28 febrero 2021

Underwood


(Fragmento de la novela Atlántida)

Cuando Aurelio se sienta a escribir en su Underwood parece un pianista de una orquesta de danzones. Primero acomoda la silla para que la máquina le quede a la distancia exacta. Luego pasa las hojas por el rodillo y, por último, abre sus manos sobre el teclado. Todo lo que se oye después es música. 

La oficina de mi abuelo está separada del salón de espera por una división de listones que llega a la misma altura que la del salón de espera con el cuarto de expreso. A través de la primera se puede ver. La segunda también es de madera, pero machihembrada. De ella cuelgan la pizarra con el itinerario y los avisos.

En las películas del oeste salen muchas estaciones de trenes con oficinas muy parecidas a la de mi abuelo. Todas tienen los mismos muebles y objetos. Incluso los jefes de estación suelen tener algún parecido con Aurelio, sobre todo en los gestos y la manera de hacer las cosas.

La oficina de la estación de Camarones, como las que aparecen en las películas del oeste, tiene la taquilla para expender los boletines, la mesa del telégrafo (aunque ya tiene teléfonos, Aurelio la sigue llamando por su antiguo nombre), un reloj, una caja fuerte, faroles, banderas, arcos y timbres que suenan a todas horas.

Junto a la mesa de los teléfonos, mi abuelo tiene un escritorio donde hace los papeles contables y los documentos de la estación. Ahí tiene su Underwood. Atlántida dice que él trata a su máquina de escribir como si fuera un ser querido. No la dejar tocar por nadie que no sea él… y yo.

Cuando tengo que entregarle una composición al maestro Gustavo, Aurelio me deja hacerla en su Underwood con original y dos copias. Como la letra a se ha desgastado, hay que darle con más fuerza que al resto de las letras. Aunque presume de que ya me deja escribir solo en la máquina, me vigila con el oído.

—Un poco más fuerte, pero no tanto —me dice si escucha que le di demasiado duro a la a.

Siempre que me siento frente a la máquina de escribir, mi abuelo me recuerda que la tengo que cuidar mucho porque “algo como eso ya no se consigue”. Se para detrás de mí y, mientras me la describe, pasa un paño por el rodillo y el teclado. Siento su respiración justo en el remolino que tengo en medio de la cabeza.

—Una Underwood No. 6 de 1937 —dice orgulloso—. Tiene la misma edad que Lérida. Estas son las máquinas que usan los periodistas, los administrativos y los buenos oficinista. Teclado Querty. Mecanismo de golpe frontal con 84 caracteres distribuidos en 4 filas paralelas de teclas. Con una cinta bicolor, se puede escribir en negro, en rojo o en los dos colores. aunque eso solo se notará en el original…

Aurelio dio clases de mecanografía y escribe con todos los dedos de las dos manos. Aunque ha intentado enseñarme, apenas logro escribir con los dos dedos índices. Si trato de usar algún otro, me enredo tanto que un gran número de letras acaban amontonadas sobre el rodillo.

Él siempre insiste, pero estoy convencido de que nunca llegaré a usar todos los dedos de las dos manos. Jamás pareceré el pianista de una orquesta de danzones frente a la Underwood. Aún así, siempre que saco el original y las dos copias siento que he escrito algo importante.

Cada cierto tiempo, Aurelio le hace una limpieza profunda a su Underwood. Busca la latica del aceite de la Singer de Atlántida y una brocha de pelo de caballo que él solo usa para eso. Cuando le da la vuelta y queda todo el interior de la máquina al descubierto, abre los abrazos asombrado.

—Mira, niño, mira, parece el espinazo de una ballena —me dice—. ¡Pueden ustedes llamarme Ismael!  

Con un viejo cepillo de dientes, saca la tinta acumulada dentro de las letras q, r mayúscula, o, p, a, d y b y en los números 4, 6, 8, 9 y 0. Luego vuelve a la a y la vuelve a limpiar con mucho cuidado. En su rostro se puede ver la gran preocupación que tiene con el deterioro de esa letra.

—Recuerda que a la a hay que darle un poco más fuerte, pero no tanto —me dice—. Porque si se le da demasiado duro, llegará el día en que no podremos escribir Atlántida.



24 febrero 2021

La fiesta de la luz


(Fragmento de la novela Atlántida)

Todo empieza siempre con un discurso de Yuyo Serralvo, quien calcula los años que hace que se detuvo aquí el primer tren. Luego menciona una fecha exacta, 15 de diciembre de 1895, y señala un punto en el horizonte. La multitud se apartan para dejarle el camino libre el dedo índice de Yuyo.

—Por ahí pasó la caballería de Máximo Gómez y Antonio Maceo después de la batalla de Mal Tiempo —dice—. No olvidemos nunca que la historia acampó en el Paradero de Camarones esa noche, debajo de las matas de mangos de La Flora.

Después de un emotivo aplauso, Yuyo recuerda todos los años de oscuridad que vivió el pueblo hasta que el Patronato Pro Luz, presidido por Pedro Pis Prieto, trabajó sin descanso para que en cada casa hubiera al menos un bombillo encendido cuando cayera la noche.

