25 abril 2018

PEDRAZA GINORI: “Mi Cuba interior es mi trofeo… ¡no me la pudieron arrebatar!”

Nació en el pueblo que tiene el nombre más optimista de toda Cuba y en el único con tres estaciones de ferrocarril: Esperanza Cuban Central, Esperanza Unidos y Esperanza Norte. Con esos antecedentes merecía ser un tipo apasionado, perseverante, incansable… ¡Pues eso es lo que ha sido!
Junto a su amada Loly Buján se convirtió en uno de los más importantes realizadores de la televisión cubana. Algunos de sus programas, como Juntos a las 9La hora del cañonazo Joven Joven, lograron alumbrar con música y alegría a una Cuba gris y abúlica.
A principios de los años noventa, con 56 años, “completamente aterrillado” y en un estado anímico que él no se lo desea a nadie, abandonó la televisión y se marchó de su país para empezar de cero. Desde entonces vive en Galicia, donde ha escrito tres valiosísimos libros y ha librado una batalla campal contra el olvido. 
Me hubiera gustado que escucharan la siguiente frase en la voz de Consuelito Vidal. Ante esa imposibilidad, se las dejo por escrito: Estimados televidentes de la Cuba de los 70 y los 80, queridos amigos, con ustedes… ¡Eugenio Antonio Pedraza Ginori!  

Fuiste testigo de excepción y protagonista de la época de oro de la televisión cubana. ¿Qué crees que permanecerá del legado de los fundadores y de los grandes realizadores? ¿Qué se perdió de manera irremediable?
Creo que hubo dos épocas de oro y ambas las disfruté al máximo. En la primera, de 1950 al 59, fui el televidente más fiel que se pueda imaginar, me pasaba horas frente al aparato consumiendo de todo, desde el Cabaret Regalías hasta la lucha libre. pasando por el palo ensebado, los shows de los grandes cómicos (Garrido, Piñero, Leopoldo Fernández, Echegoyen, Biondi...), los espacios dramáticos en vivo tan perfectamente realizados que parecían grabados, los sorpresivos programas de Pumarejo en los que siempre pasaban cosas, en fin... Cuando me vine a dar cuenta ya había contraído el virus de “yo quiero estar ahí, yo quiero hacer eso”.
La segunda gran etapa, donde brillaron nuevos directores (herederos del saber hacer de los fundadores que se marcharon o fueron siquitrillados), se desarrolló durante los 60 y yo la extendería hasta finales de los 70. Esa me tocó vivirla desde dentro, entregado a lo que más me gustaba, cumpliendo mis sueños. Fueron mis años plenos, aunque entonces el día a día tan atareado no me dejaba saborear, ni comprender siquiera, lo plenos que eran. 
Pertenecí a un grupo de creadores que hicieron cosas increíblemente buenas a pesar de todos los obstáculos, luchando contra la turba de dirigentes mediocres e hijos de puta que fueron colocados al frente del ICRT (Instituto Cubano de Radio y Televisión) para que éste fuese solo un vehículo de propaganda del régimen y no una fuente de cultura y entretenimiento para las masas.
Después del 1 de enero del 59 apareció la oportunidad de hacer una televisión sin intereses comerciales y no se aprovechó. Podríamos haber tenido la mejor tele del mundo. En esto, la televisión fue un reflejo del resto de los sectores. El proceso revolucionario, si no hubiese sido tan sectario, nos pudo haber convertido en una gran nación, culta y progresista, con un nivel de vida de primera y ya ves el desastre en qué paró todo por culpa de la ceguera y las locuras del autodenominado Máximo Líder (y su corte de aduladores y cómplices), metido en cuanto fregao apareció fuera de nuestras fronteras, empeñado en ser estrella mediática universal para satisfacer su ego en vez de dedicarse a lo que tiene que hacer un gobernante: servir a su pueblo.
En cuanto al legado al que te refieres, lamentablemente no queda nada. Lo que se produce hoy en la televisión cubana es, en general, de una calidad ínfima. El público que presenció lo que hicimos, con lo traidora que es la memoria, solo almacena recuerdos confusos. De ahí mi matraca constante tratando de convencer a mis colegas de entonces para que escriban sus experiencias antes de que sea demasiado tarde.

En tu extensa trayectoria por el ICRT, acumulaste incontables satisfacciones y no pocas frustraciones. Cuando repasas en tu cabeza tus intensos años de labor, ¿cuáles son tus momentos preferidos? ¿hay algunos que jamás quisieras recordar?
Me siento bien conmigo mismo al recordar mis Teatro ICR, Recital, En vivo, Juntos a las 9. La hora del cañonazo, los concursos Adolfo Guzmán, Joven Joven y algunos especiales como Todas las Mirtas. Creo que fueron programas de los que cualquier creador se podría sentir satisfecho, hechos con el corazón en medio de todo tipo de limitaciones. También, como director de plantilla, me tocó dirigir decenas de espacios de los que rellenaban la programación, pero los hice sin faltarles el respeto a los televidentes ni a mí mismo.
Mi gran frustración fue no poder convertir en realidad Cantante, una serie dramático-musical de 45 episodios que escribí para el espacio de la novela cubana del Canal 6. Llegué a la etapa de pre-producción y ahí mismito se quedó debido a las “condiciones objetivas” de un país que al iniciarse la década del 90 se caía a pedazos y no podía asumir un proyecto tan complicado y costoso.

