La desembocadura del Amazonas fue descubierta en 1500 por Vicente Yáñez Pinzón. Todo empezó cuando sus marinos advirtieron que, aun sin tener tierra a la vista, el agua del mar se podía beber. Poco después, siempre manteniendo proa a las Antillas, dieron con el río más largo y caudaloso del mundo (contiene más agua que el Nilo, el Yangtsé y el Mississippi juntos).
23 may 2022
Playa Fría
La desembocadura del Amazonas fue descubierta en 1500 por Vicente Yáñez Pinzón. Todo empezó cuando sus marinos advirtieron que, aun sin tener tierra a la vista, el agua del mar se podía beber. Poco después, siempre manteniendo proa a las Antillas, dieron con el río más largo y caudaloso del mundo (contiene más agua que el Nilo, el Yangtsé y el Mississippi juntos).
Las cosas que voy perdiendo
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Orlando Puerto Mena en el andén de la estación de Cienfuegos. |
Hace unos días perdí una maleta mientras dormía. La dejé en uno de los coches del tren de Cienfuegos a Santa Clara. Me bajé por un momento a buscar algo que leer en el kiosco que estaba en la esquina Santa Cruz y Gloria. Desde allí, ya con una revista en las manos, vi al tren alejarse.
19 may 2022
3636
No importa que no te crea
cuando le jures
que ya viste pasar
el autobús que leíste ayer,
en la novela de John Steinbeck
que te robaste
de la biblioteca municipal.
Tampoco te sientas mal
Si duda que de su color rojo
o de que la viste atravesar
cada día de tu infancia,
mientras cruzaba en dirección
al mediodía de Palmira
o la noche de San Fernando.
Tú concentrate en lo importante,
que es el recuerdo
de las caras desconocidas,
en esos rostros
que se te pueden borrar
de una manera irrecuperable.
Porque ella puede estar
ahí adentro,
mirando por la ventanilla
o con los ojos cerrados,
tratando de volver
a una tarde que ya no existe
o a un aguacero
que va a caer en su ausencia.
—¡3636! —dile
que era su número
y que tenga que creerte.
Porque de lo contrario todo
se borrará de repente.
Incluso ustedes.
El hombre que no le gustaba viajar
Aunque mi abuelo Aurelio fue ferroviario toda su vida, no le gustaba viajar. Quizás por eso eligió el puesto de jefe de estación. Prefería ver llegar o irse a la gente, mientras él permanecía en el mismo lugar. No siempre fue así. De joven tuvo que aceptar el puesto de relevante y eso lo obligaba a pasar días fuera.
Cuando mencionaba el nombre de las estaciones donde trabajó, señalaba la dirección en las que estaban. Lo hacía como si estuvieran ahí mismo, del otro lado de la ceiba de Felo López (al este), las matas de mango de Mercedita (al oeste), la cañada del potrero (al norte) o la quinta de Dalia (al sur).
Cienfuegos, Palmira, Cherepa, Arriete, Congojas, Rodas, Perseverancia. Hormiguero, Cruces, Ranchuelo, Camajuaní, Caibarién, Isabela de Sagua, Placetas, San Andrés, San Fernando, Cumanayagua, Santo Domingo, San Juan de los Yeras, Potrerillo, Jorobada y Mataguá.
Mientras más lejos quedaba la estación que acababa de mencionar, más duro se sujetaba del brazo del sillón. Eso, al parecer, le servía para asegurarse de que se mantenía en el mismo lugar, de que ya no tenía que pararse en la puerta trasera del último coche para ver al Paradero de Camarones alejándose.
Siempre que mi abuela proponía un viaje a casa de mi tía Titita (que vivía en la estación de San Juan de los Yeras) o de mi Tía Cary (que vivía en Cienfuegos, muy cerca de la estación de Arango), a última hora se sacaba una excusa de la manga y se quedaba en el andén, diciéndonos adiós, mientras nosotros veíamos el pueblo alejarse.
