeza. Entonces yo estudiaba en la Escuela Nacional de Arte y llevaba el pelo por los hombros.
Fue la última vez que lo vi. Demoró muchísimo en beberse una pequeña taza de café. Entre sorbo y sorbo, contaba defunciones, derrumbes, tragedias… Nos dio un abrazo a todos y, con cara de funerario, se despidió. Ya había avanzado unos pasos por el andén cuando se devolvió. 
—Estoy retirado —me dijo en tono confidencial—, pero si vas a mi casa te quito todo ese pelo de encima.
Le respondí con una amable sonrisa, mientras me pasaba la mano por la nuca. Recordé en ese momento el ardor de aquella colonia que él me ponía, justo después de pasarme la afiladísima navaja.

17 marzo 2020

La casa del Manifiesto de Montecristi

Enrique del Risco convidó en Facebook a un proyecto conjunto, donde reseñáramos con una foto y un texto alguna huella cubana en el lugar donde vivimos. Estando en suelo dominicano, me veo obligado a empezar mis contribuciones por una casa que conocí en los libros de textos de primaria y a la que he vuelto innumerables veces. 

Junto a Alejandro Aguilar en la casa de Manana y Máximo en Montecristi.
El 2 de septiembre de 1888, Máximo Gómez escribió en su diario: “Nuevas y gratas impresiones al pisar por tercera vez las playas de mi tierra natal”. Volvía a su país con la intención de dedicarse al cultivo del tabaco (con la ayuda de vegueros cubanos) y la ganadería. 
Venía de largos viajes y, para decirlo con sus propias palabras, de la “más espantosa miseria”. Además de anotar todo lo que hacía, el guerrero dejaba constancia de sus reflexiones: “Las grandes tiranías requieren grandes hérores”, afirmó. “Siguen los cubanos en su indeferentismo hacia mí”, confesó.
El general Ulises Heureaux le ofreció protección y el empresario Alejandro Grullón ayuda económica. Las cosechas fueron “mezquinas”. Los vegueros cubanos, también. El 11 de septiembre de 1892, cuando compartió con Martí, primero un café y después un ron, Gómez era un hombre desesperado.
“Martí viene a nombre de Cuba, anda predicando los dolores de la Patria, enseña sus cadenas, pide dinero”, anota. La casa, convertida hoy en un precario museo, parece la escenografía de una puesta en escena que no se repondrá más. Pero aún así es útil para imaginarse los personajes moviéndose dentro de ella.
Siempre que vamos a Montecristi (al pie del Morro, una majestuosa elevación en la costa, hay un hotel que nos gusta mucho), pasamos horas en la casa donde vivieron Manana y Máximo. He leído todo lo que ha caído en mis manos sobre los días que compartieron Gómez y Martí en aquel espacio.
Ahí adentro, mientras el Delegado invitaba al guerrero, “sin temor de negativa, a este nuevo trabajo, hoy que no tengo más remuneración que ofrecerle que el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombres”. Luces siempre ténues. Calor y mosquitos. Lo estricto.
Aún cuando se sentían vigilados, de seguro se sentaron en el portal y caminaron por los alrededores. Eso no está en ningún libro. Tampoco lo que hacían Manana, Panchito y las niñas entre ellos. La vida cotidiana de la casa del Manifiesto de Montecristi durante los días en que la historia pernoctó en ella. 
Cada vez que vuelvo a la escenografía, trato de imaginarme la puesta en escena.

