26 febrero 2018

El sonido del silencio


Llegué a La Habana en septiembre de 1983. Llevaba 20 pesos en el bolsillo. “Te tienen que durar todo el mes”, me había advertido mi padre. En la Escuela Nacional de Arte tenía albergue, desayuno, almuerzo y comida. Con el carnet de estudiante podía entrar a todos los cines y teatros a mitad de precio.
Me daba el lujo de ir a la cinemateca y a los cines de ensayo con regularidad. Una noche que llovía muchísimo, me fui al cine Rialto, en Prado y Neptuno. Ya no recuerdo la película que vi, pero sí una pequeña tiendecita que había en el lobby. Aunque no tenía dónde escucharlo, no pude resistir la tentación de comprarme un disco. Gasté en él la mitad del dinero que me había dado mi padre.
Era una selección de temas de películas cubanas que incluía obras de Leo Brouwer, Juan Márquez, Sergio Vitier y Roberto Varela. Tenía un vago recuerdo de algunas de aquellas piezas y eso era lo que escuchaba cada vez que miraba la carátula del álbum en mi taquilla.
Cuando por fin tuve un tocadiscos, no podía parar de oír música a todo volumen. Durante muchos años, siempre hubo canciones sonando alrededor de mis horas libres. De un tiempo a esta parte, sin embargo, valoro cada vez más el silencio. He llegado al colmo de conducir largos trayectos donde solo oigo el sonido de los paisajes.
Diana y yo llegamos a la Loma de Thoreau el viernes en la noche. Gracias a un feriado, podremos quedarnos hasta el martes. En todos estos días no hemos escuchado nada de música. Preferimos sembrar, cocinar, leer, coser, escribir y caminar sin otro sonido que no sea el del bosque.
El Camilo que llegó empapado al cine Rialto y se compró un disco sin tener dónde escucharlo, se asombraría de toda la música que acumulo en mi iTunes. También sé que se sorprendería de que cada vez la escucho menos. Dirá que me estoy poniendo viejo y tendré que darle la razón.
He llegado a esa maravillosa edad en que uno aprende a oír el sonido del silencio.

25 febrero 2018

Pegapalo


Sentimos un pequeño golpe en los cristales más altos de la cabaña. Eso sucede muy raras veces, pero ya sabemos lo que significa. Nos asomamos a la terraza y empezamos a buscar entre los helechos. Diana por fin lo encontró. Era un pegapalo. Estaba vivo, pero muy aturdido.
Bajé corriendo para que Laika no le hiciera daño. No hizo nada para escapar. Era tan pequeño que me cabía en los cuencos de las manos. El Mniotilta varia es un visitante no reproductor de la Loma de Thoreau. Vienen desde Ontario, Montana, Texas, Alabama o las Carolinas.
Puede que esté aquí desde finales de agosto y es capaz de quedarse hasta principios de mayo, aunque la inmensa mayoría llega en octubre y regresa al norte en marzo. Hurga en los troncos en busca de arañas y pequeños insectos. Su nombre dominicano se lo debe a esa manía suya de andar pegado a las ramas.
Lo pusimos en la terraza, en un sitio donde pudiera levantar el vuelo sin dificultad. “¿Crees que se salve?”, le pregunté a Mario Dávalos por WhatsApp. De todas las personas que conozco, él es el único que podría responder esa pregunta con fundamento. “Sí, déjalo descansar —me respondió—. Dale agua”.
Fui a la cocina a buscar algo donde darle de beber. Cuando volví al sitio donde lo dejé, ya no estaba. Es muy probable que pase la noche no lejos de nosotros, en un matorral que está justo al lado de la cabaña. Ahí suelo observarlos al amanecer. En ellos me entretengo mientras el Bustelo sube.
“Es increíble que algo tan ‘frágil’ cruce un continente para pasar el invierno”, me escribió Mario al final de la conversación. Pronto volverá a Ontario, Montana, Texas, Alabama o las Carolinas. Lo único que me quedará de él son los segundos que lo tuve entre mis manos. Me cabía en los cuencos.

23 febrero 2018

RAMÓN FERNÁNDEZ LARREA: “No me gusta la Cuba actual”

Nunca lo llamo por el nombre que aparece en el lomo de sus libros. Siempre que me refiero a él, digo Ramoncito y todos entienden. Aunque ya es una persona mayor; para los que lo conocen, leen y quieren, sigue siendo un joven y un jodedor invencible.
La calidad de sus versos es directamente proporcional a su sentido del humor. Cuando se le tiene delante, pueden esperarse de él dos cosas, un gran poema o una broma desternillante. Hay algo que no quiero pasar por alto: su valentía. Nunca se queda callado, es capaz de perder la cabeza lo mismo por una verdad que por un chiste.
A quien no lo conozca, le recomiendo que busque de inmediato sus libros o sus programas de radio. Como del humorista tengo menos pruebas a mano, no puedo resistirme a la tentación de recordar una de sus grandes bromas. Fue a mediados de los años 90, camino a Pasacaballos, donde asistiríamos a un encuentro de escritores.
En el autobús estaban mencionando los nombres de intelectuales y artistas cubanos que se convirtieron en perseguidores durante el Quinquenio Gris (una de las cacerías de brujas ordenadas por Fidel Castro). Alguien mencionó a la actriz Ana Lasalle y un joven poeta, que no alcanzó a conocerla, preguntó quién era.
La conversación fue tomando otros rumbos, pero el joven poeta insistía en que le dijeran quién era Ana Lasalle. “Chico —respondió Ramoncito—, era una vieja que se comía una caja de tiza en cuanto se levantaba y a media mañana ya tenía cagado medio busto de Lenin”.

Pudiste dejar a Bayamo, a La Habana, a Cuba, al ron y los cigarros. Solo hay dos cosas que nunca has abandonado: Magdalena y la poesía. ¿Puedes fundamentar todos esos abandonos y esas dos filias?
Con los años he aprendido que las cosas buenas no se dejan, se llevan para siempre. Es el caso de Bayamo, de La Habana, de Cuba —al menos de esa Cuba que viví hasta que se me hizo insoportable respirarla— son pedazos de un gran rompecabezas que es mi vida, y fueron parte de un largo camino. Momentos que se recuerdan cuando uno se sienta a descansar y necesita pensar en los breves instantes en los que sufrió mucho o fue levemente feliz.
No puedo decir como otros que “el alcohol fue mi refugio, mi compañero y mi amigo”, porque sería irresponsable de mi parte. Yo era un prisionero del alcohol, y los prisioneros no son amigos de sus carceleros. En Barcelona me imaginé una vez viviendo bajo un puente después de perderlo todo. Y debajo de los puentes hay mucha humedad y hace mucho frío.
Con el cigarro ya me estaba lastimando la salud. El médico me anunció que posiblemente me tendrían que cortar una pierna, y yo acababa de comprarme un par de zapatos nuevos muy bonitos. Así que era fácil la disyuntiva: cojear fumando o usar los zapatos.
Con Magdalena y con la poesía sucede otra cosa: por suerte las encontré a las dos, o ambas me encontraron. O fue descubrimiento y elección mutuos. Son como la libertad, se ejercen, no se piensa en ella. Habito en ellas y son mi identidad, mi isla remota, mi cielo brillante. La poesía me hace sentir que soy un ser humano. El amor de Magdalena me enseña que vale la pena vivir. Las dos son parte de mi respiración.

