28 marzo 2021

Mi madre camina por el andén de Camarones para ver pasar un tren


A cada rato escribo “Ferrocarriles de Cuba” o “Cuban railroad”, así, entre comillas, en los buscadores y las tiendas on line. Acopio toda imagen, texto, documento, película o libro que aparezca. Nací en la estación de trenes del Paradero de Camarones. Al hacer eso salvo, de alguna manera, mi mundo perdido.
Hace un tiempo compré este DVD en Amazon. Había comprado muchos antes. En todos lo más cercano que aparecía a mi casa y mi pueblo eran las locomotoras de vapor de los centrales Mal Tiempo (Andreíta, antes de 1959) y Espartaco (Hormiguero). Con esos sonidos y esas imágenes me bastaba y me sobrada.
Pero en un capítulo de Cuba, 1998, apareció el Prado de Cruces y, al fondo, un tren de tolvas de azúcar saliendo de la estación. Cinco kilómetros después está mi casa. “¡Qué cerca!”, me dije a mí mismo. He olvidado un detalle. Estaba viendo el DVD junto a mi madre. Quien era feliz al estar a mi lado, pero extrañaba aún más que yo a su pueblo.
De pronto apareció un cartel y luego unos carneros (así le llaman a las ovejos en Cuba) y los dos dijimos al mismo tiempo, “¡Esos son los de Mele!”. Sí, era el aparatadero, junto a la cerca del patio de Mercedita. De ahí en adelante la cámara nos fue descubriendo la estación detalle a detalle.
Mi madre empezó a llorar y agarró fuerte mi mano. Entonces, sin que ninguno de los dos pudiera ni siquiera imaginarlo, apareció caminando de la puerta de la calle al teléfono del anden.  Ahora no tengo a su mano para apretarla al volver a ver esas imágenes. Pero igual, siempre que vuelvo a ellas, empiezo a llorar.

Camilo y Serafín posan en Yaguajay

Serafín Venegas, con gorra, detrás de Camilo Cienfuegos.

En los archivos de
 Bohemia encontré esta foto donde Papi aparece junto a Camilo Cienfuegos en Yaguajay. En un Noticiero ICAIC se les ve otra vez juntos ese mismo día, izando una bandera cubana en lo alto del Ayuntamiento del pueblo (no he logrado conseguir esos segundos de película). 
Pocas semanas después Serafín Venegas Nodal le dijo a su jefe que no le interesaba la vida militar. Con un Dodge 58, un camión y una motoniveladora se fue a vivir a su lugar preferido en el mundo: el Escambray. Hizo de Manicaragua todo el espacio que necesitaba para ser feliz.
El Dodge acabó destrozándose contra un árbol una madrugada de carnaval. La motoniveladora hizo camino en las montañas hasta su último aliento. Alcancé a conocer al camión. También era Dodge. En él me picó una abeja que me dejó una marca para toda la vida. Cada vez que la veo en un espejo, recuerdo al vehículo.
Compartí la foto con Alejandro Aguilar y Marianela Boán. Al rato, Marianela me hizo una observación: “Las mujeres parecen salidas de la película A pleno sol, de Alain Delón”. Estamos hablando de Yaguajay, un apartado pueblo dedicado a la agricultura en los confines de Las Villas.  
El día que caiga el régimen que acababa de triunfar en esa imagen, a los fotógrafos le va a costar mucho trabajo hacer una foto de grupo, incluso en las esquinas más concurridas de La Habana, en la que todos los hombres tengan camisa y las mujeres no anden en prendas de interior como si fuera ropa.
Camilo y Serafín posaban en una Cuba que nacía. Ni ellos ni los que están a su alrededor podían imaginarse que en realidad moría. 

27 marzo 2021

La crisis de octubre

Coche motor Uerdinger con su trailer.

(Fragmento de la novela Atlántida)

