ESTACIONES

LOS ANDENES DE LA MEMORIA

Esta idea se le ocurrió a Margarita García Alonso, una creadora cubana (escritora, pintora y viajera) que ha deambulado por estaciones de medio mundo (desde Matanzas hasta los confines de la estepa siberiana). Ella fue, incluso, quien hizo la primera convocatoria.
Más de una vez he confesado que pierdo muchísimo tiempo registrando todos los rincones de Internet en busca de fotos de estaciones y trenes cubanos. Gracias a eso, he logrado volver a edificios que los ciclones han borrado (como la estación de Guareiras) y a otros donde los trenes ya no llegan (como la de Consolación).
Está página es un homenaje a todos esos monumentos que se han ido borrando poco a poco del paisaje cubano. Esas estaciones fueron el punto de partida de miles de compatriotas cuyo viaje de ida aún no termina, por eso en sus andenes hay algo de ellos que permanece inmóvil, sin poder subirse al tren.
Este dossier nunca llegará a completarse. Pero cada vez que lleguemos a una estación se salvará de algún modo eso que, a propósito de los trenes, Eliseo Diego definió como la “majestad del olvido”.
C.V.


CABAIGUÁN

Esa es una de tantas estaciones olvidadas, después que los rieles han comenzado a enderezar los caminos, en los nuevos trazados de líneas férreas la estación fue a parar a las afueras de Guayos, y se convirtió en un nuevo edificio feo.
No obstante siempre siguió allí, en el centro del pueblo la vieja estación, que servía de dormitorio a Bilo, un personaje insigne que acompañaba y lloraba todos los funerales del pueblo, y que siempre le contaba, entre asombrado y compungido, a los que se detenían a escucharle que “había pescado una bijaquita redondita redondita, pero que todos decía que era una sicotea”.
Pero antes, salía de allí algún tren a Fomento, o Placetas, uno de esos también perdido en la memoria, un Carahata quizás.
Eso sí, hasta hace unos años no tenía pintarrajeados esos rostros en una de  las paredes externas que se ve en esta foto, tenía un color de viejo, de tierra, un derruido ruinoso que entonaba mejor con el interior de antiquísimos bancos de madera y metal, pintados de verde, como las paredes de madera cuando las recuerdo, la ventanilla también a la antigua, embarrotada hasta casi dejar sobre el mostradorcito solo el espacio para pasar por debajo la mano con el dinero para comprar el billete. En los tiempos muertos los viejos se sentaban a disfrutar del fresco y ver pasar la vida. ¿Has notado que en las estaciones viejas, quizás por los altos techos, siempre el aire corre, una brisa perenne?
La antigua línea sigue atravesando el pueblo como si de una vieja herida se tratara, un costurón que no sirve ya de mucho, porque los trenes se han ido a otra parte, y si digo que no sirve de mucho es porque siempre sirve de algo, allá por donde bordea el antiguo club campestre donde íbamos a bailar los jóvenes, los domingo por las tardes aquellas matinés interminables, seguro que los rieles siguen sirviendo para que algunas parejas de enamorados se pierdan entre los matorrales que les esconden, y caminen haciendo equilibrio, uno sobre cada raíl, con los brazos extendidos,  apenas tocándose las puntas de los dedos, o cogiéndose de la mano, sin preocuparse, total si ya nunca viene el tren...
SONIA DÍA CORRALES (Cabaiguán, 1964)


CAIBARIÉN

Papá contaba que, cuando era niño, no había mayor fiesta que ir a ver la llegada del tren al Paradero. Los voceadores vendían cuanto pudiera ser vendido, pero había uno que llamaba mucho la atención, y descollaba por encima de los demás. Era un chino, de los muchos que trabajaban  en una fonda –posada de mala muerte, aledaña al final de las paralelas. Y el chino, en el momento en que los pasajeros bajaban al andén, comenzaba a gritar en su media lengua:
“Fonda Langallo, celquita palalelo, chinche no pica, moquito tá amalao… no necesita coche”.
Dice la historia que en 1850 comenzó la construcción del ramal que unía al pueblo con el vecino Remedios, dice que el l3 de marzo de 1851 llegó la primera locomotora y que el Paradero fue inaugurado oficialmente el 14 de abril de 1851.
Cuentan también que, como la bahía de Caibarién es de poco calado, y el puerto verdadero está a 15 millas náuticas de tierra firme, en 1842 alguien tuvo la idea de construir un “ferrocarril cayero”, es decir, montar la vía férrea uniendo los cayos y llegando hasta cayo Francés, que es donde verdaderamente está el puerto. Nunca se logró.
En su momento, el Paradero del Ferrocarril se convirtió en una especie de centro cultural y comercial. A sus alrededores tenía el Hotel España, construido de madera a la manera de los palacios trinitarios, con amplias y frescas habitaciones muy cerca del mar.
A pocas cuadras tenía el Hotel Comercio, de mampostería y ladrillos, con varios pisos y cuartos con balcón a la calle; en su interior había un bar que nosotros, cuando amábamos toda la vida, como amábamos a todas las mujeres, le llamábamos “El Frío del Comercio”, porque tenía un aire acondicionado, y era oscuro como dicen que es el Averno.
Muy cerca estaba el Paseo de Martí, un amplio corredor de algo más de un kilómetro, con jardines y bancos para el descanso, y la estatua del Apóstol, en mármol de Carrara. El Paseo fue inaugurado el 24 de febrero de 1926 y la escultura develada el 7 de mayo de ese mismo año.
Tenía además otro elemento “cultural”: el burdel, enorme, que se extendía a todo lo largo de la calle Sánchez Aballí, para satisfacer apetitos de viajeros y marinos que venían de otras latitudes.
La última vez que vi el Paradero viajaba con mi familia en el tren de Santa Clara a Caibarién. Íbamos a las fiestas del Caibarienense Ausente, que se desarrollan junto a los carnavales en el caluroso mes de agosto. La vieja máquina llena de ruidos y tirones avanzaba por dentro del manglar, dejándose ver, de vez en vez, los amplios playones, blancos por la sal y el salitre, que contrastaban con el verde intenso del mangle prieto.
Luego de muchos recovecos, saltos, vaivenes a un lado y otro y algunos golpes contra los asientos, por fin vimos a lo lejos, en la brumosa mañana amaneciendo, la añeja construcción, aún en forma, con su amplio portalón, una gran sala de estar y muchas personas, un gran jolgorio que nos recibía a nosotros, los ausentes, que desde ya y para siempre no éramos los mismos.
 EMILIO COMAS PARET (Caibarién, 1942)

