28 enero 2021

La lata de leche condensada de Caín


Guillermo Cabrera Infante supo de cubanos que cambiaron latas de leche condensada por sus libros. Eran otros tiempos. Hoy muchos escritores y artistas cubanos, por tal de no aparecer en las redes sociales y evitar comentar la agresión de Alpidio Alonso, se pasarán el día en la calle tratando de conseguir una lata de leche condensada.

El manotazo de Alpidio Alonso

© Alen Lauzán.

Alpidio Alonso escribió de un manotazo una de las más bochornosas páginas de la historia Cuba. En la isla siempre, incluso en los momentos que son descritos como los más sanguinarios (Batista, Machado, Valeriano Weyler…), de la represión se habían encargado los cuarteles. 
Ayer el ministro de Cultura asumió, en un arrebato de prepotencia, el rol de la soldadesca. Con la impunidad de Ramiro Valdés y el caminao de Cheo Malanga, se dirigió a un grupo de jóvenes que se manifestaba frente a la institución que él dirige. Desprovisto de argumentos, levantó la mano.
En los primeros días del triunfo de la revolución, Fidel Castro ordenó convertir a los cuarteles en escuela. Luego, convirtió una escuela, la de los Hermanos Maristas, en el más horrendo cuartel. Ese fue uno de los primeros pasos para hacer del país un campamento. 
A Villa Marista, así se le llama popularmente al centro de tortura, suelen ser conducidos los artistas y escritores que disienten del régimen. No por lo que hacen, sino por lo que piensan o se atreven a decir en voz alta. Ayer Alpidio Alonso se saltó ese paso y se ocupó él mismo de los golpes.
Poco después, en un patético acto, justificó su acción y reafirmó su desesperación totalitaria. A sus espaldas aplaudían y vociferaban consignas. Mientras todos los que se manifestaban frente al Ministerio eran jóvenes, los que se apostaron detrás del ministro eran viejos. Precisa metáfora de la Cuba actual.
Quiso el azar que todo eso ocurriera en la víspera del 28 de enero, cuando se conmemoran 167 años del natalicio de José Martí. Justo la institución que dice regir la cultura de la nación se encargó de disparar contra el ideario del Apóstol, ignorando una vez más su sagrada advertencia de que un pueblo no se funda como se manda un campamento.

27 enero 2021

Atlas escolar


Encontré este poema en una de las primeras versiones del libro
Itinerario (2002). No recuerdo la razón por la que al final quedó fuera de aquella selección. De haber hecho el libro hoy, excluiría algunos de los textos que aparecen en él e incluiría este.

En Cuba estudiábamos 
la geografía del mundo
en un atlas alemán.
Aquellos mapas 
desplegaban 
los únicos colores
que teníamos
a nuestro alcance.
Los océanos
y las cordilleras
resplandecían
en la oscuridad del aula.
Los amigos 
eran señalados en rojo
y los enemigos 
en azul.
Cuando ya no tuve 
que elegir
entre un tono y el otro, 
me costó superar
aquella convención.

 

Muchos de los países

que aparecían

en aquel enorme libro

ya no existen.

Empezando por la RDA, 

donde fue impreso.

Cuba tampoco 

es la misma.

Como el aula,

se ha puesto 

aún más oscura.

Cada vez

es más difícil

señalar algo en ella,

elegir

entre un tono 

y el otro.

 

Ya nada es igual

cuando desplegamos

algún mapa color.

Nunca más hallaremos

todo lo que perdimos

en aquella cartografía.

26 enero 2021

LÁZARO HORTA, el último piano man cubano


A mediados de los años 80, Alfredo Zaldívar me invitó a colaborar con las Ediciones Vigía. Aquel viaje a Matanzas acabó cambiando mi vida y hasta mi manera de escribir. El día que Zaldívar me llevó a conocer su ciudad, me presentó a Lázaro Horta entre sus monumentos.
Me deslumbró su manera de tocar y cantar. Entonces no había (ahora menos) nada parecido en la música cubana. Nos encontramos muchos años después, una noche en que leí poemas junto a Carlos Pintado en una librería de Miami. Lázaro tuvo la gentileza de ponerle música y grandes canciones a aquel encuentro.
Estas preguntas y respuestas solo son u extracto de las conversaciones que solemos tener cada vez que nos encontramos o nos ponemos a chatear en las redes sociales. Gracias a ellas podemos compartir lo que siempre se queda entre nosotros.