Muchas veces te has definido como un hombre de radio, ¿qué significa eso exactamente, sobre todo a las alturas del 2018?
Mi amigo Joaquín Borges-Triana es dueño de una frase que da la definición perfecta para ese sentimiento: “Los que soñamos por la oreja”. Creo que siempre he sido más de sonidos que de imágenes. De olores que de fotografías. De niño cerraba los ojos y me ponía a imaginar de qué tamaño y de qué color eran las nubes que pasaban sobre mi cabeza. Y la serranía, que desde el techo de mi casa se veía siempre azul, tenía otros colores cuando yo cerraba los ojos.
Tal vez es que pongo siempre la imaginación por delante de la realidad. Y la radio te da esa posibilidad: cierras los ojos y el mundo es como suena, o te inventas un mundo según lo que vas escuchando. Siempre digo que soy capaz de hacer la guerra de los mundos con una lata y un palo, y dos o tres voces.
La radio fue mi primer amor, y hay amores que no se pueden arrancar. Hacer radio me hace más feliz que comunicarme en cualquier otro medio. Una frase, un sonido, tienen millones de interpretaciones según quienes hayan escuchado. Una imagen no, una imagen es lo que viste y ya. Además, parece que en la radio no me ha ido mal. Y si tienes en cuenta que se hace con poquísimas personas y mínimos recursos, ahí tienes.

Memoria de la Habana, más que un programa de radio, es un viaje de regreso a un país que solo podrá seguir existiendo a través de sus sonidos. ¿Qué quieres salvar y de qué quieres salvarte con esas horas de radio y streaming?
Siempre decimos que Memoria de La Habana es una rebelión contra el olvido. Y es también una venganza contra quienes han destruido el país, la ciudad, la historia que había, para inventar otra historia que los haga supuestamente “mejores” que todo lo anterior. Memoria de La Habana es un viaje pero también es una toma de posición. Un recordatorio de que hubo un antes y hubo un después. Y se pueden comparar. Yo quiero que nadie me borre la Cuba que vivieron mis abuelos. Cómo y con qué música bailaron mis bisabuelos en el Liceo de Madruga. Cómo se enamoraron mis padres, qué escuchaban entonces cuando salían bajo la noche de La Habana.
Mi casa en Bayamo amanecía llena de sonidos: el Beny, Los Zafiros, el Conjunto Casino, Fernando Albuerne. Y en el aire había otros que ya se estaban convirtiendo en fantasmas porque impusieron una ideología ramplona que obligó a muchos músicos a abandonar aquel sitio que había asombrado al mundo creando tantos ritmos y tantas joyas para el corazón. Memoria de La Habana es una responsabilidad, una labor de arqueología, pero también un acto de amor por lo que me hizo e hizo a nuestro país. Es una invitación a salvar ese mundo interior que pudiera hacernos mejores.
Y hablo de La Habana como metáfora. La Habana del programa es Cuba. No te extrañe que un día hagamos un programa hablando del Paradero de Camarones.
Somos una pequeña cofradía: la ayuda y los buenos deseos de Miguel Grillo, la inacabable voz de mi gran amigo Danilo José, que sigue acompañándonos para negar que la muerte existe, y la magia de Jaime Juan Almirall jr.
Y no olvides mencionar que gracias al progreso (que casualmente es el nombre de la primera calle en la que viví en Barcelona) se pueden escuchar todos los programas que hemos hecho entrando desde cualquier lugar del mundo y a cualquier hora entrando a Memoria de La Habana.

Siempre que hablas de Cuba, de su historia y de su música, lo haces en pasado. ¿Estás al tanto del presente de la Isla, qué opinión te merece el país actual, sobre todo su historia y su música?
No me gusta la Cuba actual. No me gusta el resultado de ese fatídico experimento que disfrazaron de justicia social, cuando todo era el invento y la sed de poder de un ego inmenso, de un manipulador, un malabarista que supo hipnotizar a millones de personas. Miré los muros de la patria mía, escribió Francisco de Quevedo. Es un desastre. Pero el peor desastre está en el cerebro y en el corazón de sus habitantes. ¿Quién dijo que el pasado, el presente y el futuro pertenece a los que ejercen el poder en la isla? Perdieron. Han hundido al país. Negaron lo que realmente servía y fueron incapaces de crear algo útil. Y lo disfrazan con palabras tan vacías como “dignidad”, “valor”, “futuro”…
Vivo en un país interior, mi país. Con todo lo bueno que sé que tuvo, y los deseos de las cosas buenas que un día pudiera tener. Alguien tiene que quedar vivo y recordar para contarle la historia a los que vengan, ¿no?
La música es otra cosa. Somos una cultura eminentemente musical. Va en la sangre. Pero la música de ahora —y dejo fuera ese excremento llamado reguetón, porque no es música ni poesía ni nada— no es un logro de la “revolución”, sino una lógica consecuencia de Brindis de Salas, José White, Ignacio Cervantes, Rita Montaner, Bola de Nieve, Manuel Corona, Sindo Garay, Arsenio Rodríguez, Beny Moré, Eliseo Grenet, Dámaso Pérez Prado, Enrique Jorrín y muchísimos más.

¿Qué le debe Ramón Fernández Larrea a Barcelona, Canarias y Miami; qué parte de ti no existiera sin esos lugares?
Creo que no puedo separar ninguna de esas partes. Barcelona es como mi segundo nacimiento y un deslumbramiento de mi identidad, como si ya hubiera vivido allí en otra vida. En Canarias comprendí que estaba lejos y supe valorar lo que era ser un exiliado. Miami es un poco vivir en Cuba sin estar en Cuba. Es volver a tener la comunicación con mi tribu.
Pero más allá del paisaje y del tipo de luz que entra por mi ventana, ha sido la posibilidad de conocer realmente a mi país. En la distancia he aprendido a conocerlo, y cada día quiero conocerlo más. De dónde vino esa isla, cómo llegó a ser lo que era.
Pero en los tres lugares que mencionas hay una constante: el mar. Creo que el mar es la única sombra y la única luz que llevo en mi vida a todas partes. Ese mar que nos distancia y que también nos une.