12 marzo 2020

La Habana mata a otro cubano

Otro cubano murió aplastado por las ruinas de La Habana. Esta vez el derrumbe ocurrió en  la calle Inquisidor casi esquina Luz, en el barrio de Belén (para los que gustan de buscar significados en el azar). Tres personas, a las que lograron rescatar a tiempo, permanecen hospitalizadas.
Es probable que si Eduardo del Llano lee este post reaccione enfurecido. “En Nueva York también se derrumbó un edificio”, reclamó hace poco, con el tono y el rostro descompuestos. Eso sí, en la “capital del mundo” los inmuebles no se desploman con la frecuencia que lo hacen en la capital de los cubanos.
Como una Pompeya insepulta, que ha sido arrasada por 61 años de ineptitud y desidia, La Habana se ha convertido en una trampa mortal para sus habitantes. A finales de enero, hace poco más de un mes, un balcón de La Habana Vieja se desplomó y mató a tres niñas. 
Entonces el artista Luis Manuel Otero Alcántara salió a la calle con un casco de protección y una bandera. La policía política acabó apresándolo y desde entonces permanece encerrado. El juicio sumario que le celebrarían hace dos días, fue suspendido de repente y sin explicaciones. 
A raíz de este hecho, el oficialista Ernesto Rancaño escribió en Facebook que prefería “una Cuba sin Alcántara”. Yo, que siempre preferiré otra con todos y para el bien de todos, conviviría incluso con el excluyente Rancaño, cuya melcochosa obra siempre me ha parecido repugnante. 
Me olvidaba de Silvio Rodríguez, quien salta a defender lo indefendible cada vez que los oprobios de la dictadura se convierten en noticia. La ciudad se derrumba y él cantando… perdón, quise decir susurrando.

11 marzo 2020

Mi primera heroína

Muchas veces, ya de mayor, me he sorprendido tarareando su canción. Llega de pronto, desde los rincones más borrosos del inconsciente, y empieza a sonar en mi cabeza: “El Capitán Tormenta, al enemigo se enfrenta…”. No pocas veces eso me ha hecho regresar a la sala de Margot y Chano Monzón.
Entonces en mi casa no había televisor. El viejo aparato Westinghouse de mis abuelos había sido fulminado por un rayo. Eso me obligó a ir todas las tardes a casa de Aymée, una de mis compañeras de aula, donde acababan de comprar un reluciente Krim 204 de fabricación soviética.
Como yo no era el único que iba a ver las Aventuras, tenía que llevar mi propio asiento: el banquito de ordeñar de mi abuelo. Con aquel pesado mueble, hecho con la madera de un viejo travesaño de jiquí, cruzaba la línea, el apartadero, el patio de Talín y la carretera de Cienfuegos.
Desde el andén, mi abuela me vigilaba. “¡No te distraigas! —Me gritaba Atlántida—. ¡Mira para los dos lados!”. Su voz llegaba a mis vagamente. Porque dentro de mí se repetían una y otra vez las mismas estrofas: “Maneja con destreza/ su espada justiciera/ y quiere a sus amigos/ que vencerán a Mustafá”.
Desde entonces, siempre que oigo hablar de Chipre, pienso de inmediato en el rostro de Cristina Obín, mi primera heroína. Su belleza atormentaba al niño que fui y su valentía me ayudó a perder el miedo. Sobre todo cuando volvía del cine y la carreterita de la estación se convertía en la boca de un lobo.
Salía de casa de Margot y Chano Monzón con un cuje de guásima, batiéndome a las espadas con los soldados de Mustafá, que eran todas las matas del camino. Un día tropecé con el contén de casa de Merceditas y me destrocé las rodillas. No lloré, no me podía permitir eso delante del Capitán Tormenta.

10 marzo 2020

Luis Manuel Otero Alcántara, la bandera de los vencidos

En Cuba está todo listo para juzgar, en una puesta en escena burda y previsible, al artista Luis Manuel Otero Alcántara. Su caso se suma a una larga lista de censuras perpetradas por el régimen desde su primera prohibición (cometida en 1961 contra el documental PM) hasta hoy.
Desde ayer, las ciberclarias (los voceros de la dictadura en las redes sociales) arreciaron sus ataques a la reputación de Luis Manuel. Se trata de un proceder típico de Fidel Castro, quien siempre prefirió cuestionar la moral de sus adversarios antes que tener que responder con argumentos.
Todos los cubanos que se han opuesto a la dictadura en cualquier momento de sus 61 años de existencia, han sido víctimas de una reacción desproporcionada, humillante y, sobre todo, cobarde. Mis suegros, Jorge Sarlabous y Elia Sosa, decidieron emigrar en 1967. Jorge era agrónomo, reconocido por su honestidad y laboriosidad.
Pero eso no lo eximió de tres años de trabajos forzados. Solo después de cumplir esa condena y sin derecho a despedirse de su familia, pudo abordar un avión. A mi esposa, entonces una niña de 5 años, le decomisaron sus juguetes en el aeropuerto. Su muñeca preferida le fue arrebatada de los brazos.
“Cuadra por barrio, barrio por pueblo”, tal como reza en una de las canciones que conforman su banda sonora, el estado totalitario sembró el miedo en el inconsciente colectivo. Desde entonces los cubanos permiten que él decida todo por ellos y se resignan a cargar con el peso de una oprobiosa vida cotidiana.
Luis Manuel Otero Alcántara eligió manifestarse contra esa imposición. Dijo lo que pensaba en sus obras (que estás hechas con símbolos patrios y su propio cuerpo) y le ha costado hasta el derecho a ser artista. Porque esa también es una potestad que la dictadura reclamó para sí. 
La suerte de Luis Manuel Otero Alcántara es hoy una cuestión de estado. Terrorismo de estado en un país aterrado. Allí, donde se acaban todas las garantías, la dignidad de Luis Manuel acabará de ser arriada, como se hace al final de las batallas con la bandera de los vencidos.

