25 julio 2024

Evocaciones de Atlántida (I): Meneses

En mi última visita al Paradero de Camarones, en septiembre
de 2011, junto a dos personajes de Atlántida: Adalio Pis (d)
y Machín Romero (i), el padre de Julito el médico.

Julio Romero era nuestro doctor Schweitzer. De la misma manera que en las aldeas de África aguardaban por la llegada del misionero alemán, el Paradero de Camarones esperaba por Julito el médico para aliviar todo tipo de males. En mi pueblo sólo confiaban en sus diagnósticos y sus tratamientos eran seguidos al pie de la letra.
Desde el panóptico de Atlántida (la ventana del comedor), lo veía llegar en su Moskvitch (su hermana Lola estaba casada con Persi, el único hijo de Felo López, el farolero). “¡Ahí está Julito!”, decía mi abuelo con admiración. “¡Ahí está Julito!”, repetía mi abuela abriendo los brazos, como si se refiriera a un santo.
Cuando acabó mi novela, Julio me escribió para decirme que se había quedado con ganas de seguir leyendo. Esta Evocación… es producto de esa frustración suya. Le agradezco profundamente que me la hiciera llegar y que me permitiera compartirla en El Fogonero.
En una excelente entrevista que Elena Llovet le hizo recientemente a Antonio José Ponte, el autor de La fiesta vigilada (2oo7) asegura que se debe escribir para merecer ser releído. Creo que inspirar al lector a escribir, cuenta como una relectura.
C.V.


EVOCACIONES DE ATLÁNTIDA (I): MENESES

Por Julio Romero

Al leer la exclamación de Atlántida “¡qué hombrecito tan malo!”, acudieron a mí esos días de mi niñez en que ayudaba a mi padre a luchar con la vida. Durante la zafra y la etapa de reparaciones del central, él tenía trabajo y nos iba bien. Vivíamos felices dentro de lo humilde. 
Pero en el “tiempo muerto” Machín, mi padre, tenía que inventarla. Pintor de brocha gorda, pescador de guabinos, biajacas y camarones en los ríos, cada domingo hacía unas exquisitas empanadas de carne que yo llevaba a vender a la valla de gallos, donde me las compraban en un santiamén. 
Me acuerdo del Mudo, un gallero fanático de Cruces que siempre se comía cinco. Una empanada costaba una peseta (veinte centavos) y vendíamos unas cincuenta. Ese dinero nos salvaba la semana y pagaba los pasajes y la merienda para mi asistencia a la escuela secundaria de Palmira.
Pero aquella tarde de domingo una sombra perversa se interpuso en mi camino. No más llegar a la puerta de la valla, allí estaba, bloqueándola, un hombre alto, vestido con un uniforme verde guarapo y una cartuchera de cuero con revólver, a la derecha de su cintura. 
Me quedé congelado ante la vista de aquel personaje que nunca vi sonreír. Era Meneses, la autoridad del pueblo. Me miró de arriba abajo.
—¿Quién le dijo a usted que podía vender eso aquí?
—Mi padre —respondí.
—¡Déme eso acá! —exclamó mientras me quitaba la caja de empanadas—. ¡Dígale a su padre que, si las quiere, que venga a buscarlas!
Quiso hacerme un mal, pero el tiro le salió por la culata. Cuando el Mudo se enteró de que no podía degustar su merienda favorita, fue a comprarlas a nuestra casa que distaba sólo una cuadra de la valla. Aunque no hablaba, por señas “corrió la voz” y todos los galleros fueron a nuestro portal por empanadas.
Al final, no hay mal que por bien no venga. Pero, como decía Atlántida: “¡Qué hombrecito, qué hombrecito!”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias amigo. Me emocionaste