28 junio 2022

Costa vasca


Nadie notó que faltaba una fresa,
tampoco creo
que hubieran sospechado de ti.
La tarde de Marlow 
caía sobre el río.
Un barco,
que volvía de 1940,
pasaba en silencio
entre los árboles.
Ya nos íbamos a sentar
a la mesa
cuando te hice la foto.
Pero no supe del hurto 
hasta que, 
ya casi de noche,
abrí el álbum.
Me había dejado arrastrar
por Nick Cave
y la enorme luz naranja
que alumbraba
el golfo de Vizcaya.
Noté algo extraño y,
cuando amplié la imagen,
resolví el crimen.
Guardé el secreto
en la costa vasca,
que acababa de aparecer
entre las nubes.
Nick Cave ya remataba
“Red right hand”
y tú,
inocente, seguías
mirando a la cámara
sin poder ocultar
la fresa
que acababas
de llevarte a la boca.

24 junio 2022

El Majá


Alexis Díaz de Villegas y yo nos hermanamos en la Escuela de Arte de Cubanacán. A las pocas semanas de estar allí ya compartíamos litera, taquilla y hasta la ropa. También nos hicimos de las mismas convicciones y de una forma muy similar de defenderlas. Aunque no nos parecíamos, a menudo nos confundían.
Alexis creaba personajes y actuaba constantemente. Uno de ellos (un homenaje Buster Keaton) caminaba con la cabeza y el torso hacia atrás, como si una fuerte ráfaga de viento a penas lo dejara avanzar. La Rampa y la calle Galiano se detenían a mirarlo, mientras nosotros, muertos de la risa, gritábamos “¡ataja!”.
En unas vacaciones fue a visitarme al Paradero de Camarones. Viajó en tren desde su Cumanayagua junto al entrañable José Oriol. Llegó en el techo del vagón, con la cabeza y el torso hacia atrás, de verdad parecía que el viento se lo estaba llevando. “Ese debe ser tu amigo”, me dijo mi abuelo mientras lo señalaba.
Juntos conocimos a esos escritores que acaban convirtiéndote en una persona muy diferente a la que eras antes de leerlos: Eugene O’Neill, Tennessee Williams, Peter Weiss, Antonin Artaud, Eugène Ionesco, Samuel Beckett, Virgilio Piñera… Conservo ejemplares subrayados por los dos.
De las obras de esos dramaturgos sacábamos textos y nombres que luego repetíamos en forma de celebración o burla. No olvido a una tía (así le decíamos a las encargadas de los albergues y el comedor de la escuela) que era muy nerviosa y Alexis le puso Carlota Corday, como el desquiciado personaje de “Marat-Sade”.
Estuvimos sin vernos muchísimos años. Gracias al rodaje de una película en Santo Domingo, por fin nos reencontramos. Como Juan y José, los amigos de la canción de Serrat, retomamos todo donde lo habíamos dejado. Pusimos canciones y escenas de películas que nos marcaron en aquella época.
“El arte es inútil”, le dije. “Pero el hombre es incapaz de prescindir de lo inútil”, me respondió. Era una frase de Ionesco que repetíamos constantemente en los años de Cubanacán, como una vacuna contra los dogmas del “artista comprometido” y el “realismo socialista”.
Después de reconstruir la mayor cantidad de hechos que compartimos en una Cuba que no existe más, llegamos al presente (con Linda y Diana, respectivamente) y tratamos de imaginarnos nuestra vejez. Yo le dije que pensaba irme a la Loma de Thoreau a sembrar y escribir. Él solo deseaba conservar la pequeña sala de su grupo y hacer teatro hasta su último día.
Después de mucho tiempo de abstinencia, volvió a beber ron. A Diana le conmovió ver que nos manteníamos abrazados mientras conversábamos. Eufóricos y ya borrachos, nos prometimos regresar juntos a Cumanayagua y al Paradero de Camarones.
Todo empezó cuando caímos en cuenta de que ya no existían las casas donde nuestros respectivos abuelos nos criaron. Como no teníamos dónde dormir ni en su pueblo ni en el mío, quedamos en pernoctar en el Hanabanilla o en Charco Azul, donde Oriol tiene su Teatro de los Elementos.
—Es importante que el techo del carro soporte mi peso —puso como condición—, para llegar a Cumanayagua como Buster.
No pienso romper esa promesa. El día que vuelva a esos dos lugares, será con Alexis. No olviden que él, como Juan de los Muertos, es un sobreviviente. Empezaré a gritar “¡Ataja!”, mientras el Majá, con la cabeza y el torso hacia atrás, luchará para que el viento no se lo lleve.

