23 enero 2023

La fuerza de la costumbre


Cuando uno vive en una estación de trenes ve pasar a tanta gente que deja de fijarse en los rostros. Como es imposible retener tantas caras, se crea un mecanismo propio de reconocimiento que consistía en identificar señas particulares, modos de caminar, tics nerviosos… 
Con los viajeros de siempre no lo necesité, a ellos los distinguía con eso que Atlántida llamaba “la fuerza de la costumbre”. La negra Dolores esperaba todas las mañanas al tren de Santo Domingo. Según Aurelio debía tener ya más de 70 años, pero en su cara había siempre una sonrisa sin arrugas. 
Cuando caminaba, su cuerpo se balanceaba de un lado a otro, como si el suelo que iba pisando se estuviera moviendo. Atlántida siempre que la veía decía “pobre mujer”, porque recordaba que les habían fusilado a dos hijos en el Escambray. El primero fue antes del 59. 
Fue en los días en que el Segundo Frente tenía su campamento en El Nicho. El hijo de Dolores le dijo al ejército la ubicación exacta y una avioneta de la Marina los bombardeó. El comandante Gutiérrez Menoyo le envió una carta a Dolores donde le daba el pésame y le explicaba por qué había llevado a su hijo al paredón.
Después de la revolución, el otro hijo se le alzó y también lo fusilaron. Esa vez nadie le dio el pésame y no recibió ninguna carta. Según ella le contó a Aurelio ya casi subiéndose al 3710, nunca le dijeron ni siquiera dónde estaba enterrado. Dolores me saludaba con un beso, mientras me pasaba la mano por la cabeza. 
Me decía que iba a ser lindo como todos los hombres de los Yero. A Atlántida le “hervía la sangre” cada vez que la oía decir eso. “Eso mismo le decía a tu tío Aldo —me decía mi abuela mientras me arreglaba el peinado con sus manos estrujadas—. ¡Tan vieja como está para tanta satería!”.
Ni mi abuelo sabía cómo se llamaba el hombre que venía a buscar una cantina de leche. Aunque conversan muy animadamente sobre muchos temas, nunca se les ocurrió preguntarse cómo se llamaban. El hombre se iba en el 3702. Ponía 15 centavos en la taquilla y Aurelio le sellaba un boletín para Palmira.
Una mañana un tren de carga se descarriló entre Ranchuelo y Cruces. No hubo paso hasta media tarde. El hombre le comentó a mi abuelo que temía que la leche de la cantina se le cortara. Aurelio llamó a Atlántida para que se la hirviera y el hombre dijo que no sabía cómo agradecer tanta molestia.
Al otro día nos trajo un mamey maduro con el que hicimos batido. Semanas después el tren se volvió a retrasar no recuerdo por qué motivo. “Mañana tomamos batido de mamey”, dijo Aurelio frotándose las manos, después de alcanzarle la cantina a Atlántida para que pusiera a hervir la leche.
Yiya era de Cabeza de Toro, un apeadero que está entre Hormiguero y Cherepa. Aunque ya hacía años que se había “juntado” con Juan José Monzoña, todos los días se subía al tren de Cienfuegos para ir a almorzar a su casa. Se iba en el 3702 y volvía en el 3703. Tenía dos hijas pecosas a las que llamaban las Entenadas de Juan José.
Gracias a Yiya y a sus dos hijas pecosas, los Ferrocarriles de Cuba seguían imprimiendo boletines de Camarones a Cabeza de Toro. 1.095 en años normales y 1.098 en años bisiestos, según Aurelio, eran una cantidad suficiente para que la empresa le solicitara a la imprenta un nuevo lote de aquellos pequeños cartones.
Por último, estaba la muchacha que viajaba los viernes en la tarde para Cumanayagua. Tenía los ojos azules, muy azules. Cada vez que iba a saludar a alguien, en vez de decir algo, sonría. Era mucho más joven que Basilia y la maestra Mary. Siempre andaba con una novela policiaca y nunca dejaba de comerse las uñas.
Una mañana llegó al andén con dos maletas y acompañada por un hombre mucho mayor que ella. Esperaron el tren de pie, ella con la vista perdida en el punto por donde asoman los trenes y él abrazándola por la cintura. Él la empujó por las nalgas cuando se fueron a subir al coche. Ella seguía cargando con las maletas.
Nunca más volvímos a ver a la muchacha que tenía los ojos azules, muy azules. Entonces la lista de los viajeros de siempre se redujo a cinco personas, la negra Dolores, Yiya, las entenadas de Juan José y el hombre que venía a buscar una cantina de leche. 
Gracias a ellos seguíamos contando con “la fuerza de la costumbre”.