CAMAJUANÍ

La estación de trenes de Camajuaní está en las afueras del pueblo, justo al lado de la carretera que conducía, paralela al “camino de hierro” (me gusta esa imagen usada en los western films) hacia el central Fe, donde nació mi madre. Hay dos cosas que recuerdo con mucho placer:
La primera es una frase que anunciaba siempre, en boca de alguien, la proximidad del pueblo: “estamos llegando al triángulo”. Mi febril imaginación de entonces hizo muchas veces todas las elucubraciones posibles para descifrar ese símil en que yo no lograba entender cuánto de figura geométrica había en el pueblo de mi infancia. Después supe que se trataba de un sistema en que, mediante un trazado de líneas en forma de triángulo curvo y un complejo mecanismo de “cambios de vía”, se lograba hacer que un tren pudiera regresar al terminarse el “ramal”.
La segunda era el traqueteo varias veces en el día y a la misma hora de una especie de ómnibus sobre rieles que se implementó como transporte público, llamado "carahata”. Como era una novedad, la tomábamos a veces por cuarenta centavos para bajarnos en la estación siguiente y regresar caminando, haciendo equilibrio sobre los rieles. La "carahata” de las doce anunciaba que en diez minutos terminaban las clases y estaríamos libres hasta el día siguiente.
HERIBERTO HERNÁNDEZ MEDINA (Camajuaní, 1964- Miami, 2012)


