El 19 de agosto de 2006, abrí una cuenta en Blogger y publiqué el primer post en El Fogonero. Para celebrar los 10 años de esta bitácora, le haré pequeñas entrevistas a creadores cubanos que han sido importantes para mí por alguna razón. Quiero que sus palabras se conviertan en mi fiesta.
He laborado en muchos lugares. Aunque pertenezco
a la generación X, pudiera considerárseme un pionero de esa obsesión que tienen
los millennials por buscar, constantemente, nuevas experiencias. De
todos los empleos que he tenido, mi puesto en la mesa de redacción de La Gaceta de Cuba es el que recuerdo con
más cariño.
En esta entrevista, Arturo Arango da con la
clave: “Más que trabajar, conspiramos”. Como él aún es parte de ese equipo,
habla en presente. Yo, al menos mientras le leo, asisto otra vez a los pocos
metros cuadrados donde Norberto Codina, Omar Valiño, Arturo y yo hacíamos la
revista.
Lo que aprendí allí, sobre todo en las largas
conversaciones que teníamos a diario, antes o después de trabajar en el número
que nos ocupaba, me ha servido para ser todo lo que he sido los 16 años que
llevo fuera de Cuba. Salí de aquel cuartico (que aún está igualito) con una
caja de herramientas universales que me han servido en cada nueva cosa que hago.
Durante todo el tiempo que estuvimos sin vernos,
la enorme complicidad que Arturo y yo teníamos se fue debilitando lentamente. Hace unas
semanas volvimos a encontrarnos y, cuando nos dimos el abrazo de despedida,
advertí que mi relación con él, al igual que con Norberto y Omar, trasciende cualquier
tipo de vínculo.
Les debo demasiado para tratar de ser otra cosa
que no sea lo que fuimos. Esto no es una entrevista, es un viaje de regreso a
una parte esencial de mí mismo.
Cuando
elegiste 1970, en aquel dossier que hicimos en La Gaceta para despedir al siglo XX, recordaste una noche en
particular, la del 19 de mayo, cuando Fidel admitió que los 10 millones no
iban. Recuerdo un párrafo en el que Silvio y Pablo cantaban, desde el techo de
un camión, “nuestro es también el revés, nuestras serán las victorias”. ¿Qué
año elegirías hoy, qué música tendría, qué verso citarías?
Elegiría el mismo año. Fue muy importante en mi
vida, como escribí entonces. En enero de ese año, por una cadena de
circunstancias, dejé mi ciudad natal, Manzanillo, de unos 60 o 70 mil habitantes
en aquella época, y me fui a estudiar a La Habana. Muchas veces me he preguntado
quién hubiese sido yo de no haber dado aquel paso. Llegué a la capital con
catorce años y una enorme avidez cultural. En Manzanillo mi vida cultural se
reducía a leer, ver televisión y escuchar la radio.
La música seguiría siendo de Silvio y Pablo. Más
de Silvio. Mientras vivía en Manzanillo, casi toda la música que yo escuchaba
era la que ponían por la radio. Ante todo, The Beatles. Luego, el pop español, que
era horroroso, pero me lo sabía de memoria y al yo de entonces le gustaba.
Ahora, si la escucho, me da gracia, más que nostalgia.
Cuando me fui a estudiar a La Habana, internado,
viviendo en mansiones que pertenecieron a la gran burguesía cubana, cambié la
banda sonora de mi adolescencia. No había radios, solo televisión. Después la
enriquecí, con compañeros de grupo que escuchaban el rock que llegaba por
emisoras extranjeras, o asistiendo a pequeños conciertos, que no tenían
difusión alguna, de lo que luego se llamó la Nueva Trova.
¿Recuerdas de qué año es “Te doy una canción”?
Puede ser del 70, o anterior. Tengo un recuerdo curioso: algún fin de semana
merodeaba por El Vedado, quizás con muy poco dinero en mis bolsillos, y
descubrí que en el teatro Mella había un festival de artistas aficionados, me
imagino que de estudiantes universitarios, con entrada gratuita. Por el
escenario desfilaron no menos de tres trovadores que cantaron la misma pieza:
“Te doy una canción”. ¿Dónde la encontraron? Ni idea.
En 1970 yo
tenía una idea muy primitiva de la poesía. Para mí, poesía era algo con rima,
anticuado, con tendencia a provocar actitudes ridículas en quienes se atrevían
a declamarla. Te debo el verso.
