26 mayo 2023

Mi mapa


Tenemos el plan de por fin publicar Atlántida en septiembre. Como se trata de una novela sobre un mundo que desapareció, precisa de mapas y de itinerarios que guíen a los lectores durante el viaje de regreso a él. 
En eso ha sido fundamental la labor de Leonardo Orozco, quien también ha diseñado la colección de Libros del Fogonero, donde espero seguir publicando libritos míos.  
Con la ayuda de viejas cartografías cubanas y de imágenes satelitales, hoy terminamos el mapa del Paradero de Camarones de 1978, que es donde se sitúa la historia. Ahora nos dedicaremos al de los Ferrocarriles de la región central de Cuba. No hablo del presente, sino de ese pasado donde los trenes aún sabían volver.
Gracias, Leo, por tanta paciencia y, sobre todo, por tanto talento.

24 mayo 2023

La ceiba de San Juan de los Yeras


Bajo ella acamparon la colonia,

la república

y la actual situación.

Vieron irse a los españoles

y llegar a los cubanos.

Oyeron al primer tren

y al último.

Por la calle de piedras

que la flanquea

desfiló cada bando

una vez conseguida 

la redención.

Fue sombra de misas,

declaraciones

y repudios.

Soportó ciclones 

devastadores,

el socavón

de una vivienda,

carteles

a favor

y en contra,

banderas

propias y ajenas,

miserias, desamor

y excrecencias.

Verán irse a los cubanos

y llegar

a los que finalmente

se queden

con el país perdido.

Ahí estará,

en pie,

cuando ya no exista

San Juan de los Yeras.

14 mayo 2023

Una puerta de la calle Arzobispo Nouel


En 1970, una niña de cinco años se sentaba en esos escalones a comer mamoncillos. Acababa de llegar de Cuba y no se explicaba por qué no podía volver a El Cristo a jugar con sus primas y sus amiguitos. Siempre que vamos al Santo Domingo Colonial, ella me pide pasar por esa puerta. Siempre hace lo mismo, se sienta para ver el mundo como ella lo veía hace 53 años.

Día de las Madres


(Fragmento de la novela Atlántida)

Era el único día del año en que toda la familia se reunía. A veces el segundo domingo de mayo coincidía con el cumpleaños de Lérida, que es el 12. En 1978 no fue así, cayó dos días después. De eso hablaron el viernes, cuando ella llegó de Cienfuegos con Ochocientas leguas por el Amazonas, de Julio Verne.
Los primeros en llegar fueron los de San Juan de los Yeras. Mi tía Titita y mis primos Lazarita y Ariel se bajaron del 3709, el tren de Mataguá a Cumanayagua, a las 08:35. Media hora después, en el 3702, de Santa Clara a Cienfuegos, llegaron tío Aldo, su esposa Beba y mis primos Alahím y Lizandra. 
Quince minutos después, mi tía Cary y su esposo Rafelito nos sorprendieron bajándose del 703, el coche motor Fiat de Cienfuegos a Santa Clara, que no tenía parada en el Paradero de Camarones. Por último, a las 11:42, mi prima Lucy, su esposo Popy y sus hijos Harold y Yanelis, se bajaron del 3710, el tren de Cumanayagua a Santo Domingo. 
Mientras las mujeres se pusieron a cocinar y a poner la mesa, los hombres se fueron para el andén a hablar de trenes. Cada vez que alguien llegaba, ponía los regalos para Atlántida encima de la cama, que había sido vestida con una sobrecama que fue de Nellina y que estaba llena de orlas y bordados. 
Isidro el cartero tocó en la puerta para entregar más de veinte postales. Tenían flores de todo tipo impresas por delante y emotivas dedicatorias por detrás. Atlántida lloró mientras leía lo que decían y luego las fue puso sobre el borde de la cama, para que rodearan a los regalos. 
Titita trajo una panera esmaltada. Aldo, una hornilla eléctrica para cuando falte el gas. Cary, un vestido y el libro Cocina al minuto (para Atlántida), y los tres tomos de una biografía de Antonio Maceo escrita por José Luciano Franco (para Aurelio). El resto protestó, porque nadie más trajo nada para mi abuelo.
Lucy, un juego de fuentes de Pyrex y cinco libras de café del Escambray (que venían escondidas dentro de diez libras de arroz de El Jíbaro). El regalo de Lérida hubo que ir a buscarlo al expreso con una carretilla. Todos nos pusimos alrededor de aquella enorme caja. 
—¿Qué traigo aquí? —preguntó Lérida para que la familia empezara a jugar como el programa de televisión donde los participantes debían adivinar qué había dentro de una caja.
La primera pregunta siempre era la misma: ¿De origen animal, vegetal o mineral? El juego se perdía a los diez desaciertos. En el veinticinco, Atlántida acabó dándose por vencida. Era una Aurika. Un aparato soviético que lavaba la ropa de un lado y la exprimía del otro. 
Popi fue a tirar la vieja batea de madera para la cañada, pero mi abuela le dijo que ni loco, porque seguro que esa cosa no lavaba bien los cuellos y los dobladillos. Tío Aldo abrió las botellas de ron como Serafín, dándoles un puñetazo por el fondo para que el corcho saltara. 
Cada vez que pasaba un tren, todos los tripulantes salían al pasillo de las locomotoras y se asomaban a las puertas de las auxiliadoras para saludar. 
—¡Yerooo! —le gritaban a mi abuelo. 
—¡Yerooo! —le gritaban a mi tío Aldo. 
—¡Serralvooo! —le gritaban a mi tío Rafelito. 
Como Popi no era ferroviario, pasaba inadvertido. En la mesa siempre estuvo prohibido hablar de política. El Día de las Madres no era una excepción, por eso siguieron conversando de trenes. Como tío Aldo era despachador en Santa Clara, tenía muchas más historias que contar. Los demás se asombraban o alarmaban.
Cuando Aurelio le pidió a mi tío que le explicara bien lo que habían hecho en Camajuaní, uniendo la Norte Cuba con el ramal Caibarién, bajó la cabeza. Eso hacía cada vez que esperaba lo peor. “Unieron las líneas después de Quinta y eliminaron la línea Norte hasta Casallas. Desapareció todo ese tramo de la Norte Cuba y la estación de Camajuaní quedó fuera”, le explicó mi tío.
—Están acabando con todo —dijo Aurelio—. Esta gente está acabando…
—¿En qué quedamos? —interrumpió Atlántida.
Todos celebraron el arroz con pollo de mi abuela. Mi tía Cary había conseguido una lata de petit pois y Lérida unos pimientos asados en conserva, de los que llegaban de Bulgaria. Gracias a eso, los mayores coincidieron en que el arroz con pollo sabía cómo los del “tiempo de antes”. 
Los platanitos maduros fritos estuvieron racionados: tres por persona. De postre, flan. Lo único que se habló del presente fue sobre cómo nos iba en los estudios a mis primos y a mí. A veces parecía que los Yero tenían muy poco que recordar en los últimos 20 años.
Alahím y yo jugamos pelota en el andén. Hubo un momento en que un batazo se fue para la línea y mi tío Aldo, sin soltar el vaso de ron ni quitarle la vista a la pelota, la atrapó con una sola mano. Lo aplaudimos tanto que empezó a saltar de la alegría. Ese fue su error. Tropezó y el vaso se le fue de las manos. Esa vez no pudo hacer la atrapada.
Los trenes empezaron a devolver a la familia a las 15:57, cuando Lucy, Popi, Harold y Yanelis se subieron al 3714 para Cumanayagua. Una multitud les dijo adiós con pañuelos blancos desde la punta del andén. Tío Aldo llamó para que el 705 parara en Camarones. Cuando se abrió la puerta del coche motor Fiat, Key, el guardafrenos, armó tremenda algarabía.
A las 18:19 les dijimos adiós a tío Aldo, Beba, Alahím, Lizandra, tía Titita, Lazarita y Ariel. Ya no quedábamos tantos, pero todavía se veían muchos pañuelos en la punta del andén. Los últimos en irse fueron tía Cary y Rafelito. El 3704 llegó puntual, a las 17:15. 
Ya solo quedaban cuatro pañuelos para decir adiós, el de Atlántida, el de Aurelio, el de Lérida y el mío. Siempre pasaba lo mismo, después que se iba el último tren con los últimos familiares, Atlántida empezaba a llorar. Entonces Aurelio aprovechó para vengarse.
—¿En qué quedamos?
—Hace más de veinte años que vivo en una estación de trenes y todavía no aprendo a despedirme de la familia—respondió mi abuela y se fue para la cocina a terminar de llorar. Ese era el momento en que la casa volvía a ser lo que era a las 08:34, justo antes de que llegara el primer tren al Día de las Madres.

