Soy de la cosecha del 67, el año en que debutó The Doors, se suicidó Violeta Parra, voló por primera vez un Boeing 737, Fidel Castro abolió la propiedad intelectual, Pink Floyd lanzó The Piper at the Gates of Dawn, los Cardenales le ganaron la Serie Mundial a los Red Sox y el Che Guevara se convirtió en una calcomanía.
El 16 de julio, mientras Reinaldo Arenas celebraban su cumpleaños, mi madre se me puso de parto en la Clínica del Maestro de Santa Clara. Al día siguiente, mi padre me inscribió en Manicaragua. Seis años después me llevaron a vivir con mis abuelos al Paradero de Camarones y por fin llegué a mi lugar en el mundo.
A diferencia de los que ocultan su año de nacimiento o enmascaran su edad, disfruto envejecer. Porque eso quiere decir que ya estaba aquí cuando Joan Manuel Serrat compuso “Mediterráneo” o cuando Pedro José Rodríguez dio 28 jonrones en apenas unas semanas.
Conocí en persona a dos de los tres Matamoros. Alcancé a ver a Rafael Lay tocando el violín a unos pasos de mí. Marta Valdés me presentó a Elena Burke y le pidió que me cantara. Fui a la casa de Gastón Baquero y él mismo, uno de los poetas que más me ha inspirado, me sirvió un plato de dulce de guayaba con queso.
Llegué a viajar en los trenes de Cuba cuando Cuba merecía que viajaran por ella en tren. Recorrí la Carretera Central cuando sus extraños pueblos aún estaban intactos. Vi películas en los enormes cines de La Habana, cuando el esplendor de la ciudad aún encontraba refugio en ellos.
A tres innings de los 60 todavía me puedo bañar en los aguaceros. Tengo la enorme fortuna de vivir junto a Diana Sarlabous, con quien por fin di en 2011 después de innumerables fracasos y una búsqueda incansable. No necesito más. Mis hijos y los nietos que seguramente tendré es todo el legado que me interesa dejar.
Agradecido, este Brugal 1888 va por los que me han brindado, a lo largo y ancho de estos 57 años, suficientes razones y excusas para querer seguir envejeciendo. ¡Salud!
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