Cuando
llegamos a la Loma de Thoreau ya la neblina estaba en todas partes. Era muy
densa, apenas podíamos ver unos metros hacia delante. El pueblo de Jarabacoa,
el cañón de Manabao y el Mogote se habían borrado por completo. Nuestro único paisaje
era aquel celaje húmedo que inundó la cabaña en cuanto abrimos las puertas y
ventanas.
Durante
el viaje, habíamos estado hablando del Cibao, ese territorio cultural que ocupa
el norte de República Dominicana, desde Bonao hasta Puerto Plata y desde Samaná
hasta Dajabón. En algún momento, recordé los apuntes que hizo Martí en su Diario sobre el acento de los cibaeños.
“A
la moza que pasa, desgoznada la cintura, poco al seno el talle, atado en nudo
flojo el pañuelo amarillo, y con la flor de Campeche al pelo negro —relata—:
‘¡Qué buena está esa pailita de freír para mis chicharrones!’”. Antes, aseguró
que “la frase aquí es añeja, pintoresca, concisa, sentenciosa: y como
filosofía natural”.
Según
Pedro Henríquez Ureña anota en su obra El
Español en Santo Domingo, la sustitución que los cibaeños hacen de las
consonantes l y r por la vocal i (ej. “llovei”, “comei”,
“sueido”, “poiqué”…), son formas portuguesas que tal vez se difundieron en las
Antillas a través de los esclavos del siglo XVI.
Estábamos
en ese punto cuando se oyó un enorme trueno. Desde la tupida masa blanca en la que
se había convertido el bosque, se oyó un grito.
—¡¡¡Ei diablo!!!
Nunca llegamos a ver quién había hecho esa
exclamación. Luego nos embargó una duda. Es probable que en la Loma de Thoreau
la neblina también hable con la i.
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