CASABLANCA

Este recuerdo me ha subido como un trueno.
Conocí los trenes antes que “la estación”. En edad cercana a los cinco años acostumbraba echarme los días buscando frutas y cañas azucaradas con dos de mis hermanos, Heribe y Enrique, junto a Eliécer Lazo  (que alguien —no puedo recordar sexo ni cara— depositaba en la fábrica de ladrillos rojos del kilómetro 101, donde mi madre se afanaba). Los chicos partíamos al Valle de Yumurí, con el “cuidador” atigrado, el vecino de ojos saltones llamado Luis Marimón.
Los trenes me fascinaban, y les atribuía la capacidad de escaparse de los rieles. El que pasaba a escasos centímetros era rojo, serpenteaba y antes de verlo nos inundaba de un aire caliente que me levantaba el vestido blanco, con su saya plisada y su lazo en la espalda, y que tuve a bien guardar toda la infancia, sea la excursión que fuese, o semana, porque fue confeccionado con exquisita sábana.
Hershey —dígase Jersy— frenaba en Canasí, echaba a tierra a buscadores de alimentos y retomaba el aliento para continuar los 94 kilómetros que le separaban de La Habana. La parada era una simple caseta, entre vacas que vagabundeaban, fingiendo estar atareadas cuando se refrescaban en un riachuelo desprendido del Yumurí. Mi abuelo que minaba campos —así es como se llama a regar la tierra— preparaba el fuego en el que asábamos los pajaritos que caían bajo el tirapiedras preciso de Luis.
Contarles lo que hacíamos es susceptible de castigo: cuando en la finca de casa faltaba el fruto, nos atragantábamos en la cercana —de todas formas muchos eran tíos o primos—, pero también promovíamos espectáculos teatrales, y Palillo —el bueno de Eliécer— se entrenaba para mago, bajo los aplausos de los viajeros, a quienes vendíamos guayabas, leche, agua fresca en jarros de fortuna o malangas.
El viaje estaba prohibido, pero sabíamos que existía “alguna parte”, cada vez que cantábamos “voy por la línea del ferrocarril, siento que la… se me va a salir…”
Y aquí viene el trueno, una mañana, me atreví montar el segundo escalón y el tren echo a andar. Fue Luis quien se decidió a atrapar el último vagón y rescatarme, pero en fin, ya que los controladores aceptaban, se haría al llegar a Casablanca. Aquello parecía interminable, dos filas de dos asientos, duros como palo, como si fuese una escuelita compactada, las ventanillas abiertas, y el olor a tren con carga de verano. Matules, jabas y hasta cochinos de leche en sacos.
A veces pasaba tan cerca de las arboledas que los gajos golpeaban a los entretenidos. Era como si toda Matanzas estuviese allí reunida para una fiesta: el novio bien planchado, el que cargaba libros, el que contrabandeaba avistando al policía de campo, el que no pagaba, el desesperado o triste en la barandilla…
Recuerdo que pasamos no lejos de un central, entre cañaverales, hasta llegar a unas curvas muy extrañas con casas en los costados y el tren suspiraba, se tiraba despacio en zigzag, bajo la cúpula del observatorio meteorológico y se paraba a empujones, adornado de flamboyanes florecidos, el techo y la cabeza de hojas desprendidas como si fuese un enamorado contrariado, junto a la estación de Casablanca.
Recuerdo, no sé si ha cambiado, a la estación de Casablanca pintada de azul. Había que abrirse paso porque subían pasajeros para el viaje de regreso. Olía a petróleo y el edificio estaba impregnado de un hollín resistente —cuidado, mucho cuidado con el tizne—, y el Cristo, Regla entera, dispuesta en aquella bahía y la ciudad del frente. La famosa Habana tentaba tanto que perdimos la ocasión de devolvernos a las tres horas, de todas formas no teníamos los cuarenta kilos para la lanchita, y mataperrear era el oficio que imponía nuestro destino.
No conocía a Humphrey Bogart ni a Ingrid Bergman, pero Casablanca fue mi primera estación. Miles de veces repetida, en grupos o sola. El punto que debía hallar si me perdía al pasar las aguas, la antesala de los matanceros que buscan la fama, hacen estudios, se desprenden del provincianismo, se “ventolean” en la capital. En Casablanca se venden boletos para el mundo.
Le Havre, 5 de octubre 2010
MARGARITA GARCÍA ALONSO (Matanzas, 1959)


CIENFUEGOS
(La vieja estación de Arango, ya desaparecida)

Por los andenes de la vieja estación de viajeros de Arango descendieron, derrotadas, las últimas tropas españolas que serían evacuadas de la isla por el puerto de Cienfuegos. También allí fue aclamado en el mismo 1898, como vencedor, el Generalísimo Máximo Gómez.
Parece ser que a mediados de noviembre de 1893, Antonio Maceo tomó un tren en dicha estación rumbo a Santiago de Cuba, pues según afirma el historiador José Luciano Franco, Maceo viaja clandestinamente a Cuba con el pasaporte de su cuñado Ramón Cabrales, en afanes conspirativos, arribando al puerto sureño en el vapor Argonautas.
En tren se traslada a Santiago de Cuba y de allí a La Habana, ocultándose en el tolerante San Isidro, donde en 1910 caerían mortalmente baleados Yarini y Letot, luego que los chulos franceses emboscaran, alevosamente, a los chulos cubanos por una cuestión de faldas, quiero decir, de putas.
En San Isidro, por la prensa, se entera Maceo de un espontáneo levantamiento en Cruces y Lajas, que hace movilizar rápidamente al aparato militar español. Detectada su presencia, escapa en tren hacia la ciudad de Cárdenas y de ésta a Cienfuegos, saliendo de Cuba por ese puerto en la goleta La Nueva Concha, hacia la isla de Caimán Grande, en la cual permanece unos días hasta que una goleta tripulada por nativos de esa isla caribeña lo lleva a Costa Rica.
Por los andenes de la estación de trenes de Arango paseó nada menos que Gertrudis Gómez de Avellaneda, la más grande escritora cubana de todos los tiempos y una de las más grandes de la lengua española, de la mano de su esposo, el coronel español Domingo Verdugo, gobernador de Cienfuegos. Por allí anduvieron también el presidente José Miguel Gómez y el intelectual ítalo-cubano Orestes Ferrara.
No olvidaré nunca que mi abuelo materno, Juan García Reyes, me cantaba unas sentidas décimas, cantar de gesta cubiche, que narraban la vida y muerte del último gran bandolero cubano, El Congo Suárez, quien alguna vez se cruzara en el camino de mi antecesor, y de las cuales se me han quedado grabado nada más que el primer verso: “El Congo Suárez tenía la fama de bandolero...”
Las décimas terminaban contando cómo el legendario bandido había ido a Cienfuegos a hacer una exigencia de dinero a un acaudalado médico de la ciudad y que, delatado, resultó sorprendido por la policía en el andén de la estación, a punto de embarcarse hacia La Habana, disfrazado no me acuerdo de qué.
A la voz de “¡date preso Congo Suárez!”, se dio a la fuga y logró parapetarse tras unos vagones, abriendo fuego contra los uniformados. Allí cayó finalmente abatido, tras una larga balacera que, aseguraban las décimas, parecía una escena más propia del viejo oeste norteamericano que de una ciudad cubana de las primeras décadas del silgo XX.
ARMANDO DE ARMAS (Santa Clara, 1958)


JAGÜEY GRANDE

Una viñeta me pide hacer Camilo, una viñeta donde hable (escriba) sobre el sueño donde casi siempre he viajado y sigo viajando: los trenes. Trenes rápidos, trenes lecheros, trenes imaginarios, vagones sobrevivientes a la memoria y al óxido, a la corrupción del tiempo.
Por mi pueblo, Jagüey Grande, pasaba un tren. Ahora puede parecer leyenda, alucinación o cuento de caminos para los que no lo vieron, a veces, incluso, hasta para mí misma, pero, para dar testimonio, ahí están los rieles, como heridas o marcas de un tránsito ya extinto. La estación de ferrocarriles de Jagüey Grande pasaba junto a la actual Terminal de ómnibus.
Los rieles, cubiertos ahora por la hierba y las flores de romerillo desembocan en el cementerio o en una ruta que ya nadie sabría adónde conduce. Más de alguna vez viajé en aquel tren hasta Torriente, un poblado vecino, o regresé desde Torriente a Jagüey en él, con mi amigo, Carlos, el loco, que quién sabe dónde estará. El tren, a no dudarlo, a veces se aventuraba en recorridos más largos y llegaba hasta La Habana, hasta la terminal de Tulipán, en Nuevo Vedado.
Entonces era toda una ceremonia montarse en el tren, recorrer sus vagones, conversar con el vecino o espirarlo, comprar el pan con jamón y queso que vendían, en moneda cubana, y la sensación indescriptible, el vértigo de adentrarse en una lejanía, que, ahora, me parece irrisoria, pero que entonces era el viaje, el desplazamiento, la aventura, el alejamiento del mundo cotidiano y de un pueblo provinciano, miserable.
En ese tren llegaba mi madre a verme a La Habana, en una peregrinación de amor, por lo que costaba sacar un pasaje; la primera vez que conocí a Sigfredo Ariel (a quien he seguido conociendo a través de los años), me pasó un libro cuando nos despedíamos, para el viaje que yo emprendía, de regreso a Jagüey.
El libro, me dijo, era de una poeta que creía que tenía que ver conmigo y que me gustaría: el libro era Tala, y la poeta, Gabriela Mistral. En ese tren fui novia de un recluta lo que duró el viaje. Los trenes, siempre me han permitido contemplar la vida y a mí misma, como a través de una ventanilla, son por lo mismo, dolorosos e indoloros, a un tiempo, en ellos, siempre hay una en mí que se desprende y se aleja, dejando a la otra atrás, a la en mí que no amo, a la que trato de matar como Mistral a la suya, pero que siempre regresa y sobrevive, aunque avance.
Esa es otra cosa: el tempo de los trenes, aunque avancen, muchas veces me retrotraen, así, viajar en ellos, es estar, transcurrir, en una extraña cápsula del tiempo. Otros pueden preferir medios más rápidos, los aviones, o quizás más distendidos, como los barcos, mi ritmo, el rimo de mi vida, es sin embargo, el del tren.
Con el tiempo, he recorrido el mundo en trenes, reales o ficticios, (¿ quién puede decir qué es lo real, qué la ficción?) trenes rápidos europeos, trenes que usan las cholas para viajar de Arica a la Paz, en Sudamérica, trenes poéticos como el transiberiano, y todos, son aquel tren de mi infancia en Jagüey Grande, cuyos rieles sobreviven a la mala yerba y al romerillo.
Santiago de Chile 8 de octubre, 2010
DAMARIS CALDERÓN CAMPOS (Jagüey Grande, 1967)

MATANZAS
(La vieja estación de Tirry)

