26 julio 2019

Siempre es 26

Hoy, 26 de julio, es el cumpleaños de Antonio Machado, uno de los escritores a los que más le debo. Él me enseñó lo tremendamente poética que son la vida cotidiana y esas buenas gentes que “laboran, pasan y sueñan,/ y en un día como tantos,/ descansan bajo tierra”. 
Durante buena parte de junio y julio, Diana Sarlabous y yo hicimos camino al andar por campos de España y Occitania. Uno de los momentos más inolvidables de esos trayectos fue llegar hasta la modesta pensión donde vivió el autor de Campos de Castilla en Segovia. 
Todo se conserva casi intacto. El baño, la cocina, el comedor y la habitación que usó el poeta aún reproducen con fidelidad la atmósfera que tuvo la casa entre 1919 y 1932, los años que Machado vivió en esos espacios.
En el comedor, después de cenar un plato que casi siempre era de sopa, solía quedarse a escribir y leer. Eso quiere decir que sobre esa mesa se escribieron algunos de los mejores poemas de nuestro idioma. 
No es una fecha que me gusta celebrar; pero por ti, don Antonio, siempre es 26.

22 julio 2019

Carcassonne

La historia también se va de los lugares.
No tenemos una explicación
para sus abandonos.
Solo se sabe
que da la espalda 
y se aleja, disimuladamente,
hasta perderse de vista.
Entonces el olvido
o, peor aún,
la mala memoria
se hace cargo de todo.

Por eso quedan tantas preguntas
sin responder en los muros 
de Carcassonne.
Conocemos lo elemental,
lo que se salvó 
de las espadas y el fuego
de bárbaros, musulmanes y cruzados.
Pero la sangre no siempre es legible.
A veces los muertos,
como las cúpulas de Viollet-le-Duc,
también mienten.

Carcassonne,
la bestia amurallada
que pace junto al río Aude,
te recordó que tú también eres 
de un lugar
que se quedó sin historia.
Que la mala memoria
se hizo cargo de los tuyos
y de los muertos que mienten
cada vez que abren la boca.
La única diferencia
es que tú ya no necesitas 
una explicación
de tu pasado,
que te da lo mismo 
lo que se salve
de las espadas y el fuego.
Diga lo que diga,
la sangre acabará decepcionándote.

Todavía ando en pantalones cortos, Roberto

Yo no sabía quién era Borges. En toda mi provincia no había ni un solo texto suyo. Tampoco conocía a Gastón Baquero. Su único libro a mi alcance, Memorial de un testigo, permaneció embargado en la biblioteca de Cienfuegos hasta que en 1987 por fin pude rescatarlo (es un eufemismo, me lo robé). 
Dickinson, Yeats y Lee Masters eran solo apellidos. Toda la poesía que conocía estaba hecha de versos sencillos, de fáciles (y a veces simplonas) rimas, hasta que encontré un libro suyo. Era una antología y gracias a aquel volumen también descubrí esa palabra, como antediluviano y ergástula.
Me recuerdo leyéndolo, una y otra vez, mientras el ómnibus escolar se envolvía en una nube de polvo para subirse en el Escambray. Mis primeros poemas (hechos con el único objetivo de llamar la atención de mis primeras novias) siempre acababan imitando a los suyos.
Muchos años después le recordé todo eso, la mañana que me llamó a La Gaceta de Cuba para decirme que quería hablar conmigo. “Roberto, ando en pantalones cortos” le advertí (no sé si Norberto Codina y Arturo Arango lo siguen haciendo hoy, pero en aquella época nos dábamos el lujo de trabajar así).
Me dijo que no importaba y 20 minutos más tarde estábamos meciéndonos frente a frente en su oficina. Él me propuso que dirigiera la editorial de Casa de las Américas. “Lo único que le pido, Camilo, es que venga en pantalones largos”, me dijo al final del encuentro.
La última vez que nos vimos fue en la Feria del Libro de Santo Domingo. Me dio el mismo abrazo de siempre, lo sé porque encajó los huesos de su hombro en mi cabeza. Quedamos en vernos aquella tarde o al otro día, pero ya no fue posible ni un encuentro más.
No hay que justificar los sentimientos, pero sí reconocerlos. Siempre lo recordaré con el mismo cariño. Guardo todas las conversaciones que tuvimos mientras nos mecíamos frente a frente, sus palmadas, su correcciones a mis textos, sus regaños. 
Todavía ando en pantalones cortos, Roberto.

02 julio 2019

El último farero de Sant Sebastià

A Renay Chinea

El 1 de agosto de 1999,
Ángel Casariego
bajó los 168 metros
que hay desde 
lo alto
del promontorio
hasta el mar.
Quería saber
cómo se veía
el faro
sin nadie 
adentro.
La luz
más solitaria
del mundo
le pasó 
por encima
y se expandió
sobre la piel
del Mediterráneo.

Ese día,
el último farero 
de Sant Sebastià
dejó 
a los navegantes
en manos 
de un logaritmo.
Ya no hacía falta
que vigilara
la lámpara 
de 3.000 watts
ni el destello
que cruza la línea 
del horizonte
cada cinco segundos.

Ángel Casariego,
el último de su especie,
ahora es un barco
perdido
en las calles
de Palafrugell.
Sus ojos fatigados
no encuentran
una señal
que los guíe.
Todo empezó
el 1 de agosto de 1999,
cuando bajó 
los 168 metros
que hay desde 
lo alto
del promontorio
hasta el mar.