Los hombres más ricos del mundo

La acera donde se sentaban los hombres más ricos del mundo.
Entre las dos puertas del bar Arelita del Paradero de Camarones había un banco. En él se sentaban tres o cuatro viejos de mi pueblo. Llegaban al amanecer y solo se levantaban dos veces. La primera para almorzar y esperar a que pasara el resistero del sol, la segunda para cenar y acostarse a dormir.
Leyendo a Zygmunt Bauman, caí en cuenta de que aquellos ancianos eran los hombres más ricos del mundo. A propósito de la felicidad y su verdadero significado, el sociólogo polaco pone de ejemplo a los suecos, quienes alentados por un viejo manifiesto de Olof Palme, decidieron desapegarse de las familias y trabajar sin descanso para lograr su independencia individual.
“Los suecos han perdido las habilidades de la socialización. Al final de la independencia no está la felicidad, está el vacío de la vida, la insignificancia de la vida y un aburrimiento absolutamente inimaginable”, dice Bauman antes de asegurar que hoy los hombres más ricos no son los que poseen más dinero sino los que disponen de más tiempo libre.
“No es verdad que la felicidad signifique una vida libre de problemas. Una vida feliz implica tener que superar los problemas (…), Y entonces llegas al momento de felicidad cuando ves que has podido controlar los retos del destino. Y es justamente esto: la felicidad de haber superado las dificultades”, afirma.
Nadie tuvo tanto tiempo libre nunca como aquellos viejos de mi pueblo. Después de vencer toda una vida de dificultades, se sentaron, ya ricos y sin relojes de los que estar pendientes, a ver pasar autobuses llenos de pobres que no disponían ni de un segundo para perderlo como ellos.
Por eso hoy, inspirado en los ejemplos de Cebollón, Claudio el Zapatero, Felipe Cervera, Macho Calixto y Zygmunt Bauman, quiero pedirle a Diana Sarlabous que el tiempo que le quede libre me lo dedique a mí. Nada disfrutaré más que hacerme muy rico junto a ella.

21 febrero 2018

Todos los nombres de la estación de Camarones

Cuando mi madre se dio cuenta de que se estaba quedando sin memoria, me pidió una libreta y empezó a hacer listas. En la primera reconstruyó su árbol genealógico hasta donde pudo. En la segunda, hizo una cronología con las fechas más importantes en la vida de los Yero Mosteiro.
A partir de ahí, relacionó los nombres de sus compañeros de trabajo en los Ferrocarriles de Cuba. Jefes de estación, operadores, maquinistas, fogoneros, conductores, guardafrenos, jefes de patio… Ahora, que ya no recuerda a ninguno, ese esfuerzo suyo tiene un valor incalculable para mí.
Estos son, según la memoria de Lérida Yero Mosteiro, los nombres de los que laboraron en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones desde 1914 (en que fue fundada) hasta 1998 (en que la cerraron definitivamente). Están en el orden en que ella los puso, desconozco qué criterio siguió para el mismo.
Al final de la relación, dejando un renglón de por medio, puso los nombres de la familia. Me llena de orgullo ver ahí a mi abuelo junto a sus cuatro hijos, un yerno y un nieto. Aurelio fue jefe de estación; mis tíos Cary, Rafelito, Titita y Aldo, mi mamá y mi primo Alahím, laboraron como operadores en algún momento.
Cuando Alahím estaba siendo entrenado como jefe de estación por Rosendo Stuart, yo también le di vía a los trenes. Mi tío Aldo, que en ese momento era despachador en Santa Clara, las autorizaba. Firmaba como Yero, eso hacía que todo quedara en casa.
No incluyo mi nombre por pudor, pero me hace muy feliz saber que fui capaz de hacer lo que tanto admiraba en ellos. Las voces de muchos de estos nombres y sus pulsaciones en la manigueta del teléfono, están entre los recuerdos más entrañables de mi infancia.

Roberto Rodríguez 
Pajerto Rodríguez  
José Sánchez
Eladio Ríos  
Manuel Sánchez
Marcelino Navarro
Francisco Hernández
Antonio Sánchez
Jorge Morales
Blas Valdés
Hugo Lois
Luisito ?
José Luis Rodríguez
Odel Castellanos
Salvador Hernández
Rosendo Stuart

Tomás Aurelio Yero Alonso
Caridad Yero Mosteiro
Rafael Serralvo
Argelia Yero Mosteiro
Lérida Yero Mosteiro
Aldo Yero Mosteiro
Alahím Yero Curdi

20 febrero 2018

La incertidumbre como principio

El principio de incertidumbre fue enunciado por Werner Heisenberg en 1925. Mientras más preciso se trata de ser a la hora de determinar la posición de una partícula, menos se conoce su momento lineal y, por tanto, su masa y velocidad. Esa es la manera más sencilla de explicarlo.
La incertidumbre como principio, en cambio, fue instaurada por Fidel Castro en 1959 y aún sigue apoderada de Cuba. La incertidumbre, quiero decir. El dictador ya no está físicamente, aunque su poder simbólico pervive y ahora es una enorme piedra atravesada en el futuro de los cubanos.
A diferencia de lo planteado por Heisenberg, Fidel y su hermano Raúl han tenido el control de cada partícula bajo su dominio. Ahora mismo, los cubanos evitan que les pague en chavitos (pesos convertibles). Temen quedar en una situación aún más vulnerable si el régimen elimina esa moneda sin previo aviso.
La incertidumbre como principio es, probablemente, la gran diferencia entre la dictadura de Cuba y las que hubo en Argentina o Chile. Aunque los hermanos Castro mataron, reprimieron y desterraron, no tuvieron que llegar a los extremos de Videla o Pinochet. Cuando se anula a alguien, ya no hace falta desaparecerlo.
El dominio que han establecido sobre la vida cotidiana de la gente, esa cultura de la sobrevivencia que mantiene en vilo a las familias, apenas deja tiempo para pensar en otra cosa. Ese ha sido el mejor mecanismo de control, la más eficaz arma.
Nada angustia más a los cubanos que no saber lo que les depara el futuro. Aun cuando están convencidos de que ya no tienen futuro.

