31 enero 2013

A Raúl le gustan las sillas de Ikea


Una de las piezas más sorprendentes de Ikea son las sillas Poän. Fueron diseñadas por Noburo Nakamara hace 30 años. Existe la sospecha de que, justo en esa época, presos cubanos fueran forzados a trabajar en la producción de muebles para la cadena sueca.
En 1987, la compañía escandinava suscribió un acuerdo con las autoridades de la desaparecida República Democrática Alemana (RDA). Fue entonces que, según el diario alemán Frankfurter Allgemeine Zeitng, entró en escena un militar cubano.
El teniente Enrique Sánchez producía, con un equipo de presos, muebles de jardín para los dirigentes cubanos. Todo parece indicar que fue él quien estuvo al frente de la tercerización. No se sabe cuánto duró el negocio; pero no debió ser mucho, porque dos años después se derrumbó el Muro de Berlín.
Hoy el diario Granma publica una noticia sobre la visita a Cuba de Álvaro Colom Caballero, el ex presidente de Guatemala. La pequeña nota está acompañada de una foto donde también aparecen el canciller Bruno Rodríguez y Rogelio Sierra Díaz, viceministro de Relaciones Exteriores.
Los cuatro están cómodamente sentados en sillas Poän. Es muy probable que el fotógrafo tuvo que aumentarle la velocidad a su cámara para evitar que alguno de ellos saliera borroso. Cuando uno se reclina en esas sillas se mece por instinto, eso es prácticamente inevitable.
En todas las tiendas de Ikea hay una urna de cristal donde someten a la Poän a una dura prueba. Con dos brazos hidráulicos, parecidos a las bielas de las locomotoras de vapor, empujan de manera constante el espaldar y el fondo. En teoría, las sillas pueden resistir esa fuerza por décadas.
Las Poän que vemos en la fotografía han soportado aún más, porque en ellas, además de caer el peso de la historia, se han sentado la necedad y la miseria de un régimen que nunca tuvo escrúpulos en convertir a sus ciudadanos en carne de cañón o esclavos.
Todo depende de las necesidades del invitado que comparta el suave vaivén ideado por Noburo Nakamara.

29 enero 2013

Ramal Trinidad


Nunca viajé por el ramal Trinidad, las historias que sé de él me las contaron los ferroviarios de Cienfuegos y mi abuela Atlántida. Cada vez que alguien iba a decir algo sobre aquellos 90 kilómetros de vía férrea, primero ponía cara de asombro. Solo entonces se estaba listo para describir aquel trayecto por montañas y precipicios.
—Si te lo comes todo, iremos a conocer el puente sobre el río Agabama —prometía mi abuela cuando yo le ofrecía resistencia a un plato de chícharos.
Fue en 1914, justo el año en que nació Altántida, que el presidente Mario García Menocal (bisabuelo de Mario Dávalos, mi hermano dominicano) aprobó que la Cuban Railroad Company llevara el camino de hierro hasta el Valle de los Ingenios, Trinidad y el puerto de Casilda.
En 1919 por fin se concluyó el puente sobre el río Agabama. Con sus 250 metros de longitud, se convirtió en el más largo de Cuba y uno de los mayores de América Latina. Gracias a esa enorme estructura de hierro y madera, los trenes de viajeros y carga pudieron trepar por las lomas del Escambray.
Todo duró hasta el 2 de junio de 1988, en que un súbito temporal provocó una crecida sin precedentes del río Agabama. El puente fue perfecto hasta en su caída. Sonó como un barco y se fue a navegar por las aguas revueltas de un país que también se hundía.
Mi tío Aldo Yero aún asegura que los trenes de miel de purga, con 20 piezas sin contar la máquina y el caboose, cabían completos encima del puente. Una de las pocas cosas felices que mi abuela recordaba de su infancia, era cuando sacaba la cabeza por la ventanilla y miraba hacia aquellos 52 metros de vacío.
He leído en la prensa cubana que aún no se ha encontrado la forma de reconstruir el puente. Es comprensible. Un siglo atrás, Cuba era mucho más emprendedora y soñadora. Por eso a veces se lograban cosas que ahora resultan increíbles.
Hoy, el esplendor del país solo se ve en viejas fotos del archivo, como esta, donde un tren hace con total normalidad un trayecto que para las nuevas generaciones de cubanos es desconocido, poco más que imposible. 

22 enero 2013

Sobre los comentarios en El Fogonero


En dictaduras como la de los hermanos Fidel y Raúl Castro, el asesinato de la reputación es uno de los métodos más eficaces de represión. Ya son incontables los cubanos buenos que han sido silenciados y hasta anulados con esa bochornosa práctica.
No solía moderar los comentarios en El Fogonero. Prefería dejar ese espacio abierto de manera permanente a todos los lectores del blog. Pero, de un tiempo a este parte, la insistencia de algún que otro cobarde me ha obligado a poner un candado.
No lo hago por mí, sino por las otras personas que ataca y mancha. Cada cosa que escribo tiene mi nombre y apellido. Lo único que le pido a los que no están de acuerdo es que hagan lo mismo. Pueden decir lo que quieran, solo tienen que estar dispuestos a dar la cara.
Jamás van a lograr paralizarme sacándome las "manchas" de mi expediente. Nada de lo que hice en el pasado me produce vergüenza o culpa. El Camilo que fui no puede ser un impedimento para el que soy. Tampoco éste me impedirá ser otro más adelante.
No pienso parar de cambiar nunca. Ya tuve suficiente con pasarme más de 30 años dentro de un país paralizado. Prefiero decirme y contradecirme a la cobardía del silencio, la complicidad y la inmovilidad. 
Abro de par en par las puertas, las ventanas y hasta los postigos de El Fogonero para todo el que esté dispuesto a lo mismo.