Aurelio estaba leyendo “La lluvia”, un cuento de Ray Bradbury que habían publicado en la Bohemia de esa semana. Por eso dice que está confundido, que no sabe si el aguacero que recuerda caía en el Paradero de Camarones o en las páginas de la revista.
Por eso buscó en su colección de revistas viejas y, cuando logró parar de estornudar, empezó a buscar en el número 42 del 18 de octubre de 1962. Al llegar a la página 15, dio una palmada contra el papel y volvió a levantar una nube de polvo. Esta vez, los dos empezamos a estornudar.
—La lluvia continuaba. Era una lluvia dura, una lluvia constante, una lluvia minuciosa y opresiva —leyó en voz alta—. Era una lluvia que ahogaba todas las lluvias, y hasta el recuerdo de las otras lluvias.
Cerró la revista y la puso en mis manos. Luego hizo el gesto cuando ha comprobado algo. Eso quiere decir que el aguacero que tiene metido en su cabeza se debe al cuento que estaba leyendo y no a la realidad. Aun así, yo me sigo imaginando un día de lluvia sobre el Paradero de Camarones. 
El 174, el Uerdinger de Caibarién pasó a su hora, las 09:32. Aurelio recuerda haberle llevado él mismo la vía al maquinista. Como yo me sigo imaginando que llovía, lo hizo con un paso muy apurado. El maquinista corrió la puerta del coche motor alemán y se puso de cuclillas para alcanzar la hoja de papel con las indicaciones.
—Está fea la cosa, Yero —le dijo a mi abuelo.
—Sí, está fea la cosa, Quintana —le respondió Aurelio.
No se referían al estado del tiempo sino del mundo. Eran los días de la Crisis de Octubre. Estados Unidos había descubierto que la Unión Soviética había emplazado misiles nucleares en Cuba y la tercera guerra mundial parecía inevitable. Pero nada de eso impidió que los dos ferroviarios se despidieran como siempre, con una sonrisa.
—¿Tengo que parar en Hormiguero? —dijo Quintana.
—Sí, hay varios boletines vendidos —dijo mi abuelo.
El Uerdinger dio dos pitazos y salió disparado hacia Cienfuegos, a donde debía llegar a las 10:05. Si por fin no llovía, Aurelio debió quedarse en el andén a verlo pasar por los dos cruceros. Si el aguacero solo estaba cayendo en el cuento de Ray Bradbury, entró de una vez y llamó a la estación de Hormiguero para reportarle la salida del 174.
Poco después, recibió una llamada de Hormiguero. El 174 no había hecho su parada facultativa, a las 9:40. A mi abuelo le pareció muy extraño. Porque le había dicho a Quintana y él jamás olvida eso. Cinco minutos después, la estación de Cherepa alertó al despachador de trenes de Sagua.
—¡El 174 perdió los frenos! —Dijo.
Según Aurelio, los coches motores Uerdinger tenían ese problema. Portales, un maquinista que los conocía bien, siempre estaba diciendo que un día iba a pasar una desgracia. “Tienen los frenos directos, si se parte el tubo del aire, a la más mínima caída de presión, pierden los frenos”, advertía.
La estación de Palmira confirmó la mala noticia. El 174 había pasado como un bólido. “Yo no sé cómo no se ha descarrilado —dijo Omar Santos, el jefe de estación, al teléfono— va como a 100 kilómetros”. de inmediato el despachador dio la orden de desviarlo.
La línea acaba en la estación de viajeros de Cienfuegos. Si llega a esa velocidad al final, provocará una tragedia. Al dirigirlo hacia la estación de carga, existía la remota posibilidad de que la locomotora de patio lo persiguiera, lograra engancharlo y detenerlo. De lo contrario, caería al mar.
Pasara lo que pasara, aún en el peor de los casos, aquel incidente no llamaría la atención. El mundo estaba al borde de una guerra nuclear, que un tren sin frenos acabara cayendo al mar no era nada comparado con los misiles soviéticos que podían caer sobre Estados Unidos.
En aquel entonces mis abuelos aún vivían en la estación de San Juan de los Yeras. Aurelio estaba relevando a Morales, el jefe de estación de Camarones, que estaba de vacaciones. Ni siquiera podía llamar a Atlántida para contarle lo que estaba pasando. Si poder quitarse el teléfono del oído, nervioso, volvió a la Bohemia.
—Caía a goles, en toneladas —siguió leyendo mi abuelo—; entraba como hachazos en la selva y seccionaba los árboles y cortaba las hierbas y horadaba los suelos y deshacía las zarzas. Encogía las manos de los hombres hasta convertirlas en arrugadas manos de monos. Era una lluvia sólida y vidriosa, y no dejaba de caer.
Así me imagino a la locomotora del patio de Cienfuegos Carga, la 30815, persiguiendo al Uerdinger. Al final de la lluvia los esperaba el mar y, probablemente, la muerte de todos los pasajeros y la tripulación. La pequeña locomotora alemana perseguía al coche motor alemán. 
Al menos en este incidente, la Unión Soviética y Estados Unidos se mantenían al margen. “Yo no sé cómo no se ha descarrilado —dijo Arambares, el operador de Cienfuegos Carga, al teléfono— va como a 100 kilómetros”. Nadie más dijo nada hasta que se volvió a escuchar la voz del operador.
“Despechador, despachador”, dijo. “Dígame, Arambare”, se oyó lejana, la voz del despachador desde Sagua. “La 30815 alcanzó al 174, vamos a hacerle la vía para Cienfuegos Viajeros”. Los ferroviarios tienen por costumbre no hacer comentarios sobre las situaciones de peligro por teléfono, esa vez no fue la excepción. 
Al otro día, el 174 llegó puntual de Caibarién. El maquinista corrió la puerta del coche motor alemán y se puso de cuclillas para alcanzar la hoja de papel con las indicaciones. Esta vez, además de saludarse de lejos, se dieron la mano. Fue su manera de celebrar que todo había salido bien.
—Está fea la cosa, Yero —le dijo a mi abuelo.
—Sí, está fea la cosa, Quintana —le respondió Aurelio.
Sus rostros, sin embargo, no mostraban la más mínima preocupación. Aunque el mundo seguía en vilo por los misiles soviéticos emplazados en Cuba, para ellos lo peor ya había pasado. Ya no llovía. Como al final del cuento de Ray Bradbury, el sol estaba allá arriba, “cálido, caliente, amarillo y hermoso”. 

La 30815 en el andén de Cienfuegos Viajeros.

"La lluvia", cuento de Ray Bradbury publicado en la revista
Bohemia del 18 de octubre de 1962.

23 marzo 2021

El caballete


"Venga guano, caballero, venga guano,
estamos en el caballete y hay que acabar temprano",
Dúo Los Compadres

Disfruto muchísimo cada etapa de la construcción, desde las reuniones con el arquitecto o el momento en que se da el primer picazo (el real, no el simbólico), hasta el día en que por fin puedo empezar a poner las lámparas y armar los muebles. Pero si tuviera que elegir un solo momento, me quedo con el día en que se pone el techo. 
Ayer en la tarde cayó un aguacero torrencial. El resto de la noche se mantuvo lloviznando y con una neblina impenetrable. Por un momento perdí la confianza en los pronósticos del tiempo que aparecen en las aplicaciones y pensé que hoy sería un día lluvioso. Pero amanecimos con un sol espléndido y pudimos poner el techo tal y como lo teníamos planificados.
A las 3, cuando se fueron los constructores (son muchachos que viven en las comunidades cercanas a la Loma de Thoreau, prefieren empezar y acabar temprano), estuve un largo rato disfrutando el techo ya terminado. Soy guajiro, eso de llegar al caballete me emociona profundamente.

Sin prisa, pero sin pausa


A Frank Rainieri, el empresario dominicano que creó en una desolada costa uno de los destinos turísticos más admirados del mundo, le preguntaron cómo había hecho realidad el sueño de Punta Cana. "Sin prisa, pero sin pausa", respondió. Hace 4 años que llegamos a la Loma de Thoreau.
 
Sin apuro, pero sin descanso, hicimos el núcleo de la cabaña principal (a la que le pusimos Colibrí), luego el guest house (que nombramos Arriero), después levantamos el techo de la cabaña principal para hacerle una tercera planta, construimos el ala izquierda (comedor y cocina) y ahora el ala derecha (habitación principal y estudio). 
Lo hemos disfrutado mucho, pero hemos trabajado como mulos. Cada pared, cada puerta y cada ventana tienen una historia para nosotros.  Hemos soñado, aterrizado, discutido, peleado y celebrado muchísimas veces. También hemos hecho, deshecho y vuelto a hacer. 
Muchas cosas han cambiado de lugar en todo este tiempo, salvo los árboles. Porque desde el principio nos impusimos la condición de que nunca, bajo ninguna circunstancia, talaríamos uno. Y ahora, que llegamos a la última etapa de la cabaña principal, estamos felices de haber podido adaptar todos los espacios entre los árboles. 
A veces Diana habla con ellos. Trata al palo amarillo (un júcaro que le fascina), a las pendas, los ocujes y a los pinos más altos como lo que son, seres vivos que conviven con nosotros en este pequeño espacio de la increíble naturaleza dominicana. 
Aunque muchas veces me creo estar en el Escambray de mi infancia, al final tengo que darle las gracias a este país y a su gente por permitirnos lograr lo que en el nuestro hubiera sido imposible. Hace poco un amigo nos advirtió que nosotros, por lo que expresábamos en las redes sociales, ya no podíamos poner un pie en Cuba.
Que te nieguen el derecho de volver al país donde naciste, duele muchísimo y produce una incurable rabia. Pero no nos sentimos desterrados en la Loma de Thoreau. Aquí he criado hijos, he sembrado muchísimos árboles, he escrito un par de libros y he levantado una casa (algo de lo que, francamente, no me creía capaz).
Sin prisa, pero sin pausa, seguiremos soñando. No conocemos una mejor manera de vivir la vida real.