En el Blog de Pedraza Ginoritus Memorias Cubanas y Los Basurita de Carajillo has librado una batalla campal contra el olvido. Parecería que te has planteado contarlo todo… ¿O hay algo que el pudor aún no te permite compartir?
En mis dos libros de memorias publiqué 700 páginas de recuerdos y experiencias y lo hice llamando al pan, pan, citando nombres y situaciones, volcándome en un ejercicio de sinceridad absoluta y pensando en el interés que pudiera tener el material el día de mañana. Naturalmente, se quedaron en el tintero episodios que viví y preferí no contar, pero no por pudor sino más bien por vergüenza ajena. 
Fui un verso suelto sacándole el aceite a la aceituna en los pasillos y despachos de Radiocentro. Todavía me pregunto cómo pude hacer lo que hice sin pertenecer al partido ni halarle la leva a alguien. Desarrollé una carrera decente dentro de un nido de víboras y todas las noches duermo tranquilo, sin que mi almohada me reproche algo. A punto de cumplir 80, soy un viejo feliz.

Supongamos que tuvieras la oportunidad de hacer la emisión soñada de Juntos a las 9. La hora del cañonazo, la mejor que hayas imaginado, donde pudieran participar todos los artistas que quisieras (incluso los ya desaparecidos). ¿A quiénes invitarías, a quiénes dejarías fuera, cuéntanos ese espectáculo como si lo estuviéramos viendo en una pantalla?
Tremenda meta me has puesto. En Cuba siempre el talento musical se dio en abundancia. Si volvemos la vista atrás, encontramos calidad pa’ comer y pa’ llevar. Son tantos que me resultaría imposible incluir a todos los que creo imprescindibles en un solo espectáculo. Habría que hacer una serie de programas para que cada uno tuviera la oportunidad de brillar.
Contaría con Bola, Meme, Lecuona, la Guillot, Formell, Las D'Aida, Matamoros, Embale y el Septeto Nacional, La Aragón, Carbonell, Pacho, Chapottin y Cuní, Adalberto, Elena, Osvaldo, Irakere, Mike Porcel, Barbarito, Rosita, Albita, El Guayabero, Celia, Los Dada, Celina, Omar Sosa, los Van Van de antes, Rumbavana, Paquito, El Benny, Vicentico, Guzmán, Clara y Mario, Rita, Arcaño, Sindo, Soledad Delgado, Lourdes Torres, Ñico Rojas, Horacio El Negro, Frank Emilio, El Jilguero, Hilario Durán, los del filin (Frank Domínguez, Marta Valdés, José Antonio, Ela O’Farrill, Elsa Rivero, Luis García...) y mil más entre los que habría que incluir a los que hicieron un pop de alta calidad que no ha sido reconocido (Estadella, Larrinaga, Vicente Rojas, Beatriz, Alfredito Rodríguez, Valladares, Ojedita, Mirta, Farah, Miguel Ángel Piña, María Elena Pena...). En la animación estarían, Consuelito, la mejor presentadora del mundo mundial, y la siempre eficiente Eva Rodríguez, que me enseñó a ser profesional.
¿A quién dejaría fuera? A Silvio Rodríguez, sin lugar a dudas. Y me quedaría tan pancho. En mi altar personal y profesional no cabe la gente mala y ese tipo es retama de guayacol.

Eres un gran cubano que ha vivido muchos años fuera de Cuba. ¿Cuál ha sido tu receta para no perder a tu país sin poder volver a tenerlo?
Como millones, creí en la revolución. Me la vendieron de una manera (sanidad y educación gratuitas, desarrollo, igualdad, futuro luminoso...) que resultaba muy difícil no comprársela enseguida si uno procedía de un entorno humilde. Pero aquello que llamaron revolución resultó una trampa para incautos al que no pocos aportaron su vida, la única que tenían. 
Afortunadamente, solo fui simpatizante, mi carácter independiente evitó que me convirtiera en militante. No les perdono a los que convirtieron la ilusión preciosa de millones de personas en un fracaso estrepitoso, que me mintieran a la cara asegurándome que querían lo mejor para mí cuando lo único que perseguían era vivir muy bien ellos y los suyos.
Tras años de desilusión, de una decepción en otra, salí de Cuba en pleno Período Especial, completamente aterrillado, en un estado anímico que no se lo deseo a nadie. Decidí que era momento de reciclarme, Galicia me brindó la oportunidad de escapar de la cárcel y la aproveché. Solté el lastre cubano y me pasé veinte años desintoxicándome, trabajando en otras cosas, despojándome del personaje Pedraza Ginori hasta que, partiendo de cero, logré convertirme en otra persona. No fue fácil, pero lo logré.
He vivido 26 años en España, un país que no es perfecto, pero es mi país, donde he encontrado el respeto que no tuve en la isla donde nací y crecí, donde soy un señor y no un compañero, nadie me cuestiona por mis ideas y en el que disfruto una cuota de libertad que me parece aceptable visto como está el panorama por esos mundos.
No aterrizo en Rancho Boyeros desde 1995 y no pienso hacerlo en lo que me queda de vida. Creo que si pusiera un pie en La Habana de hoy me inundaría una gran tristeza porque, aunque el Malecón y el Morro sigan estando en el mismo sitio, ese lugar ya no es mi lugar y esa gente extraña, grosera y mal educada que vive allí ahora ya no es mi gente.
Los cabrones me arrebataron la Cuba física. La otra, la espiritual, la de mi niñez y juventud que no tiene que ver con la parafernalia patriotera de himno y bandera, hoy sigue anidada en mi memoria y circulando por mis venas. Aquí dentro la tengo, vivita y coleando cada vez que contacto en la distancia con un viejo amigo, escucho un son de Ignacio Piñeiro o me pongo a hacer lo que más me gusta: escribir.
Mi Cuba interior es mi trofeo, esa, que se jodan, ¡no me la pudieron arrebatar!