Aquel arañazo


Nunca he podido pertenecer a un grupo literario. En verdad no me gusta pertenecer a nada. Prefiero la posibilidad de no estar de acuerdo, la libertad para disentir. Las militancias, sean de la índole que sea, imponen una disciplina que no estoy dispuesto a cumplir.
Aunque simpatizo con las ideas de varios movimientos y grupos, al final puede más mi individualismo campesino, esa tozuda obsesión de decir y desdecir que ejerzo como si cultivara una pequeña porción de tierra (aun cuando sea para mi propio autoconsumo).
Hace 12 años que vivo en República Dominicana y durante ese tiempo apenas he participado en la vida cultural del país. Fuera de las publicaciones en periódicos y revistas, algunos lanzamientos y esa fiesta interminable que significan Freddy Ginebra y Casa de Teatro, me he mantenido al margen.
También me he negado a colaborar de una manera activa con la cultura oficial. Eso siempre acaba implicando un respaldo político y hasta un acto de lambonismo (guataquería, en cubano) que ni yo mismo me perdonaría. Justo por eso es que simpatizo tanto con los muchachos de El Arañazo.
Alexei Tellerías, Dei Galán, Luis Reinaldo Pérez, Ricardo Cabrera, Isis Aquino, Lusmerlin Lantigua y Lauristely Peña gestionan su creatividad por cuenta propia. Ellos mismos se han constituido en la “industria” que promueve sus obras y eso les garantiza algo esencial: la honestidad de lo que dicen y hacen.
Los espero el 24 de enero, a las 6:45 p.m., en el Laboratorio Evolutivo de Arte Contemporáneo de la calle El Conde, frente al Parque Colón, justo al lado de Hard Rock Café. Allí les mostraré aquel arañazo, pero en presente.

21 enero 2013

Con Woody Allen en Montecristi


(Escrito para la columna Como si fuera sábado de la revista Estilos)

No son tantos los que han mirado al siglo XX con más lucidez y sarcasmo que Woddy Allen. Gracias a ese ojo despiadado, siempre dispuesto a reírse hasta de sí mismo, heredamos algunas de las mejores metáforas de la sociedad norteamericana y, sobre todo, de la ciudad de Nueva York.
No contento con ese poder de síntesis, inalcanzable para la mayoría de los creadores, Woody hizo las maletas y cruzó el océano. Con el cambio de siglo, él también cambió de escenario y desde entonces se dedica a mirar (y filmar) a Europa con ojos de turista.
Es así que hemos tenido la oportunidad de viajar hasta Londres, París, Barcelona y Roma en unos curiosos asientos de primera: la comodísima butaca que siempre se agencia el espectador. Woody nos he hecho seguirle, como una manada de turistas japoneses, por una época que Visconti, Fellini y Truffaut no alcanzaron a conocer.
Los escenarios de Allen en esas ciudades son los lugares más comunes que pueda haber en ellas. Jamás descubre nada que ya no conociéramos. Y es en eso, justamente, que consiste su genialidad. Su cámara padece del mismo asombro que él y se detiene a observar cada esquina reconocible como si nunca antes la hubiera visto.
Más allá de las historias, de lo que cuentan y lo que dejan de contar, la mirada con la que Woody Allen ha encarado este nuevo mundo sirve para llegar hasta otras latitudes no tan famosas ni manidas. Hace unas semanas, mientras hablábamos de eso, partimos hacia Montecristi.
Pocas ciudades en República Dominicana tiene una personalidad tan definida como Montecristi. Ni siquiera la desidia y las innumerables lejanías han logrado borrar del mapa un lugar que casi nunca aparece en las coordenadas de los turistas actuales.
Una montaña con silueta de fantasma, unas enormes salinas sin sal y el trazado de una próspera ciudad en ruinas. Eso es todo. En Montecristi, como en las películas europeas de Allen, cualquier momento del pasado parece haber sido más importante que el presente.
La casa donde Máximo Gómez y José Martí manifestaron su decisión de liberar a Cuba, se ha convertido en un mural donde viejos izquierdistas cuelgan los recortes de sus antiguas batallas. Las mansiones victorianas se desvanecen o fosforecen con los horribles colores de los partidos políticos.
El tiempo es lo que menos importa en Montecristi. Es por eso que el enorme reloj del parque, cual torre Eiffel extraviada en el Trópico, da la hora que le parece. Si los personajes actuales de Allen solo quieren perder el tiempo, allí eso es lo único que se puede hacer.
República Dominicana no es un país tan grande y muchas veces llegamos a creer que ya lo conocemos. Pero basta con cambiar la manera de mirar las cosas para advertir que podemos volver a encontrarnos con ellas como si nunca antes las hubiéramos visto.
En el Hotel El Morro traté de hacerle una foto a Diana y, sin querer, grabé un pequeño video. Son apenas unos segundos de imágenes en movimiento. El viento ensordecedor hace que el cabello le tape la cara. A lo lejos, después de lanzarse desde una roca altísima, unos bañistas se hunden en el mar.
Me he preguntado muchas veces por qué cometí ese error tan elemental. Cómo es posible que acabara rodando un video si lo que quería era algo inmóvil. La única respuesta posible es que Woody lo quiso así. Él, definitivamente, iba con nosotros y ya es sabido que nunca ha soportado que las cosas se detengan.