Si con el segundo aplauso Yuyo se emociona demasiado, suele gritar “¡Urraaaaaa!”. Aurelio siempre ha dicho que Yuyo es de los comunistas de verdad, de los de antes, de los que lucharon contra Machado, y que si por él fuera en el Paradero de Camarones caería nieve como en Leningrado. 

Al finalizar el discurso comienza un desfile que encabezan los combatientes. La mayoría lleva una medalla en el pecho, pero hay algunos que tienen dos o tres y a Yuyo ya no le alcanza la camisa y se pone algunas en la gorra de miliciano. Al pasar frente al cine, le dan un aplauso a Chena.

Desde la ventana del proyeccionista, el mejor amigo de mi abuelo le devuelve el saludo a la multitud. El mismo día que llegó la luz al pueblo, Chena abrió por primera vez las puertas del cine Justo. Lo armó con las bustacas viejas del cine Luisa de Cienfuegos y con una pequeña pantalla en la que no cabían las películas en cinemascope.

Atlántida no olvida el momento en que la pantalla se alumbró y John Wayne se paró frente a todos. “¡A la gente le dolían las manos de tanto aplaudir!”, recuerda.

Como la mayoría de los canarios que habían venido del campo no sabían leer, muchos se fueron sin entender la película. 

—¡Vuelvan mañana! —Les repetía Chena—. ¡Les prometo que voy a resolver ese problema! 

Al día siguiente, John Wayne se presentó de nuevo. Lo aplaudieron otra vez, pero ya les resultaba un viejo conocido. Desde la última butaca, Chena leyó la película completa. Cuando la revolución le nacionalizó el cine, aceptó ser el taquillero por tal de no renunciar a su costumbre. 

Todavía hoy sigue leyendo las películas. Incluso las soviéticas, aunque la lengua se le enrede con los nombres. Este año, además de la carrera de caballos, el palo encebado y un juego de pelota, organizaron una competencia de baile. Joime, el hijo de Maño, imitó a Michael Jackson y cuando empezó a caminar para atrás la gente empezó a empujarse entre sí para poderlo ver bien. 

Un hombre de Marsellán le dio un codazo a Reimundito, el hijo de Marino Pérez, y después de discutir un rato se fueron para la línea a “resolver el problema”. Alguien gritó “¡broncaaa!” y el liceo se quedó casi vacío en cuestión de segundos. Todos siguieron a los dos hombres que se iban quitando las camisas.

En una esquina, cerca del escenario, estaban Basilia y el hombre del Yugulí rojo, quien participó en la Fiesta de la Luz en representación del Partido y las organizaciones de masas. Frente a ellos, en la otra esquina, estaba Gustavo el maestro. En las bocinas empezó a oírse “Qué será de ti”, de Roberto Carlos.

Justo en ese momento, el largo mechón de Basilia le cayó sobre la frente y ella echó la cabeza hacia atrás para quitárselo. Lo hizo en cámara lenta, como en las películas. Después miró hacia el techo, como hace la gente cuando una canción las pone muy triste pero no puede evitar tararearla.

El hombre del Yugulí rojo tomó del brazo a Basilia y le hizo una seña para que lo siguiera. El maestro Gustavo también estaba mirando para el techo y cuando bajó la cabeza ella ya no estaba del otro lado. Afuera, la multitud volvía de la línea, contaban cada detalle de la pelea entre el hombre de Marsellán y Reimundito.

Desde el portal de la escuela, Yuyo Serralvo seguía hablándole a la gente. Agobiado, trataba de que volviera el orden a la Fiesta de la Luz. Pero ya nadie le prestaba atención. Los que no estaban hablando de Joime y su imitación de Michael Jackson, comentaban la pelea. 

—Por ahí pasó la caballería de Máximo Gómez y Antonio Maceo después de la batalla de Mal Tiempo —repetía Yuyo—. No olvidemos nunca que la historia acampó en el Paradero de Camarones esa noche, debajo de las matas de mangos de La Flora.

En el bar Arelita, el hombre de Marsellán y Reimundito, con las camisas desechas y los ojos hinchados, se empinaron dos vasos de ron y se dieron un abrazo. Para celebrar que los contrincantes habían hecho las paces, la multitud empezó a dar aplausos y ovaciones. 

—¡Urraaaaaa! —Gritó Yuyo emocionado.

