28 diciembre 2013

Oscarito Valdés

Oscarito Valdés es el tercero de arriba, de izquierda a derecha, el que tiene los ojos cerrados.
Corría una época donde había muchísima esperanza y tiempo de sobra. Cantábamos a coro consignas rebeldes o inquisitorias. Éramos los briosos pinos que la historia, en su momento, convertiría en hombres nuevos. Como música de fondo de todo eso, encima de unas tarimas hechas para la ocasión, el estruendo de Afrocuba acompañaba a Silvio Rodríguez.
Me recuerdo en muchos lugares viviendo el mismo momento: en El Cajón de Cienfuegos, la hierba de Cubanacán, la escalinata de la Universidad de La Habana, el teatro Karl Marx, la Plaza de la Revolución… Uno de los momentos de euforia de cada uno de esos conciertos estaba marcado por los solos de batería de Oscarito Valdés.
A veces, cuando saco a Laika por las tardes, me encuentro con Julián Fernández. El talentosísimo músico cubano es mi vecino en Santo Domingo. Solemos decir que pertenecemos al mismo CDR. Aunque no hacemos ‘guardia’, igual nos reunimos en medio de la calle a ‘hablar mierda’.
Ayer la conversación empezó por el solo de Phil Woods en la canción de Billy Joel y acabó, ya no sabría decir cómo, en Oscarito Valdés. Fue así que supe que el brillante percusionista había muerto. Julián, que tocó junto a él en Diákara, me contó muchas anécdotas que compartieron durante una gira con Silvio por América Latina.
—Oscarito dejaba con la boca abierta a todo el mundo —resumió Julián—, incluso a los grandes bateristas ‘yumas’ que lo vieron tocar.
Hoy me puse a ver viejos videos de Afrocuba y Diákara en YouTube. En todos la batería de Oscarito Valdés retumba. Su redoble ahora suena vacío, como si la nostalgia fuera hueca como un tambor. Corre una época de muy poca esperanza y el tiempo apenas alcanza. Sin embargo, a los 28 días de mes de diciembre de 2013, decidí acopiar toda la inocencia que me queda adentro.
Soy un hombre viejo y sin bríos, pero el redoble de Oscarito me sigue movilizando igual. Será porque me recuerdo en tantos lugares viviendo el mismo momento.

La cabaña de Thoreau

Réplica de la cabaña que Henry David Thoreau se construyó en Walden.
(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

Mi hija nos trajo un regalo de Madrid. Aunque en apariencia es un libro, en verdad puso en nuestras manos una convicción. De todos los regalos que me ha hecho Ana Rosario en sus 20 años (además de sus logros como estudiante, que me llenan de orgullo y felicidad), este es el que más me ha gustado.
El libro se llama Walden, la vida en los bosques y su autor es Henry David Thoreau. La primera vez que lo leí, tenía más o menos la misma edad que ella ahora. Por eso disfruté tanto oírla hablar con pasión de “anti esclavismo”, “derechos civiles”, “desobediencia”, “contemplación de la vida silvestre” y “pereza”.
Ana Rosario se esmeró tanto en demostrar el valor de su obsequio, que abandoné lo que estaba leyendo y regresé a Walden. 20 años después de la primera lectura, ni el libro ni yo somos los mismos. La primera vez que lo leí aún era estudiante, ahora soy un hombre más viejo que su autor.
Antes de tocar el primer párrafo, abrí Google Map y busqué Walden Pond, en Concord. En ese bosque de Massachusetts, justo a la orilla del lago, Henry David Thoreau se construyó una pequeña cabaña en la que vivió por dos años, dos meses y dos días. Corría el año 1845.
El escritor se había propuesto varias cosas. Por un lado, demostrar que la verdadera vida del hombre es la vida en la naturaleza. Solo así puede librarse de las esclavitudes de la sociedad industrial. Por otro, comprender a la naturaleza y aprender a interactuar con ella, respetando sus reglas y obteniendo sus recompensas.
“Fui a los bosques porque deseaba vivir en la meditación, afrontar únicamente los hechos esenciales (…). Quería vivir profundamente y extraer todo lo maduro como para infligir una derrota a lo que no es vida; guadañar un ancho espacio a ras del suelo”, dice Thoreau.
Al principio les advertí que mi hija no nos regaló un libro, sino una convicción. Releyendo Walden, he decidido construirme mi propia cabaña. La mía no podrá ser localizada en Google Map, ni tendrá un solo clavo. Será intangible. Tanto su estructura con el bosque que habrá a su alrededor serán imaginarios e irán conmigo por donde quiera que vaya.
Ya es imposible librarse de la vida moderna. Soy cubano y sé lo que cuestan el aislamiento y el autoaislamiento. Pero también conviene no dejarse arrastrar por esa epidemia de banalidad que se ha extendido por todas partes.
Mi cabaña será aún mas pequeña que la que se construyó el autor de La desobediencia civil. En ese refugio mantendré lo que de verdad me importa, esas esencias que me permiten disfrutar de cosas tan simples como un atardecer en el Morro de Montecristi o la algarabía de un montón de ciguas palmeras alrededor de su nido.
“No existió ningún norteamericano más auténtico que Thoreau”, dijo una vez Emerson. Y tenía razón, se trató de un personaje que siempre despreció las formalidades burguesas, la frivolidad de las normas sociales y las petulancias de los intelectuales. Prefería llevar una vida simple y lo más honesta posible. Esa actitud suya lo llevó a convertirse en un desobediente y en la gran inspiración de Tolstói, Gandhi y Luther King.
En los tiempos que corren tener una opinión propia y sostenerla es ya todo un acto de rebeldía. Justo por eso cambiamos a María de colegio hace un año. No queríamos una niña instruida para comportarse en la sociedad dominicana, sino una mujer formada para aportar algo en cualquier cultura del mundo.
Su nuevo colegio ha sido su cabaña de Thoreau. Allí adentro, junto a niños de diferentes condiciones, es libre y aprende la gran responsabilidad que eso significa. Diana también se está construyendo su cabaña. Aunque está muy cerca de la mía, es totalmente independiente. A veces ni siquiera permanecemos en el mismo bosque.
Y tú, si todavía vives alquilado, te recomiendo esta sencillísima manera de tener una casa. No precisa de un préstamo, ni siquiera de un inicial. Sus paredes son invisibles y dentro no hacen falta muebles, porque el mundo interior, la sensibilidad y las convicciones se adaptan a cualquier espacio.
Si no sabes cómo, pregúntale a Thoreau. Él nos enseñó a nosotros. Con toda seguridad a ti también te sabrá decir.  

