Dos de las cuatro esquinas del Paradero de Camarones. A la izquierda, parte del portal de la escuela y la casa de Caín y América. A la derecha, el bar Arelita y el portal de la casa de Roberto Yero. |
Julio Romero sigue evocando, tras la lectura de Atlántida, la vida que compartió con los personajes de la novela. Esta vez recuerda a mi tío Roberto Yero, quien siempre me trató con extrema rectitud y mucho cariño. La única vez que vi a mi abuelo Aurelio Yero llorar sin consuelo, fue en el momento en que supo que su hermano había muerto. Tenían una extraña manera de saludarse: primero se daban un beso, luego se abrazaban y al final se daban otro beso. Heredé de él dos pares de zapatos que Arelis le había traído de Japón. Me quedaban apretados, pero soporté dolores indecibles con tal de lucirlos.
Le he dicho a Julito el médico que estas evocaciones son el punto de partida de un hermoso libro: sus recuerdos del Paradero de Camarones. Cada uno de estos textos tienen un gran valor documental y su rigurosa vocación antropológica permiten reconstruir una sociedad que se extinguió y un pueblo que acabó desvaneciéndose con la desaparición de sus ancianos. Me encantaría ser su editor y verlo publicado en Libros del Fogonero.
Por Julio Romero
Cuando su esposa Helemenia lo sacó de quicio en uno de los capítulos de Atlántida, Roberto Yero le mentó la madre a Leonid Brézhnev. Lo creo a pie juntillas, porque él odiaba todo lo que oliera a comunismo. Había sido uno de los “siquitrillados”. El gobierno le intervino su bar Arelita, fruto de los esfuerzos de toda una vida.
Ese era el sitio predilecto de la mayoría de los hombres del Paradero de Camarones. Le llamaban “La Esquina”. Allí, además del bar, había un banco y un frondoso laurel. La sombra del árbol cobijaba a los que se reunían a beber, hacer tertulias, discutir de pelota o, con estoica paciencia, esperar las guaguas de San Fernando, Cruces, Lajas y Santa Clara.
Roberto Yero era una persona seria, amistosa y cabal. Muy amigo de mi suegro Mario López y de mi padre, Machín Romero. Recuerdo que Mario puso un foco grande, que alumbraba toda la acera, y allí plantó una mesa de dominó que atraía, como polillas, a los jugadores.
Le puso un cristal para que las fichas corrieran bien y me pidió que le hiciera un cartel para ponérselo debajo que decía: “Chivo que rompe tambor, con su pellejo paga”. Esto, claro está, era una advertencia para los exaltados que le gustaba golpear el tablero con las fichas a la vez que gritaban: “¡Me pegué!”
Roberto acudía todas las noches y era un jugador excepcional. Muchas veces jugué con él de pareja. Me decía que en el dominó no se hablaba y mucho menos se hacían señas, se calculaba. Tenía dos grandes virtudes: siempre se viraba con la doble blanca o el blanco uno y era capaz de contar, con un golpe de vista, el montón de fichas de los perdedores.
¡Qué habilidad! Decía “tanto” y eso era. Podías contarlas, que nunca se equivocaba. Los sábados yo regresaba del hospital de Cienfuegos en el tren del mediodía. Muchas veces lo encontraba sentado en el borde de su alto portal. “Médico, ven, quiero que pruebes algo”, me dijo una vez. Entramos a su casa y me sirvió medio vaso de un líquido ambarino.
“Esto es añejo Havana Club, Roberto”, le dije, después del primer sorbo. Se sonrió y sacó de una alacena un pomo de boca ancha en el que nadaban unos trozos de madera oscura. “Esto es alcoholite —me dijo—. Le eché estos palitos que me trajo Arelys de la fábrica de Havana Club. Son de los barriles donde los añejan”. Me regaló unos cuantos, pero nunca los llegué a usar porque se extraviaron durante la mudada que hicimos mi mujer y yo para un apartamento en Cienfuegos.
Otro sábado al mediodía, Roberto me estaba esperando. Ni siquiera pasamos del portal, porque no quería que Helemenia lo oyera. “Médico, hoy no pude ordeñar las vacas porque me entró una falta de aire muy grande. No sé cómo logré regresar a la casa”. Allí mismo lo ausculté y me di cuenta enseguida de que “no respiraba” del pulmón derecho.
“Roberto, vamos conmigo mañana al hospital para sacarte una placa”, le pedí. Al otro día, por la radiografía, pude comprobar un enorme derrame pleural derecho que se extendía ocultando todo ese pulmón. Le extraje tres litros de un líquido teñido en sangre. Al analizarlo, comprobé que estaba repleto de células cancerosas.
Aunque le infiltramos citostáticos en la cavidad pleural, el mal era incurable y galopante. Regresó a su casa respirando de un tanque de oxígeno. Casi un mes después, a las nueve de la noche, mientras despachábamos un dominó silencioso, llegó alguien con la noticia. Roberto acababa de fallecer. Nos dirigimos hacia su casa Mario, Felo el Mulo, Arnaldo y yo.
Fuimos a despedir a un gran amigo y a un compañero inolvidable del juego ciencia preferido de los cubanos. Todo un maestro.
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