21 febrero 2021

“Pare… que llegó el Bárbaro”, el “Abbey Road” cubano


En 1958, la Banda Gigante de Beny Moré era la orquesta más popular de Cuba. En todas las victrolas, de extremo a extremo de la isla, sonaban sin parar sus sones y boleros. Todos se detenían para escucharlo. Quizás por eso la RCA Victor decidió titular “Pare… que llegó el Bárbaro” al disco que grababan en sus estudios.
Querían que la portada fuera tan impactante como la voz de Beny y el sonido de aquella jazz band. Por eso se la encomendaron a Mario García Joya, uno de los publicistas y fotógrafos más exitosos del país. Mayito se llevó a Beny para la esquina de 23 y Malecón y lo subió en su propio carro, un MG descapotable de dos plazas.
El resto es historia. En la cara A del álbum aparecerían “Mi amor fugaz”, “Soy campesino”, “Maracaibo oriental”, “Preferí perderte”, “Camarera del amor” y “Que me hace daño”. En la B, “¡Oh, vida!”, “Pongan atención”, “Fiebre de ti”, “Como arrullo de palma”, “No puedo callar” y “De la rumba al cha cha chá”.
Esos temas serían los más bailados por Cuba el 31 de diciembre de ese año y en la madrugada del día siguiente, mientras Fulgencio Batista volaba rumbo a Santo Domingo. La portada también se convirtió en una imagen icónica que se ha reproducido innumerables veces.
“Pare que llegó el Bárbaro” es el “Abbey Road” cubano. Lástima que conozcamos cada detalle de la imagen donde Paul, John, George y Ringo cruzan el célebre paso de cebra de Londres y lo perdiéramos casi todo de esa imagen en que Beny y Cuba parecen tener tanta felicidad por delante.
La matrícula del Volkswagen Escarabajo de la portada de “Abbey Road”, LMW 281F, sería objeto de innumerables robos y el carro finalmente fue subastado en 1986. También sabemos el nombre del peatón que aparece a la derecha de la imagen, es el turista norteamericano Paul Cole.
Poco después de hacer la foto, Mayito transitaba por El Vedado junto a Leonor Fayat, su primera esposa, quien se quejaba constantemente de lo incómodo que resultaba un carro tan bajito para una mujer embarazada. En un semáforo, el conductor de un Volkswagen Escarabajo se quedó mirando el GM.
—¿Te gusta? —Le preguntó Mayito.
—¡Ese carro es una joya! —Exclamó el conductor.
—¿Quieres cambiar?
—¡¿Cómo?!
Antes de que volviera la luz verde, Mayito acomodó a Leonor en el Volkswagen. Ahí, en esa intersección habanera, la historia le pierde el rastro al carro con chapa 12020 de la icónica portada de Beny Moré. Tampoco sabríamos nunca el nombre del vendedor de granizado que aparece en el extremo izquierdo de la foto.
 “Pare… que llegó el Bárbaro”, el “Abbey Road” cubano, es uno de los últimos testimonios de una Cuba que desapareció de la noche a la mañana, el 1 de enero de 1959. Poco antes de que cambiaran la moneda corriente y donde decía “Patria y libertad”, pusieran “Patria o muerte”. 
Beny Moré murió el 19 de febrero de 1963 Ese día, la isla también se paró. Se le había ido el Bárbaro.



El corazón solitario de la cigua amarilla


Todas las mañanas esta cigua amarilla (Spindalis dominicensis), prima hermana de la cigua cubana o cabrero (Spindalis zena), nos espera en la cocina para darnos los buenos días y vernos colar el primer Bustelo del día.

A media mañana se irá para los arbustos que rodean la cabaña y no volverá hasta el atardecer. No hicimos nada para que viniera a vivir con nosotros y se comportara como un ave doméstica, salvo reforestar toda la loma como muchos arbustos y árboles que le dan de comer su alimento preferido.

Fueron los frutos de las pendas, arrayanes, caimoníes, azaleas, guamas y guáranos los que convencieron a la cigua de quedarse en la Loma de Thoreau y, junto a Dino, Jack y Buck, convertirse en un miembro más de la familia Venegas Sarlabous.

A veces, cuando estamos cocinando, entra y se posa sobre los gabinetes para vernos mejor. Después de escucharnos atentamente, con un asombroso exceso de confianza, nos dice algo. Desafortunadamente, aún no alcanzamos a descifrar sus trinos.

Cada vez que llegamos de Santo Domingo, lo primero que hacemos Diana y yo es ir a la cocina para ver si ella aún está ahí. Siempre nos hacemos la misma pregunta cuando la reencontramos: ¿Por qué su corazón solitario decidió darle caza el nuestro? 

Porque ella es libre, somos nosotros los cautivos de su presencia.

19 febrero 2021

Los macheteros millonarios

Foto: © Iván Cañas

(Fragmento de la novela Atlántida)

El tractor lleva dos carretas llenas de hombres cubiertos de tizne. En lo alto, al final de una larga vara, ondea una enorme bandera. Los hombres van sentados en el piso cubierto de paja. Algunos afilan sus mochas y otros, a pesar de los continuos saltos que da la carreta, parecen estar dormidos. 

—¡Ahí van los millonarios! —Dijo mi tío Rao—. ¡Aaaaah jajajá!

Mi abuelo y yo íbamos a la bodega de Chena a comprar el pan y nos cruzamos con Rao, justo en el momento en que pasaba el tractor con las carretas. Rao levantó el brazo y saludó a los macheteros. Al parece se dieron cuenta de que era una burla, porque ninguno le devolvió el saludo.