 

Hace un rato publicaste en Facebook una foto de un Lázaro Horta jovencísimo. ¿Cuál era el mayor sueño de aquel muchacho de provincia, como quién quería ser, hasta dónde quería llegar?

Hay una estrofa de una canción que compuse hace relativamente poco que responde a esta pregunta. En “Soy un artista local” admito que “Me están saliendo arrugas/ se me está cayendo el pelo/ y me miro en el espejo/ y no puedo reconocer/ a aquel joven que soñaba/ con ser rico y tener fama/ o parecerme a los artistas/ que de niño yo admiraba...”.

Creo que, como todos, artistas o no, perseguimos el deseo de triunfar y ser reconocidos por lo que hacemos. Eso duró en mí hasta que decidí marcharme de Cuba. En Estados Unidos tuve que poner los pies en la tierra y reservar esos sueños de grandeza para la imaginación.

 

Llevas a Cuba contigo. El día que entré a tu casa en Miami, volví a un lugar de Matanzas que me era demasiado familiar. ¿Qué te hizo emigrar, cómo has podido seguir viviendo dentro de tu mundo y haciendo exactamente lo que hacías en Cuba?

El exilio puso en su verdadero contexto la realidad del artista que he pretendido ser y me ha llevado a esforzarme mucho más, haciendo las concesiones necesarias (las que menos daño me causarían) para no terminar trabajando en Walmart. Siempre digo, medio en broma y medio en serio, que he cantado más “Lágrimas negras” que Matamoros. 

No porque halla nada malo en ello, sino porque es difícil mantener la profesión y vivir de ella haciendo una obra ajena a “lo popular”. Eso me ha llevado en un momento dado a complacer y a contentarme con ello. He logrado monetizar mi arte y mantener un status de artista local exitoso desde todos los puntos de vista.

Poco a poco, he logrado ir introduciendo mi obra entre las canciones que todos piden. Así que, terminando de responder a tu pregunta, estoy donde quiero estar y absolutamente realizado, gracias a Dios y a mi determinación de no tener un plan B y no dejar para luego mi verdadero propósito en esta vida que es la música.

 

Aunque la mayoría de las veces te limitas a compartir canciones y abrazos en las redes sociales, hace poco te involucraste en varias discusiones políticas. ¿Qué te empujó a reaccionar de esa manera, qué piensa Lázaro Horta de la Cuba actual?

No soy político, pero tengo una opinión ciudadana y, desde que vivo en Estados Unidos, el derecho a ejercerla sin que tenga que arrepentirme o temer por ello. La libertad lleva intrínseca el respeto a quien difiere de ti y convivir con eso es difícil, pero absolutamente imprescindible. 

En Cuba el miedo a opinar con cierta libertad me paralizaba. Mis opiniones pasaban siempre por la autocensura. A lo que más llegué a atreverme fue a cantar alguna que otra canción con un modesto tono contestatario. Aún así, no faltaron las advertencias y las citas del compañero que me atendía. 

Porque yo, como la inmensa mayoría de los creadores cubanos, llegué a tener un agente asignado. En Estados Unidos voté por primera vez en mi vida. Cuando empecé a debatir con los amigos sobre política, lo hacíamos con un absoluto respeto hacia la opinión del otro. 

Hasta este año 2020, en que todo se polarizó y no se escatimaron ofensas para insultar y denigrar al que pensaba diferente. Se discutió y se vociferó tanto, que todavía no se ha logrado superar. Las secuelas permanecen y la burla y el escarnio aún están vigentes. 

Del otro lado, Cuba está totalmente hundida en un sueño paralizante que dura ya más de 60 años. Tengo sentimientos cíclicos. Por momentos me pongo eufórico, me lleno de esperanzas. Cuando la visita de Obama, creía que se podía llegar a producir un cambio de mentalidad (que va a ser lo más difícil de lograr). 

