14 febrero 2021

Gracias, Señor Jonrón


Nací en un país rodeado por un mar de héroes. Sus nombres y sus retratos nos salían al paso por todos lados y a todas horas. Pero el nombre de mi primer héroe no estaba escrito en la torre de un ingenio, ni en las entradas de los pueblos o en los murales de las escuelas. Me lo aprendí por la radio: Pedro José -Cheíto- Rodríguez Jiménez.
Para anunciar su llegada al cajón de bateo, Bobby Salamanca daba dos golpes, como si la mesa de transmisión fuera una puerta. “¡Pase usted, Señor Jonrón!”, le decía a aquel gordo macizo que llevaba un número 6 en la espalda y defendía, con el guante y con el pecho, la tercera base de Las Villas. 
El jueves 25 de mayo de 1978, Las Villas y Pinar del Río se enfrentaron en un juego que decidiría cuál de los dos equipos se coronaría como campeón de Cuba. Ocurrió en el estadio Latinoamericano, de La Habana. En el primer inning, Sixto Hernández dio un jonrón. En el segundo, Héctor Olivera dio otro. 
Pero la ventaja de dos carreras nos duró poco. En la parte baja del segundo, Lázaro Cabrera, primera base de Pinar, también sacó la pelota con un hombre en base. El partido se mantuvo empatado hasta la parte alta del noveno.
Según Juan Castro, cátcher de Pinar del Río, él mismo le advirtió a Rogelio García, antes de salir a cubrir, que se cuidara mucho de Cheíto. Según Misifús, el cargabates de Las Villas, Pedro José Rodríguez le dio instrucciones de que guardara los maderos. “Misi, si falla Muñoz, recoge los bates que se acabó esto”, dice que fueron sus palabras.
El Ciclón de Ovas lazó su temible tenedor. Pedro José, con toda la fuerza de sus muñecas hizo un swing y la pelota, tal como había prometido, se fue elevando hasta caer del otro lado de las cercas. Unos minutos más tarde, el propio Cheíto capturó un duro roletazo. 
Le tiró a Adolfo Borrell, en segunda. ¡Un out! Borrell le tiró a Antonio Muñoz, en primera, y… ¡Doble play! ¡Las Villas, campeón! Mis abuelos y yo, que estábamos solos en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, nos abrazamos eufóricos, como si fuéramos parte de aquella multitud que celebraba en la pantalla en blanco y negro del televisor.
Por Cheíto también conocí el poder sin límites de la revolución para impartir injusticia. En una requisa, las autoridades encontraron una ridícula excusa para tronchar la carrera deportiva del más grande slugger de Cuba y lastimar el corazón de los miles de cubanos que esperábamos cada uno de sus turnos al bate para vernos cara a cara con la gloria.
Anoche, Marianela Boán, Alejandro Aguilar, Diana Sarlabous y yo convertimos a la cocina de la Loma de Thoreau en una capsula del tiempo. Dos lámparas led, que cambiaban constantemente de color, crearon un ambiente parecido al que tenía el dancing light Baikobur de Manicaragua.
Escuchamos, una tras otra, las canciones que más bailaron nuestras generaciones en los setenta y los ochenta. Celia Cruz se estaba esmerando en ponerle fin a la noche, cuando recibí un mensaje de texto de Renay Chinea. “Asere, murió Cheíto. ¡Qué huérfanos nos vamos quedando!”. Sentí una tristeza inexplicable y esa inevitable opresión que sentimos cuando un lugar muy alumbrado se queda totalmente a oscuras.
La primera vez que mi abuelo me llevó a un estadio, Pedro José Rodríguez dio dos jonrones. Volví a casa de mi tía Cary sin voz. Mientras caminábamos por el malecón de Cienfuegos, miraba una y otra vez la silueta ya a oscuras del 5 de Septiembre. Gracias a todo aquel asombro que llevaba conmigo, aún hoy no olvido ni el más mínimo detalle del partido.
El niño aquel y el hombre que acabé siendo están hoy de luto. Hemos perdido al ídolo que le dio sentido a nuestra pertenencia. Al símbolo que nos hizo sentir orgullo por haber nacido en Las Villas y no en otra parte. Al héroe que nos enseñó a ser optimistas y a tener confianza aún en las situaciones más adversas, porque un solo swing suyo podía revertirlo todo.
Renay tenía razón, desde anoche soy aún más huérfano de lo que ya era.

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