19 febrero 2018

Nos convencieron las luciérnagas

Desde que nos conocimos, Diana y yo soñábamos con tener un pedacito de tierra en una montaña. Apenas un mes después de habernos encontrado, recorrimos los territorios de Cuba que significaban algo para nosotros. Tanto en el Escambray como en la Sierra Maestra, nos prometimos hacer realidad ese sueño.
Primero adquirimos un terreno junto a una cañada, en Buenavista, a 550 metros sobre el nivel del mar. Lo reforestamos, encargamos el diseño de una cabaña y, justo la semana en que íbamos a empezar a construir, Diana me llamó con el tono de voz que ella pone cuando está llena de dudas.
—Quiero que veas una cabaña que están vendiendo —me dijo.
José Roberto Hernández, el artífice de Quintas del Bosque, nos esperó con jazz y la chimenea encendida. El solar también estaba junto a una cañada, pero dentro de una tupida vegetación. Aunque la casa no nos gustó tanto, el lugar sí. La decisión parecía tomada.
El siguiente fin de semana subimos junto a Marianela Boán y Alejandro Aguilar. Queríamos experimentar con ellos cómo sería la vida cotidiana en aquel espacio. La primera noche, José Roberto fue a saludarnos y brindamos con Brugal. Entonces, de una manera inexplicable, el vendedor le puso objeciones a su venta.
—Aunque ya parecen haber tomado la decisión —nos dijo—, quisiera enseñarles otros solares que se parecen más a lo que ustedes quieren.
Recorrimos varios lotes a la luz del Jeep. Hubo uno que me gustó mucho, pero Diana le encontró inconvenientes a todos. Al final del recorrido, llegamos a un punto donde la noche parecía aún más oscura que en el resto de la montaña. Estábamos ya a 940 metros sobre el nivel del mar.
Allá abajo, vistas a través de la neblina, las luces de Jarabacoa parecían una galaxia. Cuando nos bajamos del vehículo, una nube de luciérnagas se levantó justo delante de nosotros. Una semana después estábamos en la oficina del arquitecto Carlos Borrell y el ingeniero Carlos Franco con las curvas de nivel.
Por esos días me estaba releyendo Cartas a un buscador de sí mismo y le propuse a Diana el nombre de la Loma de Thoreau. Esta vez no lo dudamos ni por un segundo. Nos convencieron las luciérnagas.

17 febrero 2018

El día que las verdades de Solzhenitsyn lleguen a La Habana

Si Alexander Solzhenitsyn no hubiera escrito Archipiélago Gulag (1973), la izquierda mundial no se hubiera dado por enterada de los crímenes de Iósif Stalin. Fue ese libro, como advirtió hace poco Jordan B. Peterson, el que los dejó sin excusas y los obligó a replantearse su discurso.
“Después de Solzhenitsyn ni los más dogmáticos, ¡ni los intelectuales franceses!, pudieron seguir justificando el comunismo. ¿Qué hicieron entonces Derrida y los posmodernos? Una maniobra tramposa y brillante. Sustituyeron el foco del debate: de la lucha de clases a la lucha de identidades”, dice Peterson.
La semana pasada me compré un libro que reúne Ego y En el filo, los primeros dos relatos que publicó Solzhenitsyn después de su regreso a Rusia, en 1994. En el primero, aborda la Rebelión de Tambov, el mayor levantamiento campesino contra los bolcheviques.
En el segundo, relata la vida de Gueorgui Zhúkov, el genial estratega del Ejército Rojo que, antes de ganarle grandes batallas al ejército alemán en la Segunda Guerra Mundial, llegó a usar armas químicas para aplastar a los cooperativistas insurgentes de Tambov.
Terminé de leer el libro de Solzhenitsyn el mismo día que se conmemoraba el 45 aniversario del asesinato de Francisco Caamaño. En 1973, después de recibir entrenamiento en Cuba, la guerrilla de Caamaño desembarcó en República Dominicana. 13 días después fue derrotada, solo 3 hombres sobrevivieron.
Para referirse a la participación del coronel Caamaño en la masacre de Palma Sola, los comentaristas de un popular programa de radio citaron a Fidel Castro. Las palabras del dictador cubano sobre el militar dominicano les sirvieron para lavar sus culpas en la aniquilación de un movimiento mesiánico y popular.
Stalin, Zhúkov, Caamaño y Fidel. El azar quiso juntarlos delante de mí a través de un libro y de un largo trayecto escuchando la radio. Entonces volví a pensar en Solzhenitsyn y en la importancia de que existan obras como Archipiélago Gulap, Ego y En el filo, para documentan crímenes y desnudar dictadores.
Llegará el día en que las verdades de Solzhenitsyn lleguen a La Habana. Sus libros serán muy útiles para que las calles en Cuba dejen de ser, como reza en un cartel de la dictadura, exclusivamente de los “revolucionarios”. Es decir, de la represión, las excusas y las mentiras.

15 febrero 2018

Bistec del día anterior

Cuando era pequeño solo me comía el bistec si era del día anterior. Mi madre, después de intentarlo de todas las formas posibles, se dio por vencida. Me lo guardaba en una vieja cantina que había sido de mi abuelo, de la época en que trabajaba como jefe de estación relevante.
Eran tiempos de mucha escasez y, para que yo pudiera comer carne, mi padre corría el riesgo de ir a la cárcel. Se la compraba a matarifes clandestinos en las lomas del Escambray. La bajaba al pueblo escondida en la goma de repuesto de su viejo camión Dodge.
Entonces mis padres aún no se habían divorciado y vivíamos en Manicaragua. Para poder freírme el bistec, mi madre esperaba a que los vecinos estuvieran para el trabajo o dormidos. Luego lo calentaba con el mismo sigilo. “Qué trabajo me dabas, mijo”, solía reclamarme cada vez que contaba aquello.
Entonces yo tenía 4 años y ella 34. Ahora, que tengo 50 y ella 80, ha llegado el momento de que sea yo quien pase trabajo. Además de los achaques de la edad, tiene párkinson y demencia senil. A veces solo me reconoce a mí. Todos los días, a la hora del almuerzo, tengo que insistirle mucho para que se coma la carne.
Diana se fue de viaje hoy, por eso ayer hicimos una de nuestras comidas favoritas: congrí, bistec a la plancha y ensalada de tomates y aguacate. Como mi madre y yo estamos solos, se calentó lo que sobró de ayer. Cuando acabé de picarle el bistec, tal como me lo hacía ella, me miró feliz.
—Bistec del día anterior —me dijo—, ¡qué rico!
Aunque sé que sus recuerdos son mínimos y rara vez da con ellos, su frase me sonó a venganza, a una dulce y hermosísima venganza que primero me sacó una sonrisa y después —no les voy a mentir— las lágrimas.