Cada vez que anunciaban un ciclón, se alegraba de no estar lejos de casa. Lo mismo hacía cuando venía un temporal o un Norte. “Esas noches de frío por ahí —decía mientras señalaba los cuatro puntos cardinales—, no parecían tener fin”. Entonces, bien sujetado de los brazos, echaba el sillón hacia atrás.
En 1975, durante la reconstrucción de la Línea Central, los trenes nacionales fueron desviados por Camarones. “¡Todavía le faltan más de doce horas para llegar! —decía cuando pasaba el tren de Santiago— ¡De verdad no me explico esas caras de felicidad que llevan!”.
Siempre que volvíamos de casa de mis tías, mi abuela y yo tratábamos de contarle cosas del viaje. Pero él nos interrumpía para decirnos todo lo que había pasado en nuestra ausencia. Aunque nunca era nada fuera de lo común, él lo narraba como si tratara de algo extraordinario.
Un día entendí que la vida cotidiana era su aventura preferida. Esa era la verdadera razón por la que no le gustaba ir a ninguna parte.
Ada
Era la mujer más alta del Paradero de Camarones. Todos nos veíamos demasiado pequeños a su lado. Incluso Benigno, su esposo. Atlántida y ella se querían como hermanas. Siempre que me veía, me abrazaba y me daba un beso. No importaba que fuera el segundo o el tercer encuentro del día.
Su cocina relucía. Cada cosa estaba en su sitio y brillaba, como en los anuncios de las revistas Bohemia de antes del 59. Mi abuela y ella intercambiaban cosas constantemente y yo era el mandadero: sal, azúcar, arroz, frijoles, manteca, harina de maíz, huevos…
A diferencia de la mayoría de las mujeres de mi pueblo, que eran capaces de vocear a distancias increíbles, siempre hablaba en voz muy baja. Nunca la vi gritar. Ni siquiera cuando andaba buscando a su nieto Willita, que se escapaba para el monte con la escopeta de Benigno.
A veces, al verme volver de la tienda de Chena con tres cuartos de pan en la mano, me llamaba y me servía un enorme vaso de batido de mamey. Eran unos vasos muy largos, que antes solo había visto en el Coppelia de Cienfuegos. “Despacio, despacio —me decía siempre—, que te va a dar la punzada del guajiro”.
Era hermana de Carmen, la esposa de Felo López, y se pasaba el día cruzando la línea de un lado para otro. Siempre llevaba algo en las manos. Era una época en que se compartía lo que fuera incluso entre vecinos. Si en casa de Carmen, Ada, Barbarita o Mercedita mataban un puerco, esa noche todos comíamos carne.
Una tarde llegué a la casa y me encontré a Atlántida llorando. Ada había ido a ver a Willita a La Tatagua (el campamento de pioneros de la provincia) y de regreso tuvieron un accidente. Más de una vez vi a mi abuela con la vista fija en la puertecita por donde salía para llevarle cosas a su hermana Carmen.
—Todavía no puedo creerlo —decía al rato.
Fue la primera pérdida de ese mundo perfecto que me tocó vivir en la infancia. A partir del día en que ella no regresó de La Tatagua, nada volvió a ser lo mismo para ninguno de nosotros. La recuerdo cada vez que veo a una mujer muy alta, también cuando me da la punzada del guajiro.
18 may 2022
El gancho de la campana
—¿Para qué sería ese gancho? —preguntó Basilia en voz alta, pero hablando con ella misma.
—Era de una campana —respondimos Aurelio y yo a coro.
Aunque eso le dio risa, no conseguimos que se interesara en el tema. Después de encogerse de hombros, dijo que esperaba a una amiga que venía en el tren de Cumanayagua. Mi abuelo caminó hasta quedar justo debajo del gancho de hierro que estaba entre la ventana de la oficina y la puerta del salón de espera.
—La campana se tocaba quince minutos antes de la llegada de un tren —dijo mirando hacia arriba—. Eso les daba tiempo a los viajeros que estaban en la piquera de las guaguas a llegar hasta aquí.
—¿Usted cree que el tren de Cumanayagua pase antes de las nueve? —aunque esta vez sí hablaba con nosotros miraba para el punto donde asoman los trenes que vienen de Cruces.