20 marzo 2021

El consejo de Florentino


De Cienfuegos, la ciudad que más me gusta a mí, recuerdo especialmente tres años: de 1987 a 1990. Acababa de graduarme de la Escuela de Arte y me habían enviado a cumplir el servicio social. Allí coincidí con “viejos” amigos de Cubanacán (graduados de teatro, como yo, y de artes plásticas).
Pronto empezamos a idear proyectos culturales. Con una ingenuidad a prueba de balas y toda la pasión que se tiene a esa edad, nos propusimos revolucionar la cultura de nuestra provincia. Enseguida empezamos a tener tropiezos y encontronazos con las autoridades. Uno a uno, nos fuimos dando por vencidos hasta que acabamos marchándonos todos. 
Por aquellos días obtuve un diploma de oro en un seminario nacional de dirección artística y me gané un viaje a Moscú. Pero el director de cultura de la provincia no me permitió ir. “Él tiene problemas ideológicos”, argumentó (razón no le faltaba). Pocos meses después desapareció la Unión Soviética, me había perdido la única oportunidad de conocerla.
Al enterarse de mi frustración, Florentino Morales me invitó a su casa una tarde. A cada rato solía pasar por el Museo para que el viejo historiador de la ciudad me hablara del pasado. Aquellas largas conversaciones nos fueron acercando y el día menos pensado me dijo “querido amigo”. Emocionado, le di un abrazo que le hizo traquear más de un hueso.
“La mayoría de las grandes frustraciones que tuve en mi vida ahora no me importan en lo más mínimo”, me dijo Florentino para tratar de calmar mi rabia. Su casa estaba junto a la Laguna del Cura y dentro de su biblioteca había una humedad casi irrespirable.  “Mira a ver si te interesa algo”, dijo mientras señalaba los estantes abarrotados de libros.
Elegí dos novelas de William Faulkner y una de Gabriel Miró, un autor que en aquel momento me fascinaba. “Puedes quedarte con ellos”, me dijo cuando yo salía a toda prisa, para no perder el último tren a Camarones. No nos vimos más. Poco después me fui a vivir a La Habana y solo volví a saber de él cuando leí en la prensa que había muerto.
Florentino tenía una memoria apabullante y era un gran conocedor del desarrollo de la industria azucarera y los ferrocarriles en la región. Recordaba la producción de cada ingenio año por año, arroba por arroba. La vieja estación de ferrocarril de Arango (hoy desaparecida) le provocaba una especial fascinación.
Aún hoy, con 53 años, ya camino a la vejez, sigo teniendo presente aquel consejo suyo. Cada vez que me frustro, pienso que llegará el momento en que eso no me importe en lo más mínimo. “¿Qué dice el futuro de la patria?”, me preguntaba cada vez que me veía llegar al Museo. “¿Qué dice el pasado glorioso de la nación?”, le respondía yo, también con una pregunta.

Atravesando la bahía  junto a mis compañeros
de sueños en el Cienfuegos de finales de los 80.

17 marzo 2021

El gran valor de Plantados


Cuando acabé de ver Plantados, acompañé por un rato el silencio de las montañas que me rodean. No pude dejar de seguir pensando en esa Cuba y esos cubanos que han sido negados, ignorados y vilipendiados por más de 60 años. En eso radica el gran valor de la película de Lilo Vilaplana, en mirar para un lugar al que muchos han evitado ver.
La dictadura de Cuba no asesina en plena calle, prefiere alta mar (como hizo con los hombres, mujeres y niños del remolcador 13 de Marzo) o hace que parezca un accidente (como ocurrió con Oswaldo Payá y Harold Cepero). Y antes de matar a alguien, siempre se asegura de haber asesinado primero a su reputación.
La dictadura de Cuba rara vez envía al ejército a reprimir al pueblo, prefiere disfrazar de civiles a sus tropas élites (como hizo ayer para secuestrar a Tania Bruguera). La dictadura de Cuba se niega a reconocer que en sus cárceles hay prisioneros políticos, por eso insiste en disfrazarlos de presos comunes.
Y esa es la historia de Plantados, la de esos cubanos que soportaron todo tipo de torturas y vejaciones antes de permitir que les quitaran lo único que les quedaba: su dignidad. La maquinaria de propaganda de la dictadura ha sido tan cruel como la maquinaria represiva. 
Con la misma facilidad que convirtió a asesinos en iconos, condenó a héroes al oprobio. Muy pocos jóvenes cubanos conocen a Hubert Matos, uno de los comandantes más valientes y queridos de la lucha contra Batista. Para desaparecerlo de la historia, lo borraron hasta de las fotos.
Por eso la Cuba del futuro, esa que tarde o temprano acabará llegando, tendrá que agradecerle a Plantados la valentía de iluminar las más oscuras mazmorras del castrismo y permitirnos ver los rostros de los que de verdad merecen ser absueltos por la historia.
Mientras tanto, la Cuba de hoy debe darle las gracias a Lilo Vilaplana, Juan Manuel Cao, Ángel Santiesteban, Carlos Cruz, Gilberto Reyes, Isabel Moreno, Carlos Acosta, Alberto Pujols, Grettel Trujillo y a todos los jóvenes que participaron en la película. Cada enfrentamiento a la historia oficial de la dictadura es también una pelea cubana contra el olvido.

11 marzo 2021

La mesa de cristal


(Fragmento de la novela Atlántida)

Casi todo el pueblo vino. Sin importar la hora, tocaban y decían que tenían que verla para creerlo. Entonces Atlántida abría de par en par la pesada puerta de la casa. Al fondo, en el centro de la saleta, alumbrada por un cono de luz del sol de la mañana, ella resplandecía.
El mixto de Cumanayagua llegó al enlace del ramal Cumanayagua a su hora, las 15:57. En lugar de hacer anden y luego retroceder, como de costumbre, se internó y entró retrocediendo por la pata del triángulo. Esa operación fue idea de Aurelio, para poder bajar con calma todos los muebles que venían en la casilla de expreso.

