29 marzo 2023

Compatriotas


Bladimir Zamora, uno de los cubanos que más he querido, cuando se daba veinte tragos de más (diecinueve no eran suficiente) se ponía a hablar de la historia de Cuba. Eso era lo que había estudiado y lo que más le apasionaba (incluso más que nuestra música tradicional, aunque a los que le conocieron les sorprenda).
Muchas veces se remontaba a la Asamblea del Cerro, donde destituyeron a Máximo Gómez como General en Jefe del Ejército Libertador. “Esa es la mayor injusticia que hemos cometido”, decía con rabia. Bladi seguía a Gómez como a un fantasma, señalaba sus casas en La Habana como si fueran templos.
Desde que llegué a República Dominicana, soñamos con emborracharnos en Montecristi. Pero en el momento que por fin era factible, su hígado nos jugó una mala pasada. La última vez que nos vimos calculó los años que yo llevaba viviendo en Santo Domingo y me dijo que ya era compatriota de Máximo.
—Todavía —le respondí.
Hace unos meses Odette Alonso me regañó. Fue a propósito de un viaje de Diana y mío a México. “¿Cómo es posible que tú aún no seas dominicano?”, me dijo. Ninguna de mis excusas le valió. De regreso a Santo Domingo, aceleramos el tan postergado proceso de naturalización.
Hoy, junto a 38 personas de muchísimas nacionalidades, canté el himno dominicano por primera vez. Descubrí que me lo sabía y me volvió a estremecer una estrofa: “Ningún pueblo ser libre merece/ si es esclavo, indolente y servil;/ si en su pecho la llama no crece/ que templó el heroísmo viril”.
Los dominicanos no han permitido que ninguno de sus tiranos muera en su cama, los ajusticiaron a todos. Eso me llevó de regreso a la Asamblea del Cerro, donde los cubanos destituímos al hombre que nos enseñó a pelear. Me serví un ron al regresar a casa. “Bladi, ya soy compatriota de Máximo”, dije con él en alto.

27 marzo 2023

El cometa

El cuerpo celeste pasando sobre el cielo de Samaná.

El sábado pasado estábamos en la terraza del apartamento de Alejandro Aguilar y Marianela Boán en Portillo. Diana y Marianela habían ido a ver algo a la cocina, Alejandro y yo nos quedamos vasos en mano, con una increíble noche estrellada encima de nosotros.
Como estoy operado de la columna, no puedo permanecer mucho rato sentado. Al pararme, advertí un cuerpo celeste que avanzaba a gran velocidad, justo debajo de la luna y Venus. Su larga cola nos hizo pensar en un cometa.
Pero entonces recordamos que Halley no vuelve hasta 2061 y, que supiéramos, la Nasa no tenía cometas a la vista. Tras su paso volvimos a nuestras conversaciones de siempre, pero mientras estuvo cruzando el cielo de Samaná no hicimos otra cosa que mirarlo.
"¿Vieron la estrella fugaz, ¡qué divina!", repitió Fito Páez en mi cabeza y se quedó cantando "She's mine" un largo rato. Luego llegaron Mario García Haya y Soraya Thomas, los dos integrantes que faltaban del Sexteto Portillo. Mayitin, que siempre tiene una explicación para todo, concluyó que era una nave espacial.
Pero, justo en ese momento, Alejandro encontró un aviso de meteorito en internet. Como es muy poco probable que ninguno de los seis pueda esperar por Halley, le damos las gracias a quien sea que paso. Un simulacro de cometa hace que todo lo que ocurra dentro de una noche sea inolvidable.

El sexteto Portillo, esa misma tarde.

26 marzo 2023

Ida y vuelta


(fragmento de la novela Atlántida)

Apenas dormí, porque los reflejos fugaces de las estaciones me despertaban constantemente. Lérida procuraba arroparme con su estola, pero me la quitaba en cuanto la ventanilla del Budd se alumbraba al pasar por un pueblo. Las Villas había quedado atrás y avanzábamos a través de la llanura La Habana - Matanzas.

Nellina, la hermana menor de mi abuela, estaba enferma y mi madre aprovechó el fin de semana para ir a verla. El viaje de ida lo hicimos en la noche del viernes y el de vuelta en la noche del sábado. Eso, según Atlántida, me permitía descansar el domingo y “volver fresco a la escuela”.

El 224 salía de Cienfuegos a las 21:10. Lérida y yo subimos al Budd antes que los viajeros. Los que pasaban por la calle, del otro lado de las cercas de la estación, ya iban camino de sus casas y de sus camas. A nosotros nos esperaba un largo viaje de cinco horas y dos minutos. 

A las 21:35, llegamos a Palmira. A las 21:40, salimos de Cherepa. Hasta ahí llegaba el mundo conocido por mí. A partir de ese momento comenzamos a alejarnos del Paradero de Camarones. Los carteles de Arriete, Congojas, Rodas, Perseverancia y Aguada de Pasajeros fueron indicando que cada vez estábamos más lejos.  

Una a una, pasaron las luces de las estaciones de Línea Sur: Amarillas, Calimete, Manguito, Guareiras, Baró, Agramonte, Isabel, Pedro Betancourt, Navajas, Guira de Macurijes, Bolondrón, Unión de Reyes, Bermeja, Los Palos, Vegas, San Nicolás de Bari, Güines, Melena del Sur, San Felipe, Quivicán, Bejucal y Rincón.

