07 febrero 2018

RAÚL MARTÍN: “Cuba es, y parece que va a ser siempre, una incógnita”

Nos conocimos a mediados de la década del 80, en una escuela de teatro que tenía a los mejores profesores posibles. Eso, por fuerza, nos convirtió en buenos alumnos. No por lo que aprendimos, ni siquiera por lo que hicimos, sino por todas las experiencias que compartimos.
Entonces, estábamos convencidos de que cargaríamos con el peso de la isla por el resto de nuestras vidas y que nos dedicaríamos, en cuerpo y alma, a crear obras y espectadores que fueran capaces de transformar la realidad que nos había tocado como generación.
Pero con la caída del Muro de Berlín se derrumbaron la inmensa mayoría de nuestros sueños. Fueron muy pocos los que resistieron y persistieron, tanto en el teatro como en el país. Uno de ellos fue Raúl Martín, quien es hoy uno de los más importantes directores teatrales de Cuba.
Aunque nos hemos visto muy pocas veces en los últimos 20 años, conservamos la cercanía y el cariño que nos unió cuando éramos condiscípulos en una escuela, una ciudad y un país que no volverán. Eso hace que esta entrevista intente ser, de una manera irremediable, un camino de regreso.

Cuando entraste a la Escuela de Arte de Cubanacán eras un pepillito de El Vedado. Cuando saliste, estabas listo para convertirte en uno de los más importantes directores de teatro de Cuba. ¿Qué le debe Raúl Martín a los profesores y compañeros de aula con los que compartió aquella experiencia?
 Entrar en la Escuela Nacional de Teatro fue una casualidad, un “accidente” que realmente definió mi camino. Años 80, en los preuniversitarios se hacían unas reuniones para que la Unión de Jóvenes Comunistas te diera el aval para ingresar a la Universidad.
Imagínate, yo era rockero, “friki”, mis libretas estaban llenas de dibujos, nombres de grupos musicales, canciones en inglés. Yo modificaba los pantalones del uniforme para estrecharlos lo más posible, no me peinaba, bailaba tirado por el piso en las escuelas al campo.
Reunía todas las “condiciones” para que me negaran el aval y, por supuesto, me lo negaron. Por eso no pude hacer la prueba de ingreso al Instituto Superior de Arte (ISA), donde quería para estudiar actuación. Mi madre inició una apelación al Ministerio de Educación Superior y… ¡¡¡Me investigaron!!!
Gané la apelación unos meses después, pero ya no estaba a tiempo de ingresar en el ISA. Ya tenía aval, pero no podía optar por mi carrera preferida. Ahí fue cuando alguien me habló de la ENA, para la que sí estaba a tiempo.
Y para allá fui.  Tampoco fue llegar y entrar. Un profesor que estaba en el tribunal, cuando vio mi estampa de “friki”, me hizo preguntas muy teóricas que yo no estaba preparado para responder y determinó que yo me había equivocado de escuela.
Al final, las mujeres del tribunal se unieron y logramos una segunda oportunidad. Meses después, me pasaron directo a la prueba práctica y logré matricular. Este largo preámbulo es para contar cómo todos estos “accidentes” incidieron en mi camino. La suerte quiso que pasara por esa escuela que cambió mi forma de entender y asumir el teatro.
Teníamos a extraordinario profesores. Irrepetibles, diría yo. Ellos me llevaron a enamorarme de la profesión de director. Me enseñaron, además, atrezzo, teatro de títeres, diseño de escenografía, luces y vestuario; historia del arte, del teatro y del traje...
También tenía a talentosísimos compañeros de clase que provocaban que cada experiencia fuera muy fértil. Así fue que me gradué con todos los honores y elogios con una tesis que constituyó, junto a la tuya, Camilo, uno de los dos mejores trabajos de graduación. Era el año 1987, si no me equivoco.