—Así dejamos la principal libre —le explicó a Elpidio Ávalos, el conductor—. Por ahí vienen dos tolveros.

Toda la tripulación se bajó para ayudar, hasta el maquinista y el fogonero. Primero sacaron las cajas y las pusieron a un lado. Luego empezaron a bajar los muebles. La base y el cristal de la mesa fueron los últimos. Muchos viajeros tenían medio cuerpo fuera de las ventanillas y no podían contener su asombro. 

—¡Mira ese butacón, es inmenso!

—¡Tremenda cómoda!

—¡Ese es el espejo más grande que he visto en mi vida!

—¡Qué sillas más lindas, caballero!

—¡Dicen que vienen de La Habana!

Cuando la 50902 dio los dos pitazos de salida eran las 16:12. El mixto tenía ya 10 minutos de atraso. Elpidio Ávalos, sin embargo, le dijo a mi abuelo que no se preocuparan porque eso lo recuperaban en el camino. Cuando el último coche se perdió en la curva del triángulo, Aurelio se llevó las manos a la cabeza. 

No sabía por dónde empezar. Desde la ventana del comedor, mi abuela miraba a los muebles con los ojos llenos de lágrimas. Por un lado, estaba tranquila de que todo llegara bien. Pero por el otro, le producía una tristeza inconsolable. Al final suspiró y también se llevó las manos a la cabeza.

Las cajas y los muebles eran las pertenencias de Nellina, la hermana de Atlántida que vivía en La Habana y que había muerto de un infarto fulminante. En los próximos días, mi abuela se dedicaría a organizar todo aquello dentro de nuestra casa. El cambio fue tan grande, que Aurelio y yo tardamos meses en volver a orientarnos.

Mi cama se la mandaron a mi primo Ariel (el hijo pequeño de mi tía Titita, que vive en San Juan de los Yeras) y a mí me pusieron el juego de cuarto que era de Nellina. Pude llenar las gavetas de las mesas de noche con mis cosas. Por primera vez tenía un espacio para mí solo.

En la saleta, donde antes estaba el piano, pusieron un aparador con el espejo más grande que yo había visto en mi vida. Estaba lleno de copas, juegos de cubiertos, manteles, servilletas y una vajilla de porcelana que solo se usaría en comidas muy importantes. Frente al aparador, la mesa de cristal con sus doce sillas.

Cuatro hojas de helechos arborescentes, talladas en madera preciosa y laqueadas en blanco, salían de un único tronco para sostener el enorme cristal de una pulgada de ancho. En el centro, dos gigantescos caballos de porcelana, parados en dos patas, luchaban. Uno mordía la crin del otro.

—Esta mesa no se toca —me advirtió Atlántida—. No quiero ver ni un solo dedo marcado en el cristal, ¡ni uno solo!

La vitrina, el aparador y la mesa del antiguo juego de comedor ahora eran de diario. La mesa de diario con sus taburetes fue a dar a la cocina. Allí acabó también el radio Westinghouse de Aurelio, quién ahora oiría la Voz de América frente a Atlántida, con el oído pegado a la bocina.

Mi abuelo escuchaba las noticias en un volumen tan bajo, que podía oírse a la leche hirviendo y al café colándose. Luego Aurelio le hacía un resumen de todo a Atlántida en el desayuno. Cuando decía “aquella gente”, se refería al gobierno de Estados Unidos y cuando decía “esta gente” al de Cuba.

Marita, Miriam y Yolanda me pidieron que les enseñara la mesa de cristal. Atlántida se sorprendió cuando llegué a la casa con mis compañeras de aula. Siempre atenta a que ninguna de las tres tocara el cristal, también les enseñó fotos de Nellina y les contó la vida de su hermana hasta acabar enternecida en llanto.

En una bandeja de plata que vino en una de las cajas, puso cuatro vasos de jugo de mango y unas galleticas dulces de las que dan en el tren de La Habana. Mi abuelo también vino de la oficina a saludarlas. “¿Y cómo se porta el niño en el colegio?”, les pregunto.

Aunque ya la palabra colegio no se usa, Aurelio se niega a decir escuela. Como tampoco dice matemáticas sino aritmética. Él multiplica de una forma diferente a la que nos enseñó el maestro Gustavo y cuando me ve haciendo la tarea se molesta. “Ni a multiplicar saben enseñar esta gente”, refunfuña.

Casi todo el pueblo vino a ver la mesa de cristal, menos Basilia. Me pasé semanas muy atento para salir al andén justo en el momento en que ella estaba pasando. Pero nunca me dijo nada. Algunas veces me saludaba con una sonrisa y otras me hacía sentir como el hombre invisible.

Al fondo, en el centro de la saleta, alumbrada por un cono de luz del sol de la mañana, resplandece la mesa de cristal. Muchos dicen que es el mueble más lindo que han visto en sus vidas. Para Aurelio y para mí, en cambio, se ha convertido en un problema.

Él ahora tiene que escuchar el radio Westinghouse entre todos los ruidos de la cocina y pegar bien el oído para entender las noticias en la Voz de Américas. Yo ya he decidido pasar por la saleta con los brazos cruzados. Porque al más mínimo descuido, Atlántida me sorprende poniéndole la mano encima al cristal.

—Te he dicho mil veces que esa mesa no se toca —me advirte—. No quiero volver a ver ni un solo dedo marcado en el cristal, ¡ni uno solo!

10 marzo 2021

ÁNGEL SANTIESTEBAN-PRATS: “Creo que ya hice todo lo que tenía que hacer en esta vida”


Mi madre y la suya fueron grandes amigas de la infancia en el San Fernando de Camarones de los años cincuenta. A nosotros nos presentó la literatura 40 años después y en cuestión de días ya nos queríamos como hermanos. Nuestras complicidades pueden señalarse a lo largo de todo el mapa de Cuba.
Algunas incluyen persecuciones, como una noche de tormenta en un hotel de Nueva Gerona. El agente insistía en mostrarnos las pruebas. “No conocemos a esas muchachas, ni él ni yo hemos estado en esa habitación”, repetía una y otra vez Angelito sin poder levantar la vista para no soltar una carcajada.
Aunque en los últimos 20 años apenas nos hemos reencontrado dos veces, siempre retomamos nuestra hermandad justo en el punto donde la habíamos dejado. Cuando supo que mi madre había muerto, contactó de inmediato a los Odd Fellows de Cienfuegos.
—Mi herma, si decides traer a nuestra madrecita para Cuba, ya puedes enterrarla junto a tus abuelos —me dijo ese mismo día. Ese es Ángel Santiesteban, alguien al que no se le escapa ni el más mínimo detalle y que siempre está ahí, con su ingenio, su abrazo de oso y su cariño incondicional.