24 abril 2018

Háblame de Taco Taco, Peyi

La primera vez que entré a la redacción de El Caimán Barbudo (cuando aún estaba en el caserón de la calle Paseo) me quedé fascinado con la manera en que Peyi diseñaba la revista y Armandito (con quien tuve el privilegio de trabajar años después) realizaba las planas.
Entonces no existía el diseño digital. Todo se hacía a mano y, en el caso de El Caimán…, con no pocas precariedades. Pasé muchas veces, a finales de los 80, por aquel caserón y siempre me quedaba horas entre Peyi y Armandito, viendo cómo armaban las páginas que luego yo buscaría en el estanquillo.
Cada una de aquellas visitas se convirtió para mí en una inolvidable lección sobre los fundamentos del diseño editorial y el arte de armar el discurso visual de una publicación. Apenas con un cúter, un tipómetro y pegamento, ellos lograron una identidad que ahora representa a toda aquella época. 
Cuando leí en el muro de Álex Fleites que Peyi Rodríguez Cabrera había muerto, estuve un largo rato sin hacer nada. La noticia me agarró de sorpresa y me costó trabajo asimilarla. Luego pensé en todo lo que aprendí alrededor de su mesa de trabajo. Un chiste de aquella época, incluso, me hizo sonreír.
Hace poco me dijo que le gustaba mucho el diseño de El Fogonero. “Contigo aprendí”, fue mi única respuesta. Ese mismo día le pedí que me escribiera una cuartilla sobre sus recuerdos de la estación de Taco Taco, el pueblo de Pinar del Río donde nació.
“¡Háblame de Taco Taco!”, le dije entonces… Y se lo repito ahora, con la esperanza de que Álex rectifique y diga que era solo un mal entendido, que Peyi sigue ahí.

Una jaula dentro de otra jaula

En 2012, llevé a Francisco Domínguez Brito a conocer al Paradero de Camarones. Francisco, el político más honesto y capaz que he conocido, era entonces el fiscal general de República Dominicana. Salimos de La Habana de madrugada y volvimos tarde en la noche, después de darle una vuelta en redondo a mi provincia.
Íbamos con Elizabeth (su esposa), Diana (ya en ese entonces no sabía andar sin ella), y Alejandro Aguilar. Durante casi todo el viaje hablamos de medio ambiente, comparábamos los entornos cubanos con los dominicanos, celebramos el paso por un costado de la ciénaga de Zapata.
Recuerdo que en algún momento discutimos, porque yo me quejé de la deforestación y él opinó que el caso dominicano era más grave. Curiosamente, Francisco es hoy ministro de Medio Ambiente y ha hecho una admirable labor para rescatar los bosques en el corazón de la Cordillera Central, donde nacen los ríos más importantes de La Española.
 “Aquí ningún dato es confiable, Cuba y República Dominicana no se pueden comparar por las cifras oficiales —recuerdo que le dije—. Algún día se sabrá las verdaderas dimensiones de la catástrofe ecológica que hay en este país”. 
Hoy recordé aquel viaje nuestro, a través de Mayabeque, Matanzas, Cienfuegos y Villa Clara, después de ver un video sobre “el ferrocarril”, un mercado de aves exóticas que hay en La Habana, junto a las vías. Cuando pasa el tren, quedan al descubierto el comercio ilegal de valiosas especies.
Muchas aves migratorias en peligro de extinción acaban allí, en una jaula dentro de otra jaula. Alguien que ya estaba encerrado y que no sabe cómo escapar de su realidad, le tiende una trampa a la continuidad de una especie. Es así que muchos azulejos (Passerina cyanea) jamás vuelven a su lugar de origen.
Siempre hago apuntes de mis experiencias. De aquel viaje con Francisco, Elizabeth, Diana y Alejandro encontré hace poco una línea: “No hay nada más devastador que un sobreviviente”. Ese es también el único comentario que se me ocurre después de ver el mercado clandestino.
El ferrocarril, junto a las vías, donde a La Habana se le caen las alas.