Mi abuelo ha decidido que me lleva a su casa en la ciudad de La Habana. Hasta entonces mi abuelo es sólo una presencia de domingos una vez al mes: cake de chocolate, insultos en la mesa, larga siesta con ronquidos, dominó con el marido de turno de mi madre... Mi abuelo ha decidido que me voy a la ciudad para que pueda exhibirme en su oficina de ministros, compañeros, militantes que lleva en su carro prestado de chofer de una punta a la otra de la capital.
Él, trata de orientarse en la estación. Los bancos de madera marrona muy pulida están hechos a base de tablillas y, entre ellas, un espacio blanco que me obsesiona, donde puedo meter una mano de cuatro años que no encuentra nada. La estación es un bullicio atronador. Ventanillas a la izquierda y a la derecha, trenes por un lateral, autobuses por el otro.
Mi abuelo o su mujer me toman muy fuerte de la mano que no está adivinando el vacío. Quieren asegurarse de que no me escapo, como le pasara semanas antes a mi madre, en el mismo lugar. Ese Tirry maldito donde sale un autobús o un tren distinto cada diez minutos —la he escuchado decir mientras justificaba su descuido.
Es 1980 y sofoca el calor y nos hunden los silbidos de los trenes de carga, de los expresos que no paran en Matanzas y de los locales que sí: el camagüeyano, el santiaguero, el espirituano. Trenes-gentilicio al centro de la ciudad, al fondo de la Calzada de Tirry, que aún no será mi hogar. Trenes agitando al edificio azul y gris de inspiración holandesa.
Huella en la arquitectura que vengo a descubrir casi treinta años después, en un pueblo de New Jersey llamado Tenafly. Allí, donde se me antoja que han colocado un Tirry en miniatura, solo para mí. Es 1980 y todo se vuelve una amalgama de ilusiones, de promesas de ciudades que comienzan y terminan con el ticket impreso, pequeñísimo, que no me deja el abuelo en aquel día sostener.
En algún momento temprano de la década de 1990, Tirry quedó reducida al tráfico de autobuses. Las vías se dispersaron en atajos que llevaban hacia un barrio desconocido y con menos vecinos expuestos al ensordecedor silbido de las máquinas de hierro. Mi abuelo nunca más se interesó en comprar tickets de cartón que me llevaran a su casa. Más bien se procuró el suyo —enorme y de colores— para alejarse, definitivo, de los domingos con cake, bronca y dominó.
La calzada de igual nombre sería mi hogar a mediados de esta década que vivimos. La estación, el lugar donde iba con mi amante buscando vendedores ambulantes de libras de jamón salpicadas de desechos de moscas, maní molido para el postre o algún carro del “Anchar” que nos llevara de regreso a la capital, para tramitar viajes al extranjero. Esos viajes que terminaron juntándome a mi abuelo en su infinita despedida.
Tirry ha de estar allí, gris y azul, inspirada en la distante Europa; presta a ser refugio para viajeros desesperados o locos de rigor. Silente sin los trenes de mi infancia. Dispuesta a un nuevo viaje; a todo aquello que sería posible si la brújula con gallo de sus techos, conviniera al fin en hacer girar los vientos a favor.
MABEL CUESTA (Matanzas, 1976)


PINAR DEL RÍO
Tenía obsesión por el lejano oeste. Me ponía disfraces de cowboys y me regalaron un caballo que bautice Plata, en honor al caballo del Indio Toro, el inseparable compañero del Llanero Solitario.
Pero, de todas mis evocaciones infantiles, había dos que me llenaban de delirios la imaginación. Una era las matinés con dos filmes de vaqueros en el cine Milanés, de Pinar del Río. La otra, visitar la vieja terminal de trenes, en la ciudad más occidental de Cuba, con su apariencia decimonónica de muros azules corrugados y techo de tejas rojas.
Me llevaban para disfrutar la llegada y salida de las locomotoras que giraban para retornar en un viaje que tenía allí su final y su inicio de retorno a La Habana.  El olor a hierro frotado, a aceites y combustibles quemados por una chimenea que era todo un espectáculo de vapores.
La sensación nunca se me borró. Pitaba el tren acercándose y todo se estremecía cuando, resoplando como en las matinés del Milanés, la locomotora se detenía al extremo de la ciudad, trayendo consigo las algarabías de los saludos y las despedidas, en la estación de un viejo ferrocarril al que solo le faltaban los vaqueros.
Mucho después, cuando en aquella estación comenzaban a asomar las ruinas que hoy la definen y un vagón argentino Fiat era mi transporte favorito de ida y vuelta a La Habana, el Milanés cerró sus matinés y el Llanero Solitario se exilió.
De esta historia sólo quedé yo, asaltando alguna azafata ferroviaria durante el largo viaje de 5 horas, para conseguir un bocadito de queso y una cerveza de más, mientras iban alejándose los muros azules corrugados, el techo rojo de la estación de trenes y la ciudad más occidental de Cuba.
LUIS GONZÁLEZ RUISÁNCHEZ (Pinar del Río, 1952)


REMEDIOS

Supongo un combinado de factores, geográficos, sociales... ayudaron a generarme una pequeña, aunque latente, extrañeza a la hora del viaje en tren. De la infancia, que me duró hasta los 10 años, son los recuerdos que he ido empatando y retocando sus colores, olores, sabores... a fin de que me lleguen hasta el día, o la madrugada, en que termine mi viaje completo. Esos son los míos, los que no comparto, los para mí.
Aprovechar el breve espacio en que cambiaban el chucho, la dirección de los raíles, o tirar de las cañas de azúcar directamente cuando pasaban las humeantes, museables, locomotoras arrastrando vagones y vagones forrados de malla metálica por donde salientes las cañas troceadas: esperar el tren desde el puente sobre el río Camaco en tiempos de crecidas, milésimas de segundos antes que llegara, lanzarte al agua, fue de los primero juegos prohibidos que aprendí.
Y no a todos salió bien, que alguno quedó incrustado en la masa de hierro, reventado: reclamo de Oggun según lo entienden otros. A alguno le ensartó una caña el ojo izquierdo o le dura la marca, cicatriz en el brazo derecho: alguno trepó mal, cayó y la pierna debajo de la rueda de hierro...Juegos prohibidos los juegos con trenes, demasiados reales y frecuentes.
Sin embargo y para abundar en razones, cuando decía de factores condicionantes: ciertamente las estaciones de trenes en Cuba estaban a las afueras de la ciudad, pueblos. En/por las "orillas". Palabreja que abarcaba tanto como para que comprendieras por dónde andabas, y que venía de lejos, de cuando el capitalismo y los bayú . Las casas de zinc, paredes de latón, tablas clavadas bajo el arbitrio de la necesidad, la urgencia. Los niños descalzos, los pobres más jodíos eran (¿son?) los que daban bienvenida primero a la llegada de los trenes.
La de Remedios por ser la que me atañes, Camilo Venegas: conductor de todos los trenes posibles, poeta de la vega y amigo de Vanito Caballero y de Pavel Urquiza y Bladimir Zamora, no era muy diferente a la de otras villas (digo: Villas) aunque el edifico pareciera como arrastrado de otra época y dejado a la fuerza donde sigue.
Los “olores” de la cervecería vecina (La Pista de la Juventud, King-Kong, La Jaula) y los de la dulcería industrial, “Los Atrevidos”, te sacudían en el pequeño anden interior, de frente a las casas que quedaban luego de la línea, casi todas salvadas de los curiosos viajeros por una oportuna, escasa, arboleda, pero que francamente aparentaba un bosquecillo.
Una familia vivía en el mismo edificio de la estación, y aunque no llego a detalles, sí que en mis deseos escogí ser el que esperara a los trenes desde mi casa, envidié la proximidad de los que allí vivían con la nave de hierro que aparcaba nada más abrir la puerta de atrás.
En tiempos de fiesta el tren se convertía en pieza clave para el desplazamiento de un pueblo a otro: para la guerrilla. Con gran capacidad de viajeros podías ahorrarte la molotera en la terminal de autobuses, aunque también rebotar medio dormido, borracho, en la tierra dura luego que te lanzaran. El chiste trajo graves consecuencias, la violencia en el tren llegó a los diarios, a los juzgados por homicidio —juicios públicos— Que alguno cayó en aquellas lidias entre los de Remedios y Santa Clara, los de Placetas...
En Caibarién, que era donde comenzaba el viaje, y que tenía la misma estación para guaguas y trenes con puertas con talanqueras de antes del 59, frente a la fábrica de hielo, frente a un merendero salvador, lúgubre... por una peseta (20 centavos) llegabas hasta Remedios. Santa Clara y Sagua la Grande eran los dos destinos finales.
La impuntualidad podría ser asimismo algo memorable, a recordar. Ignoro la vez que salieran o llegaran a su hora aquellos trenes. Nadie que tuviera urgencia pensaba en coger el tren. Con un ramal antiguo, quiero decir, hecho una mierda. El viaje en tren desde Remedios podría ser análogo a cualquier otro de los que aparecen en los documentales de países subdesarrollados, exóticos, asiáticos. Casi.
Con matices, claro, pues en aquellos países van detrás del explosivo, del suicida asesino y en los trenes que recuerdo los perros y sus amos buscaban en los equipajes el café, la carne, queso, el pescado, aceite, la langosta congelada, arroz, los frijoles... todo lo que el gobierno no proveía y en el tren llegaba a los mercados “del barrio”.
Una estación de trenes era un espacio constantemente vigilado y donde podías sentirte hostigado con relativa facilidad. Desde aquellos jovenzuelos forzudos que destinaban una vez llamados al Servicio Militar a las Brigadas de Boinas Rojas, pasando por los Avispas, Tropas Especiales, Policía Municipal, Policía Nacional... requerían la identificación y detenían a trocha y mocha, sin dejar en muchos casos los respectivos golpes entrenados y aprendidos como recuerdo. Sí, te magullaban, si no tenías el carnet, si lo tenías, te magullaban igual. Estabas tirado a la espera de un tren en la calle. No eras nada: solamente alguien con quien ejercitar la obediencia, con quien entrenar.
Pero Dios sabe que no miento, también había su recompensa. Bajo toda aquella presión aparecían los corajudos merolicos. Todas aquellas personas que desafiaban vendiendo bocadillos, tamales, cajitas con comida, ajos, cebollas, melones, quesos, dulces... Todo lo que el gobierno no era capaz de proveer y que en el tren "aparecía".
Las amistades que el propio viaje proporcionaba, que hace al del tren el viaje de veras, los amores. Sí, los amores...
Habrá entonces que retomar el viaje en la memoria, repetirlo, rayarlo con la pretensión de que les llegue a los que tardarán en conocernos.
Queda pendiente.
SANTIAGO MÉNDEZ ALPÍZAR (Remedios, 1970)