Compartí
mesa de trabajo contigo y sé que gustas de hacer balances. Como ya es tiempo de
resumir, me gustaría que —contando lo bueno y lo malo— resuelvas en tres
párrafos lo que le debes a cada una de las siguientes experiencias: Casa de las
Américas, La Gaceta de Cuba y la
Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños.
Son tres momentos muy distintos en mi vida.
Ingresé en la Casa de las Américas en 1981, con veintiséis años. He dicho en otra
parte que todo lo que he escrito luego lo debo a la Casa, pero si hubiera
permanecido allí no hubiera podido escribir casi nada. Tuve la enorme fortuna
de ser subordinado de Roberto Fernández Retamar, quien no solo es un gran poeta
sino un sabio que, casi sin darse cuenta, ejerce el magisterio a tiempo
completo.
No tengo maestrías ni doctorados, pero trabajar
junto a Roberto por nueve años me permitió aprender muchísimo. Cada
conversación con él era una clase. Allí, con él, con los muchos intelectuales
con quienes me relacioné, acabé de formar una cosmovisión con la que he sido
coherente hasta hoy. Mientras estuve allí, lo malo de la Casa era que se
trabajaba demasiado, con horarios cerrados. Eso, sin embargo, me hizo de una
disciplina de trabajo que también agradezco. Lo peor de mi trabajo en la Casa
no fue ella, sino yo. Pero esa es otra historia.
Si en Casa me formé como hacedor de revistas
(revistero, decimos), en La Gaceta de
Cuba he podido realizarme durante muchos años. Quizás más de la cuenta. En La Gaceta… el aprendizaje ha sido de
otro tipo: estar atento al curso de la cultura cubana, al contexto, a las
renovaciones y cambios, y hacerlo con un equipo mínimo, de amigos o de personas
que pueden llegar a ser amigos. Más que trabajar, conspiramos.
Hay una parte de aprendizaje en la que tú tienes
algo que ver: la apreciación del diseño gráfico. Eso no lo aprendí en Casa sino
en La Gaceta…, a la que tú impulsaste
en ese sentido. Hemos tenido excelentes diseñadores, pero llegamos a una
imagen, a una nueva identidad, por tu inconformidad, por tu buen gusto, por tu
insistencia. Si lamento algo de La
Gaceta… es que es demasiado cubana. Por su perfil, permite poco intercambio
con otros ámbitos culturales.
Comencé a trabajar en la Escuela Internacional de
Cine de San Antonio de los Baños en 2006. Para mí, era un lugar mítico. Cuando
se fundó, yo había terminado mis estudios universitarios hacía nueve años, pero
si algo lamenté fue no haber podido estudiar allí. En general, los jefes de
cátedra están en la escuela por períodos cortos. Yo cumplí diez años al frente
de la Cátedra de Guion.
Creo que en la EICTV recuperé ese ámbito cultural
latinoamericano que me falta en La
Gaceta…, con el añadido de que no solo estoy en relación constante con
cineastas y artistas de todo el mundo, sino también, o sobre todo, con jóvenes.
Si en la Casa me formé dentro de un pensamiento descolonizador, la EICTV es,
sin dudas, el principal centro de creación descolonizada en este continente.
Es un espacio fundado en la idea de la
diversidad, que se alimenta de todas las tendencias, de todas las poéticas,
para liberar a los estudiantes, y liberarnos a nosotros mismos, de la hegemonía
de una sola de ellas. A eso se le puede llamar libertad.
Como la Casa, la EICTV es muy absorbente, y por
eso acabo de renunciar a la dirección de la cátedra. O me liberaba de ella, ya
sea parcialmente, o dejo de considerarme un escritor. La Escuela, del 2013 a la
fecha, ha atravesado por momentos complicados. Su sostenimiento material es
difícil, y requiere condiciones que ahora mismo, en Cuba, son complejas. Pero
afrontar esas crisis me ha reforzado mi compromiso con su sobrevivencia, con su
destino.
En una
entrevista publicada recientemente en El Fogonero, Rafael Rojas asegura que la revolución produjo una
relocalización de Cuba en el mundo y una experiencia cultural “que forma parte
del legado de los cubanos en el siglo XXI”. El ICAIC, donde se han filmado tres
películas con guiones tuyos, jugó un rol decisivo en eso. ¿Cuáles son, para ti,
la razones fundamentales por las que una institución tan importante en otras
épocas perdió su protagonismo dentro de la cultura y la sociedad cubana?