13 febrero 2018

Viejos anuncios de Spam

Para Joseph Brodsky el sabor del Spam era muy parecido al de la poesía. Esas latas, lanzadas sobre Leningrado, le salvaron la vida a él y a su familia. “En el principio fue la carne enlatada. Para ser más precisos, en el principio fue la guerra”, así comienza uno de sus ensayos, en el que narra el asedio a su ciudad natal.
Mi abuelo tenía una colección de viejas National Geographic. Me las prestaba con la condición de que las cuidara tanto como él. Yo no las quería para leerlas, sino para ver los anuncios de trenes. Páginas y páginas a todo color con los grandes trenes de viajeros que atravesaban Estados Unidos en la era dorada del ferrocarril.
Algo más llamaba mi atención en aquellas revistas: los anuncios de Spam. Me imaginé tantas veces aquellos sabores que todavía aprovecho los fines de semana para complacer al niño que fui. A veces, cuando estamos en la Loma, hago huevos fritos y Spam en el desayuno.
“Si alguien sacó provecho de la guerra fuimos nosotros: sus niños”, dice Brodsky después de contar todos los juegos que se inventaba con las latas de Spam vacías. En el Paradero de Camarones de los años 70 no estábamos en guerra, pero las escaseces nos mantenían sitiados.
Por eso puedo entender lo que significaban para el poeta aquellas latas que lanzaban sobre Leningrado. El próximo sábado, a la hora del desayuno, el niño que fui se parará a mi lado. Tendrá la vista fija en el sartén, estará recordando los sabores que se imaginaba frente a una colección de viejas National Geographic.

12 febrero 2018

Una larga fila de locomotoras muertas

Hace solo 8 años Correos de Cuba emitió Trenes, una serie filatélica dedicada a los esfuerzos del régimen para revertir la paupérrima situación de los Ferrocarriles de Cuba. En el sello de 5 centavos aparece Fidel Castro, junto a su escolta, bajándose de una locomotora recién llegada al país.
En los sellos de 1.05 pesos y 10 centavos, se reproducen los dos modelos de locomotoras adquiridas en China. La DF7G-C y la DF7K-C, de 2.500 y 1.400 caballos de fuerza respectivamente. El resto de las estampas están dedicadas a nuevos vagones de carga.
En el sello de 15 centavos aparece un silo, en el de 65 una plancha y en el de 75 una casilla. En todos se especifica que los equipos son iraníes. La historia de Cuba también se puede contar a través del origen de las locomotoras y los vagones que han circulado por sus vías férreas.
Antes de 1959, el país solo contó con locomotoras y vagones procedentes de Inglaterra, Estados Unidos o Alemania. En 1964 llegaron las primeras locomotoras soviéticas. Luego, en 1969, arribó al puerto de La Habana un lote de 70 máquinas húngaras que Yugoslavia le había devuelto al CAME.
Unas casillas rumanas, recibidas para transportar azúcar en la zafra de los 10 millones, se convirtieron en los coches de pasajeros donde se movió el país durante la crisis de los 90. Cuando Fidel Castro en persona fue a recibir a las locomotoras chinas, reconoció que los ferrocarriles estaban a punto de colapsar.
Doce años después de aquel hecho, que mereció grandes titulares y frases triunfalistas, en la Estación Central hay una larga fila de locomotoras muertas. El trayecto que comenzó con una serie filatélica de seis sellos, termina en la carrilera número 1 de la terminal de carga.
Ese apartadero, como el resto de la geografía nacional, tiene un fracaso que contar. Esas locomotoras, como el país, acabaron en la inmovilidad. Sus viajes, como los de 11 millones de cubanos, fueron desviados hasta un punto en el que ya no hay salida.


11 febrero 2018

CAMILO VENEGAS: “Siempre acabo refugiándome en la soledad de las palabras”

Cuando El Fogonero cumplió 10 años, en 2016, comencé una serie de pequeñas entrevistas a creadores cubanos que han sido importantes para mí por alguna razón. La intención sobrepasó los límites de aquella fiesta. Aún sigo enviando interrogantes y recibiendo respuestas.
El día que Marianela Boán recibió sus preguntas, me amenazó con hacerme una entrevista. Poco después, ella y Alejandro me hicieron llegar un interrogatorio. Este diálogo no es más que una transcripción resumida de las conversaciones que tenemos, casi a diario, nosotros tres junto a Diana Sarlabous.


Por Marianela Boán y Alejandro Aguilar

Marianela lo conoció en los años 80, cuando estudiaba teatro en Cubanacán y formaba parte de un grupo que rechazaba cualquier tradición y trataba de imponer la extrema vanguardia. Desapareció de La Habana para hacer su tesis de graduación en las minas de Moa, en el extremo oriente de Cuba, con actores aficionados.
Yo lo conocí en los 90 del hambre y la profunda creatividad. Cuando volvió a La Habana y ganó un importante premio de poesía.  Desde su partida de Cuba, en el 2000 (y la nuestra tres años más tarde), no volvimos a verlo hasta un tiempo después, en varias de nuestras visitas a República Dominicana.
Entonces ya hacía periodismo y producía contenidos para campañas de publicidad y estrategias de comunicación. Luego nosotros también nos asentamos aquí y la amistad se fue haciendo más fuerte hasta que nos hermanamos.
Camilo es un creador de fábulas y crónicas, un comunicador extraordinario y un estudioso obsesivo de todo lo que le interesa, desde los ferrocarriles, hasta la naturaleza o la música (sobre todo la de Andrés Calamaro). Pero es, sobre todo, un inconforme, un guajiro del Paradero de Camarones que vive enamorado de la tierra, de la vida simple y de las almas sencillas.
Casi siempre coincidimos. A veces, cuando no nos ponemos de acuerdo, discutimos muchísimo y hasta nos peleamos ("flor amarilla, flor colorá…"). Aunque siempre el cariño y la hermandad puede más que nosotros y terminamos compartiendo una gran historia, un nuevo problema o un buen Brugal.
Hoy nos metemos en su espacio, El Fogonero, en un juego de provocar al provocador, para compartir con todos sus respuestas a nuestras preguntas.

¿Cómo conviven el teatrista, el periodista y el escritor en tu obra?
El teatrista y el periodista apenas se conocieron, interactuaron muy poco. Cuando llegué a República Dominicana y tuve que ejercer de periodista, hacía más de 10 años que había abandonado el teatro, un oficio para el que no estoy hecho. Soy demasiado individualista, siempre acabo refugiándome en la soledad de las palabras.
En honor a la verdad, nunca me he sentido periodista, como tampoco me creo lo de consultor en estrategias de comunicación. El único oficio que hubiera desempeñado cabalmente es el de ferroviario. Pero desde niño siempre me gustó recrear el mundo que me rodeaba y con los trenes reales no es posible jugar.
Cuando estaba entre teatristas, me sentía escritor. Cuando estaba entre periodistas, me veía como un hombre de teatro. La mayoría de los escritores me parecen muy aburridos y siempre que puedo evito ser como ellos. Me gusta provocar y provocarme, creo que eso es mucho más útil y productivo que tratar de estar de acuerdo siempre.
Ralph Waldo Emerson decía que la confianza en sí mismo está necesariamente asociada al inconformismo. Esa debe ser la razón por la que nunca me conformo. De todos los Camilo que he sido, en el que más pueden creer es ese que los viernes en la tarde sube hasta una montaña con la mujer que ama para sembrar, escribir y esperar la llegada de la neblina.