SAGUA LA GRANDE

Hoy subí a la planta alta de la vieja estación. Aprovechando que una verja me invitaba, remonté los peldaños de granito. Arriba hallé lo que me vaticinaban: ruinas. Maravillosas ruinas. Con majestad se resiste a la desidia el entramado de la cubierta. Hay un hueco enorme en el piso, justo encima del andén y la maquinaria del reloj solo marca un tiempo pretérito. Pero la vieja estación, con su galería en los altos, no quiere sucumbir a la desmemoria.
¿Qué trenes estará evocando? Quizá el de los vagones con literas que partía antes de la medianoche para la capital. O a lo mejor, el de los coches motores Budd, una maravilla Made in USA, puesta a competir con los ómnibus que se enseñoreaban por el Circuito Norte rumbo a La Habana.
Tal vez la terminal prefiera remontarse a la época de las silbantes máquinas de vapor: la de Gertrudis Gómez de Avellaneda y Samuel Hazard. A los años con destinos en Cienfuegos, Caibarién o Cumanayagua; Santa Clara, casi nunca.
¿Recordará el viaje de Gabriela? ¿Qué notas estaría ideando Alejandro García Caturla antes de seguir viaje para cumplir con sus obligaciones de juez en el pueblo vecino? ¿Le habrá susurrado algo Federico García Lorca aquella madrugada tras la despedida “oficial”? Ya sabemos cuán poco amante de lo “oficial” era el poeta. ¿Cuántos secretos guardaran estos muros? ¡Cuánto sabrán de encuentros y adioses, de pasiones y alaridos…y hasta de sangre!
La inauguraron en el año 1882, al final de la calle Gloria, burlando a los urbanistas que defendían el trazado recto de las calzadas sagüeras. Para la Empresa no debía haber más pueblo que el situado frente a sus balcones. Al fondo, solo los talleres.
En el siglo veinte fue objeto de una muy bien planificada ampliación para acoger las oficinas de la Cuban Central, con la estatua del Conde Moré –probablemente el primer capitalista de toda la comarca– saludando al visitante. El monumento, emplazado actualmente en la casona donde vivió Moré, fue sustituido por otro que recuerdas las acciones de la Huelga Revolucionaria del 9 de abril de 1958.
Mañach pudo concederle una elegía a la estación. Bien se fijó en el casi perfecto paralelismo de las rutas que definen a Sagua la Grande: el río y la vía férrea. Hubiera dicho el autor de Indagación del choteo que no es paradero de provincia este edificio. No es la casita de tejas francesas que los Ferrocarriles Unidos se hicieron construir en la mitad occidental de Cuba. Es la Estación.
Hoy he vuelto, he escrutado sus rincones. Prefiero los que me vedaron en la niñez; las puertas cerradas, los ventanillos que nunca expendieron boletines, el timbre sobre uno de los vanos... Siempre me pareció pequeño el salón de espera. Prefiero el andén custodiado por estructuras de hierro finamente forjado para aguardar futuros trenes.
En mi mente hay muchos trenes aguardando la orden de vía, siempre con la vieja estación como centro de despacho. Quizá por eso se resista a la desaparición. Comprenderá que Sagua no puede ser Sagua sin ella…ni yo tampoco.
ADRIÁN QUINTERO MARRERO (Sagua la Grande)

TALLERES DE GARRIDO

Por sobre los techos de tejas rojas del Camagüey de mi infancia, llegaban los puntuales alaridos de los trenes aproximándose a la estación desde el este; o avanzando veloces, imaginaba yo, en dirección Oeste, en pos de La Habana que era el único destino posible en el imaginario de los muchachos de provincia.
Cada rugido de los trenes era constatado por los varios obreros ferroviarios que habitaban mi barrio. El viejo Manuel, despachador, invariablemente confirmaba la buena salud de su reloj de leontina por el paso puntual de los convoyes. Mi padre sabía reconocer por los sonidos el número del tren, su destino y si era de carga o de pasajeros.
Tal sabiduría provenía de su larga experiencia en el oficio; desde que se había iniciado como retranquero, pasando por todos los puestos, hasta llegar en esos tiempos al de Jefe de Patio, y no de cualquiera, sino del patio de los Talleres de Garrido. Allí, mientras “Nano”, “Aguilar”, o simplemente mi viejo; hacía su trabajo, yo aprendía a correr libremente sobre el lomo de mi errática bicicleta, acumulando golpes y magulladuras entre los hierros, los polines de línea y la resbaladiza gravilla.
Pero por sobre todas las cosas; allí mi azoro dio de bruces contra el monstruo más grande y poderoso que habitaba la Tierra por aquella época: La Rotonda. Aquella enorme araña metálica, con una rueda de hierro monumental, cargaba las locomotoras como a ramas secas y las hacía girar en círculo hasta depositarlas en otra vía, en la dirección opuesta o en uno de los nichos en los que hormigueros de obreros procederían a remozar sus gastados metales.
El olor alquitranado del aire, la vetustez de las edificaciones que aún gallardas acusaban su origen en épocas anteriores; el lenguaje todavía respetuoso y profesional de los viejos ferroviarios; lobos de mar entre sus naves ahora en tierra... Todo aquello conformó el mundo de mi infancia.
Una vez, a finales de los terribles años 90, luego de sobrevivir milagrosamente a un accidente con una bicicleta, regresé de visita a Camagüey y lo hice por carretera. Esto hubiera herido profundamente al viejo. No había para él sobre la tierra un medio de transporte tan seguro, eficiente y cómodo como los trenes. Pero mi padre acababa de morir.
El deterioro de la ciudad barrió con casi todas las imágenes que atesoraba de mi infancia. Todas, salvo las relacionadas con los ferrocarriles. No quise visitar la estación y mucho menos el patio de Talleres. Como un extraño y empecinado homenaje a la memoria del viejo; preferí negarme a la evidencia y  preservar intacto en mis recuerdos lo que más feliz le hacía: “sus” ferrocarriles extraordinarios, aquellos que alguna vez fueron y jamás volverán a ser.
Cualquiera que sean las circunstancias en las que los trenes arriben a la estación, vengan del este o el oeste, ya no será entrañables y puntuales como aquellos. Así como mi viejo no andará más entre sus hierros. Así como jamás subiré a una bicicleta.
ALEJANDRO AGUILAR (Camagüey, 1958)