09 marzo 2020

ANTONIO JOSÉ PONTE: “Ante Fermín Gabor se abría un panorama de mierda”

Foto: © Juan Carlos Herrera.
En el verano de 2019, de paso por Madrid, por fin me reencontré con Antonio José Ponte. Hacía 20 años que no nos veíamos. Diana y yo queríamos invitarlo a un restaurante que nos gusta mucho. Pero él puso las condiciones: además de invitar (puesto que estábamos en su reino), elegía el sitio.
“Los espero en El Imparcial —me escribió por WhatsApp—, junto a Eufrates del Valle”. Cuando llegamos a la Calle del Duque Alba 4, estaba por terminar una copa de cava. Justo después de los abrazos y los besos, me dio la noticia de la publicación de La lengua suelta seguido del diccionario. 
Ponte y yo pedimos pulpo a la brasa, Diana prefirió un lenguado. Ellos compartieron una botella de albariño. Yo, unas cervezas que me ayudaran a lidiar con la ola de calor que azotaba a la península. Aunque la conversación rodó por diferentes caminos, Fermín Gabor fue siempre su eje.
La idea de esta entrevista surgió allí mismo y quedamos en hacerla cuando saliera el libro. Recuerdo el día que conocí a Ponte. Fue en La Gaveta, el habitáculo de Bladimir Zamora en La Habana Vieja. Tocó para dejar un libro, saludó y se fue. “Ese es el escritor más importante de tu generación”, me dijo Bladi.
Yo también lo creo y no solo por su obra, también por su responsabilidad. primero puse la palabra compromiso, pero la borré. Él detestaría que lo asocie con un término demasiado manoseado por los que él con tanto afán desenmascara y adversa. 
Esta es la segunda entrevista suya que publico en El FogoneroCreo que pronto tendré la excusa perfecta para la tercera.

Fermín Gabor me recuerda a don Diego de la Vega, el aristócrata californiano que se vio forzado a ponerse un antifaz para poder hacer justicia. Conocemos desde niños las razones que tuvo El Zorro, ¿conoces tú las de tu lapidario asociado? 
Se sobreentienden las razones defensivas para trabajar de modo encubierto. Está el peligro de denunciar vacas sagradas y, en general, el peligro de hacer sátira política. Aunque existen otras razones, menos evidentes y no menos principales, para recurrir al antifaz de El Zorro. Son razones de construcción literaria. Como la de enmascararse para ensayar entonaciones distintas a las del resto del trabajo literario que uno hace.
Esquinarse detrás de un seudónimo permite libertades que el nombre propio dificultaría. La creación de un seudónimo es llevar un poco más lejos el empeño de cualquier narrador, ¿no? Lo primero que hacemos al sentarnos a escribir es hacernos una imagen de ese que lo contará todo, del narrador. Y, al fin y al cabo, un seudónimo es la exageración de un narrador. 
Sirve, además, como delantal de matarife o guante de cirujano, de cobertura para que la sangre o la mierda no salpique. Y no hay dudas de que ante Fermín Gabor se abría un panorama de mierda. 