13 junio 2022

Ébano Verde


Caminamos juntos hasta la antena de Casabito. Allí acaba el camino que sale de la carretera de Constanza. Los siete kilómetros restantes serían por un difícil sendero. Para que yo pudiera alcanzar al grupo de María, decidimos separarnos. 
Éramos los únicos padres en la excursión del colegio, teníamos la responsabilidad de velar por los infantes.
Diana se quedó con una profesora y el guardabosque que cubría la retaguardia. Recorrí solo un largo trecho. Gracias a que avanzaba en silencio, tuve la oportunidad de ver a un papagayo (Priotelus roseigaster) a menos de dos metros. Me quedé inmóvil para disfrutarlo. Como nunca he visto a su pariente cubano, el tocororo (Priotelus temnurus), me emocionó el encuentro. 
Alcancé al grupo de María después del kilómetro cinco, gracias a que se detuvieron a disfrutar de una cascada. Todo ese tiempo estuve sin señal en el celular. Después del kilómetro seis, llegamos a un claro y recuperé la señal. Entraron, al mismo tiempo, las alertas de varios mensajes y una llamada. Eran de Diana, se había caído y no podía caminar.
Yo estaba a dos kilómetros del campamento (bajando) y a cuatro de Diana (subiendo). Decidí correr (lo más rápido que se puede correr a los 55 años) hasta las oficinas de la Reserva Científica. En una motocicleta me llevaron hasta nuestro Jeep, que lo había dejado en la Ermita donde los camioneros que le encienden velas a la Virgen.
Me encomendé al Jeep como Lezama al mulo, lento era nuestro paso en aquellos abismos. Luego tuve que seguir a a pie y al poco rato di con el grupo. Diana se había hecho un vendaje con una bolsa de plástico y, con la ayuda de la profesora y el guardabosque, pudo avanzar loma arriba. Nos abrazamos como si lleváramos años sin vernos.
Según ella, se distrajo, resbaló y se golpeó con una piedra en el tobillo derecho. Afortunadamente la fractura fue en el peroné, el hueso que menos peso soporta. Ahora anda por toda la casa en un scooter de rodilla. Quiere recuperarse cuanto antes para volver a hacer el sendero. Le prometí que esta vez no nos separaríamos. 
—Si hubieras ido conmigo —insiste—, no me habría pasado nada.

08 junio 2022

Métodos de enseñanza

Nuestro querido maestro Gustavo
y su esposa Gladys en la actualidad.

Cada vez que oímos o mencionamos la palabra pandemia, pensamos de inmediato en el Covid, la gripe española o (en el caso de los lectores de Camus) la peste. Pero hay otro virus, igual de peligroso, que ha contagiado a casi todo el planeta y para el que no parece que encontraremos antídoto: la ñoñería.

No es mortal. Pero ha inutilizado a generaciones enteras que, ante la más mínima adversidad, se hunden. Cualquier regaño les puede generar un trauma (que luego sacarán en cara por el resto de sus vidas). La pregunta más inocente les resulta ofensiva o una invasión de su espacio privado. 

Por eso, de vez en cuando, le recuerdo a María cómo era el mundo en mi época. Le hablo de los métodos de enseñanza de mi abuela Atlántida y de mis maestros Yayita y Gustavo. Al oírme, se pone roja o palidece. Como vivía en una estación de trenes, rodeado de vías férreas, tenía prohibido ir más allá del andén.

Un día Atlántida me sorprendió conversando con el Chiqui del otro lado de la línea principal. Estábamos sentados en uno de los carriles del apartadero y mirábamos hacia arriba. No buscábamos astros o constelaciones sino algún mango maduro en las matas del patio de Mercedita. 

