Alexis Díaz de Villegas y yo nos hermanamos en la Escuela de Arte de Cubanacán. A las pocas semanas de estar allí ya compartíamos litera, taquilla y hasta la ropa. También nos hicimos de las mismas convicciones y de una forma muy similar de defenderlas. Aunque no nos parecíamos, a menudo nos confundían.
Alexis creaba personajes y actuaba constantemente. Uno de ellos (un homenaje Buster Keaton) caminaba con la cabeza y el torso hacia atrás, como si una fuerte ráfaga de viento a penas lo dejara avanzar. La Rampa y la calle Galiano se detenían a mirarlo, mientras nosotros, muertos de la risa, gritábamos “¡ataja!”.
En unas vacaciones fue a visitarme al Paradero de Camarones. Viajó en tren desde su Cumanayagua junto al entrañable José Oriol. Llegó en el techo del vagón, con la cabeza y el torso hacia atrás, de verdad parecía que el viento se lo estaba llevando. “Ese debe ser tu amigo”, me dijo mi abuelo mientras lo señalaba.
Juntos conocimos a esos escritores que acaban convirtiéndote en una persona muy diferente a la que eras antes de leerlos: Eugene O’Neill, Tennessee Williams, Peter Weiss, Antonin Artaud, Eugène Ionesco, Samuel Beckett, Virgilio Piñera… Conservo ejemplares subrayados por los dos.
De las obras de esos dramaturgos sacábamos textos y nombres que luego repetíamos en forma de celebración o burla. No olvido a una tía (así le decíamos a las encargadas de los albergues y el comedor de la escuela) que era muy nerviosa y Alexis le puso Carlota Corday, como el desquiciado personaje de “Marat-Sade”.
Estuvimos sin vernos muchísimos años. Gracias al rodaje de una película en Santo Domingo, por fin nos reencontramos. Como Juan y José, los amigos de la canción de Serrat, retomamos todo donde lo habíamos dejado. Pusimos canciones y escenas de películas que nos marcaron en aquella época.
“El arte es inútil”, le dije. “Pero el hombre es incapaz de prescindir de lo inútil”, me respondió. Era una frase de Ionesco que repetíamos constantemente en los años de Cubanacán, como una vacuna contra los dogmas del “artista comprometido” y el “realismo socialista”.
Después de reconstruir la mayor cantidad de hechos que compartimos en una Cuba que no existe más, llegamos al presente (con Linda y Diana, respectivamente) y tratamos de imaginarnos nuestra vejez. Yo le dije que pensaba irme a la Loma de Thoreau a sembrar y escribir. Él solo deseaba conservar la pequeña sala de su grupo y hacer teatro hasta su último día.
Después de mucho tiempo de abstinencia, volvió a beber ron. A Diana le conmovió ver que nos manteníamos abrazados mientras conversábamos. Eufóricos y ya borrachos, nos prometimos regresar juntos a Cumanayagua y al Paradero de Camarones.
Todo empezó cuando caímos en cuenta de que ya no existían las casas donde nuestros respectivos abuelos nos criaron. Como no teníamos dónde dormir ni en su pueblo ni en el mío, quedamos en pernoctar en el Hanabanilla o en Charco Azul, donde Oriol tiene su Teatro de los Elementos.
—Es importante que el techo del carro soporte mi peso —puso como condición—, para llegar a Cumanayagua como Buster.
No pienso romper esa promesa. El día que vuelva a esos dos lugares, será con Alexis. No olviden que él, como Juan de los Muertos, es un sobreviviente. Empezaré a gritar “¡Ataja!”, mientras el Majá, con la cabeza y el torso hacia atrás, luchará para que el viento no se lo lleve.
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