Eres uno de los directores cubanos que más ha insistido en el teatro de Virgilio Piñera. ¿Por qué vuelves a él una y otra vez, qué buscas en Virgilio que no encuentras en ninguna otra parte?
Creo que de las mejores cosas que le debo al Instituto Superior de Arte, a donde entro a estudiar Dirección Teatral, es haber sido el único alumno del gran Roberto Blanco. A él le debo mi primer acercamiento a Virgilio Piñera. Fui su asistente en Dos viejos pánicos (1990), un espectáculo que logró romper el silencio oficial alrededor de Virgilio.
Roberto me insistió, como parte de su enseñanza, que yo debía trabajar con buenos actores y buenos personajes. Nada mejor para eso que la inagotable galería de grandes personajes que creó Virgilio. Personajes profundos, singulares y muy cubanos.
Me enamoré de su obra dramatúrgica, poética, narrativa, de sus deliciosos relatos de vida, de todo lo que tenía que ver con ese genio. Sentí que su mirada paródica y burlona ante la imposibilidad de encontrar soluciones, era lo que yo sentía y quería decir.
Comencé a expresarme a través de sus palabras, sus personajes y obras me ayudaron a encontrar un lenguaje, lo que podría llamarse un “estilo” de hacer teatro y este tenía que ver, por supuesto, con mi forma de entenderlo y de tratar de entender el mundo a través de él.
Así me convertí, sin darme cuenta, en el más virgiliano de los directores cubanos. Participé incansablemente de una década que puede llamarse “virgiliana” en la historia del teatro cubano: Los 90. Monté varias de sus obras, llevé a la danza-teatro sus poemas, sus relatos. Tienes razón, y lo hago consciente con tu pregunta, en Virgilio encontré lo que estaba buscando para expresarme en el teatro.
Encontré, como en nadie, la legitimación poética de los personajes comunes, del lenguaje popular, la elegía a lo pedestre, el hallazgo de un absurdo cubano y el humor en su más elevada expresión. Descubrí que soy un “humorista” y que nada me complace más que la risa como catarsis.
Ese “bacilo”, el de Virgilio, me contaminó y marcó hasta mi relación con otros grandes que monté y hasta escribieron para mí, como Abilio Estévez y Alberto Pedro. Abilio me regaló el más virgiliano de sus textos: El enano en la botella. Alberto reescribió para mi grupo El banquete infinito y me confesó que Virgilio se le había “posado” durante esa reescritura.

Eres uno de los más grandes habaneros que he conocido. Desde mediado de los años 80 del siglo pasado, cuando nos encontramos por primera vez en las aulas de la ENA, tú y la ciudad han cambiado muchísimo. ¿Cómo está la relación de ustedes en este momento, qué han perdido y qué han ganado?
 ¡La Habana! ¡La Habana! Tengo, hace 17 años, una vista muy habanera desde la sala de mi casa. La contemplo desde mi hamaca y son momentos que siempre añoro cuando estoy de viaje. Desde este balcón se han despedido de la ciudad muchos amigos. Con ella de fondo hemos hecho tertulias, proyecciones de películas, trabajos de mesa para montajes.
Con ella de testigo también se ha hecho el amor. Un amigo, una vez, estaba cantando en mi balcón y lo descubro emocionado. “¿Por qué siempre que uno mira La Habana siente que tendrá que dejarla algún día?”, me preguntó. Poco después se fue en una lancha; no estaba en sus planes, pero se fue.
Creo que se refería a esa energía indescriptible que tiene la ciudad, esa que nada ni nadie ha podido quitarle. ¡Y mira que la han maltratado! Abilio Estévez la llama “la energía del adiós”. Sí, claro, los dos hemos cambiado mucho. En la ciudad no hay grandes cambios visibles; pero su gente ha cambiado y eso, por supuesto, cambia su energía.
Yo escucho a quienes dicen que ya La Habana no es tan querida por los más jóvenes. Puede que les falte la posibilidad de comparar o puede que estén desapareciendo las singularidades que provocan el amor por ella. Es difícil para mí descubrir las causas, creo que, inconscientemente, lucho para que no me pase lo que le pasó a un gran escritor y amigo. Un día le dije que La Habana le dolía, que se veía en lo que escribía. “Ya me está doliendo menos”, me respondió y se fue del país.
Intento no cansarme, porque la necesito para hacer teatro. Intento no asociarla con la dificultad para seguir extrañándola en mis frecuentes viajes. Es un intento difícil que hasta ahora he logrado, como ha logrado sobrevivir mi ciudad.
Recibí tus preguntas en el aeropuerto de Miami, antes de volar a La Habana, con esa sensación que se sigue sintiendo, la de regresar a lo tuyo, acompañada con la misma pregunta: “¿qué me espera?”. Esa pregunta marca el cambio de mi relación con La Habana. En cada regreso es una pregunta que se hace aún más difícil de responder.