Por eso no vimos venir el peligro. El chancletazo fue tan duro, que estuve semanas con un tatuaje en la nalga: “Empresa Consolidada del Calzado/ 24/ Hecho en Cuba”. Del otro lado de la cerca, Barbarita esperó al Chiqui con un cuje. Oí los latigazos de lejos, sonaban como los del Zorro.

El maestro Gustavo prefería usar los nudos de sus larguísimos dedos. Daba unos cocotazos que nos sacaban la cabeza de nuestro centro de gravedad. Para faltas más graves, tenía el borrador. Tito Migollo era su blanco preferido. Era mucho mayor que nosotros y solía quedarse dormido.

Con un gesto, el maestro nos ordenaba bajar las cabezas. El borrador pasaba sobre nosotros como un misil, dejando una larga estela de polvo de tiza. Si Tito gritaba “¡Aaayyy!”, quería decir que el disparo había acertado. Pero el castigo al que más le temíamos eran las líneas de la maestra Yayita.

Era preferible recibir un cocotazo o exponerse a los disparos del borrador que pasarse toda una tarde escribiendo cien, quinientas o mil veces la misma oración: “debo llegar puntual al matutino”, “no debo hablar en clases”, “debo hacer todas las tareas todos los días”, “debo usar el uniforme correctamente” …

Nunca hubo que llevarnos al sicólogo, ni siquiera a Tito Migollo. Que yo sepa, ninguno de nosotros sufrió trauma alguno. Todos acabamos siendo hombres y mujeres de bien, como se decía entonces. Por muchas razones vivo feliz de haber nacido en 1967 y de la vida que me tocó vivir. 

Ser inmune a la ñoñería es una de ellas.

07 junio 2022

Nuestro primer cosmonauta


Era el último verano de la década del 70. La prensa acababa de anunciar que dos pilotos cubanos se entrenaban en la Unión Soviética. Uno de ellos se convertiría en nuestro primer cosmonauta. Eso, la película La guerra de las galaxias y las aventuras De Copérnico a Gagarin, nos obsesionó con el cosmos.
Por eso la mayoría de nuestros juegos tenían que ver con vuelos espaciales. Donde hoy está la cervecera del Paradero de Camarones, entonces había un parque infantil. Aunque solo tenía cuatro botes que se columpiaban y un tobogán desde el que uno se lanzaba por unos segundos al vacío, a nosotros nos parecía increíble.
Por eso, en cuanto nos bañábamos y nos poníamos la ropa de por las tardes, nos reuníamos en aquel reducido espacio. Idalberto Ortega era el más veloz de nosotros. Le llamábamos El Venao. Además de rápido era temerario. Más de una vez lo vi llegar hasta las ramas más altas y frágiles de las matas de mangos.
Una tarde al Venao le dio por decir que uno de aquellos botes era una Soyuz. Empezó a coger impulso hasta que logró que girara sobre su eje. Dio dos vueltas perfectas, que nosotros vimos en cámara lenta. Aunque seguía sujeto a la armazón de hierro del columpio, parecía elevarse mucho más alto.
Pero a la tercera vuelta salió despedido al espacio. Como los astronautas de Caleidoscopio, el cuento de Ray Bradbury, el Venao se alejaba como una piedra lanzada por una catapulta gigante. En vez de un niño, se convirtió en una voz que se oía como si vinera desde muchísimos años luz: “¡Soy Yuri Gagariiiiiiiiin!”.
El 12 de abril de 1961, cuando Gagarin saltó en paracaídas de la cápsula que lo trajo de regreso a la Tierra, cayó lentamente sobre el río Volga. El Venao no corrió con la misma suerte. El suelo del parque infantil del Paradero de Camarones estaba cubierto de grava y contra él se proyectó a toda velocidad.
Apenas un año después, el 18 de septiembre de 1980, Arnaldo Tamayo Méndez abordó una Soyuz en Baikonur y partió hacia el espacio. Siempre que veíamos una foto suya en los periódicos, mirábamos al Venao con orgullo. 
Él seguía siendo nuestro primer cosmonauta.