19 abril 2018

MANUEL SOSA: “Me ha dejado de importar la Cuba física”

Hace ya cuatro años me reencontré con Manuel Sosa en Santo Domingo. De todas las cosas que tenemos en común, traía consigo una que me hizo muy feliz durante los días que duró su visita: el acento villareño, las palabras dichas a la manera de mis abuelos, mis padres y de las voces de mi pueblo que aún escucho en mi memoria.
—¡Dime, caballo! —me dijo justo antes del abrazo, como si no estuviéramos tan lejos de mi Paradero de Camarones ni de su Meneses. A partir de ese momento empezamos a compartir obras, sonidos, hechos, afinidades y desafectos que nos definen y nos hacen muy cercanos a pesar de habernos visto apenas un par de veces en nuestras vidas.
Su obra literaria, su blog La finca de Sosa (ya cerrado) y hasta sus interacciones en las redes sociales son puntos de referencia para mí, como lo fueron la torre del central Mal Tiempo, la loma del Capiro o la antena que hay sobre el pico San Juan, en lo más alto del Escambray.
Por eso le hice estas preguntas, por eso me veo en la necesidad de seguir dialogando con él de una manera o de otra.

Cuenta la leyenda que el día que por fin lograste salir de Cuba hiciste realidad dos viejos sueños: pararte delante de un micrófono a cantar y comprarte una lata de Spam. ¿Además de esos dos actos simbólicos, qué fue lo que te hizo de verdad un hombre libre? 
Fue sintomático que en mi primera noche fuera de Cuba visitara un bar con una banda en vivo, y me dejaran agarrar el micrófono para cantar un tema de los Rolling Stones. Fue como un símbolo de liberación. Ya después, la lata de Spam fue una de las decepciones iniciales, pues me supo a mierda prensada, y a partir de ahí fui desalojando ciertos mitos y nostalgias. 
Cuando bajé del avión, en el otoño de Toronto, me hizo libre la certeza de que no regresaría nunca a la uniformidad, a la unanimidad, a la incertidumbre. Sabía que ya no tendría que responderle a nadie y que todo me saldría bien. 

Al Manuel Sosa actual la literatura le sirve para: 
a) escribirla, 
b) leerla,
c) vivirla. 
Elije una opción y fundamenta tu respuesta. 
Tomaría algo de cada opción, pero creo que la “literatura” desborda (o pudiera no estar) en los libros, así que prefiero vivirla, aunque suene forzado y pretencioso. Mejor leer que escribir, pero a veces salen cosas que deben ser transcritas. Vivir la literatura, para mí, es una manera de medirnos contra el propio cifrado que nos ofrece el mundo. 
Fíjate que no hablo de “literaturizar”, lo cual me parece ingenuo en extremo. Todo lo contrario: es la visión de aquel que imagina e inventa relaciones inesperadas entre dos entes aparentemente irreconciliables, y no necesita llevarlo a la página; también buscar lo inusual, leer entre líneas, romper la aparente armonía del coro. 
Veo mi vida como performance, y trato de dejar un reguero de anécdotas por donde paso. Tengo una banda sonora, inaudible al parecer, pero que me acompaña hasta en horario de trabajo. Donde la turba ve nubes, piedras o árboles yo veo figuras lujuriosas, ridículas o hilarantes. Debe aprovecharse todo, hasta las experiencias negativas. 
Por ejemplo, cuando me encerraron un par de días por conducir en estado de embriaguez, descubrí que el traje naranja me iba perfecto, y mi única contrariedad era no poder hacerme un “selfie”. Y luego, al salir, el reencuentro con el sonido. ¡No sabía lo que me habían quitado! 
La clave está en no alardear de ello, pues conozco escritores que pretenden hacer vida “literaria”, y hasta duermen farfullando sentencias y lirismos. Ves las poses, las actitudes almidonadas, su terror a la levedad, como si eso fuera a redimirlos. 
Como le dije a uno de nuestros amigos comunes: “Te falta mucho por beber para discutir de metafísica conmigo”.

¿Qué libro te falta por escribir? ¿De todos los proyectos que tienes dentro de la cabeza, cuál es el más importante para ti? 
En Cuba escribía pensando en el libro como objeto redondo, definitivo. Pero eso se me quitó desde que salí. Aquí he tenido la suerte de llenar cuartillas con todo tipo de cosas, y a cada rato alguien me pide que les arme un volumen de esto y lo otro, para publicar. Así que no tengo idea de lo que vendrá después. 
Mi proyecto más importante sería no perder la mirada cínica que creo tener. 

¿Qué tenía el Manuel Sosa de Meneses que se perdió el de Georgia, qué tiene el Manuel Sosa de Georgia que se perdió el de Meneses? 
Aquel de Meneses era arrogante, tenía una confianza en sí mismo que a veces echo de menos. El de Georgia pudiera viajar al pasado y regalarle al de Meneses todas las cosas que ha ido coleccionando: música rara, libros de culto que no se conseguían entonces, un poco de paciencia… Seguimos teniendo en común algo fatal: no nos alcanza el sueldo. 

Casi dos décadas después de vivir fuera de ella, ¿qué ha dejado de importarte de Cuba, qué te sigue importando?
Me ha dejado de importar la Cuba física porque la que conocí no existe ya. Aquellos pequeños pueblos de la Línea Norte, tan pintorescos, parecen zonas de guerra. Muchas tradiciones se han convertido en pura imitación turística. Los amigos de antes no se hablan entre sí, por culpa de dineros o envidias o prebendas. 
Si quiero visitar a uno, tengo que averiguar con quién no se lleva, para no provocar malentendidos. Entras a un sitio que te recomendaron y todo es lobotomía, androginia, ininteligibilidad. De las bocinas (sin excepción) sale una secuencia rítmica, a todo volumen, que parece ser de origen simiesco. Al parecer es un experimento sociocultural, y creo que le llaman reguetealgo. 
¿Qué me sigue importando? Como no puedo regresar al pasado, pues trato de recrearlo de muchas maneras. Unas veces con hechos prácticos, otras con la imaginación. Me apunto en el bando de los que se obsesionan con ese pasado. Al parecer, toda persona piensa así antes de convertirse en fósil. 
Y creo que mi proceso de fosilización ya está en marcha, y no hay quien lo pare.