—¿Qué hubo, Rao? —Dijo Aurelio.

—¿Qué hubo, Hilo? —Así le llaman a mi abuelo sus hermanos.

—¿Tú sabes si ya llegó el pan a la bodega?

—¿Tú crees que esos hombres puedan tumbar ochocientas arrobas de caña en un día?

—¡Jum!

—¡Aaaaah jajajá! 

—Míralos, míralos, míralos —Cuando mi tío Rao quiere hacer énfasis en algo, repite las cosas tres veces.

Hace poco leí en el periódico que las brigadas de Movimiento de Millonarios están integradas por hombres que son capaces de cortar y alzar a mano hasta mil arrobas de caña en una jornada de ocho horas. El record de Cuba lo tiene Reinaldo Castro, un machetero de Calimete, en Matanzas, que estuvo 72 horas cortando caña sin parar y llegó a las tres mil arrobas.

—¡No hay ser humano que pueda cortar eso! —Aseguró Rao— ¡Ni los haitianos de Jaronú!

—¡Jum!

—¡Aaaaah jajajá!

La bandera que ondea en lo alto es roja y tiene un número tres en el centro. Eso significa que la brigada ya alcanzó el tercer millón de arrobas. Al final de la segunda carreta, con los pies colgando hacia afuera, iba el Ruso. Es el único que no lleva sombrero. Insiste en andar con su gorro, como si viniera de la taiga y no de un cañaveral.

—¡Eeey! —le dijo mi abuelo cuando lo reconoció.

—¡Eeey! —respondió el Ruso mientras se alejaba, dando pequeños rebotes contra el suelo cubierto de paja. Llevaba los brazos cruzados y en ningún momento se sujetó, como si no le temiera a salir despedido en uno de los saltos de la carreta.

—¿Tú sabes si ya llegó el pan a la bodega?

—¡No hay ser humano que pueda cortar eso! —Repitió Rao—. Dicen que los haitianos de Jaronú cortaban caña sin parar y nunca, jamás en la vida, ninguno llegó a las ochocientas arrobas.

—¡Jum!

— ¡Aaaaah jajajá!

A lo lejos, la silueta del tractor, las dos carretas y la enorme bandera estaban a punto de perderse de vista. Ya íbamos caminando frente al portal de América, que está justo antes del de la escuela, cuando por fin me decidí a hacerle la pregunta a mi abuelo.

—Papá, ¿es cierto que no hay ser humano que pueda cortar esa cantidad de arrobas de caña?
—¿Habrá llegado el pan a la bodega?

18 febrero 2021

Iremos a Santiago


En 1970, el tren Habana- Santiago aún prestaba el servicio de coche dormitorio. Guillermo Vázquez (hijo del Mago Mandrake, un mítico maquinista) los recuerda. “Eran coches Pullman, comprados a Canadá de uso —asegura—. La tracción era de las venerables Clayton”.
Las Clayton fueron 10 locomotoras inglesas de gran porte y doble cabina que circularon en Cuba entre la década del 60 y principios de los 70. Los ferroviaros las llamaban Reina Isabel. Justamente el Mago Mandrake se empeñó en salvarlas y logró que la 52504 se mantuviera trabajando, ya sin resuello, por muchísimos años.

A Esteban Darias (nieto del ferroviario que enseñó a mi abuelo el oficio de jefe de estación y compañero de trabajo de mi madre y de mis tíos Cary y Aldo) todavía le brillan los ojos cuando habla de las Clayton. “Era impresionante cuando arrancaban en el andén de Santa Clara —recuerda—. El último coche pasaba volando”.

Cuando los Sarlabous decidieron marcharse de Cuba, viajaron de Santiago a La Habana en un coche dormitorio. Aunque Diana apenas tenía 5 años, recuerda claramente aquel compartimento con camas y amplias ventanas por las que se veía el país donde ella había nacido y del que se estaba despidiendo.

También recuerda los pitazos del tren, es decir, de la locomotora Clayton. Ayer me compré en eBay este boleto original de 1970. Nunca se usó. Era para un viaje en coche dormitorio de la Habana a Santiago. Diana y yo ya hemos decidido no volver a nuestro país hasta que llegue a él la luna llena de la libertad.

Entonces, una de las primeras cosas que haremos es completar aquel viaje en tren. Sacar el boleto de regreso para ponerlo junto al de ida. Ojalá que el coche no sea de agua negra sino dormitorio, con brisa y alcohol en las ruedas. ¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro! Iremos a Santiago.


16 febrero 2021

Mano Negra

Pocos días después de la muerte de Pedro José -Cheíto- Rodríguez, Cuba pierde a otro gran pelotero: Gregorio -Mano Negra- Pérez. Por cierto, el 7 de marzo de 1979, Las Villas y Orientales llegaron empatados al décimo inning en un juego de la Serie Selectiva. 
Mano Negra estaba intransitable, pero una bola que parecía que se le enterraba fue golfeada por Cheíto y se desapareció en el cielo de Santa Clara. Así fue cómo la Trituradora Naranja pudo dejar al campo a las Avispas Negras.

La Fanial All Star se sigue reagrupando


Nunca me imaginé que conocería a Johnny Pacheco en persona. En el Centro Cultural Eduardo León Jiménes, de Santiago de los Caballeros, preparábamos el primer Congreso de Música, Identidad y Cultura del Caribe. Como parte de las actividades previas, logramos que volviera a su ciudad natal el mítico fundador de la Fanial All Star.
Aunque era cibaeño, parecía haber nacido en Santiago de Cuba, Güira de Macurijes o Santa Isabel de las Lajas. Es decir, en los lugares de mi país de donde son los grandes soneros. Sus gestos, su manera de hablar y hasta su sentido del humor parecían de un cubano.

Aunque hace más 15 años de aquel encuentro, ya estaba muy avejentado y tenía muchas limitaciones físicas. Costaba imaginarse que ese mismo hombre era el remolino que, flauta en mano, envalentonaba a Celia Cruz o a Héctor Lavoe sobre los escenarios. 

Ayer, Juan Miguel Pérez (un querido amigo dominicano que actualmente es un reconocido sociólogo y que en aquel momento, recién llegado de sus estudios en París, era mi compañero de trabajo en el Centro León), me recordó una larga conversación que tuvimos él y yo con Johnny.

—¿Qué es la salsa? —Le preguntó Juan Miguel.

—La salsa es un son montuno cubano marinado con las sirenas que escuchábamos en Nueva York —respondió Johnny.

Unos días después proyectamos en una pantalla gigante el histórico concierto la Fania en Zaire, previo a una pelea entre Muhammad Ali y George Foreman. Recuerdo que Juan Miguel no paraba de gesticular y bailar como Johnny Pachecho. Esa noche nos costó mucho trabajo abandonar 1974 y volver al presente.

Con la muerte de Johnny Pacheco, la Fania All Star se sigue reagrupando. No sé si en el Nueva York donde ahora están él, Celia y Lavoe también se escuchan sirenas, pero con toda seguridad suena mucho mejor música que en la ciudad terrenal.

15 febrero 2021

Moby Dick


(Fragmento de la novela Atlántida)

La cañada se ha empezado a secar. El temporal que pasó en diciembre la convirtió en un brazo de mar. Pero después de tantas semanas sin llover se ha ido reduciendo hasta convertirse en un hilo a lo largo del potrero y en un pequeño charco debajo del puentecito que hay al final del andén.
Hace unos días, el Chiqui y yo tratamos de pescar biajacas. Hicimos los anzuelos con alfileres y les pusimos lombrices de carnada. Nos pasamos la mañana entera mirando hacia abajo y moviendo lentamente el nylon, para que las biajacas creyeran que las lombrices estaban vivas.
—¿Cómo van las cosas en el Pquod? —Nos preguntó mi abuelo desde la punta del andén.

El Chiqui se encogió de hombros y yo le expliqué que ese era el nombre del barco ballenero del Capitán Ahab. El Chiqui se volvió a encoger de hombros y le hice un gesto que quería decir que después le explicaba. Entonces volvió a mirar hacia abajo, donde también estábamos nosotros dos mirando hacia arriba.

—Si le dan caza a la gran ballena blanca me avisan —nos dijo Aurelio mientras volvía a su oficina.

Mi abuelo se ha leído dos veces la novela de Hermann Melville. Se sabe de memoria los nombres de todos los tripulantes del Pequod y los países de donde son. Se los he oído decir tanto que yo también me los sé. “¡Pueden ustedes llamarme Ismael!”, dice Aurelio a veces, en el momento menos esperado.

Hace como un año pasaron la película en el cine. Fuimos los primeros en llegar al pequeño portal y mi abuelo iba tan eufórico que ni siquiera saludó a Chena. Apenada, Atlántida le abrió los brazos al mejor amigo de Aurelio. “Tú lo conoces mejor que yo”, le dijo y Chena soltó una de sus carcajadas.

Mi abuelo fue mirando las fotos de la cartelera una por una, como si quisiera encontrar en ellas algo que no aparece en la película. “Ojalá que no venga más nadie”, le dijo a Rufino, el portero, mientras le entregaba las papeletas. Aunque las luces aún estaban encendidas, Angelina, la acomodadora, nos siguió con su linterna.

—¡Efraín, lámpara! —gritó Chena. Ese era el aviso al proyeccionista para que apagara las luces de la sala y comenzara la película.

Después del rugido del león de la Metro Goldwing Mayer y de los créditos, apareció un muchacho caminando por el campo. Llevaba un bastón en una mano y un bolso en la otra. Su ropa y su gorra se parecían a la de el Ruso. Se acercó, levantó el bastón hasta apoyarlo en su hombro y miró en dirección a nosotros, como si fuera a decirnos algo.

—¡Pueden ustedes llamarme Ismael! —Dijo Aurelio antes que el muchacho dijera exactamente lo mismo.

—¡Ssshhh! —Esa fue la primera vez que Atlántida lo mandó a callar. Fueron muchas, porque Aurelio no se pudo contener y siempre se le adelantó al Capitán Ahab en sus frases preferidas.

—¿Qué se hace cuando se ve una ballena, hombres?

—¡Ssshhh! 

—Todos los vigías, escúchenme, deberán buscar una ballena blanca. Una ballena tan blanca y grande como una montaña de nieve.

—¡Ssshhh!

—Es un día tranquilo, Starbuk. Cielo tranquilo. En un día así maté mi primera ballena.

—¡Ssshhh!

El Chiqui y yo seguimos intentando pescar biajacas por varios días. Aunque picaban, nunca conseguíamos que se quedaran ensartadas por los anzuelos hechos de alfileres. Una tarde, después de hacer las tareas, saqué un par de lombrices y me fui solo al puentecito. Lancé el nylon y me senté en el carril.

—¿Por qué veo decepción en su rostro? —hubiera dicho Aurelio adelantándose al Capitán Ahab— ¿No está ansioso por caza a Moby Dick?

Oí los golpes de las grandes ventanas de la oficina cerrándose. Eran las cinco y Aurelio estaba retirando de servicio a la estación. En cuestión de minutos Atlántida me llamaría para que fuera a bañarme. Al charco le quedaba poco. En cuestión de días la cañada estaría totalmente seca. El tiempo se acababa.

Entonces sentí un tirón. Después otro y finalmente uno que por poco me arranca el nylon de las manos. Comencé a tirar hasta que la saqué del agua. Era la biajaca más grande que había visto en mi vida. Mientras la iba subiendo, escuchaba claramente el batir de las olas y la música de la película.

—¡Papá! —Comencé a gritar— ¡Papáaa! ¡Papáaaaa!

Aún si me hubiera escuchado no habría podido verla. Cuando ya la tenía delante de mí, dio un coletazo tan grande que logró zafarse del alfiler. Cayó entre las piedras y los travesaños. La atrapé entre las dos manos y traté de inmovilizarla, pero sus espinas se encajaron en mis dedos.

Un duro pinchazo me hizo soltarla. De un coletazo saltó sobre el carril y de otro cayó al vacío. La vi caer en cámara lenta, como lo hacía la enorme ballena blanca. En ese momento, el tranquilo charco de la cañada me pareció el enfurecido mar del Cabo de Hornos y las garzas del potrero de Felo López gaviotas que sobrevolaban un naufragio.

Nunca le conté a nadie, ni siquiera a el Chiqui, que llegué a sacar a la biajaca del agua. Me daba vergüenza tener que reconocer que la perdí después de tenerla entre las piedras y los travesaños de la línea. Los pinchazos de los dedos se me infectaron, pero los escondí hasta que estuvieron del todo curados.

Poco después el charco se secó por completo. El Chiqui y yo nos metimos descalzos en el lodo para atrapar pequeños camarones. Encontramos sus restos en la parte más honda, que fue la última en quedarse sin agua. Ya había perdido los ojos y olía mal. Una larga hilera de hormigas entraba y salía por su boca.

—Esta es la biajaca más grande que he visto en mi vida —me dijo el Chiqui—. ¿Tú te imaginas que la hubiéramos podido pescar?