¿En qué medida prefieres ficcionar la realidad que vives a la que escribes?
Me crié con mis abuelos en una estación de trenes que estaba en medio de un campo. Todos los hechos que ocurrían a nuestro alrededor seguían de largo, rara vez llegaban para quedarse. Soy hijo único, apenas compartía con mis primos durante los recesos escolares.
Eso me convirtió en un ser muy solitario, que se veía forzado a reinventar el mundo que lo rodeaba y a solo tomar de la realidad lo que mejor le sirviera para gestionar su aislamiento. Cuando un tren llegaba, mi abuelo, que era el jefe de estación, veía ferroviarios y pasajeros; yo, en cambio, veía historias, personajes, me inventaba el pasado y el futuro de aquella gente.
Ese mismo recurso después me permitió escribir reportajes, poemas, cuentos… pero básicamente sigo siendo el niño que no se conformaba con lo que le ofrecía la realidad y trataba de trastocarla, primero en su cabeza y después en una hoja de papel en blanco.

¿Cual será tu primera novela?
Padezco del trastorno obsesivo compulsivo de la personalidad. Eso me hace capaz de plantearme muchísimos proyectos, siempre interesantísimos y muy ambiciosos. Pero me preocupo excesivamente por los detalles, las reglas, las listas, el orden y la organización.
Ese perfeccionismo extremo al final interfiere con mi actividad práctica y los resultados. Por eso soy incapaz de concluir la inmensa mayoría de las cosas que me propongo. Aun así, tengo la esperanza de terminar Atlántida, una novela sobre mi infancia en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones.
La he empezado a escribir incontables veces desde 1987, el año en que murió mi abuelo Aurelio y Atlántida, mi abuela, enloqueció. Ahora mismo trabajo en una nueva versión que, en honor a la verdad, es la que más me gusta de todas. Ojalá llegue a ponerle el punto final, me encantaría hacerle ese regalo a Diana Sarlabous.

¿En cuál Cuba aceptarías ser el alcalde del Paradero de Camarones?
Cada vez que digo que el único cargo público que yo aceptaría es el de alcalde de mi pueblo, muchos lo toman a broma. Las veces que lo he puesto en Facebook, por ejemplo, le dan like con la carita de “me divierte”. Sin embargo, siempre lo he dicho en serio, muy en serio.
Me encantaría contribuir a que el Paradero de Camarones real se parezca lo más posible al que tengo clavado en mi nostalgia, al que me imagino cuando lo escribo o reescribo. Procuraría que, además de un bar y una cervecera (sus únicos espacios públicos en la actualidad), tenga una biblioteca, un anfiteatro, un parque, un jardín botánico…
De niño, acompañé varias veces a mi abuelo a las asambleas del pueblo y la gente lo primero que pedía era un cementerio. Como yo solo prometería y haría cosas para los vivos, es muy probable que pierda las elecciones. Aun así, en una Cuba libre y democrática, con todos y para el bien de todos, lo intentaría.
Si alcanzo a ver esa Cuba, por muy viejo que esté, prometo que lo intentaría.

¿Qué te evocan estas palabras: Jeep, Brugal, Thoreau y Diana?
La pasión por los Jeep se la debo a mi padre, que me contaba cómo anduvo en un Willy’s, junto a Camilo Cienfuegos, por el Frente Norte de Las Villas. En un Jeep, también, él me llevó a conocer las alturas y los precipicios del Escambray, la neblina de Topes de Collantes, el torrente del Hanabanilla… Esa es la razón por la que nuestro Grand Cherokee lleva su nombre. Siempre que andamos por las rutas dominicanas, siento que Serafín me acompaña.
El día que llegué a Santo Domingo, Freddy Ginebra me regaló dos botellas de ron Brugal. De una manera inexplicable, el bolso se desfondó y ambas se rompieron. Aunque lo lamenté muchísimo, asumí aquello (según la tradición supersticiosa cubana) como una señal de buena suerte.
Desde hace 10 años colaboro con el equipo de Comunicaciones y Asuntos Públicos de Casa Brugal. Esa asesoría (que es, de hecho, el empleo en el que más he durado en toda mi vida) me ha permitido ser parte de una marca país que representa la identidad de su gente y producir contenidos para uno de los mejores destilados del mundo.
El placer que me produce esa experiencia solo es comparable con el de compartir un Extra Viejo a las rocas en la Loma de Thoreau. Allá arriba, en el corazón de la Cordillera Central dominicana, Diana Sarlabous y yo estamos sembrando un sueño que podemos disfrutar despiertos.
Desde que mi padre me llevó a conocer el Escambray, siempre soñé con subir una loma en mi propio Jeep y dormir en mi propia casa, entre la neblina y las nubes. Junto a Diana logré que eso se hiciera realidad. Con Diana también he logrado ser feliz de la manera más simple, que es queriendo lo que se tiene y teniendo a quien se quiere.
Diana Sarlabous es lo mejor que me ha pasado en mi vida, además de haber tenido hijos, escrito algunos libros y sembrado muchísimos árboles. Por eso cada vez que pronuncio las palabras Jeep, Brugal, Thoreau y Diana, recuerdo que soy un hombre feliz y, lo mejor de todo, lo hago sin tener que pedirle perdón a nadie por esa felicidad.

08 febrero 2018

Amanecí feliz hoy

Cada vez me cuesta más trabajo apropiarme de lo ajeno. Perdonen que lo haya dicho más de una vez; pero creo que, pasados los 50, se adquiere el derecho a ser reiterativo. Los himnos, las banderas y los símbolos que alguien alguna vez le achacó a eso que llamamos patria; no me dicen más de lo que expresan por ellos mismos.
Cuando Beny Moré entona "me gusta ver cómo baja/ del monte el Hanabanilla/ y cómo choca en la orilla/ de la roca que lo ataja./ Me gusta ver cómo encaja/ el Escambray en el llano,/ me gusta el rancho de guano/ donde guajiro nací/ pero más me gusta a mí/ Cienfuegos por ser cubano", siento que estoy oyendo mi himno nacional.
Sin embargo, cada vez que Perucho insiste en decirme bayamés y empieza con la letanía de que al combate tengo que correr; me veo aún más distante. Comprobé eso anoche, una vez más, cuando mis Águilas Cibaeñas volvieron a derrotar al equipo de Granma en la Serie del Caribe.
Mi sentido de pertenencia, como yo, no es firme en sus principios sino en sus sentimientos. Gracias a eso, amanecí feliz hoy.