Miguel Díaz-Canel es solo un testaferro

Cuba fue gobernada por dos hermanos durante 59 años. Para que Miguel Díaz-Canel se convirtiera en el primer presidente del régimen que no lleva el mismo apellido de Fidel y Raúl, muchos tuvieron que quedar en el camino o ser sacrificados. 
Ahora sus apellidos suenan lejanos, borrosos: Domínguez, Robaina, Lage, Díaz Roque… Para ganarle la carrera a sus antecesores, el delfín de Raúl tuvo que pasar muchos años a la sombra, prácticamente en estado de hibernación. Su corta luz y su larga paciencia fueron sus cartas de triunfo, por ellas está donde está. 
Ahora su nombre debe ser tallado junto al de Osvaldo Dorticós, el presidente nominal de Cuba entre el 17 de julio de 1959 y el 2 de diciembre de 1976. Una línea de Guillermo Cabrera Infante basta para resumir la vida de Dorticós: “Su carrera fue un juego de damas aunque él siempre creyó que jugaba al ajedrez”.  
Siete años después de haber sido liberado de su imaginario cargo (Fidel Castro no dejó de presidir el país ni un minuto), el 23 de junio de 1983, Osvaldo Dorticós se suicidó física y moralmente. Desde entonces, el régimen solo le cede espacio en el olvido y en unas pocas fotos donde aparece junto al Comandante en Jefe. 
En su nuevo cargo, Miguel Díaz-Canel debe darle legitimidad a una dictadura cada vez más ilegítima. Por eso han puesto junto a él a un selecto grupo de negros, mujeres y obedientes. Ellos posarán siempre delante de los que en verdad mandan: algunos pocos militares, hijos, sobrinos y hasta yernos.
Como Dorticós, Díaz-Canel dará la impresión de estar jugando al ajedrez; pero en su tablero solo habrá peones, jamás podrá tocar un caballo, un alfil o una torre. Cuba no tiene un nuevo presidente, se equivocan los diarios que anuncian el fin de la era de los Castro. 
Es solo un testaferro y estará ahí hasta que le coman todas las fichas.

16 abril 2018

Buenas días, Moscú

 
En 1988, formé parte de un taller de dirección teatral organizado por el Ministerio de Cultura de Cuba. Escogieron a cinco, entre los más de 30 participantes, para que viajáramos a la Unión Soviética a conocer la experiencia del Teatro de Arte de Moscú. 
Ya tenía listo todo (pasaporte, permiso de salida, boleto aéreo... incluso la muda de ropa de la tienda especial para los que viajaban...) cuando el director provincial de Cultura en Cienfuegos dijo que yo no era confiable, que era muy crítico y que otros tenían más méritos. 
Un querido amigo, con quien participé después en la aventura de Teatro Acuestas, fue en mi lugar. Recuerdo que me trajo de regalo un porta lapiceros. Era rectangular y tenía la silueta del Kremlin. La catedral de San Basilio sobresalía en una de sus esquinas. Conservé aquel obsequio en mi escritorio hasta que me fui de Cuba.
En 2018, 30 años después, mi hija fue invitada a dar una conferencia en Moscú. Como antes me aseguré de que creciera y estudiara en un mundo libre, nadie objetó su viaje. No necesitó ningún permiso y su propia ropa fue más que suficiente. Cuando miro su foto en la Plaza Roja, me veo a su lado y con la misma edad que ella tiene ahora. 
No sé qué fue de la bestia que me impidió conocer a la Unión Soviética, apenas unos meses antes de que desapareciera. Tampoco es algo que ya me importe. Al final él era tan víctima como yo del régimen en el que vivíamos. De toda esta historia me quedo con la imagen que Ana Rosario me acaba de enviar. 
Buenas días, Moscú, los Venegas por fin te saludan.

