29 septiembre 2006

El espanto

En 1987 le di un abrazo a un hombre que acababa de ser torturado. Aún hoy puedo ver delante de mí el espanto que había en el fondo de sus ojos. Rodolfo era recién graduado de la Escuela Nacional de Arte y trataba de hacer una obra de teatro con un grupo de obreros de la central termonuclear que los soviéticos construían en Cienfuegos.
Por las noches leían a Brecht, Piscator, Ionesco, Beckett o Kantor. Por el día, compartía interminables jornadas de soldaduras, encofrados, fundiciones y sol irresistible. Pero aquel proceso de “creación colectiva” fue suspendido de golpe por una patrulla de la Seguridad del Estado, que los condujo hasta unas mazmorras secretas en Pueblo Griffo.
Mientras le pegaban, Rodolfo no dejó de cantar una canción de Silvio Rodríguez: “En el borde del camino hay una silla, la rapiña merodea aquel lugar…” Muchos de los hombres y mujeres que han sido torturados en mi país durante casi medio siglo de dictadura, viven ahora como refugiados políticos en Estados Unidos. El Senado de esa nación se plegó a las exigencias de George Bush y legalizó la privación del sueño o el sometimiento a temperaturas irresistibles, entre otras vejaciones, a cualquier sospechoso de terrorismo que llegue a ser interrogado.
Esa aprobación es, sin dudas, un terrible retroceso en materia de derechos humanos y garantías individuales. Estados Unidos ha borrado de un plumazo décadas y décadas de avances democráticos y acaba de legitimar algo que, con el fin de la Sudáfrica racista y de las dictaduras latinoamericanas, sólo se practica en los estados totalitarios y policiales que aún perduran.
Hace ya 19 años que vi por primera vez a un hombre que acababa de ser torturado. Cuando leí la noticia de la legalización de la tortura en Estados Unidos, el espanto que había en el fondo de sus ojos volvió a pararse delante de mí.

21 septiembre 2006

Iconofilia

En la escuela rural del Paradero de Camarones no alcanzaban las paredes para tantas efigies. Los rostros de Marx, Engels, Lenin, Céspedes, Martí, Gómez, Maceo, Dimitrov, el Tío Ho, Brezhnev, Guevara, Fidel y Raúl, entre muchos otros que mi memoria no alcanza, no dejaban ni un espacio en blanco en las tablas y la mampostería. Vivos y muertos nos vigilaban a todas horas entre barbas, ceños fruncidos y rostros descoloridos.
En materia de idolatría, los gobiernos comunistas han estado siempre más cerca de los antiguos egipcios que de sus próceres laicos. De ahí que hayan dejado, donde quiera que se han instaurado, un rastro infinito de bustos, estatuas, monumentos, obeliscos y hasta momias. Al caer el Muro de Berlín, la mayoría de los países socialistas de Europa del Este y Asia estaban sembrados con descomunales panteones donde se salvaguardaban los cuerpos embalsamados de sus líderes históricos.
Algunos de esos célebres difuntos han recibido sepultura, pero otros aún permanecen a la vista de todos. Hace algunos años en Moscú se produjo un enconado debate alrededor del cadáver embalsamado de Lenin. Algunos querían enterrarle y otros preferían que permaneciera en su urna de cristal. Con el tiempo, el camarada Vladimir Ilich se ha convertido en uno de los principales atractivos turísticos de una ciudad que ha vuelto a creer en las lágrimas.
Pienso en esto, porque es probable que, más temprano que tarde, se erija un mausoleo para una nueva momia. Ya el conjunto escultórico debe de estar planificado hasta la última piedra. Mientras tanto (como un homenaje al comienzo de El otoño del patriarca), el círculo de auras tiñosas que siempre sobrevuela la Plaza de la Revolución sigue ahí. Nada logra espantar su imperturbable constancia.

05 septiembre 2006

El cortesano

Joaquín Balaguer acaba de cumplir cien años y con esa excusa se celebraron actos donde se alabó su talento como político y como escritor. No cabe duda alguna de que el Doctor fue el político dominicano más influyente del siglo XX. Primero como cortesano de Trujillo, después como dictador él mismo (en unos interminables doce años), luego como Presidente legitimado en las urnas (algo a lo que, por cierto, no se han atrevido otros caudillos de la región) y al final como un ente ineludible en la vida nacional.
Pero se ha exagerado a la hora de evaluar la obra literaria de Balaguer. Hace unos días un orador rimbombante llegó a considerarlo “una de las grandes plumas del continente”. Por lo regular, figuras como él suelen tener inclinaciones literarias; ejemplos de ello hay de sobra. Pero eso no quiere decir que se le pueda tomar en cuenta a la hora de establecer el más estricto panorama de la literatura dominicana del siglo XX.
No es posible situarlo junto a Pedro Henríquez Ureña, Juan Bosch, Virgilio Díaz Grullón, Marcio Veloz Maggiolo o Pedro Peix (para citar a varias generaciones). Su talento era otro y pruebas de ello dio hasta con los ojos cerrados.