17 marzo 2020

La casa del Manifiesto de Montecristi

Enrique del Risco convidó en Facebook a un proyecto conjunto, donde reseñáramos con una foto y un texto alguna huella cubana en el lugar donde vivimos. Estando en suelo dominicano, me veo obligado a empezar mis contribuciones por una casa que conocí en los libros de textos de primaria y a la que he vuelto innumerables veces. 

Junto a Alejandro Aguilar en la casa de Manana y Máximo en Montecristi.
El 2 de septiembre de 1888, Máximo Gómez escribió en su diario: “Nuevas y gratas impresiones al pisar por tercera vez las playas de mi tierra natal”. Volvía a su país con la intención de dedicarse al cultivo del tabaco (con la ayuda de vegueros cubanos) y la ganadería. 
Venía de largos viajes y, para decirlo con sus propias palabras, de la “más espantosa miseria”. Además de anotar todo lo que hacía, el guerrero dejaba constancia de sus reflexiones: “Las grandes tiranías requieren grandes hérores”, afirmó. “Siguen los cubanos en su indeferentismo hacia mí”, confesó.
El general Ulises Heureaux le ofreció protección y el empresario Alejandro Grullón ayuda económica. Las cosechas fueron “mezquinas”. Los vegueros cubanos, también. El 11 de septiembre de 1892, cuando compartió con Martí, primero un café y después un ron, Gómez era un hombre desesperado.
“Martí viene a nombre de Cuba, anda predicando los dolores de la Patria, enseña sus cadenas, pide dinero”, anota. La casa, convertida hoy en un precario museo, parece la escenografía de una puesta en escena que no se repondrá más. Pero aún así es útil para imaginarse los personajes moviéndose dentro de ella.
Siempre que vamos a Montecristi (al pie del Morro, una majestuosa elevación en la costa, hay un hotel que nos gusta mucho), pasamos horas en la casa donde vivieron Manana y Máximo. He leído todo lo que ha caído en mis manos sobre los días que compartieron Gómez y Martí en aquel espacio.
Ahí adentro, mientras el Delegado invitaba al guerrero, “sin temor de negativa, a este nuevo trabajo, hoy que no tengo más remuneración que ofrecerle que el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombres”. Luces siempre ténues. Calor y mosquitos. Lo estricto.
Aún cuando se sentían vigilados, de seguro se sentaron en el portal y caminaron por los alrededores. Eso no está en ningún libro. Tampoco lo que hacían Manana, Panchito y las niñas entre ellos. La vida cotidiana de la casa del Manifiesto de Montecristi durante los días en que la historia pernoctó en ella. 
Cada vez que vuelvo a la escenografía, trato de imaginarme la puesta en escena.

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