Por un momento pensé que los cubanos nos sentaríamos a debatir sobre nuestro futuro con más libertades. Pero se empezó a desvanecer en cuanto Obama terminó el discurso, en el mismo lobby del teatro, donde ya estaba montado el acto de repudio oficialista a sus palabras. La foto de Raúl tratando de levantarle el brazo y él haciendo lo imposible por bajarlo, lo resume todo. Alas caídas. 

Con el movimiento de los jóvenes de San Isidro se encendió nuevamente en mí una pequeña llama de esperanza, pero otra vez las autoridades cubanas reaccionaron de la manera en la que nos tienen acostumbrados. Siempre se las arreglan para silenciar y desprestigiar al que no está de acuerdo o disiente.

En fin, el mal. Empezaremos a construir la Cuba que nos merecemos los cubanos el día que se rectifique una excluyente, totalitaria y horrible frase. Cuando las calles dejen de ser de los “revolucionarios” y sean de todos los cubanos, sin excepción, volveré a tener esperanza.

 

La semana pasada me hiciste llegar unas grabaciones bellísimas que estás haciendo en tu propia casa, revindicando una manera de cantar y un repertorio muchas veces olvidado (y negado). ¿Acaso te han propuesto construir tu propia arca sonora a sabiendas de que eres el último piano man cubano?

Lo de “el último piano man cubano” me parece un abrazo desmedido de tu parte. Hace poco le comentana a nuestra Marta Valdés que en la historia de la música cubana aún falta un estudio serio del piano bar, con la justa separación entre el pianista de covers instrumentales, el pianista acompañante y el pianista que toca el piano y canta, que es al que yo me parezco más. 

Le hice una lista grande (que no voy a mencionar aquí, porque de seguro tiene omisiones imperdonables). He grabado mucho en los 24 años que llevo fuera de Cuba. Mi pequeño Home Studio me ha servido para consolidar aún más el repertorio que he defendido por años y para elevar mi autoestima como intérprete (que en ocasiones tengo un poco baja). 

Grabar al Bola, a María Grever o a Sindo me proporciona una estabilidad emocional que aprecio y agradezco. Todo esto está respaldado por un absoluto convencimiento de que el dinero no va a dar de manera inmediata (al menos que suceda un milagro en el consumo de la música actual que no espero ni creo que ocurra). 

Lo dejo como herencia, incluso una herencia directa a mis hijos y para algunos amigos que aún me creen y que me han insistido en que grabé al piano man que soy sin mucha producción. Últimamente le he dedicado más tiempo a mis canciones, pues por lo general siempre me gustan más la de los demás compositores y siendo justo, creo que están quedando bonitas.

 

Ahora mismo en tu foto de perfil hay un hombre de 60 años. ¿Quién ese señor, cómo llegó hasta ahí, qué le hace feliz, cómo se realiza?

Cuando decidí macharme al exilio, en 1998, ya empezaba a tener una carrera con ciertos indicios de éxito en Cuba. Recuerdo mi primera audición en un restaurante de Miami, apenas quince días de haber llegado. El dueño me señaló el lugar donde poner mi piano y comencé a cantar por unos 45 minutos.

Canté lo mejor de mi repertorio y el señor escuchó inamovible. Al final se me acercó y, con voz firme, me dijo que no le gustaba lo que había cantado y que no podía contratarme. Salí del lugar dándole patadas a mi autoestima. Llamé a un amigo para contarle el desastre. “¿Qué cantaste, Lazarito?”, me preguntó.

“Lo de siempre —le respondí— ‘El colibrí y la flor’, ‘Ausencia’...”. “Estás embarcao —oí del otro lado—. Tienes que adaptar tu repertorio a las canciones que gustan de este lado, apréndete alguna de Enrique Iglesias, monta las que más gusten y que menos daño te hagan”.

No llegué a montar nada del hijo de Julio, pero presté atención a sus consejos y aunque me costó asimilar lo que sugería, empecé a cantar un repertorio más internacional. Me daba pánico acabar trabajando en una gasolinera. Al final he logrado vivir de lo mejor que sé hacer fuera de mi natural contexto que es Cuba. 

