28 agosto 2019

CAMILO VENEGAS: “Hay que tener la valentía de ser libre, aun cuando seas un cobarde”

Por María Elena Cruz-Varela

El escritor y periodista cubano Camilo Venegas Yero, (el Fogonero de Camarones) abierto, cálido, sencillo, entra a nuestro rincón “Dile que pienso en ella” con su particular manera de decir y su esposa, Diana Sarlabous, con quien ha construido cabaña y una hermosa historia de amor.

¿Cuál fue el detonante que te impulsó a marcharte de Cuba? 
Mi hija Ana Rosario. Mi generación nació con la vista clavada en el año 2000. Más que una fecha, lo veíamos como un lugar donde ya se habrían hecho realidad todos nuestros sueños. Me la pasaba imaginándome mi pueblo, mi provincia y mi país en las puertas del siglo XXI.
Pero cuando por fin llegamos, mis sueños se habían hecho trizas y para la generación de mi hija no quedaba ya ni la más mínima esperanza. Entonces yo tenía 33 años, la edad perfecta para resucitar. Tuve la enorme fortuna de dar con Freddy Ginebra, los dominicanos y un país que me devolvió la capacidad de soñar y me enseñó qué significa ser libre.
Mi hija acaba de graduarse de la Universidad Carlos III de Madrid. Ella no piensa en su pueblo, su provincia o su país, porque vive en el mundo. Es muy diferente a mí y, todo sea dicho, mejor que yo. Todo a lo que renuncié el día que decidí acabarla de criar en una sociedad libre, valió la pena.

¿Qué esperabas encontrar del “otro lado”?
Cuando uno está encerrado dentro de Cuba, cree que (como en Tuyo es el reino, la novela de Abilio Estévez) solo hay un “Más acá” y un “Más allá”. Vive convencido de que estás realmente en la “tierra más hermosa” y que perteneces al “pueblo elegido”.
Darme cuenta de que todo eso no era más que una falacia colectiva, me costó muchos tropiezos, errores y aprendizajes. El día que entendí que nadie está esperando por los cubanos y que no nos necesitan para que el mudo siga girando, empezó mi metamorfosis, el conjunto de cambios que me trajo hasta el Camilo que soy hoy. 

¿Qué encontraste? 
Empecé a laborar al día siguiente de mi llegada a Santo Domingo, el 30 de noviembre de 2000. Encontré una redacción llena de jóvenes talentosísimos que eran capaces de hacer un periódico de 70 páginas en horas. No me necesitaban ni les hacía falta, pero me acogieron como si fuera uno de ellos. Compartieron hasta su plato de comida conmigo.
La velocidad con la que ellos trabajaban me daba vértigo. Mi metabolismo tuvo que deshacerse de la abulia de Cuba, un país al que el tiempo le es indiferente. Antes, para escribir, tenía que encerrarme solo en una habitación y duraba un día entero para sacar adelante una cuartilla. En El Caribe tuve que aprender a escribir delante de todos y a entregar un reportaje de mil palabras en cuestión de minutos.

¿Qué has aprendido durante el proceso?
 La responsabilidad que significa ser un individuo libre, creo que esa es la mayor enseñanza que he recibido en estos 19 años de exilio. No olvido la primera vez que escribí la frase “el dictador Fidel Castro”. La borré y la volví a escribir cinco veces. Recuerdo que me preguntaba a mí mismo si eso era lo que yo realmente pensaba.
Estaba consciente de que escribir esa palabra junto a ese nombre era pasar un punto de no retorno. Salvé el documento, lo envié a diseño y luego, cuando la leí impresa en el periódico, sentí que me quitaba un inaguantable peso de encima. He aprendido eso, María Elena: hay que tener la valentía de ser libre, aun cuando seas un cobarde.

¿Qué es para ti la libertad? 
A Henry David Thoreau le llamaba la atención que los hombres (entonces, afortunadamente, no existía el lenguaje inclusivo) estuvieran hablando de libertad constantemente. Por eso, en su Diario, se pregunta “¿cuántos de ellos son libres para pensar? ¿Libres del miedo, de la perturbación, del prejuicio?”.
La libertad para mí ha sido superar miedos, perturbaciones y prejuicios a la hora de pensar y comportarme. Camus decía que la única manera de lidiar con un mundo sin libertad es “llegar a ser tan absolutamente libre que tu misma existencia sea un acto de rebelión”.
No me gusta la palabra rebelión, porque los cubanos hemos pagado muy caro sus consecuencias; pero trato siempre de que mi existencia sea un acto de honestidad. Con eso me basta para sentirme libre.  

