Mi hija Ana Rosario estudia derecho y política en
la Universidad Carlos III de Madrid. No conozco un conflicto en el mundo sobre
el que no tenga una opinión. Cuando habla de la situación de Cuba, España o
Europa, defiende sus puntos de vista con una vehemencia que me enorgullece. Pero
es una millennials y, como la mayoría de sus contemporáneos, es fanática a
Pokémon Go.
Como ahora está de visita en Santo Domingo,
instaló la aplicación en mi celular para atrapar la mayor cantidad posible de
esos bichos. El lunes pasado tuve que viajar a Las Vegas y le pregunté qué
quería que le trajera. “Nada, en verdad no me interesa mucho el rollo de Las
Vegas —me respondió—. Pero si puedes, atrápame pokemones, que allá debe haber
muchos de los que yo no tengo”.
El hotel donde estábamos, el Venetian, es uno de
los más grandes y desconcertantes del mundo. Bajo su falso cielo, navegan
góndolas a tamaño real y la tarde permanece trabada justo un momento antes de
que caiga la noche. Como Diana participaba en un congreso y —por convicciones
que me inculcó mi abuelo— yo no juego, al tercer día ya no tenía qué hacer y me
puse a cazar pokemones.
Hasta ese momento, me sentí invisible dentro de
los más de 600 mil metros cuadrados que tiene el lujoso complejo. Pero en
cuanto me puse a perseguir un Zubat, empecé a tener amigos. Un japonés me llevó
hasta una pokeparada que estaba entre los recovecos del Grand Canal Shoppes. Dos chicas
árabes me mostraron dónde se escondía un Pigetto.
No necesité hablar otro idioma que no sea el que
aprendí de niño en el Paradero de Camarones. El mapa del aplicación me llevó al
encuentro de amigos que sigo sin conocer, pero con los que compartí encarnizados
combates, atrapadas increíbles y retos memorables.
Una noche, camino al Cique du Soleil, me encontré
con un compañero de lucha. Era japonés y no se atrevió a saludarme, porque yo
iba del brazo con Diana. Pero me hizo una seña cómplice y me guiñó un ojo.
Justo al lado de una máquina tragamonedas se escondía un Venonat.
Al final, los cuatro días que pasamos en Las
Vegas pueden resumirse en tres bullets: la increíble función de Mystère, las cosas que compartí con Diana
y las tardes de cacería. Si pude sobrevivir aquellas largas sesiones de soledad,
fue gracias a los pokemones.
Cuando volvimos a casa, mi hija me abrazó emocionada: “¡Estoy feliz, Pa —me dijo—. Gracias a ti subí dos niveles!”.
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1 comentario:
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