Antes de llegar a cada una de ellas, el conductor recorría el coche anunciándolas. Lo hacía en voz baja, como si no quisiera despertar a los que dormían. Siempre que abría los ojos, Lérida me decía el nombre del pueblo cuyas luces entraban al coche como si también quisieran irse de viaje.

Llegamos a La Habana todavía de noche. Entonces, yo mismo me había envuelto en la estola. “Mira los barcos”, dijo mi madre y señaló un poco más adelante. Era el fondo de la bahía y decenas de navíos permanecían amontonados. Alguien, unos asientos delante de nosotros, secreteó que eran barcos pesqueros.

Una gran antorcha, encima de una torre, ardía del otro lado del puerto. Lérida me dijo que era la refinería de petróleo. El Budd usó toda la fuerza de sus 300 caballos para subir los elevados. Las ruedas chirriaban sobre la enorme estructura de hierro, mientras pasábamos muy cerca de las ventanas y los balcones de los edificios.

Los andenes de la Estación Central eran larguísimos. En las carrileras contiguas había tres locomotoras inglesas. La 52509 esperó a que nuestro Budd entrara al patio de la estación para bajar sola por los elevados, la 52502 retrocedía con dos coches de equipaje y la 52506 estaba lista para salir con un largo tren de viajeros. 

—Apúrate —me dijo Lérida— que ahora tenemos que buscar la parada de la guagua.

—¿Viste? —le inquirí—. ¡Tres inglesas!

—Anjá —me respondió Lérida sin mirar a ninguna de las máquinas—. Vamos, apúrate.

—Pero mira —insistí—: ¡tres inglesas!

Cuando Nellina abrió la puerta, se abrazó a mi madre llorando. Mientras desayunábamos café con leche y pan con mantequilla, ellas estuvieron hablando del corazón de la hermana de mi abuela. Lérida a cada rato la interrumpía para decirle que no se preocupara, que no iba a pasar nada.

—Quiero que las cosas estén bien claras —repetía Nellina.

Al despedirnos, se abrazaron llorando otra vez. El 223 también salió puntual, a las 23:20. Esta vez en el patio de la Estación Central había dos locomotoras inglesas, la 52505 y la 52508. Una francesa, la 50824, ronroneaba en lo oscuro, mientras acoplaba una casilla de expreso delante de dos coches Pullman.

Según Lérida, me dormí en cuanto dejó de verse la antorcha de la refinería de petróleo. Estaba tan cansado, que los reflejos fugaces de las estaciones en la ventanilla no lograron despertarme. El olor del abrigo azul de Atlántida, mientras mi abuela me abrazaba, fue la prueba más contundente de que estaba de regreso.

Fue en 1975. Aunque solo se trató de un viaje de ida y vuelta, me pareció larguísimo. Extrañé más al Paradero de Camarones que Sadokán a Mompracem y Nemo a las profundidades del océano. Aurelio me hizo repetir el nombre de todas las estaciones por las que pasamos. 

Las fui diciendo por orden ascendente, sin olvidar ninguna. Luego mencioné los números de las locomotoras que vi en el patio de la Estación Central. Incrédulo, le preguntó a Lérida si era verdad que esas eran las máquinas que estaban allí en ese momento. Mi madre dijo que sí. Mintió, ella nunca las miró.

20 marzo 2023

Lo que más me gustó del juego


Cuba ya no es una nación, tampoco un país, ni siquiera una provincia. A lo que más se asemeja ese territorio, devastado por el totalitarismo, es a un municipio. Y su presidente no podía parecerse más a ella. Miguel Díaz-Canel genera tan poco y tiene tan pocas luces como la isla que dice dirigir. 
Cuando comenzó el Clásico Mundial de Béisbol, el #TeamBarrigas (para dirigir en la Cuba actual, más que cerebro, parece necesitarse una buena barriga) no lucía muy entusiasmado que digamos. Reseñaban con discreción cada paso, desde la conformación del equipo hasta las dos primeras derrotas.
Pero el equipo sorpresivamente empezó a ganar y eso les produjo una crisis de entusiasmo. Pasaron del “no se trata de política, se trata de que son cubanos” al #TeamAsere (¡qué chealdad más grande, aparecerse con eso a estas alturas del juego!) y a la politiquería municipal.
La crisis de entusiasmo duró muy poco. Estados Unidos puso en su lugar a un equipito que estaba a la altura del territorio que representaba: un municipio. Tras la aplastante derrota, al #TeamBarrigas solo le resta alardear, echar guaperías y jurar que ya ganaron (¡y lo peor es que se lo creen!).
No vi ningún juego, porque ese equipo no me representa. Como tampoco el municipio que ha usurpado el escudo, la bandera y el himno de Cuba. El país donde nací ya no existe. Aun así, no puedo decir que me disgustara la derrota de los representantes de… ¿le llamamos Jatibonico, Taco Taco, Buey Arriba? 
Cualquier revés del #TeamBarrigas, por intrascendente que sea, es una victoria para los que perdimos a Cuba. Y ahora sí me refiero a la nación, al país, al lugar donde la palabra asere aún no había sido engullida por ellos. Por poco se me olvida por lo que estaba diciendo todo esto:
Lo que más me gustó del juego fue el cartel de “¡Abajo la dictadura!” detrás del home.