Mi trasplante requirió de mucha voluntad, de mucha capacidad de adaptación al cambio y, por supuesto, me produjo un desgarramiento espiritual. Eso es inevitable. En 2016, estuve a punto de realizar un sueño que era el de volver a cantar en Cuba acompañado por la Orquesta Sinfónica de Matanzas. 

Todo estaba listo, incluso llegamos a ensayar. Pero las autoridades cubanas al final alegaron que para poder cantar necesitaba una “visa cultural”. “Pero este es mi país, esta es mi ciudad natal —alegué—, ¿cómo voy a tener que pedir visa para cantar en el lugar de donde soy”.

“Señor, yo no he venido a discutir nada con usted —me respondió el funcionario—, solo he venido a exigirle que cumpla con la ley establecida”. “Pues no se diga más, el concierto está suspendido”, terminé diciendo. Hubo un duelo entre muchos amigos que no entendieron. 

Mi duelo dura hasta hoy, porque ese día fue cuando de verdad me fui de Cuba.

21 enero 2021

Nunca he llegado a la cima

Nunca he llegado a la cima de una montaña. Aunque mi padre me llevaba de niño a montear por las lomas que rodean el lago Hanabanilla, jamás tuvimos la intención de llegar a lo más alto. Tampoco lo hice durante los años que estudié en una escuela al campo en el Escambray.
Ni siquiera coroné la loma de La Rioja, una pequeña elevación de apenas 180 metros que domina la línea del horizonte en el Paradero de Camarones. En República Dominicana he tenido varias oportunidades de enrolarme en expediciones al Pico Duarte, el techo del Caribe insular (3.098 m s. n. m.). 
Pero por una razón o por otra, siempre he desertado. En las montañas, como en muchas otras cosas en mis 53 años, siempre me he quedado a medio camino. Ayer, Ana Rosario y Tom se levantaron con la ilusión de escalar el Mogote (1.550 m s. n. m.), la montaña más alta de Jarabacoa.
Descargaron la ruta desde una aplicación y cargaron una mochila con agua y snacks. Los llevé en el buggie hasta la puerta del Monasterio Cisterciense, donde comienza el sendero. “¡Cuídame a mi niña!”, le pedí a Tom. “Con mi vida”, respondió Tom con su español estricto y literal.
Tres horas después me enviaron una foto desde la explanada que tiene el Mogote en lo más alto. “¡Llegamos!”, fue lo único que escribieron. Casi a las cinco de la tarde me avisaron que ya estaba llegando al Monasterio. Como no los encontré, empecé a subir el sendero.
“¡Nenéee!”, grité cuando avancé un buen trecho. “¡Papáaa!”, me respondió desde muy cerca. “Oírte ha sido mi el momento más feliz del día”, me dijo minutos después. Luego me arrepentí de haber mirado a Tom como lo hice en ese momento. Pero no pude contenerme, tuve que capitalizar esa frase.
En la noche, entre cervezas y rones, nos proyectaron en una pantalla las fotos y los videos que hicieron durante el trayecto. En uno de los videos, se oye a Ana Rosario decirle algo en inglés a Tom. Les pedí que lo repitieran. “Aquí huele al pueblo de mi padre”, es, más o menos, lo que dice.
Luego, en español, dice que “quiere su medalla de guajira”. Nunca he llegado a la cima de una montaña, pero he logrado algo que me produce mucho más orgullo: ver a mi hija hacerlo.

