Diana se quedó con una profesora y el guardabosque que cubría la retaguardia. Recorrí solo un largo trecho. Gracias a que avanzaba en silencio, tuve la oportunidad de ver a un papagayo (Priotelus roseigaster) a menos de dos metros. Me quedé inmóvil para disfrutarlo. Como nunca he visto a su pariente cubano, el tocororo (Priotelus temnurus), me emocionó el encuentro.
Alcancé al grupo de María después del kilómetro cinco, gracias a que se detuvieron a disfrutar de una cascada. Todo ese tiempo estuve sin señal en el celular. Después del kilómetro seis, llegamos a un claro y recuperé la señal. Entraron, al mismo tiempo, las alertas de varios mensajes y una llamada. Eran de Diana, se había caído y no podía caminar.
Yo estaba a dos kilómetros del campamento (bajando) y a cuatro de Diana (subiendo). Decidí correr (lo más rápido que se puede correr a los 55 años) hasta las oficinas de la Reserva Científica. En una motocicleta me llevaron hasta nuestro Jeep, que lo había dejado en la Ermita donde los camioneros que le encienden velas a la Virgen.
Me encomendé al Jeep como Lezama al mulo, lento era nuestro paso en aquellos abismos. Luego tuve que seguir a a pie y al poco rato di con el grupo. Diana se había hecho un vendaje con una bolsa de plástico y, con la ayuda de la profesora y el guardabosque, pudo avanzar loma arriba. Nos abrazamos como si lleváramos años sin vernos.
Según ella, se distrajo, resbaló y se golpeó con una piedra en el tobillo derecho. Afortunadamente la fractura fue en el peroné, el hueso que menos peso soporta. Ahora anda por toda la casa en un scooter de rodilla. Quiere recuperarse cuanto antes para volver a hacer el sendero. Le prometí que esta vez no nos separaríamos.
—Si hubieras ido conmigo —insiste—, no me habría pasado nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario