27 julio 2024

Evocaciones de Atlántida (II): Bertilo

Mi maestra Estrella, viuda de Bertilo y madre de Gabi, uno
de mis amigos más queridos en el Paradero de Camarones.

Julio Romero me ha hecho llegar una segunda evocación, como resultado de su lectura de 
Atlántida. Estos textos suyos pueden leerse como nuevas escenas de la novela, porque enriquecen y complementan hechos que se relatan en ella. Julito fue el médico de mi abuelo Aurelio, él le diagnosticó el cáncer y lo atendió hasta su muerte, que ocurrió en 1987, nueve años después de la fecha en que ocurre el capítulo final de mi libro.


Por Julio Romero

En la novela Atlántida se deja fiel constancia del hecho: La sirena de la ambulancia dejó un horrible silencio en el pueblo. Bertilo era una persona muy querida por todos. Se había criado con Julio Brito, el abuelo de mi esposa, por lo que era de la familia. Además de padrino de mi boda, fue mi amigo.
Tenía la fortaleza de un mulo. Dando pico y pala no había quien pegara con él. Su sonrisa era contagiosa y quedó reflejada genéticamente en su hijo Gabi, cuya faz siempre nos hacía recordar a su padre.
Era muy servicial con todos, pero tenía el defecto, ¿y quién no lo tiene?: cuando iba al bar y allí estaba Cundunga, salían enredados a los piñazos. Nunca pude saber a qué se debía su feroz enemistad.
Me ayudó a cavar los cimientos de mi casa y luego a construirla. Como quedaba frente a la suya, me ofreció el agua de su pozo. Compré una turbina, pero secaba el caudal en diez minutos. Había que darle más profundidad al pozo.
Aquello constituyó un nuevo espectáculo para las tardes del Paradero de Camarones. Alrededor del pozo de Bertilo nos reuníamos, ron mediante, él, mi suegro y yo. Atraídos como moscas, venían nuestras amistades y entre todos le dábamos a la manigueta que elevaba y dejaba caer la barreta. El que centraba la barreta era Marino Pérez, el pocero del pueblo. 
Una tarde, la barreta se quedó empotrada en la piedra azul del fondo. No había manera de destrabarla. Bertilo empuñó un leño que tenía en el patio y lo disparó hacia la barreta, justo en el momento en que Marino ponía su mano sobre ella. El alarido se escuchó en Cruces. Lo llevamos al hospital en el taxi de Granados. Tenía tres huesos fracturados. Ahí acabó la aventura del pozo.
Un domingo estaba adormilado en la canícula del mediodía, cuando vinieron a buscarme Bertilo y Machín, mi padre. Melesio nos invitaba a su cumpleaños. El Mele había matado un puerco y nos agasajó con masas, chicharrones, cervezas y ron. Cuando aquello yo tomaba poco y me retiré temprano. Ya casi de noche los oí pasar por mi casa, iban bastante pasados de tragos.
Al otro día fue la tragedia. Como a las diez de la mañana escuchamos la sirena de la ambulancia y, cinco minutos después, Benigno, tío de mi mujer, vino a buscarme muy alterado. “¡Vamos conmigo, Julio! —me dijo—. ¡Bertilo se cayó de lo alto del basculador y lo mandaron para Santa Clara!”.
Seguimos a la ambulancia en un carro de alquiler. Cuando llegamos al hospital ya lo había examinado Pancho Traqueostomía, un neurocirujano que siempre tenía un tabaco en la boca, me dijo que iban a llevarlo al salón, pero con muy pocas esperanzas. "Le cabe un puño cerrado por la región occipital", me advirtió.
Tenía la fortaleza de un mulo, duró una semana acoplado a un ventilador Mark VIII. Fue una pérdida irreparable que entristeció el habitual bullicio del Paradero de Camarones. Por un tiempo permaneció el horrible silencio que dejó la ambulancia.

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