 

Eras uno de los escritores más premiados de mi generación cuando decidiste pronunciarte en voz alta contra la dictadura. ¿Cuál fue la gota que colmó el vaso? ¿Qué consecuencias inmediatas tuvo en tu relación con las instituciones culturales y tus amigos que ocupaban altos cargos en ellas?

De verdad disfrutaba mi vida como escritor. Aunque nunca trabajé en ninguna institución ni conformé una delegación oficial y no era de los aupados, debido a los temas que abordaba en mis libros que siempre resultaban incómodos, viajé por todas las provincias y a varios países a presentar mis obras y como invitado a ferias del libro. 

Recuerdo que, aunque no me expresaba públicamente sobre política, en el 2002, en la Feria del Libro de Guadalajara, recorrimos escuelas y universidades. Nos guiaban grupos de “amigos de Cuba”, que en realidad son aliados de la dictadura. Cuando preguntaban sobre Cuba, muchos preferían no responder o mentir, pero yo prefería ser honesto. “A veces decir la verdad te hace cómplice del imperialismo”, me dijo Iroel Sánchez, en ese entonces presidente del Instituto del Libro. 

Después de aquella experiencia, los aduladores de la dictadura que coordinaban las actividades de la Feria no contaron más conmigo. Yo les ponía malo el negocio, porque todos esos militantes de la izquierda latinoamericana lucran con su “solidaridad” con Cuba, beneficiándose de becas para sus hijos, atenciones médicas gratuitas o vacaciones en la isla. 

Algunos dijeron que yo estaba loco, pues era un “privilegiado”. Viajaba, recibía premios, publicaba libros… pero llega un punto que uno no puede más con el asco que siente consigo mismo. Ese silencio cómplice no me permitía vivir en paz con los jóvenes que fusilaron por intentar llegar a Estados Unidos o con las farsas electorales que el régimen convoca y en las que teníamos que votar todos. 

Decidí revelarme ante todo aquello y puse un cartel en mi casa y lo subí a internet: “En esta casa no se vota. Nosotros botamos”. De inmediato Abel Prieto me mandó a buscar a la UNEAC, de la cual era su Presidente, para decirme que la Seguridad del Estado se estaba halando los pelos con mi actitud. 

Luego, en 2008, decidí crear un blog. Ya eso fue como quemar las naves. De hecho, el blog lo creé en tu casa, durante un viaje mío a Santo Domingo, desde tu computadora. A partir de ese momento me convertí en un mercenario, en un perseguido, “indigno de vivir dentro de la revolución”. Pasé a engrosar la lista negra de las instituciones culturales. Nadie podía invitarme a nada ni dejarme participar en ningún evento. La mayoría de los amigos me salieron huyendo, hasta los que visitaban mi casa a diario. 

Eduardo Heras León y Francisco López Sacha me advirtieron que pronto la policía política “comenzaría a enseñarme los instrumentos”. Recuerdo que me pidieron que sacara Los hijos que nadie quiso, mi blog, de Cubaencuentro. Les dije que no y a partir de ese día no me visitaron más. 

Tampoco aquellos que no ocupaban cargos volvieron a visitarme porque simplemente tenían miedo. Como soy muy sociable, era amigo o conocía a muchísimos escritores de Cuba y, por ende, sabía lo que realmente piensan (muchos se expresaban en privado de una manera aún más crítica que la mía). Pero la inmensa mayoría decidieron evitarme.

Recuerdo una noche que salí de una fiesta en la casa de la escritora Milene Fernández con Laydi Fernández de Juan, la hija de Retamar, y su esposo. Mi pareja en ese momento y yo nos quedamos sorprendidos de la manera en que Laydi se expresaba, bajo los efectos del alcohol, del régimen. A diferencia de ella, soy abstemio, siempre estoy consciente de mis desinhibiciones.

 

¿Cómo fueron tus años en la cárcel, cómo se relacionaban los presos comunes contigo? ¿Cómo hacía para sobrellevar el encierro alguien como tú, que tienes una constante necesidad de sentirte libre?

Si te digo que fueron terribles te engañaría. Aunque estaba privado de mi libertad, lo cual siempre es doloroso, me sentía útil. Donde quiera que me ubicaban, los guardias no podían cometer abusos. Los presos comunes se sentían agradecidos por mi presencia, porque de inmediato les mejoraban la comida y les comenzaban a pagar los sueldos por su trabajo para evitar mis denuncias de “mano de obra esclava”. 

Los presos, a su vez, me protegían. Sentía su admiración. Aun cuando algunos de ellos se prestaron para hacerle el juego a los militares, siempre encontraron una respuesta que decidían no volver a acercarse. Me refugié en la lectura y la escritura. Me levantaba a las 9 de la mañana y estaba trabajando (escribía a mano) hasta las 10 de la noche, cuando apagaban la luz. A veces llegué a irme para un salón que había a la entrada del baño para seguir escribiendo o leyendo. 

Para poder soportar el encierro, lo asumí como un sabático. En la calle jamás he tenido ese tiempo para crear. Puedo asegurarte que, a pesar de estar preso, me sentía más libre que muchos artistas que conozco y que jamás dicen lo que piensan.  

 

¿Cómo es la vida de un cubano que vive dentro de Cuba y manifiesta públicamente su oposición al régimen? 

Es terrible. Te sientes vigilado constantemente. Tienes que multiplicar las precauciones porque no sabes qué nuevo delito va a fabricarte la policía política. A veces venden algo en bolsa negra y decides no comprarlo, por mucho que te haga falta, porque puede ser un enviado de ellos para sorprenderte y devolverte a la cárcel. 

La inseguridad te enferma. Cada dos o tres días sueño que estoy preso… ¡Es tan fácil ir preso en Cuba! Una vez que cruzas la línea roja, comienzas a sentir el aire enrarecido, ya el oxígeno no es el mismo. Te traumatiza después que encuentras a los represores esperándote en la escalera de tu casa. A partir de ese momento, cada vez que salgas y entres a tu casa, los vas a encontrar en el mismo lugar.

Cuando un policía se te acerca o un auto patrullero se detiene a tu lado, te pones en alerta porque pueden venir por ti. Sucede igual con los autos típicos que usa la Seguridad del Estado. Siempre estás asustado, preparado para algo que puede cambiar el rumbo de tus planes más inmediatos. Eso te obliga a tener siempre un plan B. 