14 febrero 2021

Gracias, Señor Jonrón


Nací en un país rodeado por un mar de héroes. Sus nombres y sus retratos nos salían al paso por todos lados y a todas horas. Pero el nombre de mi primer héroe no estaba escrito en la torre de un ingenio, ni en las entradas de los pueblos o en los murales de las escuelas. Me lo aprendí por la radio: Pedro José -Cheíto- Rodríguez Jiménez.
Para anunciar su llegada al cajón de bateo, Bobby Salamanca daba dos golpes, como si la mesa de transmisión fuera una puerta. “¡Pase usted, Señor Jonrón!”, le decía a aquel gordo macizo que llevaba un número 6 en la espalda y defendía, con el guante y con el pecho, la tercera base de Las Villas. 
El jueves 25 de mayo de 1978, Las Villas y Pinar del Río se enfrentaron en un juego que decidiría cuál de los dos equipos se coronaría como campeón de Cuba. Ocurrió en el estadio Latinoamericano, de La Habana. En el primer inning, Sixto Hernández dio un jonrón. En el segundo, Héctor Olivera dio otro. 
Pero la ventaja de dos carreras nos duró poco. En la parte baja del segundo, Lázaro Cabrera, primera base de Pinar, también sacó la pelota con un hombre en base. El partido se mantuvo empatado hasta la parte alta del noveno.
Según Juan Castro, cátcher de Pinar del Río, él mismo le advirtió a Rogelio García, antes de salir a cubrir, que se cuidara mucho de Cheíto. Según Misifús, el cargabates de Las Villas, Pedro José Rodríguez le dio instrucciones de que guardara los maderos. “Misi, si falla Muñoz, recoge los bates que se acabó esto”, dice que fueron sus palabras.
El Ciclón de Ovas lazó su temible tenedor. Pedro José, con toda la fuerza de sus muñecas hizo un swing y la pelota, tal como había prometido, se fue elevando hasta caer del otro lado de las cercas. Unos minutos más tarde, el propio Cheíto capturó un duro roletazo. 
Le tiró a Adolfo Borrell, en segunda. ¡Un out! Borrell le tiró a Antonio Muñoz, en primera, y… ¡Doble play! ¡Las Villas, campeón! Mis abuelos y yo, que estábamos solos en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, nos abrazamos eufóricos, como si fuéramos parte de aquella multitud que celebraba en la pantalla en blanco y negro del televisor.
Por Cheíto también conocí el poder sin límites de la revolución para impartir injusticia. En una requisa, las autoridades encontraron una ridícula excusa para tronchar la carrera deportiva del más grande slugger de Cuba y lastimar el corazón de los miles de cubanos que esperábamos cada uno de sus turnos al bate para vernos cara a cara con la gloria.
Anoche, Marianela Boán, Alejandro Aguilar, Diana Sarlabous y yo convertimos a la cocina de la Loma de Thoreau en una capsula del tiempo. Dos lámparas led, que cambiaban constantemente de color, crearon un ambiente parecido al que tenía el dancing light Baikobur de Manicaragua.
Escuchamos, una tras otra, las canciones que más bailaron nuestras generaciones en los setenta y los ochenta. Celia Cruz se estaba esmerando en ponerle fin a la noche, cuando recibí un mensaje de texto de Renay Chinea. “Asere, murió Cheíto. ¡Qué huérfanos nos vamos quedando!”. Sentí una tristeza inexplicable y esa inevitable opresión que sentimos cuando un lugar muy alumbrado se queda totalmente a oscuras.
La primera vez que mi abuelo me llevó a un estadio, Pedro José Rodríguez dio dos jonrones. Volví a casa de mi tía Cary sin voz. Mientras caminábamos por el malecón de Cienfuegos, miraba una y otra vez la silueta ya a oscuras del 5 de Septiembre. Gracias a todo aquel asombro que llevaba conmigo, aún hoy no olvido ni el más mínimo detalle del partido.
El niño aquel y el hombre que acabé siendo están hoy de luto. Hemos perdido al ídolo que le dio sentido a nuestra pertenencia. Al símbolo que nos hizo sentir orgullo por haber nacido en Las Villas y no en otra parte. Al héroe que nos enseñó a ser optimistas y a tener confianza aún en las situaciones más adversas, porque un solo swing suyo podía revertirlo todo.
Renay tenía razón, desde anoche soy aún más huérfano de lo que ya era.

12 febrero 2021

Volver para siempre con Chick Corea


A mediados de los años 80 yo aún no había cumplido 20 años y era todo lo contrario de lo que soy hoy. Estaba terminando mis estudios en la escuela de arte de Cubanacán y no había nada más importante en mi vida que el teatro. Desde un viejo cassette, sonaba a menudo Return to Forever (1972) de Chick Corea.
Cuando supe que el pianista y compositor había muerto, busqué el disco en mi iTunes. No volví a pensar en Armando Anthony Corea (Chelsea, Massachusetts, 12 de junio de 1941 - Tampa, 9 de febrero de 2021) ni en lo que significa su incontenible imaginación y su falta de prejuicios para la historia de la música.
Al final acabé pensando en mí. En lo diferente que soy al muchachito aquel que se enfrentó por primera vez a los sonidos de “Crystal Silence”, “What Game Shall We Play Today” y, sobre todo, “Sometime Ago – La Fiesta”. La voz de Flora Purim acabó devolviéndome algunos sentimientos que había extraviado.
Hay discos que nos acompañan toda la vida y que significan más por los momentos en que han sonado a nuestro alrededor que por su contenido en sí. Return to Forever es un álbum extraordinario y Chick Corea fue un genio. Pero no puedo dejar de pensar en la luz de Miramar o en una Habana de lluvia cuando los oigo.
Solo por ese viaje de regreso que siempre acabo haciendo cuando suena la primera nota de Return to Forever, tendré que estarle eternamente agradecido a Chick Corea. Si a eso se le suman muchos otros álbumes suyos que han ido conmigo por otros momentos, mi deuda se hace impagable.