19 enero 2023

El día en que la fiebre amarilla pasó por el Paradero de Camarones


Para un niño que vivió solo con sus abuelos en una estación de ferrocarril rodeada de cañaverales por todas partes, cualquier hecho que rompiera la rutina establecida por los itinerarios se convertía en un suceso inolvidable. Eso ocurrió el día en que la fiebre amarilla pasó por el Paradero de Camarones.
Por un descarrilo que hubo en el patio de la estación de Santa Clara, el más importante nudo ferroviario de Las Villas, la formación del tren de Cienfuegos (que entonces constaba de una locomotora M62, de fabricación soviética, y tres coches Fiat italianos) quedó del lado de allá.
Y la formación del tren de Caibarién (con una locomotora DVM-9, de fabricación húngara, y dos coches comando) quedó del lado de acá. Eso hizo que aquel día el equipo de Cienfuegos durmiera en la Villa Blanca y el equipo de Caibarién en la Perla del Sur.
Antes de ver a los trenes oíamos sus pitazos. Por eso a todos nos sonó extraño aquel cornetazo tan agudo, acostumbrados como estábamos al retumbar del Melón (así le llamaban los ferroviarios cubanos a la estruendosa M62. Los polacos, supe después, las bautizaron como “¡El Tambor de la Taiga!”).
—¡Ah, es que trae una fiebre amarilla! —exclamó mi abuelo Aurelio.
Entonces me aprendí el sobrenombre de las DVM-9, que se debía al color tan llamativo con el que llegaron de Budapest. Dentro de los coches comando, que habían sido antiguas barracas para los soldados norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial, la gente no encontraba acomodo.
Los asientos eran demasiado altos y las ventanillas muy bajas. Como estaban acostumbrados al confort de los Fiat, los comando les parecían lo que eran: una barraca. “¡Qué tren tan incómodo han mandado esta gente!”, se quejó alguien. La frase se me quedó grabada hasta hoy, en que di con una foto del tren de Caibarién de aquella misma época. 
Así mismo pasó por el Paradero de Camarones una única tarde de finales de los 70. Fue un hecho intrascendente, pero un niño que vivió solo con sus abuelos en una estación de ferrocarril rodeada de cañaverales por todas partes, se convertió en un suceso inolvidable.

15 enero 2023

La venganza del suegro


Tarde en la noche, Ana Rosario y Tom sintieron hambre y volvieron a la cocina. Diana y yo ya nos habíamos dormido. Estaba cayendo un aguacero torrencial y cuando eso pasa en la Loma, nada nos gusta más que acostarnos para oír el sonido del agua chocando contra el techo de zinc.
Al encender la luz, Ana Rosario descubrió una enorme araña. Salió corriendo mientras gritaba "¡Papá! ¡Papá! ¡Papá!...", Tom intentó recordarle que él estaba ahí para protegerla, pero ella nunca lo oyó.
Hoy, en el almuerzo, pedimos una pizza estilo Detroit. Tenía mucho pepperoni y Ana Rosario los fue separando para disfrutarlos al final. Me gustaron tanto que, cuando acabé los míos (hago lo mismo que ella, dejo lo que más me gusta de último), le robé algunos a ella.
"Nunca se te ocurra hacerme eso —le advirtió Ana Rosario a Tom—, eso solo lo puede hacer mi papá". No existe una mejor venganza para el padre de una hija recién casada. Con una sonrisa que solo guardo para momentos muy especiales, me serví el último Brugal del domingo.