También es cierto que para mí hay “cierta protección”, al menos mediática, por ser escritor con algunos libros y premios, pero para aquellos que comienzan desde el anonimato es terrible. Gran parte de ellos pasan a engrosar la fila de “presos comunes”, porque el régimen no les otorga el estatus de preso político, y se pierden en lejanas y abusivas prisiones, sin que el mundo, ni los propios opositores se enteren que alguien tomó una actitud con el sistema. 

Es muy difícil ser opositor en Cuba, porque la maquinaria represiva es de una crueldad sin límites y hacen lo que tengan que hacer para tratar de que no vuelvas a levantar la voz contra de ellos. 

 

Actualmente ocupas un alto cargo en la masonería. ¿Cómo te hiciste masón? ¿Cómo ha logrado sobrevivir esa hermandad en la Cuba totalitaria?

He sido en dos ocasiones Gran Decano de la Meritísima Asociación de Veteranos Masones en Cuba. Es un cargo de mucho prestigio para los masones. Fui iniciado en la fraternidad hace 34 años. Comencé a los 21 (la edad en la que se permite ser masón), allá por el lejano 1987, pero desde dos años antes ya estaba cooperando con mi logia, mientras esperaba por la admisión. 

Siempre fue una ilusión de mi madre que fuera masón. Ella me inculcó ese camino, como creo que también soy escritor porque era lo que ella deseaba para mí. Recuerdo que una vez reunimos a tu madre y la mía y comenzaron a recordar su infancia. Eran amigas desde la niñez, pues tu familia y la mía venían de España y los domingos se reunían allá, en San Fernando de Camarones. Mientras los adultos conversaban, ellas, tu mamá, mi madre y sus hermanas, se iban a jugar en los portales. 

Siempre será un misterio cómo nos quisimos tan rápido. Desde el momento en que nos conocimos fuimos inseparables. Y entonces recordé que en los años que viví en Cruces, los viernes me iba para casa de mi hermano en Cumanayagua y, cuando el tren se detenía en la estación del Paradero de Camarones, allí en el andén, veía a un niño jugando, la mayoría de las veces solo. Te vi varias veces, también cuando regresaba los domingos. Luego de jóvenes supe que eras tú. 

En cuanto a la masonería, recién me han otorgado el más alto honor que puede aspirar un masón, que es el grado 33º efectivo de la masonería escocesa. Me siento muy orgulloso, sobre todo porque creo que la mayoría de mis hermanos me creen útil, que es a lo que yo aspiro, a servirle a la institución como he hecho durante más de tres décadas. 

La masonería en Cuba ha logrado subsistir porque se ha adaptado a los tiempos que le tocaron vivir. Se ha encerrado dentro de sus templos y ha olvidado todo pronunciamiento social, justificándolo con los preceptos y legislaciones internas. 

Criticable o no, ha sobrevivido, que es su primera premisa. 

A mis hermanos, sobre todo a los que ya no están físicamente entre nosotros, les debo la armonía de mi comienzo en la hermandad, tanto así, que aún hoy percibo esa concordia como el primer día. Ellos me indicaron el camino del esfuerzo, así como los conocimientos filosóficos que vas adquiriendo con las lecturas, los grados y los años.  

 

¿Por qué insistes en vivir en Cuba, qué te ata a un país que se ha convertido en una jaula para ti?

Creo que una de esas cosas que ata mi permanencia en Cuba es justamente la masonería. Aunque en la mayoría de los países existe la fraternidad, creo que siempre seré más útil desde Cuba. Me siento demasiado extranjero cuando salgo. Tú has logrado llevarte contigo a un Paradero de Camarones imaginario, que mantienes vivo. Yo necesito abrir los ojos y ver a La Habana o saber que puedo volver a ella en cuanto quiera.

Necesito a Cuba para vivir. ¿Recuerdas aquel viaje que hicimos por el interior de Matanzas y Cienfuegos? Éramos jurados en un concurso literario en Colón, nos despertamos y salimos por el Circuito Sur en mi camioneta. Me obligaste a parar en las estaciones de trenes de Guareiras, Calimete, Amarillas… Luego fuimos a Santa Isabel de las Lajas a la tumba del Beny. Necesito tener esa posibilidad siempre a mano. 

Aquí están los huesos de mis familiares, no tengo por qué dejarlos. Aquí nací, no entiendo que una dictadura me obligue a abandonar mi país. Sé que aquí voy a morir y no me importa cuál sea el precio para no abandonar esta isla. Creo que ya hice todo lo que tenía que hacer en esta vida. Solo me queda repetirme, lo que hago con mucho gusto y ahínco. 

Me encanta crear, sabes que en mí eso es un vicio incorregible. He sido muy amado por los que me han rodeado. Estoy convencido de que la vida me ha dado más alegrías de las que merezco y por ello solo quiero que mi epitafio diga: Aquí yace Ángel Santiesteban-Prats, un escritor que se enfrentó a la dictadura de su tiempo”. Si me gano ese recuerdo, seré más que bien pagado.

08 marzo 2021

Tatuajes


(Fragmento de la novela Atlántida)