VENEGAS

Un día habrá
en que baje del tren,
y no haya nadie esperándome.

La calle vacía hasta la estación,
las casas a ambos lados,
sin nadie parado en el poste de luz
donde, aunque no se vea –lo sé-
siempre está esperando mi madre.

Ningún niño
corriendo a saludarme,
gritando mi nombre,
mientras a mi espalda
el ruido del tren
se va
alejando.

Ese día habré empezado a envejecer.
Ese día
que, entre mis cosas de siempre,
pareceré un extraño.
ALPIDIO ALONSO GRAU (Venegas, 1963)


PUERTA DE GOLPE
No, nunca he estado en Puerta de Golpe.  Cerca sí, hace siglos, cuando fui a dar una lectura de poemas en Pinar del Río. Una de esas pocas veces, a finales de los años 60, en que me invitaron a participar junto a otros en una velada literaria organizada por el Consejo Nacional de Cultura en la provincia.
Pasamos cerca, no en ese tren que hoy le sobrevive, y en la proximidad del paisaje supe dónde se escondía Puerta de Golpe, como si de verdad hubieran cerrado la puerta tras ella. Siempre pensé que ése era un nombre muy poético y que merecía un destino en la literatura cubana.  
Heberto Padilla, el autor de Fuera del juego, había nacido allí, pero nunca le oí hablar en detalle sobre su pueblito.  Sí recuerdo que su tío "mambí" Lorenzo, hermano de su madre, tuvo allí una tienda de víveres, pues Puerta de Golpe fue hogar no sólo de varios Padilla, sino de otros parientes maternos. 
Como regresaba tan sólo a pasar las vacaciones escolares  (pues se habían mudado para Consolación del Sur, donde el padre, Francisco Padilla, era juez), Puerta de Golpe pareció sepultarse en la memoria del poeta, aunque reaparezca en su poesía como un lugar sin nombre, acompañado de los pregones de los narigoneros, o de los parrales que el terco abuelo insistía en cosechar. 
Hace poco vi en internet una foto que hace honor al misterio: una hermosa palma real, esbelta y altísima, sobre la que se ha clavado un cartel con el nombre de Puerta de Golpe, para dar la bienvenida a todo viajero que de seguro, me gusta pensar, va buscando al poeta que escribió –y vivió–  " la infancia de Willkiam Blake".
Si no me equivoco creo que hace años se creó en el pueblito una biblioteca independiente con el nombre de Heberto Padilla. ¿Cuántos sabrán que su habitante más famoso es un nombre prohibido en la Isla?  ¿Soñó alguna vez ese tren que une al pueblo con el resto del mundo, con tenerlo entre sus pasajeros?
La estación recuerda más bien no a una aldea (que es como imaginé siempre a Puerta de Golpe), sino a una ciudad mayor, viajera incansable ella misma. En Cuba, las estaciones de trenes tienen un denominador común, además de ser casi fantasmales, se han instalado en el paisaje para hacer eterno el aroma de otros tiempos con cada tren que se detiene en el andén.
Su sola presencia nos recuerda que junto a ellas existió alguna vez un pueblo, un caserío, gentes que subían y bajaban del tren entre el humo de lo eterno. Hay misterio sin duda en el nombre de Puerta de Golpe. Por mi parte, pienso en una antología personal de los poemas de Heberto.   
Quizás en un futuro no lejano la estación de Puerta de Golpe reciba un día a los que vienen buscando las raíces del poeta, o la ceiba bajo la cual estaba enterrado el daño como dice su poema "Dones", o la casa donde Micha, la madre, cantaba también unos improvisados versos mientras en lo alto se mecía la luna entre los pinares.
La estación ha sobrevivido al poeta. El tren va y viene como un río. Puerta de Golpe sobrevive también a su misterio.
BELKIS CUZA MALÉ (Guantánamo, 1942)