14 abril 2018

Mi repudio al repudio

La dictadura de Cuba no cambia, ha probado ser incapaz de transformarse. Apenas hace pequeñas contorsiones para mantener ese presente interminable, improductivo y parasitario que ha dejado al país y a su gente sin la más mínima posibilidad de acceder a un futuro mejor… o al menos digno. 
En 1980 yo tenía 13 años. Como todos los de mi edad en el Paradero de Camarones, fui internado en El Nicho, un lejano páramo de las montañas del Escambray. Un día nos subieron a un camión y nos llevaron hasta Cumanayagua. Aunque éramos menores de edad, nadie le pidió permiso a nuestros padres. 
Una vez en el pueblo, nos dieron banderas de papel y huevos. “También pueden tirar piedras o lo que encuentren”, advirtió uno de los profesores. Caminamos hasta un portal enorme donde había un columpio. Era la casa de una familia que había decidido irse por el Mariel. 
Entre ellos iba una niña que estudiaba con nosotros. Logré reconocerla dentro del aterrado tumulto. Todo quedó destrozado, incluso el columpio. Muchas veces en mi vida he repasado esa escena. Se repite de idéntica manera, cuadro a cuadro. En ella aparezco yo gritando: “¡Gusanos, escoria!”.
38 años después, en 2018, he visto a medio centenar de cubanos que siguen gritando “¡Gusanos, escoria!”. Son parte de la delegación que representa a la dictadura en la VIII Cumbre de las Américas. En la isla quedaron atrapados un grupo de activistas que debían participar en representación de la sociedad civil.
—¡Yo soy Fidel! —Gritaba a coro la delegación del régimen— ¡Yo soy cubano de verdad! ¡Yo soy la verdadera sociedad civil!
Eso quiere decir que, respecto a las autoridades de mi país, soy un cubano de mentira y no tengo derecho a participar de la sociedad civil del lugar donde he nacido. Hace poco, en una triste discusión, alguien me dijo que yo tenía una actitud infantil respecto a Cuba. Estoy de acuerdo. 
Para enfrentarse a algo tan monstruoso, hay que tener la honestidad, la espontaneidad y la osadía de un niño. Por eso admiro tanto a los cubanos que se enfrentan a la dictadura dentro de la isla. Aun cuando tenga desacuerdos con algunos, todos tienen mi respaldo incondicional.
Mi repudio al repudio sirve de muy poco. Pero me bastaría que mis nietos lean esto en un futuro y sepan que su abuelo al menos dijo lo que pensaba, que no se quedó callado, que se arrepintió de haber ido en aquel camión y de haberse parado frente a la casa de una compañera de aula a insultar y tirar huevos.
No olvido su cara de horror. El padre la abrazaba para que los huevos y las piedras cayeran sobre él. Ella también tenía 13 años. 

10 abril 2018

Los hermanos Herrera

Los hermanos Herrera, como los Karamásov, libraron grandes luchas. Pero a diferencia de los personajes de Dostoievski, sus batallas no eran morales ni tenían ninguna relación con la fe, la duda, el juicio o la razón. Todos sus combates fueron librados en el campo de la necesidad y la supervivencia.
Pipo, Lalo, Cebollón y Dolores jamás se separaron. Los cuatro eran solterones y vivían junto a la carretera de San Fernando, a un costado del camino que llega hasta la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. Hablaban altísimo, tanto, que oíamos sus conversaciones a más de 200 metros.
Se querían y se protegía muchísimo, pero tenía enormes discusiones que acababan en grandes peleas. Cuando eso ocurría, Dolores salía para el patio blandiendo una sábana blanca como si fuera una bandera.  “¡Paz, hermanos míos —gritaba desesperada— paz, hermanos míos!”.
Cebollón era el repartidor de periódicos. Caminaba todo el pueblo debajo de un enorme sombrero y atado a un jolongo que era casi de su mismo tamaño. Como mi abuelo se molestaba cuando el periódico se estrujaba, él se aseguraba de entregarle uno que estuviera intacto.
—¡Preeeeensa! —gritaba cuando se asomaba con el Granma por la ventana del andén. Luego, en voz muy baja, miraba a mi abuelo con decepción—. Lo mismo de siempre, Hilo, pero planchadito, planchadito.
Los hermanos Herrera vivían ajenos a las fechas y el tiempo. Pipo fue el único de ellos que llegó a tener un reloj, aunque nunca logró entenderlo. Por eso, cuando le preguntaban la hora, se limitaba a extender el brazo: “¡Mátate tú mismo ahí”, decía. Él y sus hermanos preferían guiarse por los pitazos de los ingenios.
—Dolores, ¿oíste a Hormiguero? —gritaba Lalo en las mañanas—. Ya son las 11, ¿a qué hora se almuerza en esta casa?
—Dolores, ¿oíste a Andreíta? —gritaba Lalo en las tardes—. Ya son las 5, ¿a qué hora se come en esta casa?
Se fueron uno detrás del otro. No eran los Karamásov, pero su muerte también dejó un vacío existencial enorme. Como los personajes de Dostoievski, cada uno de ellos jugaba un rol fundamental en el relato de nuestras vidas. Solo que no lo supimos hasta el día en que ya no estaban.
En 2011, cuando fui por última vez al Paradero de Camarones, pasé con Diana Sarlabous frente a la casa de los hermanos Herrera. Quise contarle de ellos, pero estaba tan abrumado por el peso del regreso que no sabía por dónde empezar. 
Hace poco mi tío Aramís me hizo el cuento de Pipo y su reloj. Fue entonces que le conté a Diana todo lo recordaba de ellos. Mi historia terminó de la misma manera que la acabo ahora, con Dolores parada en el medio del patio blandiendo una sábana blanca como si fuera una bandera.  
—“¡Paz, hermanos míos —grita desesperada— paz, hermanos míos!”.

