14 mayo 2023

Día de las Madres


(Fragmento de la novela Atlántida)

Era el único día del año en que toda la familia se reunía. A veces el segundo domingo de mayo coincidía con el cumpleaños de Lérida, que es el 12. En 1978 no fue así, cayó dos días después. De eso hablaron el viernes, cuando ella llegó de Cienfuegos con Ochocientas leguas por el Amazonas, de Julio Verne.
Los primeros en llegar fueron los de San Juan de los Yeras. Mi tía Titita y mis primos Lazarita y Ariel se bajaron del 3709, el tren de Mataguá a Cumanayagua, a las 08:35. Media hora después, en el 3702, de Santa Clara a Cienfuegos, llegaron tío Aldo, su esposa Beba y mis primos Alahím y Lizandra. 
Quince minutos después, mi tía Cary y su esposo Rafelito nos sorprendieron bajándose del 703, el coche motor Fiat de Cienfuegos a Santa Clara, que no tenía parada en el Paradero de Camarones. Por último, a las 11:42, mi prima Lucy, su esposo Popy y sus hijos Harold y Yanelis, se bajaron del 3710, el tren de Cumanayagua a Santo Domingo. 
Mientras las mujeres se pusieron a cocinar y a poner la mesa, los hombres se fueron para el andén a hablar de trenes. Cada vez que alguien llegaba, ponía los regalos para Atlántida encima de la cama, que había sido vestida con una sobrecama que fue de Nellina y que estaba llena de orlas y bordados. 
Isidro el cartero tocó en la puerta para entregar más de veinte postales. Tenían flores de todo tipo impresas por delante y emotivas dedicatorias por detrás. Atlántida lloró mientras leía lo que decían y luego las fue puso sobre el borde de la cama, para que rodearan a los regalos. 
Titita trajo una panera esmaltada. Aldo, una hornilla eléctrica para cuando falte el gas. Cary, un vestido y el libro Cocina al minuto (para Atlántida), y los tres tomos de una biografía de Antonio Maceo escrita por José Luciano Franco (para Aurelio). El resto protestó, porque nadie más trajo nada para mi abuelo.
Lucy, un juego de fuentes de Pyrex y cinco libras de café del Escambray (que venían escondidas dentro de diez libras de arroz de El Jíbaro). El regalo de Lérida hubo que ir a buscarlo al expreso con una carretilla. Todos nos pusimos alrededor de aquella enorme caja. 
—¿Qué traigo aquí? —preguntó Lérida para que la familia empezara a jugar como el programa de televisión donde los participantes debían adivinar qué había dentro de una caja.
La primera pregunta siempre era la misma: ¿De origen animal, vegetal o mineral? El juego se perdía a los diez desaciertos. En el veinticinco, Atlántida acabó dándose por vencida. Era una Aurika. Un aparato soviético que lavaba la ropa de un lado y la exprimía del otro. 
Popi fue a tirar la vieja batea de madera para la cañada, pero mi abuela le dijo que ni loco, porque seguro que esa cosa no lavaba bien los cuellos y los dobladillos. Tío Aldo abrió las botellas de ron como Serafín, dándoles un puñetazo por el fondo para que el corcho saltara. 
Cada vez que pasaba un tren, todos los tripulantes salían al pasillo de las locomotoras y se asomaban a las puertas de las auxiliadoras para saludar. 
—¡Yerooo! —le gritaban a mi abuelo. 
—¡Yerooo! —le gritaban a mi tío Aldo. 
—¡Serralvooo! —le gritaban a mi tío Rafelito. 
Como Popi no era ferroviario, pasaba inadvertido. En la mesa siempre estuvo prohibido hablar de política. El Día de las Madres no era una excepción, por eso siguieron conversando de trenes. Como tío Aldo era despachador en Santa Clara, tenía muchas más historias que contar. Los demás se asombraban o alarmaban.
Cuando Aurelio le pidió a mi tío que le explicara bien lo que habían hecho en Camajuaní, uniendo la Norte Cuba con el ramal Caibarién, bajó la cabeza. Eso hacía cada vez que esperaba lo peor. “Unieron las líneas después de Quinta y eliminaron la línea Norte hasta Casallas. Desapareció todo ese tramo de la Norte Cuba y la estación de Camajuaní quedó fuera”, le explicó mi tío.
—Están acabando con todo —dijo Aurelio—. Esta gente está acabando…
—¿En qué quedamos? —interrumpió Atlántida.
Todos celebraron el arroz con pollo de mi abuela. Mi tía Cary había conseguido una lata de petit pois y Lérida unos pimientos asados en conserva, de los que llegaban de Bulgaria. Gracias a eso, los mayores coincidieron en que el arroz con pollo sabía cómo los del “tiempo de antes”. 
Los platanitos maduros fritos estuvieron racionados: tres por persona. De postre, flan. Lo único que se habló del presente fue sobre cómo nos iba en los estudios a mis primos y a mí. A veces parecía que los Yero tenían muy poco que recordar en los últimos 20 años.
Alahím y yo jugamos pelota en el andén. Hubo un momento en que un batazo se fue para la línea y mi tío Aldo, sin soltar el vaso de ron ni quitarle la vista a la pelota, la atrapó con una sola mano. Lo aplaudimos tanto que empezó a saltar de la alegría. Ese fue su error. Tropezó y el vaso se le fue de las manos. Esa vez no pudo hacer la atrapada.
Los trenes empezaron a devolver a la familia a las 15:57, cuando Lucy, Popi, Harold y Yanelis se subieron al 3714 para Cumanayagua. Una multitud les dijo adiós con pañuelos blancos desde la punta del andén. Tío Aldo llamó para que el 705 parara en Camarones. Cuando se abrió la puerta del coche motor Fiat, Key, el guardafrenos, armó tremenda algarabía.
A las 18:19 les dijimos adiós a tío Aldo, Beba, Alahím, Lizandra, tía Titita, Lazarita y Ariel. Ya no quedábamos tantos, pero todavía se veían muchos pañuelos en la punta del andén. Los últimos en irse fueron tía Cary y Rafelito. El 3704 llegó puntual, a las 17:15. 
Ya solo quedaban cuatro pañuelos para decir adiós, el de Atlántida, el de Aurelio, el de Lérida y el mío. Siempre pasaba lo mismo, después que se iba el último tren con los últimos familiares, Atlántida empezaba a llorar. Entonces Aurelio aprovechó para vengarse.
—¿En qué quedamos?
—Hace más de veinte años que vivo en una estación de trenes y todavía no aprendo a despedirme de la familia—respondió mi abuela y se fue para la cocina a terminar de llorar. Ese era el momento en que la casa volvía a ser lo que era a las 08:34, justo antes de que llegara el primer tren al Día de las Madres.

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