Cuando se fundó el ICAIC, el Estado cubano podía
ejercer un mecenazgo casi ilimitado. Los fundadores del ICAIC, además de
cineastas, eran intelectuales que ejercían, de distintas formas, un pensamiento
crítico, inconforme, en el que se formaron las siguientes promociones. Pienso,
sobre todo, en Alfredo Guevara, Tomás Gutiérrez Alea y Julio García-Espinosa. Podemos
discutir virtudes y defectos de cada uno de ellos, pero lo que digo es
indiscutible.
Ese ICAIC desapareció a partir de 1991, cuando sacan
a Julio de la presidencia. Regresa Guevara, se estrena Fresa y chocolate, pero tanto las personas como el país son otros. En
medio de la terrible crisis económica, carecía de recursos para emprender solo
la realización de cualquier película, por modesta que fuese, y a la vez dejó de
ser un sitio donde se gestaba un pensamiento en torno a la cultura, incluso al
país.
Y llegaron las nuevas tecnologías. Hasta los 90,
incluso, si querías ser cineasta en Cuba tenías que hacer lo imposible para
ingresar en el ICAIC. Desde los 2000, ya no se depende de la institución. No
tardaron en aparecer productoras independientes. Como es natural, la mayoría de
ellas se probó en cortometrajes.
Hasta que una, 5ta Avenida, produjo Personal belongings, de Alejandro
Brugués. Demostraron que era posible. Sin dinero, sin liderazgo, con una
plantilla laboral cada vez más envejecida, con normas burocráticas que lo
obligaban a producir como en los grandes estudios, el ICAIC comenzó a agonizar.
Su salvación puede ocurrir, pero si se concibe
como un centro de gestión del sistema del cine cubano en su conjunto. Es decir,
hay que pensar un todo que hoy es muy distinto, y todavía cambiante, para
después refundar esa pieza central, imprescindible. Hay muchas ideas en proceso,
se han elaborado documentos ya
consensuados con cineastas de todas las generaciones, pero los cambios demoran
demasiado.
Aunque
mantienes una columna en OnCuba donde
comentas con regularidad la Cuba actual, no quiero perder la oportunidad de
pedirte un “resumen ejecutivo”. ¿Si tuvieras que explicarle el país a un recién
llegado, alguien que no tiene la más mínima idea de lo que está sucediendo, qué
le dirías?
Le diría que salga a la calle, camine provincias
y barrios diversos, converse con todo el que pueda y saque sus propias
conclusiones. Con la pregunta, creo que me sobreestimas. Entre otras razones,
escribo esa columna para tratar de comprender lo que sucede en Cuba. En alguno
de esos artículos me he inventado personajes alternativos con los que discuto:
ambos soy yo mismo, que piensa lo uno y lo otro.
Esta
pregunta se me ocurrió por la escena de Madagascar
(Fernando Pérez, 1994) que comentamos hace unos días, cuando nos reencontramos.
Vuelve a la noche del 19 de mayo de 1970. ¿Si logras encontrar al jovencito
Arturo Arango en la multitud, qué le dirías, qué consejo le darías, de qué advertirías
a los que iban con él?
Trataría de advertirle que cuide más su tiempo
(“¿Dónde queda la vida?”), pero ya sabemos que los jóvenes, los adolescentes,
no suelen experimentar por cabeza ajena. Le diría que viva de acuerdo con él
mismo, con sus propias necesidades.
Lo que pueda decirle desde la perspectiva de hoy
le servirá de poco. Siempre vivimos atrapados en el presente, luchando en el
presente, contra el presente. Un error frecuente es analizar acciones,
decisiones, sucesos del pasado sin considerar lo que suele llamarse “el
espíritu de la época”. Siempre estamos atrapados en ese espíritu, que nos
condiciona.
Tengo una novela en proceso, “Después de todo”
(“¿Y después de todo, qué?”, canta Jenny con Los Van Van), que puede o debe ser
el punto de partida de casi toda la ficción que he escrito o estoy escribiendo.
Me di cuenta de que esos libros tenían algunas ideas y personajes comunes,
algunas “reincidencias”.
A partir de ahora, advertiré al lector que
pertenecen al ciclo “No estaba el futuro”. La idea es que nunca está el futuro;
siempre lo estamos diseñando, haciendo. Es otro consejo que puedo dar a aquel
muchachito y sus compañeros: nadie va a entregarles el futuro. Háganlo ustedes
mismos, a su medida.
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