14 diciembre 2013

Regálate una gran capacidad de asombro

Foto de Daniel Mordzinski.
(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos. No encuentro nada mejor para ilustrar este post que la más reciente foto que mi querido Daniel Mordzinski le ha hecho al Gabo)

Uno de los más grandes homenajes que se le han hecho a la capacidad de asombro sucede en un páramo imaginario de Aracataca. Fue en una tarde remota de Macondo, cuando el abuelo de Aureliano Buendía lo llevó a conocer el hielo.
En un lugar donde las mujeres volaban o comían tierra, donde llovía por décadas y la soledad llegaba a tener el mismo tamaño de un siglo, algo tan sencillo como el agua congelada, hecha una piedra, fue lo que más asombró a un niño que luego sería coronel y protagonista de una novela inolvidable.
La vida moderna ha pervertido nuestra capacidad de asombro. El lugar de Melquiades —aquel “gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión”, que iba por los llanos enseñando el poder de un imán o unos catalejos—, lo han ocupado los mercadólogos.
Cuando José Arcadio Buendía creyó que aquel imán, “la octava maravilla de de los sabios alquimistas de Macedonia”, le serviría para sacar al oro de las entrañas de la tierra, Melquiades fue rotundamente honesto: “Para eso no sirve”. Los mercadólogos actuales, en cambio, siempre andan convenciéndonos de que compremos todo lo que no necesitamos.
Es así que nos hacen cargar con toda clase de inutilidades y andar por el mundo con un equipaje absurdamente abultado. Al paso que vamos, los centros comerciales van a lograr que siempre sea Navidad. La han adelantado tanto, que ya los bombillitos se les prenden en octubre.
Se ha pervertido tanto la esencia de la Navidad, que el Alcalde de Santo Domingo, ese comediante que no se cansa de hacernos bromas de mal gusto, ha encendido más luces que nunca en una ciudad donde sus ciudadanos sufren apagones el año entero. Para celebrar el nacimiento del hombre más austero que ha pasado por la Tierra, Roberto Salcedo comete un grotesco acto de derroche.
En varias partes de la ciudad, en cada torre y plaza pública se reproduce el  nacimiento de Jesús de Nazaret. Cuenta la historia que sus padres no encontraron una sola habitación libre en todas las posadas de Belén. Por eso María tuvo que dar a luz en un establo, rodeada de animales de corral.
La pompas, las fanfarrias y la soberbia ridiculez con que se representa esa humildísima escena, revelan la verdadera naturaleza de ese callejón sin salida que es el consumismo salvaje, esa necesidad compulsiva de ostentar lo que tenemos, lo que no tenemos y lo que no deberíamos tener.
Prueba, en esta Navidad, a no hacerle caso a todos esos que te convidan a gastar en futilidades y simplezas. Regálate una gran capacidad de asombro. Recupera ese sentimiento inexplicable que de niño te hacía abrir la boca de una manera inconsciente, cuando encontrabas algo muy sencillo que te estremecía por dentro.
Todo lo que nos rodea, estemos donde estemos, está lleno de cosas que merecen nuestras admiración. La inmensa mayoría de ellas no cuestan nada. Para adquirirlas basta con tener un chin de sensibilidad. En lugar de “adornar” tanto, reconozcamos los adornos que, de manera natural, nos acompañan todos los días.
El coronel Aureliano Buendía tuvo la vida más novelesca que uno se pueda imaginar. Sin embargo, cuando estaba frente al pelotón de fusilamiento, en el que debía ser el último instante de su existencia, se lo dedicó a recordar uno de los momentos más sencillos y humildes, el día que su abuelo lo llevó a conocer el hielo.
A todos nosotros nos pasó eso. De una manera o de otra, vivimos miles de experiencias dignas de un personaje de Gabriel García Márquez, solo que no hemos tenido la capacidad de asombro suficiente para darnos cuenta. Regálate eso, es gratis, asómbrate, solo asómbrate.

