les he hecho la visita al pasar por Mosteiro.
Quiénes me esperaban en la estrecha acera
donde las piedras de la iglesia
apenas se hacen a un lado para dejarnos pasar.
Quiénes me dijeron adiós detrás de los paños,
los manteles y este espléndido domingo
que acaban de tender al sol de la mañana.
A quiénes dejé atrás al seguir de largo
por la ancha y única calle,
tan parecida a la ancha y única calle
donde Atlántida se imaginaba a Mosteiro
en el Paradero de Camarones.
¿Qué paisaje tendría que recordar
para conocer mejor al abuelo de mi madre,
aquel que siempre llevaba polainas
y se paraba en el medio de los recuerdos
para hundir sus espuelas
en los dolores que ya no tenían cura?
¿A qué lugar de Mosteiro
debería dirigirme
para poder decir con certeza
que por fin ha vuelto uno de los suyos?
Sólo me atreví a detenerme una vez,
para bajar el vidrio
y preguntarle a una mujer
si era verdad que había llegado.
Me dijo que sí con unos ojos
que conozco desde que tengo recuerdos.
Caminó como caminaban los míos,
me dijo adiós como los míos solían despedirse
y entró en una casa que pudo ser la nuestra.
Ya en las afueras, después de saludar
a un pastor que navegaba en un mar de ovejas,
quise poner los pies en la tierra de mis muertos.
Era un pequeño campo de maíz,
rodeado de viñedos
y de un silencio al que me uní
tratando de escuchar en él
a los que nunca había oído,
a los que ya no les podré agradecer
la sangre,
los ojos
y estas manos de sembrador
que tan poco
he llegado a usar
con el fin
para el que la naturaleza
Nunca podré saber a cuántos de mis muertos
les he hecho la visita.
Pero en un pequeño campo de maíz
dije todo lo que ellos necesitaban saber.
No esperé la respuesta,
me fui conforme con todo lo que decía el silencio.
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