01 junio 2022

La camarera


María está en primer año de bachillerato (décimo grado). Su curso ya ha empezado a recaudar fondos para la fiesta de graduación, que será en 2024. Anoche todos fueron camareros en un parque de food trucks. Comenzaron a trabajar a las 4 de la tarde y acabaron a las 12 de la noche. 
Como padre, me tocó el turno de 10 a 12. Pedí unos dumpling de cerdo al vapor y una ensalada. Por primera vez en mi vida, la camarera se sentó en mi mesa a quejarse del cansancio que tenía. Se bebió toda el agua que yo le había pedido y me exigió que pidiera otra… ¡pero que yo la fuera a buscar al bar!
A pesar de tantos inconvenientes, le di una propina cinco veces mayor que el valor de la cuenta. Se fue tan feliz con mi aporte, que dejó los platos, las botellas y los vasos para que yo los recogiera. “Llévalos para allá”, me dijo indicándome el lugar donde debía poner todo.
Acabaron recolectando más de 1.700 dólares en propina (sospecho que por la generosidad de los padres). Cuando nos subimos al Jeep, mi camarera me dio un abrazo y me dijo que estaba feliz porque habían logrado mucho más de lo que pensaban. Lleno de orgullo, me olvidé de mis quejas y sugerencias.
—¿Te gustaron los dumpling? —me preguntó por fin.
—Todo estaba perfecto —le dije—, la comida y el servicio.
Al llegar a la casa ni siquiera me pidió que viéramos un capítulo de Stranger Things. “Ser camarera cansa”, dijo antes del bostezo con el que entró a su habitación.

Edilia y los kikos

Kikos plásticos (foto tomada de Cuba Material).

Como en aquella historia de Algis Budrys con la que empezaba Cuentos de ciencia ficción (Biblioteca del Pueblo, 1969), un rayo recto de brillante luz violeta salió de las manos de Edilia y se elevó hasta el techo del aula. El bombillo de 100 watts, lleno de moscas, parpadeó varias veces antes de encenderse.
El 26 de julio de 1970, en su discurso en la Plaza de la Revolución, Fidel Castro admitió que en Cuba se habían dejado de producir un millón de pares de zapatos de cuero. Le echó la culpa al atraso en la puesta en marcha de una fábrica en Manzanillo, el ausentismo y las movilizaciones a la agricultura. 
Pero inmediatamente después dio una “buena noticia”. Estaba a plena capacidad una fábrica de zapatos plásticos que podía producir 10 millones de pares al año. “Existe ya un material que se está analizando, llamado polyuretano, con el cual se pueden hacer zapatos cerrados, y se está estudiando esa tecnología”, anunció. 
Así nació el kiko plástico. Un calzado que, al convertirse en parte del uniforme escolar, torturó a mi generación por años. Al sol, llevaban el sudor de las plantas de los pies al punto de ebullición. En época de frío, se sentía como si uno estuviera, de los tobillos para abajo, atrapado en un cubo de hielo.
Edilia, la conserje de la escuela del Paradero de Camarones, siempre andaba en kikos. Un día de tormenta, en que las ráfagas de agua chocaban como olas contra las paredes, hubo que cerrar las persianas de alumino y nos quedamos a oscuras en el aula. Entonces el maestro Gustavo le pidió a Edilia que encendiera la luz.
Solícita, la conserje se acercó a la esquina del aula donde antes hubo un interruptor para unir los dos cables. La brillante luz violeta la paralizó por un momento. Ya el bombillo de 100 watts había dejado de parpadear cuando Edilia por fin recuperó el aliento.
—¡Si no es por los kikos plásticos —dijo muy asustada— caigo redonda!
Al otro día todos la aplaudían como si hubiera regresado de un viaje al cosmos. “¡Ahí va Edilia con sus kikos plásticos!”, gritaban. Y ella, feliz de haber sobrevivido, saludaba a la multitud con los brazos en alto, igual que hacía Valentina Tereshkova en las revistas soviéticas.
Desde ese día los kikos de Edilia se convirtieron en una leyenda popular. Como la palangana de Zoilita, que una manga de viento la hizo volar por todo el pueblo igual que los platillos de Crónicas marcianas, o el tractor de Paco Guedes, que se quedó desenganchado y arrasó con la cocina de Pascualita.
Todo se debió a una cadena de sucesos que, al parecer, nada tenían que ver con el pueblo: el atraso en la puesta en marcha de una fábrica en Manzanillo, el ausentismo y las movilizaciones a la agricultura.