07 abril 2018

Los borrachos del Paradero de Camarones nunca cantaron boleros

El último turno de clases siempre tuvo rancheras de fondo. Nuestra aula, en la escuela Conrado Benítez del Paradero de Camarones, quedaba justo frente del traganíquel del bar Arelita. A las cinco en punto mi tío Cuquito Yero tiraba los primeros cinco centavos y ponía “El hijo del pueblo”.
Como una mano en la cintura, como si llevara pistolas, y con un vaso de aguardiente en alto, como si fuera de tequila, cantaba hacia la calle: “Yo no tengo la desgracia/ de no ser hijo del pueblo./ Yo me cuento entre la gente/ que no tiene falsedad./ Mi destino es muy parejo, yo lo quiero como venga…”
Los borrachos del Paradero de Camarones nunca cantaron boleros, dirimían sus angustias entre rancheras y corridos. Por eso, cuando ponían viejas películas mexicanas, el Cine Justo se abarrotaba. Cada vez que salía José Alfredo Jiménez, todos gritaban a coro: “¡Miren a Cuquito Yero, miren a Cuquito Yero!”.
Con el bigote de Pedro Infante y la mirada de Jorge Negrete, mi tío se quedaba sin menudo frente a la vieja máquina de la RCA Victor. Cuando terminaba el último trago, cedía su puesto frente al traganíquel, se subía a su caballo blanco y se perdía en la oscuridad de los cañaverales.
“Camino de Guanajuato/ que pasas por tantos pueblos/ no pases por Salamanca/ que ahí me hiere el recuerdo./ Vete rodeando veredas,/ no pases porque me muero —iba cantando—…Allí nomás tras Lomita, se ve Dolores, Hidalgo./ Yo allí me quedo paisano,/ Allí es mi pueblo adorado.” 
Con la mano izquierda sujetaba con fuerza la rienda; con la derecha, señalaba hacia diferentes puntos, como si Guanajuato y Salamanca en verdad estuvieran a su alcance. Lo último que se oía de él era un grito y, ya como un eco, tres palabras: “¡No te rajes!”.
Todas las tardes se repetía la misma escena, debe ser por eso que ahora la recuerdo como si la hubiera visto en la pantalla del Cine Justo, en blanco y negro. Debe ser por eso, también, que cada vez oigo a José Alfredo Jiménez me parece que por su “Camino de Guanajuato” puedo llegar a mi Paradero de Camarones.

06 abril 2018

No es un país para escritores vivos


La Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) ha vuelto a usar a Martí para defender los intereses de la dictadura. “¡Con José Martí no se metan!”, concluye la organización en un comunicado donde apoya la censura del filme Quiero hacer una película (2018), ópera prima de Yimit Ramírez.
En un texto publicado recientemente por Diario de CubaAntonio José Ponte se refiere al uso de José Martí para justificar crímenes de Estado. La UNEAC lo hizo hasta en el infame 11 de abril de 2003, cuando el régimen fusiló a tres jóvenes sin el debido proceso y apenas 9 días después de haber sido encarcelados.
Lástima que la institución que ahora encabeza Miguel Barnet (quien también preside la Sociedad de Perros Chihuahua de Cuba) no defendiera a José Lezama Lima y a Virgilio Piñera de esa manera tan voluntariosa. Los dos más grandes escritores cubanos del siglo XX fueron censurados, aislados y repudiados sin que la UNEAC hiciera absolutamente nada.
Tampoco la UNEAC le salió al paso a los que se metían con otros grandes cubanos. Heberto Padilla, Reinaldo Arenas y Raúl Rivero, fueron encarcelados y vejados por la dictadura sin que los intelectuales que vivían dentro de la isla se pronunciaran públicamente en su defensa.
Lezama, Piñera, Padilla, Arenas y Rivero estaban vivos. Esa es quizás la razón más importante por la que la UNEAC se abstuvo de salir en su defensa. Martí, a diferencia de ellos, dice y hace lo que la dictadura quiere sin tener la oportunidad de pensar diferente ni poner en peligro la coartada oficial.  
Cuba, como ha demostrado la UNEAC desde su fundación hasta hoy, no es un país para escritores vivos. Para que la organización los defienda de manera incondicional e impida que se metan con ellos, deben seguir el ejemplo de Martí: asegurarse primero de estar muertos.

04 abril 2018

Los apicultores

Un enjambre de abejas se ha alojado en uno de los aleros de nuestra cabaña. La primera solución que nos ofrecieron fue fumigarlo. Pero eso nos pareció inaceptable. Estamos al tanto de la alarmante reducción que se ha producido en la población mundial de abejas. No podemos contribuir con ese mal.
Como cada vez disfrutamos más a nuestro bosque y nos encanta verlo lleno de abejas, mariposas y aves, acabamos tomamos la decisión que nos parecía más viable y —sobre todo— correcta. Gracias a un hecho fortuito, nos hemos convertido en apicultores.
Ya el panal está listo, lo acabo de pintar de “verde foresta”. Alito (nuestro hombre en la Loma de Thoreau) ya contactó a Darío, el campesino que más sabe de abejas en Arroyo Cercado, para que nos ayude con la mudanza. Tendremos que quitar parte del techo y algunas tablas, pero valdrá la pena el esfuerzo. 
¡Mañana nuestras abejas tendrán una nueva casa, alegre y bonita!