¿Las experiencias vividas han cambiado en ti el concepto Patria?  ¿Piensas a menudo en “Ella”?
Nadie ha cambiado más mi concepto de Patria que Cuba misma. La geografía, la identidad y la nación a las que pertenezco ya no existen, fueron demolidas por una utopía que acabó mutando en una dictadura incapaz y parásita. Por eso La Habana actual me parece tan desconocida como Helsinki, una ciudad en la que nunca he estado.
Pienso a menudo en Cuba, en mi Cuba, que es la estación de ferrocarril la Paradero de Camarones (donde viví toda mi infancia junto a mis abuelos), en la gente y los lugares a los que les debo mi sentido de pertenencia. Pero al final siempre caigo en cuenta de que nada de eso pervive.
Junto a mi esposa, Diana Sarlabous, he construido una cabaña en una montaña del Cibao dominicano. Ese espacio, al que le hemos puesto la Loma de Thoreau (por razones que unos párrafos más arriba se explican), es ahora mi geografía, como lo son todas las cosas intangibles que me definen.
Me convencí a mí mismo de que vengo de un lugar que ya no existe. Eso me hace actuar en consecuencias. Martí no lo pudo decir más claro: sin patria, pero sin amo.

(Publicada originalmente en Radio Televisión Martí)

La Habana ya puede vivir de su memoria

El mejor programa de radio de Cuba (como el mejor pan, las mejores croquetas, el mejor café, las mejores minutas y todo lo que tenga que ver con los sabores y la identidad de la isla) se hace en Miami. Un reducto de cubanos, incapaces de darse por vencidos, son los culpables.
El día que lo conocí sentí una gran envidia. La revista El Caimán Barbudo nos había convocado a un recital de poesía. En el público había una rubia preciosa (una versión pinareña de Olivia Newton-John). Ya le había dedicado una plaquette y estaba a punto de besarla cuando llegó él.
Al final del recital los vi irse 23 abajo, en dirección a la Rampa. Mi plaquette se quedó en la silla donde ella estaba sentada. Con rabia, le arranqué la primera hoja y se la dediqué a una matancera (no tan linda, es cierto, pero muchísimo más fiel a mis versos).
Debía detestarlo. Pero es imposible estar cerca de Ramón Fernández-Larrea sin admirarlo y quererlo, a él y a todo lo que va creando a su paso. Es por eso que estoy aquí, celebrando el cuarto aniversario de Memoria de La Habana, el programa de radio con el que Ramoncito se ha propuesto “rescatar a un país del olvido”.
El poeta no está solo en semejante quimera. Le acompañan Danilo José, Herick de Haro, Jaime Almiral y Miguel Grillo. A ellos cinco hay que agradecerle que exista una Cuba intacta, a salvo de las ruinas y el totalitarismo, a disposición de nuestros oídos.
Gracias a su página web, todas las ediciones de Memoria de La Habana están disponibles. Para los que elegimos vivir en el exilio, ya es prácticamente imposible volver al país que dejamos atrás. Pero aún estamos a tiempo de regresar a la Cuba que nos define, a esa nación que le debemos nuestra manera de ser.
Si todavía no has oído (¡y vivido!) la experiencia, solo tienes que dejar de leerme y hacer click aquí. Gracias otra vez, Ramoncito, Danilo, Herick, Jaime y Miguel por librar esa pelea cubana contra el olvido. Por ustedes La Habana está a salvo, porque puede vivir de su memoria.