Siempre has defendido tus convicciones y tu estética por encima de todas las modas y tendencias. ¿Cuál es el precio que has tenido que pagar por eso, cuál ha sido la recompensa?
Roberto Blanco dijo una vez que prefería hablar de buen teatro y mal teatro, más allá de tendencias, estilos, estéticas… Pretendía decir que eso es lo único concreto, que valida o no, una experiencia teatral. Y eso sigue siendo una verdad incuestionable. 
Nosotros que hacemos un teatro de autor, partiendo de obras escritas, defendemos el rigor y la creatividad en el estudio de los personajes, en el conocimiento y práctica de la técnica actoral, en el estudio filosófico de lo que los autores escriben y de tu propia realidad, de lo que vives a diario en esta convulsa ciudad.
Podría decir que el precio es ese: incitar al estudio a una generación llena de talento, pero sin hábitos de estudiar. El esfuerzo se redobla porque la formación se ha debilitado notablemente con la crisis de todos los centros de estudios. Un esfuerzo extra, agotador, un desgaste mucho mayor que en otros tiempos.
Hay muchas modas y tendencias que se ajustan a la realidad de hoy y, por necesidad, renuncian a estos recursos. Como dictó Roberto, el buen teatro se impone y en estas tendencias tenemos ejemplos espléndidos que nos nutren y otros ejemplos lamentables.
No es lo mismo ser pobre de recursos que de ideas. Sigo creyendo en el actor como centro del discurso escénico y encamino todos mis esfuerzos hacia él. Sí, en estos tiempos, es más duro lograrlo porque hay muchas realidades y experiencias que intentan minimizar el trabajo del actor y yo sigo creyendo en él.
Me interesa lo nuevo, estar pisando la actualidad y diciendo lo que creo que necesita el espectador de hoy. Eso es, en definitiva, lo que hemos hecho siempre; no sólo con mi grupo, también en cada una de mis experiencias con otras compañías y disciplinas.
Ejemplos muy fértiles son mis trabajos con la gran Marianela Boán, siempre buscando, siempre rompiendo, borrando fronteras y profundizando. La gran recompensa: Los teatros llenos de público y las ovaciones cerradas.

Cuba ha sido un personaje protagónico de tu teatro. Si tuvieras que presentársela a un espectador que no tiene la más mínima idea de quién es ella, ¿cómo la describirías?
Creo que le regalaría La isla en peso de Virgilio Piñera. No sé si podría describírsela o presentársela mejor. Haría lo que mejor sabemos hacer los teatristas, apropiarnos de las palabras ajenas y recrearlas. O trataría de responder, lo mejor posible, cada una de sus preguntas.
Cuba es, y parece que va a ser siempre, una incógnita. Trataría de estar a la altura de sus incógnitas y estoy seguro de que yo mismo me sorprendería de mis respuestas.

2 comentarios:

Tregua dijo...

Preciosa entrevista que nos revela al creador profundo, maduro, de los detalles y de las fuertes raices en lo mejor de la cultura cubana. Además de amigo entrañable a través de los años y precisamente por eso, a veces nos es difícil valorar en su justa dimensión la grandeza de los amigos. Abrazos para ti y para Raulito. Felicidades!!!

ANDREA dijo...

YO LOS RECUERDO A LOS DOS EN LA ESCUELA... SIEMPRE ME PREGUNTE POR QUE SE LLEVABAN TAN BIEN SI ERAN MUY DIFERENTES... RAULITO UN FRIKI DEL VEDADO QUE SIEMPRE ESTABA BAILANDO Y A LA MODA... CAMILITO UN GUAJIRO MUY INTELIGENTE QUE NO SOPORTABA A LOS QUE NO OIAN A SILVIO O PREFERIAN EL TEATRO TRADICIONAL..... SIGUEN SIENDO PRECIOSOS Y LOS RECUERDO CON AMOR!!!!!!!! UN BESO DESDE EL BOSQUE DE CUBANACAN JAJAJAJAJAJAJAJA