—La campana era de una vieja locomotora de vapor —siguió diciendo Aurelio—. ¡Sonaba lindísimo!
Basilia se dio por vencida y se fue a sentar en uno de los bancos del andén. Al tratar de sacar la caja de cigarrillos de la cartera, se le cayó un papel. Ella y yo tratamos de recogerlo al mismo tiempo y, por una milésima de segundo, sentí su respiración muy cerca de mi cara.
Eso hizo que yo perdiera impulso y que ella llegara al papel antes que yo. Para poder levantarse tuvo que esperar a que yo me incorporara, porque de lo contrario nuestras cabezas hubieran chocado. El olor del aliento de Basilia se convirtió en ese momento en el único que existía en el Paradero de Camarones.
No olía como el de los fumadores sino a las frutas que Lérida trae cuando va a reuniones en La Habana. Olía a manzana… a pera… a melocotón… o a todas juntas. Es algo que aquí no se encuentra en ninguna otra parte. Por eso sentí que el resto de los olores desaparecieron.
Incluyendo los que salen de las cocinas, de las flores, los travesaños y la pomarrosa del patio de Marino Pérez. Esa mata tenía tanto aroma, que cruzaba la línea y se sentía por toda la estación. Aunque ya estaba suficientemente lejos de Basilia, seguía con el olor de su aliento dentro de mi nariz.
Para tratar de no perderlo, me acerqué a ella disimuladamente. Estaba leyendo el papel que se le había caído y no se dio cuenta. Después de contener el humo por un largo rato, lo fue soltando poco a poco. Luego, cuando ya no le quedaba nada, tomó aire para soplar el mechón de pelo que siempre le caía sobre la frente.
En ese momento su aliento debió sentirse tan fuerte como en el momento en que nuestras cabezas estuvieron a punto de chocar. Hubiera querido decirle que la campana estuvo ahí hasta un 10 de octubre, en que Yuyo Serralvo la pidió prestada para celebrar el levantamiento de La Demajagua.
Nunca la devolvió. Aurelio se la reclamó varias veces, pero Yuyo insistía en que la necesitaban en el cuartel. Según Atlántida, un día ella le dijo a mi abuelo que no insistiera más porque “Meneses era capaz de imaginarse lo que no era”. Eso no lo entendí muy bien, pero tampoco pregunté qué quería decir.
El 3709 llegó con 20 minutos de retraso. Como ese tren venía desde Mataguá, pasaba por San Juan de los Yeras, mi tía Titita a cada rato nos mandaba cosas con la tripulación. Esa vez era un queso de los que hacía en casa de Maseda. Con el calor del viaje se había puesto blandito.
Elpidio Ávalos, el conductor, me dijo que corriera con él para la cocina porque estaba chorreando suero. No le hice caso. Me quedé viendo a Basilia y a la amiga saludándose. Para anunciar que el tren iba a retroceder, la locomotora comenzó a tocar su campana.
Eso le hizo gracia a Basilia, quien hizo como si tirara de una cuerda que a su vez hizo sonar una campana invisible que colgaba del gancho. Al menos en mi cabeza, sonó mucho más alto que la de la locomotora. Cuando se dio cuenta de que yo la estaba mirando, me dijo adiós.
Me quedé paralizado, no supe qué gesto hacerle y ella solo dio la espalda. La amiga le contaba algo que les daba mucha risa, tanta, que en un momento se detuvieron para recuperar el aliento. Aurelio, que estaba esperando a que el tren de Cumanayagua se internara en el ramal, me miró extrañado.
—¡Corre para la cocina! —me dijo.
—¡Ah! —le respondí.
—¡Mira cómo se te han embarrado los zapatos con el suero del queso!
—¡Ah!
— ¡Dile a tu abuela que te los lave, porque van a coger un olor insoportable!
Eso último no me preocupó en lo absoluto. Aunque hacía ya casi una hora del momento en que se le cayó el papel y nuestras cabezas estuvieron a punto de chocar, el aliento de Basilia seguía siendo el único olor que había en el Paradero de Camarones.