04 agosto 2019

Los dos alzamientos de Aldo Yero

Mi tío Aldo Yero días antes de alzarse por primera vez.
En mi 1957, mi tío Aldo Yero tenía 16 años. Aunque ya había decidido que quería ser ferroviario, tenía otra prioridad. Como la mayoría de los jóvenes de su generación, deseaba una Cuba mejor. Por eso, junto a un grupo de amigos, escribió “¡Abajo Batista!” en varias paredes de San Fernando de Camarones.
En el cuartel de Cruces lo salvó que mi abuelo Aurelio, al igual que el coronel que estaba a cargo, era Odd Fellows. “No siempre vas a tener esta suerte, muchacho”, le dijo el militar cuando lo dejó libre. Unas semanas después, dijo que iba al pueblo (la estación de San Fernando estaba en las afueras) y no volvió.
Cuando mi abuela Atlántida confirmó que se había alzado en el Escambray, subió a buscarlo con mi madre. Ella había pasado toda su infancia en esas montañas y conocía sus caminos como la palma de la mano. Lo buscaron en varios campamentos, pero no dieron con él. 
En una casa de Cuatro Vientos, se asombraron del parecido de mi tío con mi madre. “Ellos pasaron por aquí antes de ayer —aseguró el señor mientras le entregaba a mi abuela un libro de Tamakún, el vengador errante— Esto era del hijo suyo, se le quedó en el excusado”. 
Unos militares las encontraron exhaustas, cerca de Topes de Collantes. Atlántida les mintió, les dijo que andaba buscando a una hermana. Las llevaron al hospital y le dieron de comer. “No vuelvan por aquí, estas lomas están cada vez más peligrosas”, les advirtieron antes de enviarlas de regreso a Cienfuegos en un jeep.
Aldo Volvió a casa en enero de 1959. Feliz por el triunfo, pero decepcionado porque era lampiño y no le había salido barba. Ya en otra Cuba, podía dedicarse al ferrocarril. El día que lo nombraron como jefe de estación relevante en Sagua, mi abuelo le fue a llevar la maleta al tren de Cienfuegos.
Aurelio volvió pálido del Paradero de Camarones. “¡Aldo no iba en el tren!”, dijo. Mi abuela se llevó las manos a la cabeza y empezó a dar gritos. Esa misma madrugada volvió a salir rumbo al Escambray. “Estos no son como los de antes —dijo—. ¡Estos lo fusilan!”.
Lo encontró varias semanas después en el campamento de Jesús Mosteiro. Tenía los pies podridos. Cuando llegaron a Cienfuegos, le compró medias y zapatos. Hasta allí llegó descalzo. Se antojó de un batido de mamey. Se lo bebió tan rápido que le dio la punzada del guajiro. Atlántida lloraba de felicidad.
Por fin se subió con su maleta en el tren de Sagua. Como despachador de trenes, se convirtió en una leyenda en el centro de Cuba. Su segundo alzamiento fue, hasta pocos antes de que mi madre perdiera la memoria, el secreto mejor guardado de mi familia.

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