20 agosto 2019

Tener y no tener

Fernando Echevarría en el aeropuerto de Miami (foto: CiberCuba) 

Celia Cruz, la mujer más universal que ha parido Cuba (el mundo entero asumió como suyo el grito de “¡Azúcar!”), se murió si poder volver a su país. Manifestaba su rechazo a la dictadura de Fidel Castro y eso fue suficiente para que ni siquiera le permitieran reunirse en privado con los suyos. Celia era cubana y el derecho que tenía como tal le fue violado una y otra vez. 
Fernando Echevarría, la voz más engolada que ha parido Cuba (se le recordará por su obsesión de seguir proyectando en la televisión y el cine como si aún estuviera haciendo teatro en un potrero del Escambray) ya no se va a morir sin conocer Estados Unidos. 
A pesar de ser la cara de la propaganda del régimen contra una de las leyes de ese país, le permitieron viajar a Miami. Echevarría, que es ciudadano cubano, ahora tendrá la oportunidad de experimentar qué se siente cuando una nación extranjera te devuelve la libertad de la que tu país te priva. Esa es la diferencia entre una dictadura y un estado de derechos. 
Celia resistió las humillaciones de Cuba y de Fidel Castro. Nunca hizo ni una concesión. Su madre murió en Pinar del Río sin que ella pudiera darle un beso. Fernando se traición a sí mismo, no pudo resistir la tentación de tomarse un Bustelo, amargo y fuerte, en el Versailles. 
Esa es la diferencia entre tener vergüenza y no tenerla.


17 agosto 2019

La luz del patio

Ahí tienes por fin la luz amarilla
que tanta falta te hacía.
Asediada 
por mariposas nocturnas,
parpadeando al final 
de las nerviosas sombras
que vuelan a su alrededor.
Al encender la lámpara
(que le pediste
al maestro constructor
en lo alto de la pared
de ladrillos),
has podido comprobar
que ya no necesitas
la tarde de tu país,
ni el olor a basura quemada
que siempre flota en él
cuando empieza la noche.
Tampoco requieres
esos sonidos tan familiares
que cruzan sigilosamente,
de patio en patio,
como si se tratara 
de algún contrabando.
A partir de ahora
lo único realmente
innegociable para ti
es esta luz amarilla,
asediada 
por mariposas nocturnas,
parpadeando al final 
de las nerviosas sombras
que vuelan a su alrededor.
Eso basta para que vuelvas
a estar en casa,
para que recuperes
lo que tanta falta
te hacía
entre todo 
lo que has perdido 
para siempre.

09 agosto 2019

Mi sacrificio

La ONU ha hecho una dramática advertencia: para combatir la crisis climática, la humanidad tiene que hacer un urgente cambio en su modelo alimentario. Según expertos, la producción de carne vacuna y el derroche de alimentos son responsables del 10% de todos los gases de efecto invernadero que se producen.
En otras palabras: debemos reducir drásticamente el consumo de carne y leche vacuna, optando por dietas más equilibradas basadas en alimentos de origen vegetal como cereales, legumbres, frutas y verduras. Estoy dispuesto a sacrificarme…, solo que de manera retroactiva.
Durante toda la década de los 90 del siglo pasado, llevé un estilo de vida tan austero como el de la Orden de los Cartujos, célebre por su sencillez, su moderación y su tenaz resistencia a la ostentación, la pompa y el lujo. No estaba solo, once millones de cubanos me acompañaban.
La desaparición de la Unión Soviética supuso también el desmoronamiento de la utopía que el dictador Fidel Castro construía en Cuba. Tras la firma del Tratado de Belavezha, el 8 de diciembre de 1991, dejaron de llegar los barcos con banderas rojas y comenzó eso que denominaron con un cruel eufemismo: Periodo Especial.
Los ancianos se marchitaron en cuestión de semanas, las embarazadas perdieron los dientes, los niños dejaron de crecer y una epidemia de neuritis óptica y polineuropatía periférica carencial invadió todo el territorio nacional. Desde entonces, el hombre nuevo empezó a comportarse como un zombi.
Todavía arrastro traumas de esa época. A menudo Diana me llama la atención por la cantidad de embutidos, quesos, conservas, leches, jabones y pasta dental que acumulo. Es por todo eso que, aunque suscribo el llamado de la ONU, pido que se tome en cuenta mi pasado de abstinencia.
Cada vez que me vean frente a un barbacue, recuerden la década que me mantuve pedaleando con el estómago vacío.