07 febrero 2018

RAÚL MARTÍN: “Cuba es, y parece que va a ser siempre, una incógnita”

Nos conocimos a mediados de la década del 80, en una escuela de teatro que tenía a los mejores profesores posibles. Eso, por fuerza, nos convirtió en buenos alumnos. No por lo que aprendimos, ni siquiera por lo que hicimos, sino por todas las experiencias que compartimos.
Entonces, estábamos convencidos de que cargaríamos con el peso de la isla por el resto de nuestras vidas y que nos dedicaríamos, en cuerpo y alma, a crear obras y espectadores que fueran capaces de transformar la realidad que nos había tocado como generación.
Pero con la caída del Muro de Berlín se derrumbaron la inmensa mayoría de nuestros sueños. Fueron muy pocos los que resistieron y persistieron, tanto en el teatro como en el país. Uno de ellos fue Raúl Martín, quien es hoy uno de los más importantes directores teatrales de Cuba.
Aunque nos hemos visto muy pocas veces en los últimos 20 años, conservamos la cercanía y el cariño que nos unió cuando éramos condiscípulos en una escuela, una ciudad y un país que no volverán. Eso hace que esta entrevista intente ser, de una manera irremediable, un camino de regreso.

Cuando entraste a la Escuela de Arte de Cubanacán eras un pepillito de El Vedado. Cuando saliste, estabas listo para convertirte en uno de los más importantes directores de teatro de Cuba. ¿Qué le debe Raúl Martín a los profesores y compañeros de aula con los que compartió aquella experiencia?
 Entrar en la Escuela Nacional de Teatro fue una casualidad, un “accidente” que realmente definió mi camino. Años 80, en los preuniversitarios se hacían unas reuniones para que la Unión de Jóvenes Comunistas te diera el aval para ingresar a la Universidad.
Imagínate, yo era rockero, “friki”, mis libretas estaban llenas de dibujos, nombres de grupos musicales, canciones en inglés. Yo modificaba los pantalones del uniforme para estrecharlos lo más posible, no me peinaba, bailaba tirado por el piso en las escuelas al campo.
Reunía todas las “condiciones” para que me negaran el aval y, por supuesto, me lo negaron. Por eso no pude hacer la prueba de ingreso al Instituto Superior de Arte (ISA), donde quería para estudiar actuación. Mi madre inició una apelación al Ministerio de Educación Superior y… ¡¡¡Me investigaron!!!
Gané la apelación unos meses después, pero ya no estaba a tiempo de ingresar en el ISA. Ya tenía aval, pero no podía optar por mi carrera preferida. Ahí fue cuando alguien me habló de la ENA, para la que sí estaba a tiempo.
Y para allá fui.  Tampoco fue llegar y entrar. Un profesor que estaba en el tribunal, cuando vio mi estampa de “friki”, me hizo preguntas muy teóricas que yo no estaba preparado para responder y determinó que yo me había equivocado de escuela.
Al final, las mujeres del tribunal se unieron y logramos una segunda oportunidad. Meses después, me pasaron directo a la prueba práctica y logré matricular. Este largo preámbulo es para contar cómo todos estos “accidentes” incidieron en mi camino. La suerte quiso que pasara por esa escuela que cambió mi forma de entender y asumir el teatro.
Teníamos a extraordinario profesores. Irrepetibles, diría yo. Ellos me llevaron a enamorarme de la profesión de director. Me enseñaron, además, atrezzo, teatro de títeres, diseño de escenografía, luces y vestuario; historia del arte, del teatro y del traje...
También tenía a talentosísimos compañeros de clase que provocaban que cada experiencia fuera muy fértil. Así fue que me gradué con todos los honores y elogios con una tesis que constituyó, junto a la tuya, Camilo, uno de los dos mejores trabajos de graduación. Era el año 1987, si no me equivoco.

Eres uno de los directores cubanos que más ha insistido en el teatro de Virgilio Piñera. ¿Por qué vuelves a él una y otra vez, qué buscas en Virgilio que no encuentras en ninguna otra parte?
Creo que de las mejores cosas que le debo al Instituto Superior de Arte, a donde entro a estudiar Dirección Teatral, es haber sido el único alumno del gran Roberto Blanco. A él le debo mi primer acercamiento a Virgilio Piñera. Fui su asistente en Dos viejos pánicos (1990), un espectáculo que logró romper el silencio oficial alrededor de Virgilio.
Roberto me insistió, como parte de su enseñanza, que yo debía trabajar con buenos actores y buenos personajes. Nada mejor para eso que la inagotable galería de grandes personajes que creó Virgilio. Personajes profundos, singulares y muy cubanos.
Me enamoré de su obra dramatúrgica, poética, narrativa, de sus deliciosos relatos de vida, de todo lo que tenía que ver con ese genio. Sentí que su mirada paródica y burlona ante la imposibilidad de encontrar soluciones, era lo que yo sentía y quería decir.
Comencé a expresarme a través de sus palabras, sus personajes y obras me ayudaron a encontrar un lenguaje, lo que podría llamarse un “estilo” de hacer teatro y este tenía que ver, por supuesto, con mi forma de entenderlo y de tratar de entender el mundo a través de él.
Así me convertí, sin darme cuenta, en el más virgiliano de los directores cubanos. Participé incansablemente de una década que puede llamarse “virgiliana” en la historia del teatro cubano: Los 90. Monté varias de sus obras, llevé a la danza-teatro sus poemas, sus relatos. Tienes razón, y lo hago consciente con tu pregunta, en Virgilio encontré lo que estaba buscando para expresarme en el teatro.
Encontré, como en nadie, la legitimación poética de los personajes comunes, del lenguaje popular, la elegía a lo pedestre, el hallazgo de un absurdo cubano y el humor en su más elevada expresión. Descubrí que soy un “humorista” y que nada me complace más que la risa como catarsis.
Ese “bacilo”, el de Virgilio, me contaminó y marcó hasta mi relación con otros grandes que monté y hasta escribieron para mí, como Abilio Estévez y Alberto Pedro. Abilio me regaló el más virgiliano de sus textos: El enano en la botella. Alberto reescribió para mi grupo El banquete infinito y me confesó que Virgilio se le había “posado” durante esa reescritura.