Prefiero equivocarme a morderme la lengua

propósito de mi post “La cara de la opresión”, publicado en El Fogonero el pasado 2 de abril, un escritor dominicano me envió una pequeña nota. No revelo su nombre porque me lo pidió enfáticamente. “Tienes que entendernos, querido Camilo —escribió—, nosotros padecimos la dictadura de Balaguer”.
“Eso es justo lo que nos diferencia, querido _________, —le respondí—. Para poder afirmar que Fidel Castro era un dictador nunca me he visto en la necesidad de tener que simpatizar con el Balaguer dictador. Ser crítico con una dictadura de izquierda no me convierte en un hombre de derecha”.
Curiosamente, hace unos días, unos queridos amigos también se quejaron de mis ideas. “Cada vez nos resulta más difícil hablar contigo —me dijeron—, porque asumes posturas de ultra derecha”. Por más que insistí en que me aclararan cuáles eran esas posturas, no me supieron decir.
En América Latina, son pocos los intelectuales que se han atrevido a criticar frontalmente los horrores y los crímenes cometidos por la izquierda. Todavía son menos los que han sido de verdad consecuentes con sus ideas. La matanza de Tlatelolco es un buen ejemplo para ilustrar lo que digo. 
El 2 de octubre de 1968, cuando más de 300 estudiantes fueron masacrados en la Plaza de las Tres Culturas, muchos intelectuales de izquierda cobraban en la nómina del gobierno mexicano. Ninguno renunció a su puesto. De hecho, el único funcionario público que le envió una carta de renuncia al presidente Gustavo Díaz Ordaz, fue el embajador en la India. Era Octavio Paz.
Paz nunca lo pensó veces para declararle la guerra a las injusticias, sin importarle las consecuencias que eso tuviera. Cuando la inmensa mayoría de los intelectuales latinoamericanos babeaban de simpatías con la revolución cubana, él se levantó a condenar el caso Padilla, los campos de concentración y cada acción totalitaria del régimen.
Muchas veces he tenido que oír a escritores y artistas de mi país asegurando que a ellos no les interesa opinar de política, que todo lo que tienen que decir lo dicen a través de sus obras. Sin embargo, jamás pierden la oportunidad de protestar por las injusticias más remotas y, sobre todo, por las del gobierno de Estados Unidos.
“Lo importante no es vivir hacia el futuro ni nostálgico en el pasado, sino vivir intensamente en este instante”, dijo una vez Octavio Paz. Mi manera de vivir intensamente cada uno de mis instantes es dejando constancia de lo que pienso, aun cuando corra el riesgo de que me acusen de lo que no soy. 
Prefiero equivocarme a morderme la lengua.

02 abril 2018

La cara de la opresión

© Ilustración de Alen Lauzán.
En 1977, cuando el ómnibus escolar pasó a recogernos por el Paradero de Camarones, mi abuela Atlántida puso en mis manos la vieja cartera de Aurelio. “Ahí tienes un dinerito —me dijo—. Solo lo usas en caso de emergencia”. Eran cinco pesos. Para un muchacho de 11 años, que se separaba por primera vez de su familia, toda una fortuna.
Ya en la guagua, revisé la cartera. Además del dinero, había puesto un cartoncito con mis datos personales (escritos en la vieja Underwood de mi abuelo) y una estampita. Nací el 16 de julio, día de la Virgen de Carmen, en Manicaragua, un pueblo donde ella es la patrona. Para una beata como mi abuela, aquella imagen era todo un salvoconducto.
En la biblioteca de la Secundaria Básica en el Campo de El Nicho, recorté una foto del Che y la puse delante de la Virgen. Dos fines de semana después, cuando volví a casa, mi abuelo me miró con al peor de sus caras. Aunque era ateo, nunca me ocultó su desdén por los símbolos revolucionarios. “Hubiera preferido que dejaras la estampita de tu abuela”, masculló. 
He recordado todo eso leyendo a Antonio José Ponte en Diario de Cuba. En “Martí: los libros de una secta criminal”, el escritor cubano reconoce que es capaz de detectar en medio de una multitud a alguien con el Che en su ropa: “Evito a cualquiera que lleve el rostro de Guevara, por joven e ignorante e ingenuo que pretenda ser”, afirma.
No pocos en República Dominicana sienten una trasnochada simpatía por los símbolos de la revolución. Conozco a varios intelectuales que admiten en privado que Fidel Castro acabó convirtiéndose en un dictador y que arruinó a su país, pero cuando les ponen un micrófono delante se ahogan en un mar de reticencias respecto a Cuba.
Hace unos meses, Diana Sarlabous y yo cruzamos el Mississippi en tren. Emocionado, miraba por la ventanilla y recordaba los sonidos de Beyond the Missouri Sky, el disco de Charlie Haden y Pat Metheny que me acompaña a todas partes. Cuando volví al interior del vagón, di con un joven encapuchado que llevaba un enorme rostro del Che en el pecho.
Me revolvió el estómago, como me lo revuelven esos intelectuales dominicanos que hacen gárgaras con sus ideas para escupir un acomodado discursito de izquierda. En Saint Louis, como en Santo Domingo, miré para otra parte. Es lo que hago cada vez que doy con la cara de la opresión en llaveros, ceniceros, platos y los más inconcebibles y ridículos suvenires.
Yo tampoco soy religioso. Le debo eso, como muchísimas otras cosas, a mi abuelo Aurelio. Por eso, años después, le hice caso. Todavía llevo en mi cartera la estampita de la Virgen del Carmen que me regaló Atlántida.