10 febrero 2021

Los caminos de John Ford


Después de ver sus películas, lo reconocí caminando por las calles del Paradero de Camarones o fumando y bebebiendo en el bar Arelita. Vaqueros como Pipio Pis o Julito Monterito, solo se quitaban las polainas para dormir y avanzaban de medio lado, de la misma manera que él lo hace cuando se baja del caballo.
Mis tíos Ignacio y Cuquito Yero, fumaban y bebían con sus mismos gestos. Muchos años después entendí que la culpa no era de ellos sino de John Ford y de Chena. De Ford, porque creó un ícono que muchos en tantas partes quisieron encarnar. De Chena, porque fue quien llevó aquellas películas a mi pueblo.
El Paradero de Camarones de mi infancia era un polvoriento pueblo por el que pasaban trenes y carretas, donde los hombres conversaban en los callejones, de caballo a caballo, y peleaban una vez que estaban bien borrachos. “Esto es un pueblo del oeste”, oí decir incontables veces.
Por eso a veces, cuando tengo deseos de regresar a aquel Paradero de Camarones, tomo los caminos de John Ford. Como ya me los sé de memoria, espero el momento en que reaparezcan Pipio Pis o Julito Monterito, Ignacio o Cuquito Yero. En cuanto John Wayne se asoma en la pantalla, allí están ellos.
Entonces me veo a mí mismo dentro del polvo, viendo pasar a los trenes y las carretas.

05 febrero 2021

El aparato de Flit


Mi padre, Serafín Venegas Nodal, vivió gran parte de su vida solo. En su pequeña casa de Manicaragua, apenas tenía la cómoda que había sido de mi madre y un escaparate. En esos dos muebles cabían todas sus pertenencias y algunos pocos recuerdos de la época en que, presumiblemente, había sido del todo feliz.
Aunque no les daba la más mínima importancia a las cosas materiales, cuidaba con mucho celo de sus avíos de pesca y de sus herramientas. Casi todas eran Stanley (por eso hoy mis martillos, destornilladores, alicates, seguetas y cintas de medir son de esa marca).
Había una cosa más que cuidaba con mucho celo: su aparato de Flit. En una pequeña lata, con un solado de plomo que conservaba los dos pies, guardaba el insecticida. Aunque tenían más de 20 años, parecían nuevos. La semana de vacaciones que me pasaba en su casa, yo me hacía cargo del aparato de Flit.
Siempre cenábamos en El Cochinito, un ranchón que había en las afueras del pueblo, junto al rodeo. Nunca más he dado con el olor de aquellos bistecs a la plancha. Mientras yo terminaba el dulce de calabaza china (otro sabor que no olvido de Manicaragua), mi padre se bebía un último ron.
En el camino de regreso me contaba los planes para el día siguiente, que siempre consistían en subir al Escambray. Lo que variaba era el rumbo: Jibacoa o el Hanabanilla. Por último, me preguntaba si había rellenado el tanque del aparato de Flit. Le encantaba delegar esa responsabilidad en mí.
Cuando llegábamos a la casa, él se lanzaba sobre la cama y se dormía en el acto. Era más alto de lo yo llegué a ser y pesaba 140 libras. Parecía un barco encallado sobre aquella cama de majagua que hizo él mismo. Entonces empezaba mi batalla contra los mosquitos. No dejaba ni uno.
—¿Sentiste algún mosquito anoche? —Me preguntaba en cuanto nos despertábamos.
—¡Ni uno! —Le respondía.
—¡Ese aparato de Flí es el caballo! —Expresaba con orgullo, mientras abría la puerta para que la mañana entrara en su pequeña casa.

04 febrero 2021

Diana habla frente a una pantalla sin señal


Hace muchos años que Diana y yo no vemos televisión. Primero perdimos la costumbre y luego la paciencia. Llegó un momento en que no soportábamos sentarnos a esperar por la emisión de un programa o una película a una hora señalada. Netflix, Apple TV+ y Amazon Prime acabaron de liberarnos.
Para que Ana Rosario y Tom no volvieran a Madrid sin bañarse en el Caribe, nos fuimos a Casa Hemingway (un pequeño hotel que acabó encantándonos, tanto, que nos pasamos dos días más de lo previsto). Como olvidamos llevar el Apple TV, nos pusimos a ver televisión para quedarnos dormidos.

Entonces, pasando de canal en canal, caímos en Cubavisión Internacional.  Aunque la transmisión era en español, constantemente le tenía que estar traduciendo términos y significados a Diana. Ella se fue de Cuba a los cinco años, le cuesta entender las monsergas de los medios oficiales cubanos.

Como hace ya 20 años que yo también vivo fuera, algunas escaparon a mi comprensión. Todo lo que decían era tan anacrónico, pedestre y ridículo, que empezamos a reírnos. Hasta el parte del tiempo nos resultó gracioso. “¡Esto es una máquina del tiempo —exclamó Diana—, me parece que volví a los años 80”!

Pero luego todo se puso mucho más serio. Las noticias más alentadoras que daban provenían de Venezuela, Rusia o Irán. En el resto del mundo solo había conflictos o crisis insalvables. Un personaje muy desagradable (más de lo habitual) apareció en pantalla para atacar a los jóvenes artistas que se manifestaron frente al Ministerio de Cultura.

Entonces mi mujer me miró horrorizada. “Ya Cuba no existe”, —me dijo antes de cambiar el canal. Como en el próximo no había nada, se quedó viendo por un rato la pantalla sin señal. “¿Cuánto tiempo necesitará ese país para recuperarse de ese trauma? —se preguntó—. Nosotros no lo veremos, Cucho, no lo veremos”.