En una de las primeras reacciones que provocó la columna en La Habana Elegante, donde La lengua suelta se publicó originalmente, compararon a Gabor con Leopoldo Ávila. Además de que son dos de los más célebres seudónimos de la literatura cubana, ¿tienen algún otro parecido? Para ti, en cambio, ¿qué los diferencia? 
Leopoldo Ávila publicó sus textos en Verde Olivo y Fermín Gabor en La Habana Elegante (la de Francisco Morán, no la de Enrique Hernández Miyares). A ambos seudónimos los diferencia todo lo que diferencia a Verde Olivo de La Habana Elegante. Ávila contribuyó a formar el Caso Padilla, Gabor no dio lugar a caso alguno. No tuvo ejército, policía política ni instituciones detrás.
En cuanto al parecido entre ambos, quien mejor podría responder acerca de esto sería Arturo Arango, quien los juntó en las páginas de La Gaceta de Cuba. La comparación era descabellada y él lo sabría, pero la necesitó para pelear contra Gabor y se valió del Gran Coco de los niños escritores cubanos: Luis Pavón o Leopoldo Ávila. 
Arango terminaba su artículo concediendo que los seudónimos (los llamó anónimos, con una imprecisión interesada) no deberían ser perseguidos. Lo cual revela quiénes eran los perseguidores, incluido el propio Arturo Arango.

En una entrevista con Susana Camagüey en Diario de Cuba, das fe de que en 10 años ni siquiera tú has tenido noticias de Fermín. ¿Cómo funcionó la asociación lapidaria? ¿Qué te hizo asumir, ya sin antifaz, la responsabilidad darle continuidad a La lengua suelta, revisándola y completándola con un diccionario? 
Vi a Billie Holiday cantar delante de mí, no en un sueño, sino en un teatro neoyorquino. Estaba muerta desde hacía décadas y era una resurrección por holograma. Bastante kitsch, pero de niño leí El castillo de los Cárpatos, novela menor de Verne que cuenta la resurrección por medios técnicos de una gran diva operática, y mi fascinación por la novela de Verne y también por Billie Holiday me hicieron entrar en aquella experiencia. 
Ahora mismo, por los alrededores de casa, unos carteles anuncian la presentación de Maria Callas, en holograma y con orquesta en vivo, en un auditorio de Madrid.
Escribirle a Fermín Gabor un diccionario que funcionara como dramatis personae de La lengua suelta fue como hacerlo cantar otra vez, en holograma. 

El único espacio democrático que ha existido en Cuba en los últimos 61 años ha sido intangible. El acceso a internet, el llamado “paquete”, los blogs y las redes sociales han generado una contraparte al largo y avasallador monólogo del régimen. ¿Esa es la razón por la que le has pedido prestado el antifaz a tu asociado para compartir contenidos en Facebook?
Escribí el Diccionario de la lengua suelta y lo junté a las 60 entregas de La lengua suelta de Fermín Gabor y salió un grueso volumen, de más de 700 páginas. Y cuando los de la editorial me hablaron de estrategias de venta tuve que reconocer que los lectores cubanos, únicos interesados en este repertorio de barrabasadas y ridiculeces de creadores cubanos, no estarían al alcance de una presentación en Madrid. 
Entonces acordamos que desplegaría lengua y diccionario en Facebook, no únicamente por los posibles interesados dentro de Cuba, sino por los de todo el ancho mundo. Y me alegra ir encontrando de este modo lectores para esos textos. Y la alegría es mayor cuando son leídos desde Cuba.

Conozco a muchos artistas que reconocen en privado que en Cuba hay una dictadura, pero insisten en no opinar de política y aseguran que todo lo que tienen que decir lo dicen a través de su obra. Tú, en cambio, has puesto a la política en el centro de tu trabajo escritor. ¿Qué opinión te merece la actitud de aquellos, por qué asumiste la tuya?
Bien, que sigan alegorizando, pero que no me cuenten como lector para sus alegorías. Detesto las alegorías y mucho creador cubano las ve como salida para deslizar sus mensajes en clave. Levantan toda una construcción (casi siempre con pésimos materiales) para decir nimiedades o perogrulladas. 
Creo que el doble sentido de El Guayabero puede ser más enigmático. Y no es que no comprenda los peligros de hacer de la política literatura. Claro que ciertas opiniones pueden acarrear consecuencias indeseadas y que se hace difícil el trabajo. La política (más aun la política en un régimen totalitario) vicia el lenguaje de tal modo que se avanza entre miasmas. Escribir se hace extenuante, uno pierde el resuello. 
Dicho esto, no abogo por ningún tipo de literatura ni extiendo receta propia a nadie. Y puede que sí me gusten algunas alegorías, pero aquellas cuyo sentido no termino de entender. 
Julien Gracq, por ejemplo. 
Onoloria, de Miguel Collazo.