Palabras en la boda de Ana Rosario y Tom


El día que supe que iba a tener un hijo me imaginé muchos momentos de la vida que empezaríamos a compartir en cuanto naciera. En lo primero que pensé fue en el béisbol. Me pasaba horas enteras viéndonos, en una pantalla imaginaria, dentro de mi cabeza, mientras le enseñaba a batear y fildear.
Luego, cuando vimos sus primeras imágenes, a través de un aparato donde ya se apreciaba la silueta de su rostro y la certeza de que era una niña, las imágenes que se proyectaban cambiaron completamente. Como soy campesino, empecé por imaginármela en el campo, mientras yo le enseñaba cada cosa que me fascina del monte.

Pero nunca, en ningún momento, ni por asomo, pasó por mi cabeza este momento. Entonces, y aún hoy, me imaginaba que sería mi niña para siempre, mi Nené, como le llamamos desde el primer día en que pudo oírnos. Admito que intenté que se pareciera a mí lo más posible.

Que tuviera mis mismos gustos musicales, que leyera cada uno de los libros que fueron claves para mí, que viera en cada película lo que yo veía. Por eso le daba para atrás una y otra vez a la escena en que Buzz Lightyear comprueba que es un juguete y se lanza, derrotado, desde lo alto de unas escaleras.

“¡Nunca, nunca hagas eso!”, le advertía siempre. Hoy, en la misma pantalla imaginaria, se han proyectado muchos momentos de la vida que hemos compartido, lo más lindos, los más emocionantes, los más feos y hasta los que preferimos olvidar.

La volví a ver con la cara empavesada de chocolate. Porque el primer día que lo probó le gustó tanto, que no sabía sin morderlo o untárselo. También nos vi en una bicicleta china, atravesando las calles de La Habana, mientras ella me exigía que hiciera “silecio” porque los saltos sobre los adoquines la ponían muy tensa.

Admito que no logré muchos de los objetivos que me propuse como padre. Fallé en muchas cosas, me equivoqué en otras, tomé la decisión equivocada en no pocas… Siempre le digo a María que ha sido la gran beneficiada de eso, porque con ella tuve la oportunidad de corregir todo lo que hice mal con Ana Rosario.

Nunca me cansaré de pedirle perdón por cada una de mis fallas, de la misma manera que me encanta abrazarla por sus constantes aciertos. Es que aprender a ser padre es aún más difícil que aprender a ser humano, porque la responsabilidad es doble. El único consuelo que me queda es que, al final, Nené ha resultado ser muchísimo mejor en todo que Papá.

Hace unas semanas, mientras Freddy y Miri la bautizaban, por fin entendí las razones por la que la hija de dos agnósticos (para decirlo según la última actualización de mi estado espiritual) quería comulgar con nuestro mundo antes de crear el suyo propio. Lloré de la felicidad, que es la manera más rotunda de ser feliz.

Freddy y Miri son sus padrinos desde hace poco, en verdad desde hace más de 20 años. Porque Freddy hizo posible su viaje desde Cuba hasta la libertad y Miri la inculcó la fe que sus padres no alcanzaban a ofrecerle. La propia Ana Rosario es la mejor manera que tengo de agradecerles todo.

A propósito de agradecimientos, nunca le he reconocido a Juan José lo importante que él ha sido en la vida de mi niña. Gracias a él y a Diana, ella ha tenido la enorme fortuna de tener dos padres y dos madres. 

Diana, mi Cucha, tu amor por mi hija es una de las mayores pruebas de amor que me has dado. Parafraseando a una canción tradicional cubana, son tantas que se agolpan unas a otras y me salvan.