09 mayo 2023

El primer aguacero de mayo


Bladimir Zamora solía señalar la fecha del primer aguacero de mayo. Tanto le gustaba ese acontecimiento, que una vez se propuso fundar un proyecto cultural con ese nombre. Siempre celebro su vida, pero por estos días hago un especial énfasis. Porque coinciden con el aniversario de su muerte.

No puedo oír a María Teresa Vera sin sentir su presencia. Siempre que Beny suena a mi alrededor, él regresa de algún modo. Entonces me pongo a recordar las mañanas de dominó y alcohol en La Gaveta, mientras en un precario tocadiscos sonaban canciones que nadie más tenía en La Habana.

Una tarde de 1989, se bajó de un tren en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. En una mochila traía su cuota del mes y discos acabados de salir en Argentina y España: Fito, Baglietto y Serrat le hicieron compañía en esos días a Celia, Machín y Matamoros. Para rematar, siempre Beny.

Entonces yo había empezado a escribir un rarísimo libro de poemas y tenía el proyecto de hacer una novela inspirada en la revolución francesa (un número especial del Correo de la Unesco, dedicado a los 200 años de ese hecho que partió a la historia del mundo en tres, me tenía obsesionado).

—Tus poemas y tu novela están en este lugar —me dijo mientras Atlántida le alcanzaba una taza de café —. Déjale la revolución francesa a Carpentier, que arrastraba la erre como ellos.

Una mañana, mientras nos emborrachábamos en La Gaveta (en aquella Habana no importaban las horas), tocó a la puerta Antonio José Ponte. Traía varios ejemplares de una plaquette que le acababan de publicar. Todavía no sé por qué no me cayó bien aquel flaco pálido y con paraguas.

—Ese que acaba de salir por ahí —me dijo Bladi casi en tono de regaño—, es el mejor escritor de tu generación. 

Me gusta recordarle esa historia a Ponte, porque siempre acaba haciendo un cuento de Zamora que yo no me sé. En una madrugada de la calle Monserrate, corría el año 2011, Diana y yo lo llevamos hasta los bajos de La Gaveta. Ya no podía beber, pero ese día pidió permiso para excederse.

—¿Él te contó que todos los días subía una bicicleta china por esas escaleras? —le preguntó a Diana.

—Sí, Bladi, me lo ha contado muchas veces.

—Menos mal, porque no quiero que se crea la historia de que ahora maneja carros de verdad.

Nos abrazamos llorando… y eso que no sabíamos que era la última vez.

En Santo Domingo cae el primer aguacero de mayo.