05 marzo 2020

Cuando los canallas susurran

Volver sobre esto es, para citar una de sus canciones, llover sobre mojado. Pero su más reciente canallada lo merece. Aunque muchos ya han publicado o compartido exactamente lo que pienso, “me es incontrolable”, como diría John Malkovich en Las amistades peligrosas.
Sin querer, o queriendo (tratándose de alguien que ya no tiene fusibles en el asco, nunca se sabe), Silvio Rodríguez acaba de ilustrar perfectamente el trauma que la dictadura de Fidel Castro ha dejado en cada cubano. Su confesión, releva las pruebas.
Los realizadores de Sueños al pairo, el documental sobre Mike Porcel que el ICAIC acaba de censurar, contactaron a Silvio para que hablara sobre su “ex compañero”. Nunca respondió. En un comentario a un post publicado en su blog, por fin dice lo que antes prefirió callar.
En el primer párrafo, se ocupa de alabar a Mike, pero siempre a través de hechos que lo vinculan a la revolución. Más que reconocer sus virtudes, lo embarra. Algo que ya había hecho con Pablo Milanés, al echarle en cara sus “panfletos”. En eso Silvio se parece a los balcones de La Habana, aunque en lugar de sábanas blancas en él ondean trapitos sucios.
Luego de regodearse en ese ambiente de desconfianza, vileza y chivatería propio de las sociedades totalitarias, entra en materia: “Siempre dije que no estaba de acuerdo en hacer repudio alguno. Y aunque traté de perderme la noche en que acordaron hacerlo, dieron conmigo”, recuerda.
“Alguien, que hoy vive en Miami (¡otro trapito sucio!), me dijo que esperaban por mí (…) —prosigue—. Caminé hasta el portal de la casa y allí susurré una palabra. Después regresé al grupo y dije: ya lo hice. Inmediatamente me marché. Mientras me alejaba, vi como de uno en uno se acercaban a la casa a dejar su susurro”.
Pero el momento de mayor ruindad del comentario de Silvio es cuando recuerda que una obra de Mike, “En busca de una nueva flor”, fue seleccionada como la canción del Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes de 1978, y omite que la misma fue censura y sustituida por “Vamos andar”, hecha por él a la medida de la ocasión. 
Cualquier día de estos el Necio nos sorprende con la confesión de que, en 2003, cuando andaban buscando adhesiones al fusilamiento de los muchachos que secuestraron la lancha de Regla, también trató de perderse. Pero otra vez lo encontraron. 
Entonces, no tuvo más remedio que susurrar su firma.


Fragmento del comentario de Silvio Rodríguez
sobre Mike Porcel en Segunda Cita.

03 marzo 2020

Ofrenda

Todo se complica a esta velocidad,
cuando el camino de la fe
pasa por debajo de un puente
y las barandas son tan altas.
Lanzar dos guineas degolladas
desde un carro tan bajito
y con las ventanas tan estrechas,
es cosa de suerte.
No te preocupes
porque, al final, cayeran 
en medio de la calle.
Nadie se atreverá a tocarlas.
No pierdas de vista 
que abajo sigue pasando 
el tren de Hialeah.
Ahí está la ofrenda,
que es lo importante.
Allá todo era más fácil,
la línea, como las hierbas,
la luz o la mierda,
quedaban ahí mismo,
al final del patio.
Aquí es distinto,
muy distinto,
pero el santo sabe
que has hecho todo,
hasta lo imposible.