08 agosto 2019

Charco Azul y Serafín

Mi primer carro fue Charco Azul, un Toyota Corolla del 90 que compré a las pocas semanas de llegar a República Dominicana. Corrían los días finales del siglo XX. En él conocí la fascinante geografía de este país, desde Jimaní (en la frontera con Haití) hasta Punta Cana y por todo el Cibao hasta Dajabón.
Tengo de mi primer carro, como de mi primer tren eléctrico, mi primera bicicleta y mi primera novia, recuerdos imborrables. Viajando en él, por las rutas dominicanas, experimenté esa rarísima sensación que se produce cuando te das cuenta de que eres un individuo realmente libre.
Cuando lo vendí, mis últimos cassettes se quedaron en su guantera. Siempre que me cruzo con un Toyota Corolla del 90 y de su mismo color, pienso en Charco Azul. Como ayer, en el parqueo de Casa Brugal en Downtown Business Tower, que encontré uno estacionado junto a Serafín, mi Jeep.
La historia de mis carros, de mis trayectos dominicanos y, todo sea dicho, de mi libertad, estaba resumida por ese golpe de azar. Aunque sus vidrios eran oscuros, traté de ver hacia su interior. Como Charco Azul, aún conservaba su radio original. A lo mejor en su guantera todavía están mis últimos cassettes.

04 agosto 2019

Los dos alzamientos de Aldo Yero

Mi tío Aldo Yero días antes de alzarse por primera vez.
En mi 1957, mi tío Aldo Yero tenía 16 años. Aunque ya había decidido que quería ser ferroviario, tenía otra prioridad. Como la mayoría de los jóvenes de su generación, deseaba una Cuba mejor. Por eso, junto a un grupo de amigos, escribió “¡Abajo Batista!” en varias paredes de San Fernando de Camarones.
En el cuartel de Cruces lo salvó que mi abuelo Aurelio, al igual que el coronel que estaba a cargo, era Odd Fellows. “No siempre vas a tener esta suerte, muchacho”, le dijo el militar cuando lo dejó libre. Unas semanas después, dijo que iba al pueblo (la estación de San Fernando estaba en las afueras) y no volvió.
Cuando mi abuela Atlántida confirmó que se había alzado en el Escambray, subió a buscarlo con mi madre. Ella había pasado toda su infancia en esas montañas y conocía sus caminos como la palma de la mano. Lo buscaron en varios campamentos, pero no dieron con él. 
En una casa de Cuatro Vientos, se asombraron del parecido de mi tío con mi madre. “Ellos pasaron por aquí antes de ayer —aseguró el señor mientras le entregaba a mi abuela un libro de Tamakún, el vengador errante— Esto era del hijo suyo, se le quedó en el excusado”. 
Unos militares las encontraron exhaustas, cerca de Topes de Collantes. Atlántida les mintió, les dijo que andaba buscando a una hermana. Las llevaron al hospital y le dieron de comer. “No vuelvan por aquí, estas lomas están cada vez más peligrosas”, les advirtieron antes de enviarlas de regreso a Cienfuegos en un jeep.
Aldo Volvió a casa en enero de 1959. Feliz por el triunfo, pero decepcionado porque era lampiño y no le había salido barba. Ya en otra Cuba, podía dedicarse al ferrocarril. El día que lo nombraron como jefe de estación relevante en Sagua, mi abuelo le fue a llevar la maleta al tren de Cienfuegos.
Aurelio volvió pálido del Paradero de Camarones. “¡Aldo no iba en el tren!”, dijo. Mi abuela se llevó las manos a la cabeza y empezó a dar gritos. Esa misma madrugada volvió a salir rumbo al Escambray. “Estos no son como los de antes —dijo—. ¡Estos lo fusilan!”.
Lo encontró varias semanas después en el campamento de Jesús Mosteiro. Tenía los pies podridos. Cuando llegaron a Cienfuegos, le compró medias y zapatos. Hasta allí llegó descalzo. Se antojó de un batido de mamey. Se lo bebió tan rápido que le dio la punzada del guajiro. Atlántida lloraba de felicidad.
Por fin se subió con su maleta en el tren de Sagua. Como despachador de trenes, se convirtió en una leyenda en el centro de Cuba. Su segundo alzamiento fue, hasta pocos antes de que mi madre perdiera la memoria, el secreto mejor guardado de mi familia.