05 diciembre 2013

Yo dormí una noche con Esther Borja

Casi todas las noches de mi infancia las pasé en un sillón de majagua, entre mi abuelo Aurelio y mi abuela Atlántida. Junto a ellos veía los programas de televisión que más les gustaban. Había uno, Álbum de Cuba, que esperaban con especial ansia.
Era conducido por Esther Borja, una de las más grandes cantantes cubanas del siglo XX. Acompañada por un piano, vestida como si fuera la noche más importante de su vida y no un jueves cualquiera, la soprano interpretaba a Gonzalo Roig, Rodrigo Prats y, sobre todo, Ernesto Lecuona.
Recuerdo que a veces, cuando Esther cantaba, a mi abuela le corrían las lágrimas. Aún así, con el rabo del ojo, vigilaba a mi abuelo. Era obvio que en el fondo sentía celos de aquella mujer que, en una época de desparpajo proletario, defendía con ahínco lo más fastuoso de la República.
Muchos años después, cuando mis abuelos ya habían muerto, me invitaron a participar en un jurado del que ella y Cuca Rivero —la Profesora Invisible—también formaban parte. Me estremecieron su sencillez y su naturalidad, también su agudeza. Para sorpresa nuestra, los organizadores del evento nos dieron la misma habitación a los tres.
Era una suite a orillas de la bahía de Cienfuegos. Hablamos muchísimo de muchas cosas. Me pidieron que las acompañara al bar. Ellas se tomaron una limonada y yo un añejo doble a las rocas. Aunque cada quien tenía su cuarto dentro de aquella espaciosa morada, no miento si les digo que dormí una noche con Esther Borja.
Hoy la Damisela Encantadora cumple cien años. Me gustaría volverla a llevar del brazo hasta un bar, para que brindemos por ella y por la Cuba que ha defendido con tanta pasión. ¡Felicidades, bella cubana!

04 diciembre 2013

Art Garfunkel estaba cantando

Foto del Álbum de Graduación de Diana Sarlabous Sosa.
Art Garfunkel estaba cantando, 
creo que “New York”,
y la noche se había quedado vacía.
La ciudad, insalubre, casi a oscuras,
no ofrecía nada
en lo que valiera la pena reparar.

Fue entonces que se abrió
una ventana
y apareció tu imagen.
Tus ojos azules alumbraron
la página en blanco.
Dije tu nombre en voz alta
y pronuncié mal tu apellido.

No recuerdo muchos más detalles.
Aquella ciudad a oscuras,
indeseable,
no ofrecía ni una sola cosa
que valiera la pena acaparar.

Todo lo demás 
lo hemos visto pasar juntos.
Mi vida empezó esa noche,
cuando apareció tu rostro
y me pediste que escribiera 
algo sobre la estación de tu pueblo.
Art Garfunkel estaba cantando,
estoy casi seguro de que era “New York”.

Justo, mi Cinema Paradiso


El cine Justo, del Paradero de Camarones, en la actualidad.

No es un edificio tan elegante como el de la película de Giuseppe Tornatore. La luz que proyectaba las películas no salía radiante por la boca de un león, era difusa y no se adaptaba al cinemascope. Aún así fue el paraíso de mi infancia, el lugar donde conocí a los héroes y villanos que sigo prefiriendo.
Aradioly Santana, una muchacha de mi pueblo que estudia dramaturgia, me hizo llegar esta fotografía. Así es el Cine Justo ahora. A simple vista muy pocas cosas han cambiado él. Apenas le faltan cinco elementos: el nombre en la fachada, la cartelera, Efraín —el proyeccionista— en la ventana, Evangelina en la taquilla y Chena —su antiguo dueño— linterna en mano. 
Lo demás lo disponía la noche del Paradero de Camarones. Aunque la consigna que le han pintado promete una victoria, la derrota es ya un hecho. El Justo se ha apagado para siempre. Alain Delon no volverá a rasgar una Z en su pantalla. Buster Keaton no regresará en su locomotora. Ningún tiburón abrirá sus fauces sobre un mar de sangre para que gritemos como locos…
Nunca más veremos a Chena atravesando el pueblo con una carretilla llena de latas de películas. Su promesa de que “esta es rusa y de guerra, ¡pero está bárbara!”, jamás será cumplida. La única batalla que resta por librarse dentro del Cine Justo es la del olvido.
Cada vez que el edificio de Giuseppe Tornatore se derrumba, todos nosotros volvemos a llorar. Su eternidad parece garantizada. El Cine Justo, en cambio, caerá una sola vez y sus escombros serán solo eso: escombros. A partir de ese día, algo dentro de mí será ya irreparable.