Los tatuajes se han puesto de moda. Aunque los nuestros no duran para siempre, como los que se hacen los presidarios de las películas. Primero producen una leve picazón, luego un ardor insoportable y por último una hinchazón que dura más de una semana. Al final, y solo por unos pocos días, queda el escrito legible.
En la cerca del potrero de Felo López hay una mata de guao. En la clase de biología alguien le preguntó al maestro Gustavo y nos dijo que su nombre científico era Comocladia dentata Jacq. “Aunque se le considera un arbusto —nos dijo—, puede alcanzar hasta 15 metros de altura”. 
Después de describirnos sus ramas y flores, nos advirtió que nunca nos acercáramos a ella. “Su savia es altamente cáustica para la piel y las muchosas”, nos advirtió. Tito Migoyo preguntó que quería decir eso, pero el maestro prefirió no responderle. “¡No te hagas el bobo!”, fue lo único que le dijo.
—Tú también te vas a tatuar, ¿verdad? —Me preguntó el Chiqui.
—No sé —dije lleno de miedo.
—¡Ahora no te puedes rajar!
Carlos Guedes fue el primero en quitarse la camisa. Pidió que le escribieran el nombre de su madre. “¿Pascuala o Pascualita?”, preguntó Diego, que está aprendiendo carpintería con su padre y gracias a eso tiene mejor pulso que nosotros. La leche del guao fue grabando letra a letra en el hombro de Carlos.
Luego el Chiqui pidió que a él también le pusieran el nombre de su madre y un surco rojo se fue abriendo en su brazo hasta que pudimos leer “Barbarita”. Carlos y el Chiqui eran, después de Yayo Pis, dos de los varones más valientes del aula. Aun así, apenas podía aguantar el dolor.
—Mi abuela me va a castigar si descubre el tatuaje —dije para tratar de librarme.
—¡De eso nada! —dijo el Chiqui—. ¡Quítate la camisa!
—¿Qué te pongo? —Preguntó Diego.
—No sé.
—Ponle el nombre de su abuela —sugirió Carlos.
—Es muy largo, no sé cómo se escribe —dijo Diego encogiéndose de hombros.
—Mejor no me hago nada…
—¡Jum! —Dijo el Chiqui.
—¡Jum! —Dijo Diego.
—¿Qué te pongo? —Insistió Diego.
—¡Basilia! —dije de pronto.
Se rieron a carcajadas. Entre Carlos y el Chiqui me sujetaron el brazo. Diego, además del nombre, dibujó dos corazones atravesados por una fecha. Cuando nos despedimos en la punta del andén, todavía se burlaban de mí. Hasta el aire me quemaba, pero nunca antes me había sentido con tanto valor.
Siempre tuve deseos de hacerme un tatuaje para parecerme a los marinos que salen en las películas. Como Queequeg, el arponero polinesio del Pequod, a quien no le cabía un tatuaje más en el cuerpo. ¿Le habrían dolido tanto sus tatuajes como a mí me dolía el nombre de la mujer más linda del Paradero de Camarones? 
A los pocos días se me borró. Ni Atlántida ni Basilia llegaron a enterarse nunca, pero por mucho tiempo tuve un raro reflejo. Cada vez que me paraba delante de ellas, me cubría con la mano el lugar donde estuvo el tatuaje. Ahora no sé si era por miedo o vergüenza a que descubrieran los dos corazones atravesados con una flecha. 

La bola de fuego


(Fragmento de la novela Atlántida)

Felo López había salido al patio de su casa a llenar una vasija de agua cuando oyó un ruido ensordecedor. Dejó de bombear para escuchar bien. “Eso no puede ser una locomotora”, se dijo. Primero la vio reflejada en el fondo de la vasija. Luego, al levantar la vista, la vio alumbrando el cielo en dirección a Malezas. 
Carmen, su mujer, salió corriendo con un farol. Aunque había luna llena, levantó la pequeña llama hasta la altura de sus ojos para que le ayudara a ver mejor. Después de persignarse, fue hasta el pozo y tomó a Felo de la mano. Aunque su marido ya estaba viejo y sin fuerzas, eso la hacía sentir segura.
Efraín Monzoña, como todos los días a esa hora, tenía medio cuerpo afuera de la pequeña ventana que tiene el cine Justo en lo alto. Los carbonos de los proyectores producen tanto calor, que el proyeccionista tiene que sacar la cabeza para refrescarse. Él al principio pensó que aquel estruendo era de la película.
Pero al ver pasar la bola de fuego, abrió los brazos desconcertado. No atinó a decir nada. Se mantuvo inmóvil, como pasa cuando los rollos se traban y el cuadro se queda fijo en la pantalla hasta que empieza a quemarse. “¡Efraín, lámpara!”, oyó a Chena gritar. Al darse la vuelta, se perdió la explosión.
El Bizco, un testigo de Jehová que vive en La Chirigota, pensó de inmediato en el fin del mundo. “Yo siempre les dije que esta vez la cosa venía con candela —le dijo su mujer con orgullo—, ¡y míralo ahí!”. “¿Tú crees que nos salvemos? —Preguntó la Bizca aterrorizada—. ¿Tú crees que iremos al paraíso?”.  
Yuyo Serralvo, que andaba en una de sus rondas de un extremo al otro del pueblo, cargó su vieja carabina San Cristóbal y apuntó al cielo. “¿Serán los americanos?”, se preguntó mientras mantenía el fusil en alto. Pero después de la explosión no se oyó nada más. Era improbable que fuera un ataque del enemigo.
Al otro día la zona amaneció llena de soldados. Un avión militar no había podido llegar al aeropuerto de Cienfuegos y se estrelló en un cañaveral de Malezas. Una ambulancia pasó con los cadáveres. El piloto alejó lo más que pudo al aparto incendiado los pueblos y al final no les dio tiempo a catapultarse.
Los que fueron al lugar del accidente dicen que dejó un cráter enorme. Ahora, cada vez anochece, Felo López revisa al cielo de punta a cabo. Dice que no quiere que otra bola de fuego lo sorprenda. Lo mismo le sucede a Efraín cuando tiene medio cuerpo afuera de la pequeña ventana del cine Justo.
En el pueblo ha habido unas discusiones tremendas por el modelo del avión. Unos dicen que fue un Mig 15, otros un Mig 17 y algunos están convencido de que fue Mig 21. El Bizco, en cambio, sigue sin creer que fue un accidente. “Yo siempre les dije que esta vez la cosa venía con candela”, repite. 
Entonces la Bizca, todavía muy asustada, pregunta por su salvación. “¿Tú crees que iremos al paraíso?”, dice con un ojo apuntando para su marido y el otro para lo más alto.  

07 marzo 2021

El lugar de nuestros libros


En cada accidente de mi vida tuve que dejar muchos libros atrás. Siempre que pienso en esos tropiezos y caídas, lo que más lamento son los libros que perdí en ellos. Aunque ya uno puede llevar todos sus libros dentro del teléfono, soy un hombre del siglo pasado. Necesito tocar, oler y cuidar de las cosas que amo.
 
He olvidado las razones por las que perdí a los amores que tuve en el pasado, pero no consigo olvidar los libros que extravié con ellos. Sé perfectamente dónde se quedó mi primer Paradiso, aquel Teatro completo de Virgilio Piñera o el Atlas de Cuba donde el país aún aparecía intacto, lejos del alcance de las ruinas.
Convencido de que ahora serán mis libros quienes tendrán que sobrevivirme, construyo un refugio para ellos. Nuestra cabaña en la Loma de Thorea por fin llega a su etapa final. Ya estamos levantando la “habitación de la vejez” (a nivel de la sala y la cocina) y el refugio definitivo para los libros de los que nunca nos separaremos.
Arriba estará la cama, donde nos abrazamos, entrelazamos las piernas y roncamos. Abajo, una mesa junto a la otra, el lugar de nuestros libros. No son incunables ni ediciones valisosas, sino las obras y los autores que le dieron sentido a nuestras vidas. 
Aunque se puedan llevar en el teléfono, insistimos en tenerlos con nosotros. Somos del siglo pasado. Necesitamos tocar, oler, cuidar de las cosas que amamos.

Compota de manzanas


(Fragmento de la novela Atlántida)

En el punto más oscuro del callejón que pasa por detrás de las casas de los Monzoña, los borrachos del Paradero de Camarones se reúnen a beber compota de manzana. Así le llaman al aguardiente clandestino que compran en los frascos donde viene, desde la URSS, ese alimento para niños.

Lo destila Fico, el esposo de la Negra. Cuando los trenes de miel de purga vuelven vacíos del puerto de Cienfuegos, él se mete debajo de los tanques con una palangana y saca todo lo que puede. Después de fermentar la melaza con levadura, la destila en un rudimentario alambique de cobre.

Fico no es el único que hace aguardiente clandestino en el pueblo, pero nadie logra uno tan puro como él. Por eso al suyo le llaman compota de manzanas y a los otros calambuco o chispa de tren. Por 25 centavos, Fico sirve un frasco lleno hasta arriba.

—Mira cómo brilla eso —dice poniendo el líquido a trasluz—. Esto es compota pura.

Los borrachos se sientan en círculo y apenas hablan. Los envuelve el humo de la basura que arde al final de los patios, junto al apartadero donde se detienen los trenes de carga. Con los ojos entrecerrados, parecen soldados después de una batalla en la que murieron la mayoría de sus compañeros.

Aunque Atlántida me había prohibido cortar camino por el callejón de los Monzoña, a veces atravesaba por ahí cuando volvía de buscar el pan en la tienda de Chena. Pero me dio tanta pena encontrarme con ellos, que tomé la decisión de dar la vuelta por la esquina siempre. Bajé la cabeza y salí corriendo.

—Cuando un hombre empieza a tomar eso —oí que le dijo Chena a mi abuelo—, es que ya está perdido.

Cada cierto tiempo, la policía destruye todos los alambiques del pueblo y tira a la cañada el calambuco que decomisa. Pero dicen que Fico está emparentado con Meneses y que por eso a él nunca le pasa nada. La compota de manzana jamás le falta al círculo de hombres que se arma en el callejón cada tarde.

Aquel día yo me había comprado una revista Unión Soviética para forrar el nuevo Atlas Universal que nos entregaron en la escuela. Las revistas soviéticas son la únicas con páginas en colores que llegan al pueblo. Aunque casi nadie las lee, se acaban enseguida. Todos forramos los libros y las libretas con ellas.

En la portada aparecía una cosmonauta. De su espalda colgaba algo que parecía un paracaídas. Detrás del cristal de su casco, ella miraba a la cámara y sonreía. Me entretuve tanto hojeando la revista que tropecé. Cuando levanté la vista, allí estaban ellos dos, con los ojos entrecerrados y envueltos por el humo de la basura.

El Ruso, que cada vez está más flaco, tenía una rara sonrisa. A Gustavo el maestro no se le quitaba una rara mueca de la cara, como si la compota de manzana le hubiera provocado una parálisis. De tras de ellos, la Negra enjuagaba los frascos vacíos en el pozo y Fico miraba el líquido a trasluz.

—Mira cómo brilla eso —se decía a sí mismo—. Esto es compota pura.

Un largo tren de carga estaba detenido en el apartadero. Encima de que desobedecí a Atlántida al cortar camino por el callejón de los Monzoña, me subí a una tolva para poder pasar. Si mi abuela me sorprendía, ni Aurelio hubiera podido librarme de un mes de castigo.

Después de efectuarse el cruce con otro tolvero, el tren de carga empezó a moverse lentamente. El indicador de cola del caboose se fue haciendo más pequeño hasta desaparecer. Entonces todo fue cubierto otra vez por el humo de la basura que arde al final de los patios.

Allí, en el medio de aquella oscuridad que crecía cada vez más, estaban el Ruso y el maestro Gustavo con los ojos entrecerrados, como dos soldados después de una batalla en la que cayeron la mayoría de sus compañeros.

05 marzo 2021

Cuba, el país que se niega a vivir


Una de las mejores definiciones de la Cuba actual que he leído fue del cineasta Juan Carlos Cremata. Alguién en Facebook compartió la noticia de que el régimen había vuelto a la lista de países que patrocinan el terrorismo. “Primero tiene que volver a la lista de países”, sentenció Cremata.
En los años 60 del siglo pasado, Juan Bosch se quejaba de lo atrasada que estaba la sociedad dominicana respecto a la cubana. Para demostrarlo, comparaba a Santo Domingo con La Habana. Leí esa analogía de Bosch justo en los días en que empezaba mi exilio y me asustó. ¿Dónde te has metido?, me dije a mí mismo.
Pero los dominicanos, día a día, me fueron convenciendo de que había tomado la decisión correcta. Cada año que he estado aquí, desde el 2000 hasta hoy, este país ha dado un paso hacia delante. En 2020, después de 16 años del PLD en el poder (partido fundado por Bosch, dicho sea de paso), la mayoría se movilizó.
Hastiados de la corrupción de los gobiernos de Leonel Fernández y Danilo Medina, se lanzaron a las calles y a las redes a promover un cambio. Lo lograron de la manera más democrática: en las urnas. Un amigo cubano que nos visitó, se sorprendía de que hasta los dominicanos más humildes siempre andan con camisas.
Cuando viajábamos al Cibao, se admiraba de que todas las casas estuvieran pintadas, de que hubiera comida en todas partes y de la cara de felicidad de la gente. “La alegría de los dominicanos me produce una gran tristeza —confesó al final—, porque pienso que aquello sería como esto”.
Entonces le comenté que no reconozco a mi país en las imágenes de la Cuba actual. Ni siquiera el acento de la gente me recuerda al mío. En los 20 años que he estado fuera, al revés de la dominicana, la sociedad cubana no ha dejado de marchar hacia atrás hasta llegar a un nivel de depauperación que indigna.
Los ancianos que se aferran al poder en Cuba han hecho del país un lugar tan agotado, conservador y obsoleto como ellos mismos. Por eso es cada vez más ridículo que le sigan llamando revolución a un estado que, diciéndose de izquierda, es incapaz de aprobar ni siquiera el matrimonio igualitario.
El hecho de que el éxito de la canción “Patria y vida” fuera asumido como un problema de estado y que se vieran forzados a responder con ese adefesio de “Patria o muerte por la vida”, demuestra la decrepitud de un país insalvable que debe ser demolido y refundado.
Como bien dijo Cremata, la mayor prioridad de los cubanos que construirán el futuro de Cuba (algún día tendrá que llegar) es devolverla a la lista de países. Una vez allí, el gran reto es convencernos a nosotros mismos de que las calles y los campos no pueden ser solo para algunos sino de todos y para el bien de todos.