10 enero 2021

El cuatro ojos puede servirme de testigo

Amanecimos con 11 grados. Eso, para un guajiro del Paradero de Camarones, es un frío atroz. Como ahora la cocina está fuera de la cabaña, en las madrugadas debo atravesar un helado pasillo antes de volver a encerrarme entre cristales. Aprovecho la llama del café para librarme del impacto de la intemperie.
Poco después llega Diana y entre los dos hacemos el desayuno. Ella anoche se desveló y se puso a ver en Netflix un documental sobre personas que han vuelto a la vida después de atravesar el túnel de la muerte. Me contaba una experiencia que tuvo alguien con un ave, cuando oímos un golpe. 
Ya conocemos muy bien ese terrible sonido. Un cuatro ojos había chocado contra el cristal y, afortunadamente, logró sujetarse en la caída de un gajo del palo amarillo. Mientras le daba calor entre mis manos, Diana cortó la rama. Lo pusimos en la baranda de la terraza y poco rato después levantó el vuelo.
Durante el desayuno, Diana me siguió contando fragmentos del documental. Entonces pensé que nosotros ahora éramos parte de la experiencia de un cuatro ojos que atravesó el túnel de la muerte y volvió a la vida. Después del segundo café volvimos a la cabaña.
No somos quienes para hablar de frío, menos ahora que la tormenta Filomena ha dejado a toda Castilla bajo hielo. Aún así, para un guajiro del Paradero de Camarones, cruzar una corriente de aire de 11 grados es un acto heroico. Hasta el cuatro ojos puede servirme de testigo.

El muñeco de nieve que viajó en tren al Paradero de Camarones

Todas las noches, después de la segunda calabacita, Ana Rosario me pedía que le leyera un cuento. La mayoría de las veces elegíamos uno de Hans Christian Andersen, aunque también leímos y releímos a los hermanos Grimm, La edad de oro, Cartas desde la selva y Oros viejos.
Nunca logré que se durmiera antes de que se acabara la historia. Siempre que apagaba la luz ella estaba aún despierta, por eso me pedía que le hiciera “cuentos de la oscuridad”. Así le llamábamos a las pequeñas historias que yo me inventaba para que por fin se quedara dormida. 
Le prestaba tanta atención a mis (re)creaciones como a los clásicos de la literatura universal. Más de una vez me corrigió incongruencias o protestó porque me estaba quedando dormido antes que ella. Una noche se sentó encima de mí y me empezó a pegar en la cara.
–Papá, papá, despierta, que el perrito sigue extraviado y no puedes permitir que duerma en la calle.
Por más esfuerzo que hice, no logré recordar en qué punto había dejado la historia. Fue ella quien acabó reconstruyéndolo todo hasta que la niña encontró a su perrito en la fuente vacía del parque Villalón (un lugar que siempre le fascinó para montar su velocípedo).
En uno de los “cuentos de la oscuridad”, un muñeco de nieve viajó en tren al Paradero de Camarones para visitar al espantapájaros del potrero de Felo López que, según él, era su primo lejano. Al final, el muñeco se derretía en el andén de la estación sin que el pueblo pudiera hacer nada por salvarlo.
Ana Rosario se ha pasado toda la tormenta Filomena enviándonos fotos de la nevada en Madrid. Aunque ya tiene 27 años, la ha disfrutado con una euforia infantil (yo, con 53, habría hecho lo mismo). Gracias a eso, cuando le haga los cuentos de la oscuridad a mis nietos el del muñeco de nieve tendrá un final feliz.

03 enero 2021

Central Constancia

El Central Constancia es un punto cardinal de mi infancia, como Hormiguero, Andreíta, San Agustín, Santa María o Portugalete. Todos esos nombres eran fábricas de azúcar de caña que había alrededor del Paradero de Camarones. La única diferencia es que a Constancia, Enrique Jorrín le había escrito un danzón.

Me permite señorita
bailar esta con usted.
desde allí la había observado.
baila usted muy bien, muy bien.
Haremos una pareja
muy difícil de igualar.
Envidioso todo el mundo
se pondrá al vernos bailar.
Pero olvidemos al mundo
que al fin no tiene importancia,
bailemos en el Constancia
hasta que se acabe el mundo.

Esas palabras, cantadas con un violín de fondo, eran mi mayor recuerdo de ese hilo de humo que uno veía al acercarse al pueblo de Abreus. Pero años más tarde supe que la familia de Marianela Boán, uno de los seres creativos que más me ha importado de todas las Cuba que conozco, es de allí.
Desde entonces siempre asocio, geografía y danzón, a ella. Desafortunadamente, nunca podré hacer con ella una “pareja muy difícil de igualar”. Mi hermano Alejandro Aguilar no solo se me adelantó, sino que acaparó todo el amor que era capaz de producir el corazón de una de las artistas más importantes de mi país.
Facebook hoy me recuerda la foto en que me etiquetaron con Marianela Boán y yo, sin poder evitarlo, me intrinqué por mi provincia. Enrique Jorrín iba conmigo, por el más inexplicable mapa, en busca del Central Constancia.

