Llegué
a La Habana en septiembre de 1983. Llevaba 20 pesos en el bolsillo. “Te tienen
que durar todo el mes”, me había advertido mi padre. En la Escuela Nacional de
Arte tenía albergue, desayuno, almuerzo y comida. Con el carnet de estudiante
podía entrar a todos los cines y teatros a mitad de precio.
Me daba el lujo de ir a la cinemateca y a los cines de ensayo con regularidad.
Una noche que llovía muchísimo, me fui al cine Rialto, en Prado y Neptuno. Ya
no recuerdo la película que vi, pero sí una pequeña tiendecita que había en el
lobby. Aunque no tenía dónde escucharlo, no pude resistir la tentación
de comprarme un disco. Gasté en él la mitad del dinero que me había dado mi
padre.
Era
una selección de temas de películas cubanas que incluía obras de Leo Brouwer,
Juan Márquez, Sergio Vitier y Roberto Varela. Tenía un vago recuerdo de algunas
de aquellas piezas y eso era lo que escuchaba cada vez que miraba la carátula
del álbum en mi taquilla.
Cuando
por fin tuve un tocadiscos, no podía parar de oír música a todo volumen.
Durante muchos años, siempre hubo canciones sonando alrededor de mis horas
libres. De un tiempo a esta parte, sin embargo, valoro cada vez más el
silencio. He llegado al colmo de conducir largos trayectos donde solo oigo el
sonido de los paisajes.
Diana
y yo llegamos a la Loma de Thoreau el viernes en la noche. Gracias a un
feriado, podremos quedarnos hasta el martes. En todos estos días no hemos
escuchado nada de música. Preferimos sembrar, cocinar, leer, coser,
escribir y caminar sin otro sonido que no sea el del bosque.
El
Camilo que llegó empapado al cine Rialto y se compró un disco sin tener dónde
escucharlo, se asombraría de toda la música que acumulo en mi iTunes. También
sé que se sorprendería de que cada vez la escucho menos. Dirá que me estoy
poniendo viejo y tendré que darle la razón.
He
llegado a esa maravillosa edad en que uno aprende a oír el sonido del silencio.
1 comentario:
Yo ando en lo mismo. Creo que es la edad, y ciertos aprendizajes. Hace un par de años estuve encerrado involuntariamente (estuve preso por conducir borracho), escuchando solamente el zumbido del recinto aquel, y el sonido constante de rejas. Mi mayor regalo, al salir, fue el asalto del sonido de la calle y la enorme variedad de trinos, gorjeos, etc, que es característica del Sur. A partir de entonces, cada mañana tengo que salir a escuchar todo eso, que no sabía que existía hasta que me lo quitaron. Por las noches igual. Tengo un patio boscoso, y lo disfruto de esa manera, escuchando la marejada de carros, que imita al mar, desde la autopista cercana. Pero sobre todo, lo que me suelta la naturaleza. Todo esto suena como una pendejada, pero es así. Uno sin quererlo aprende algo de la Meditación Trascendental, y a convertirse un poco en ermitaño, en anacoreta. Uf, la asimilación inevitable del silencio…
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