Todas las noches, después de la segunda calabacita, Ana Rosario me pedía que le leyera un cuento. La mayoría de las veces elegíamos uno de Hans Christian Andersen, aunque también leímos y releímos a los hermanos Grimm, La edad de oro, Cartas desde la selva y Oros viejos.
Nunca logré que se durmiera antes de que se acabara la historia. Siempre que apagaba la luz ella estaba aún despierta, por eso me pedía que le hiciera “cuentos de la oscuridad”. Así le llamábamos a las pequeñas historias que yo me inventaba para que por fin se quedara dormida.
Le prestaba tanta atención a mis (re)creaciones como a los clásicos de la literatura universal. Más de una vez me corrigió incongruencias o protestó porque me estaba quedando dormido antes que ella. Una noche se sentó encima de mí y me empezó a pegar en la cara.
–Papá, papá, despierta, que el perrito sigue extraviado y no puedes permitir que duerma en la calle.
Por más esfuerzo que hice, no logré recordar en qué punto había dejado la historia. Fue ella quien acabó reconstruyéndolo todo hasta que la niña encontró a su perrito en la fuente vacía del parque Villalón (un lugar que siempre le fascinó para montar su velocípedo).
En uno de los “cuentos de la oscuridad”, un muñeco de nieve viajó en tren al Paradero de Camarones para visitar al espantapájaros del potrero de Felo López que, según él, era su primo lejano. Al final, el muñeco se derretía en el andén de la estación sin que el pueblo pudiera hacer nada por salvarlo.
Ana Rosario se ha pasado toda la tormenta Filomena enviándonos fotos de la nevada en Madrid. Aunque ya tiene 27 años, la ha disfrutado con una euforia infantil (yo, con 53, habría hecho lo mismo). Gracias a eso, cuando le haga los cuentos de la oscuridad a mis nietos el del muñeco de nieve tendrá un final feliz.
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