02 marzo 2020

El odio que nos inculcaron

La plaza de la escuela al campo de El Nicho,
el lugar donde conocí el odio.
No me canso de explicarle a mis amigos dominicanos quién era realmente Fidel Castro, cuál es su verdadero legado. Muchos compatriotas míos se ven obligados a lo mismo en muchas partes del mundo. A pesar de esa ruina económica, civil y moral que acabó siendo Cuba, su dictadora sigue teniendo admiradores.
En 1980 yo tenía 13 años y estaba becado (interno, debo aclararle a los que no conocen la experiencia de las escuelas al campo) en una secundaria en El Nicho. Largos barracones de madera y una pequeña plaza a la que todos llamábamos picota, eran nuestro hogar de lunes a viernes.
 A unos de 300 kilómetros de nosotros, en La Habana, miles de cubanos se habían asilado en la embajada del Perú. Todos los días y a toda hora, los medios de difusión divulgaban mensajes de odio contra ellos. El periódico Granma publicó una doble página con una extensa guía de las consignas y los insultos.
Les llamaban gusanos, antisociales, escoria, lumpen, traidores. Grito a grito, golpe a golpe, eran despojados de su dignidad. No lejos de nuestra escuela había un campamento de soldados que, como nosotros, trabajaban en el café. Eran apenas dos o tres años mayores que nosotros.
Ya no recuerdo cuál era el nombre aquella linda muchacha a la que llamábamos la China de Cruces. En los trayectos de ida y vuelta a los cafetales, ella se enamoró de uno de aquellos reclutas. Una tarde no volvió a la escuela, se quedó con él en una enorme cascada a la que solíamos escaparnos. 
La campana que nos convocaba a la picota sonó en señal de urgencia. Cuando todos estuvimos formados, apareció el director tirando del brazo a la China de Cruces. Mientras ella lloraba aterrada, él gritaba consignas. Todos las repetimos a coro. “¡Gusana! ¡Escoria! ¡Traidora!”, vociferábamos.
Ese fin de semana, cuando volví al Paradero de Camarones, el pueblo había organizado un acto de repudio contra la familia de Norberto, uno de mis mejores amigos. Mi abuelo no me dejó ir. Mantuvo la estación cerrada, no abrimos ni una ventana. Simulamos no estar en casa.
Gracias a ese gesto de Aurelio, solo asistí al acto de repudio de la China de Cruces. Nunca más la vi, no sé qué fue de ella después del día que la expulsaron deshonrosamente. Yo era un niño, pero aún hoy siento vergüenza por cada palabra que le grité, por todo el odio que me inculcaron aquella tarde.

01 marzo 2020

En Cuba no quieren que recordemos a Mike Porcel

En 1978, Cuba fue sede del Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, un carnaval ideológico que se rifaban las antiguas dictaduras comunistas para citar a progresistas de todo el mundo. Un año antes, la prensa convocó a un concurso para elegir la canción tema.
Participaron muchísimos compositores y casi todos los miembros de la Nueva Trova, la organización que ya controlaba al movimiento que se había dado a conocer como “canción protesta”. La obra ganadora fue “En busca de una nueva flor”, de Mike Porcel.
La radio y la televisión reproducían una y otra vez aquella hermosa pieza que, en voz de Argelia Fragoso, se incrustó en el inconsciente colectivo. De pronto, en 1980, la canción y el nombre de su autor desaparecieron del éter cubano. Mike Porcel había decidido marcharse y todo el odio del país le cayó encima.
Los miembros de la Nueva Trova, sus antiguos compañeros, le escribieron una carta infame (solo superada por otra que algunos de ellos firmaron años más tarde, apoyando el apresurado fusilamiento de tres jóvenes). No satisfechos con eso, fueron hasta casa de sus padres y le hicieron un acto de repudio.
La dictadura permitió que su esposa y su hijo salieran del país, pero Mike Porcel tuvo quedarse y vivir en la ignominia. Se refugió en una iglesia, donde trabajó de organista. Toda su obra fue censurada y solo una intérprete, Beatriz Márquez, se atrevió a seguir cantándolo en las oscuras e inadvertida noche de los cabarets.
Un documental que José Luis Aparicio Ferrera y Fernando Fraguela Fosado dedican a Mike Porcel y su obra, fue censurado recientemente por el ICAIC, el instituto que gestiona la producción cinematográfica del régimen. En solidaridad, un grupo de jóvenes retiraron sus obras de la Muestra donde se exhibiría.  
Aparicio y Fraguela recibieron de sus colegas el apoyo que nunca tuvo Porcel. Esta vez la dictadura se quedó sola con su intolerancia y se vio forzada a suspender el evento donde se presentaría Sueños al pairo. Gracias a su rabioso totalitarismo, el nombre del genial músico cubano ha vuelto a estar en boca de todos.
En Cuba no quieren que recordemos a Mike Porcel. El suyo, es uno de los capítulos más infames del régimen que enfrentó amigos, vecinos y familias hasta que todos acabaron repudiando su propia dignidad. La nueva flor que buscábamos nunca apareció. Antes, la revolución se pudrió hasta sus mismas raíces.
La carta que el Movimiento de la Nueva Trova
le envió a Mike Porcel.