Eres uno de los más grandes habaneros que he conocido. Desde mediado de los años 80 del siglo pasado, cuando nos encontramos por primera vez en las aulas de la ENA, tú y la ciudad han cambiado muchísimo. ¿Cómo está la relación de ustedes en este momento, qué han perdido y qué han ganado?
 ¡La Habana! ¡La Habana! Tengo, hace 17 años, una vista muy habanera desde la sala de mi casa. La contemplo desde mi hamaca y son momentos que siempre añoro cuando estoy de viaje. Desde este balcón se han despedido de la ciudad muchos amigos. Con ella de fondo hemos hecho tertulias, proyecciones de películas, trabajos de mesa para montajes.
Con ella de testigo también se ha hecho el amor. Un amigo, una vez, estaba cantando en mi balcón y lo descubro emocionado. “¿Por qué siempre que uno mira La Habana siente que tendrá que dejarla algún día?”, me preguntó. Poco después se fue en una lancha; no estaba en sus planes, pero se fue.
Creo que se refería a esa energía indescriptible que tiene la ciudad, esa que nada ni nadie ha podido quitarle. ¡Y mira que la han maltratado! Abilio Estévez la llama “la energía del adiós”. Sí, claro, los dos hemos cambiado mucho. En la ciudad no hay grandes cambios visibles; pero su gente ha cambiado y eso, por supuesto, cambia su energía.
Yo escucho a quienes dicen que ya La Habana no es tan querida por los más jóvenes. Puede que les falte la posibilidad de comparar o puede que estén desapareciendo las singularidades que provocan el amor por ella. Es difícil para mí descubrir las causas, creo que, inconscientemente, lucho para que no me pase lo que le pasó a un gran escritor y amigo. Un día le dije que La Habana le dolía, que se veía en lo que escribía. “Ya me está doliendo menos”, me respondió y se fue del país.
Intento no cansarme, porque la necesito para hacer teatro. Intento no asociarla con la dificultad para seguir extrañándola en mis frecuentes viajes. Es un intento difícil que hasta ahora he logrado, como ha logrado sobrevivir mi ciudad.
Recibí tus preguntas en el aeropuerto de Miami, antes de volar a La Habana, con esa sensación que se sigue sintiendo, la de regresar a lo tuyo, acompañada con la misma pregunta: “¿qué me espera?”. Esa pregunta marca el cambio de mi relación con La Habana. En cada regreso es una pregunta que se hace aún más difícil de responder.

Siempre has defendido tus convicciones y tu estética por encima de todas las modas y tendencias. ¿Cuál es el precio que has tenido que pagar por eso, cuál ha sido la recompensa?
Roberto Blanco dijo una vez que prefería hablar de buen teatro y mal teatro, más allá de tendencias, estilos, estéticas… Pretendía decir que eso es lo único concreto, que valida o no, una experiencia teatral. Y eso sigue siendo una verdad incuestionable. 
Nosotros que hacemos un teatro de autor, partiendo de obras escritas, defendemos el rigor y la creatividad en el estudio de los personajes, en el conocimiento y práctica de la técnica actoral, en el estudio filosófico de lo que los autores escriben y de tu propia realidad, de lo que vives a diario en esta convulsa ciudad.
Podría decir que el precio es ese: incitar al estudio a una generación llena de talento, pero sin hábitos de estudiar. El esfuerzo se redobla porque la formación se ha debilitado notablemente con la crisis de todos los centros de estudios. Un esfuerzo extra, agotador, un desgaste mucho mayor que en otros tiempos.
Hay muchas modas y tendencias que se ajustan a la realidad de hoy y, por necesidad, renuncian a estos recursos. Como dictó Roberto, el buen teatro se impone y en estas tendencias tenemos ejemplos espléndidos que nos nutren y otros ejemplos lamentables.
No es lo mismo ser pobre de recursos que de ideas. Sigo creyendo en el actor como centro del discurso escénico y encamino todos mis esfuerzos hacia él. Sí, en estos tiempos, es más duro lograrlo porque hay muchas realidades y experiencias que intentan minimizar el trabajo del actor y yo sigo creyendo en él.
Me interesa lo nuevo, estar pisando la actualidad y diciendo lo que creo que necesita el espectador de hoy. Eso es, en definitiva, lo que hemos hecho siempre; no sólo con mi grupo, también en cada una de mis experiencias con otras compañías y disciplinas.
Ejemplos muy fértiles son mis trabajos con la gran Marianela Boán, siempre buscando, siempre rompiendo, borrando fronteras y profundizando. La gran recompensa: Los teatros llenos de público y las ovaciones cerradas.

Cuba ha sido un personaje protagónico de tu teatro. Si tuvieras que presentársela a un espectador que no tiene la más mínima idea de quién es ella, ¿cómo la describirías?
Creo que le regalaría La isla en peso de Virgilio Piñera. No sé si podría describírsela o presentársela mejor. Haría lo que mejor sabemos hacer los teatristas, apropiarnos de las palabras ajenas y recrearlas. O trataría de responder, lo mejor posible, cada una de sus preguntas.
Cuba es, y parece que va a ser siempre, una incógnita. Trataría de estar a la altura de sus incógnitas y estoy seguro de que yo mismo me sorprendería de mis respuestas.

El acento de la neblina

Cuando llegamos a la Loma de Thoreau ya la neblina estaba en todas partes. Era muy densa, apenas podíamos ver unos metros hacia delante. El pueblo de Jarabacoa, el cañón de Manabao y el Mogote se habían borrado por completo. Nuestro único paisaje era aquel celaje húmedo que inundó la cabaña en cuanto abrimos las puertas y ventanas.
Durante el viaje, habíamos estado hablando del Cibao, ese territorio cultural que ocupa el norte de República Dominicana, desde Bonao hasta Puerto Plata y desde Samaná hasta Dajabón. En algún momento, recordé los apuntes que hizo Martí en su Diario sobre el acento de los cibaeños.
“A la moza que pasa, desgoznada la cintura, poco al seno el talle, atado en nudo flojo el pañuelo amarillo, y con la flor de Campeche al pelo negro —relata—: ‘¡Qué buena está esa pailita de freír para mis chicharrones!’”. Antes, aseguró que “la frase aquí es añeja, pintoresca, concisa, sentenciosa: y como filosofía natural”.
Según Pedro Henríquez Ureña anota en su obra El Español en Santo Domingo, la sustitución que los cibaeños hacen de las consonantes l y r por la vocal i (ej. “llovei”, “comei”, “sueido”, “poiqué”…), son formas portuguesas que tal vez se difundieron en las Antillas a través de los esclavos del siglo XVI.
Estábamos en ese punto cuando se oyó un enorme trueno. Desde la tupida masa blanca en la que se había convertido el bosque, se oyó un grito.
—¡¡¡Ei diablo!!!                           
Nunca llegamos a ver quién había hecho esa exclamación. Luego nos embargó una duda. Es probable que en la Loma de Thoreau la neblina también hable con la i.