Ana Rosario por fin aprendió a montar bicicleta

Este video contiene, a la vez, una de mis más grandes frustraciones y una de mis mayores alegrías. Entre esos dos sentimientos, hay un pequeño ataque de celos. Mi hija Ana Rosario nació en 1993. Una enorme y pesada bicicleta china era el único medio de transporte a nuestro alcance.
En aquella bicicleta, Ana Rosario viajó todos los días a la escuela (primero al Círculo Infantil Artilleritos, donde la madre de Vanito Brown cuidaba de ella, y luego a la Primaria UIE, en 13 y 4). Aunque rodó todo El Vedado y media Habana en ella, nunca pudo aprender a montar sola aquel armatoste.
Luego, ya en Santo Domingo, siempre hubo otras prioridades y nunca pude enseñarle algo tan necesario. Ella debió pasar el fin de año con nosotros en Santo Domingo, pero se quedó atrapada en casa de su novio en Londres. “27 años después”, me puso en WhatsApp antes de enviarme el video.
Por fin mi hija aprendió a montar bicicleta. Aunque Tom se llevará el crédito de haberla enseñado (lo cual, como reconocí al principio, me mata de celos), me hace muy feliz verla pedalear. Mañana a primera hora le echaré aire a las gomas de la bicicleta que tenemos en la Loma para que esté lista cuando ella llegué.
Aún estoy a tiempo de enseñarle los trucos que ella me vio hacer en el Vedado, cuando tenía que lidiar con las empinadas cuestas de El Vedado con ella en un asiento de madera y su madre en la parrilla. Ya es una mujer, pero para mí sigue siendo aquella niña que le aterraba rodar por las calles de adoquines. 
¡Silecio! —Exigía con sus manitas aferradas al timón de la bicicleta china— ¡Hemos llegado a los aboquines!

02 enero 2021

Pan de piquito

El dictador cubano Miguel Díaz-Canel, o mejor dicho, el testaferro del dictador cubano, ese electricista devenido en opresor, ha anunciado que “se acabó el pan de piquito”. Es, probablemente, la última variedad de pan que se pierde en Cuba. Antes desaparecieron el de gloria y el de flauta, entre muchos otros de esa maravilla en peligro de extinción que es nuestra tradición culinaria.
Díaz-Canel, aún más corto de palabras que de vista, se valió de esa frase republicana para anunciar otra medida tardocastrista. La dictadura se prepara para no permitir el más mínimo disenso. Con la jactancia a la que nos tiene acostumbrados (y repugnados) avisa que ya no habrá la más mínima tolerancia con los que ya soportan en el peso de toda su intolerancia.
A lo largo de seis décadas y después de un oprobioso camino que algún día tendrá que (re)escribirse, el régimen instaurado por los hermanos Fidel y Raúl Castro fue privando a los cubanos de todos sus derechos y de cada una de sus libertades. Hoy la isla es un territorio habitado por millones de zombis y por unos pocos ciudadanos que insisten en defender una identidad y una nación.
A estos últimos está dirigida la amenaza del dictaferro (producto del cruce de una bestia dominante con una sumisa). Obvia algo Díaz-Canel, que se acabe el pan de piquito en Cuba es irrelevante. Si faltan los más elementales derechos, las libertades más básicas y los alimentos indispensables para vivir, qué importancia puede tener una variedad de pan que solo conocimos en el teatro bufo.
El dictador cubano Miguel Díaz-Canel, o mejor dicho, el testaferro del dictador cubano, ese electricista devenido en opresor, sabe tan poco de panadería como de libertades. Solo así se explica que hable con tanto desprecio de un arte que los cubanos metían al horno, cada madrugada de la isla.