En cada accidente de mi vida tuve que dejar muchos libros atrás. Siempre que pienso en esos tropiezos y caídas, lo que más lamento son los libros que perdí en ellos. Aunque ya uno puede llevar todos sus libros dentro del teléfono, soy un hombre del siglo pasado. Necesito tocar, oler y cuidar de las cosas que amo.
He olvidado las razones por las que perdí a los amores que tuve en el pasado, pero no consigo olvidar los libros que extravié con ellos. Sé perfectamente dónde se quedó mi primer Paradiso, aquel Teatro completo de Virgilio Piñera o el Atlas de Cuba donde el país aún aparecía intacto, lejos del alcance de las ruinas.
Convencido de que ahora serán mis libros quienes tendrán que sobrevivirme, construyo un refugio para ellos. Nuestra cabaña en la Loma de Thorea por fin llega a su etapa final. Ya estamos levantando la “habitación de la vejez” (a nivel de la sala y la cocina) y el refugio definitivo para los libros de los que nunca nos separaremos.
Arriba estará la cama, donde nos abrazamos, entrelazamos las piernas y roncamos. Abajo, una mesa junto a la otra, el lugar de nuestros libros. No son incunables ni ediciones valisosas, sino las obras y los autores que le dieron sentido a nuestras vidas.
Aunque se puedan llevar en el teléfono, insistimos en tenerlos con nosotros. Somos del siglo pasado. Necesitamos tocar, oler, cuidar de las cosas que amamos.
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