En estos discursos, los padres de la novia suelen referirse al futuro esposo con consejos, recomendaciones, advertencias y hasta amenazas. Ya no estoy a tiempo de eso, porque hace mucho que quiero a Tom como un hijo. A veces, incluso, me he visto en la difícil situación de ponerme de su lado ante de Ana Rosario.

Ellos, en todo, son mejores que Ana Zilma, Juan José, Diana y Camilo. Sé que David y Debie también están de acuerdo en que estos chicos los superan. Por eso mi única exigencia a Tom es que me permita enseñar a mi nieto a batear y fildear antes de que le dé la primera patada a un balón.

Todas las personas que están aquí son muy importantes para Ana Rosario y Tom, eso quiere decir que también debo darles las gracias. Cada cosa que ustedes comparten con ellos, cada momento feliz que les regalan, me llena de deudas con ustedes. Como no sabré cómo pagarles, me he asegurado de que hoy haya barra libre.

Por último, quiero referirme a los Gault. No hace tanto me hice una prueba de ADN y me salieron primos lejanos en Irlanda y hasta en Irlanda. Pero ese examen no alcanzo a adivinar que, en Inglaterra, en una casa junto al río Támesis, mi corazón había tirado el ancla. Ustedes pueden hacer lo mismo en el Yaque del Norte.

El jueves 5 de enero de 2023 (apunté el día, sé velar por las fechas más importantes), Tom me dio un abrazo y me dijo, por primera vez, “te quiero”. Sé lo que significa para un inglés semejante confesión. Tom, yo también te quiero. Es más, no puedo querer nada mejor para mi hija.

Como quiero a tus hermanos, a la adorable tía Mandy, a mi consuegra Debie y a mi canchanchán David. En la pantalla imaginaria que hay dentro de mi cabeza, ya empiezan a proyectarse las imágenes de todo lo que compartiremos en el futuro. Les prometo que haré un gran esfuerzo para no necesitar subtítulos ni lenguaje de señas.

Ana Rosario y Tom, nada nos hace más feliz que la felicidad de ustedes. Mañana, cuando esta fiesta haya pasado, se reinicia la vida cotidiana. Esa es la más dura batalla, la que más desgasta, la que más pérdidas deja. La única manera de combatir en ese campo es el amor y eso, me consta, a ustedes les sobra.

José Martí, el cubano que mejor ha sabido decir las cosas, aseguraba que sólo el amor engendra la maravilla. Como a ustedes les sobra, repártanlo lo más que puedan siempre, no se cansen de hacerlo. Sé feliz, Nené, sé siempre lo más feliz que puedas.

05 enero 2023

Lo más cierto en horas inciertas


Vuelvo a menudo al concierto de Roberto Carlos en Abbey Road. Muchas de las canciones que grabó en la capilla sixtina de los Beatles son parte esencial de mi identidad. Por eso lo puse hace poco en una fiesta que hicimos en casa.
Un amigo, a quien quiero como familia y admiro profundamente por su gran talento, me dijo que si hubiera oído mejor a Eric Clapton no me gustarían las baladas del brasileño. Me he pasado varios días pensando en eso.
A pesar de mis limitaciones musicales (tengo dos pies izquierdos y una incapacidad perfecta para afinar), presumo de mis escuchas. Conozco, por ejemplo, la obra de Clapton de principio a fin. Sus canciones son también parte de mi identidad.
Pero nací en el Paradero de Camarones y, gracias a esa enorme fortuna, sufro de adicciones como las rancheras mexicanas, los boleros de Victrola y las inmejorables baladas de los 70.
Rock aparte, no sé qué hubiera sido de mí sin "Amada amante", "Lady Laura" o "La distancia". Gracias a Roberto Carlos, nunca un gato en la oscuridad pasa inadvertido para mí. Gracias a él, también, aprendí a enamorarme como un perro. 
Lo siento por mi querido amigo y su exquisito gusto musical. Pero, repito, soy del Paradero de Camarones. Quiero seguir siendo tan fiel a las virtudes de mi pueblo como a sus defectos. Eso es lo más cierto con lo que cuento en horas inciertas.