31 diciembre 2020

2020, el año en que no nos separamos

2020 es un año que nadie se atreverá a olvidar. La pandemia hizo que muchas generaciones vivieran un mundo del que solo sabían por los libros de historia y algunos clásicos de la literatura universal. Pero por más que Daniel Defoe o Albert Camus nos prepararan para el confinamiento, el miedo y las muertes, fue muy difícil de asimilar.
Se dice que nunca más volveremos a vivir como vivimos hasta el 2019. Pero no todo en 2020 fue terrible, al menos para Diana y para mí. Es cierto que fue un año totalmente diferente al que habíamos planeado. Perdimos boletos de avión, reservas en hoteles y la posibilidad de conocer el verano de la laguna de Walden, en el bosque de Concord donde vivió Thoreau.
Tampoco pudimos volver, como queríamos, al lado francés de los Pirineos, donde Diana se proponía seguir buscando el rastro de los Sarlabous. Eso incluía, como ya era costumbre, una semana en Calella de Palafurgell, donde Renay y Elina. Iba a ser un año de constantes viajes. El mismo día que cerraron las fronteras dominicanas, Diana debía volar a Colombia.
A cambio de todo eso, tuvimos la posibilidad de no separarnos en 12 meses y de compartir los mismos metros cuadrados semana tras semana. Durante 365 días de aislamiento, pudimos comprobar que el modo de vida al que nos sometió la pandemia no está lejos de la que quisiéramos llevar siempre. Por eso nos concentramos en construir y sembrar en nuestra Loma.
El 18 de agosto de 1853 (Martí tenía meses de nacido), Henry David Thoreau advertía que la naturaleza nos incita y nos reprueba. “A qué tempranas alturas del año empieza a ser tarde”, se preguntaba. Hoy, 31 de diciembre de 2020, puedo asegurar que aún es temprano para nosotros. Si estamos juntos, siempre nos quedará tiempo. ¡Feliz 2021!

28 diciembre 2020

El país más lindo del mundo

Desde la primera vez que Elia Sosa, mi suegra, nos visitó en la Loma de Thoreau, me pidió que agregara otro pasamanos a la escalera que baja a las habitaciones. Ella tiene dificultades para caminar y necesita un doble apoyo. Para esta Navidad decidí complacerla.
Primero fui a la ferretería. Como ya tenía las piezas para fijarlos en la pared, compré un tubo de ¾, 6 codos y 6 niples. Ahora necesitaba cortar el tubo en tres y hacerle roscas en cada extremo. Sierra, el dueño, se ocupó en persona de contactar al herrero (somos sus clientes, siempre me envía un single malt por Navidad).
La herrería de Sterling está justo frente a la iglesia del Carmen (para colmo de coincidencias, es la patrona de Jarabacoa y Manicaragua. Nací en su día, el 16 de julio). El herrero dejó lo que estaba haciendo y me atendió. En una silla, no lejos de él, estaba su padre. De inmediato reconocí que el anciano padecía de Alzhéimer.
Desde que mi madre murió, evito cualquier referencia a esa enfermedad. Aún no sé lidiar con la tristeza que me cae encima. Pero al final, para que el hombre pudiera concentrarse en mis roscas, tuve que darle una mano con el anciano, que estaba empeñado en encender un torno inmenso.
—¿Tú eres cubano? —me preguntó con rara coherencia.
—Sí —le respondí con mi mirada más cándida—. ¿Cómo lo supo?
—Por el acento, chico.
—¡Ah!
—¿Y usted conoció a Cuba?
—Cuba fue el país más lindo del mundo.
—¡Anjá! —Exclamé con esa sobreactuación que se le habla a los niños— ¿Y qué le gustaba de Cuba?
—El torno, tengo que prender el torno.
No volvió a reparar en mí, de pronto me volví invisible para él. El herrero me cobró muy poco y, conmovido por su padre, quise dejarle una propina que rechazó. Cuando estaba fijando los pasamanos, después de conseguir todo con la ayuda de amables dominicanos, comencé a hablar conmigo mismo.
—Vivo en el país más lindo del mundo—, me dije.

Tiempo para mirar

Cuando construimos la primera cabaña de la Loma de Thoreau, que es donde vivimos, cada metro contaba. Como acabábamos de comprar el terreno y queríamos tener un lugar donde poder dormir lo antes posible, le pedimos al arquitecto Carlos Borrell que fuera estricto.
Aun así, seguimos quitamos elementos que no eran imprescindibles. En una última poda, eliminamos una terraza que nos permitiría caminar por los costados de la cabaña y apreciar mejor el paisaje. La decisión era dolorosa, pero necesaria para que el proyecto fuera viable en aquel momento.
Los días de las montañas, como la gente que las habita, avanzan lentos. Por eso a veces uno se siente como Alicia durante su caída en el pozo. Siempre tiene tiempo de sobra para mirar alrededor y hacerse preguntas. Las mías, a diferencias de las de Alicia, no siempre son sobre el futuro. 
El pasado es un lugar que disfruto tanto como el presente o lo por venir. Hay lugares a los que siempre tengo deseos de volver. De ahí que la Loma de Thoreau para nosotros sea también un camino de regreso. Aquí yo vuelvo al Escambray y Diana a las montañas que dejó de ver en su infancia, el día que se subió a un tren nocturno y amaneció en el exilio.
Cuando le pedimos a Carlos Borrell que diseñara la nueva cocina, aprovechamos para recuperar la posibilidad de caminar alrededor de la cabaña. Ayer descubrí a Diana mirando desde su nueva terraza, con la misma obsesión de Alicia por los detalles. Recuperaba por fin la experiencia de la que tuvimos que privarnos al principio. 
Ahora a ella, como al personaje de Carroll, le sobra tiempo para mirar.

27 diciembre 2020

La luz del domingo

No hay luz como la luz del domingo. Por eso, esté donde esté, siempre salgo a buscarla. A mis 53, colecciono domingos de toda índole: inolvidables, terribles, bellísimos, horrorosos, excitantes, aburridos… Pero todos, sin distinción, tuvieron una luz fuera del alcance del resto de los días de la semana.
Anoche, en la madrugada, me levanté a orinar (ya admití que tengo 53 años) y las luces de Jarabacoa no se veían al final de la oscuridad. Eso quería decir que la neblina había regresado. Salí a la terraza y escuché el murmullo de la llovizna. Me alegré por las azaleas y los cipreses que sembramos ayer.
Pero, después de tantos días lluviosos, deseaba un día soleado. A las 8 de la mañana ya me habían complacido. Ahí estaba esa luz que he hallado en territorios tan distantes como Las Villas, Jalisco, Castilla, Georgia o el Cibao. Sin importar la latitud ni la época, el domingo siempre se las arregla para sorprenderme. 
No hay luz como la luz de la mañana de domingo. Eso lo comprobé escuchando el piano de Emiliano Salvador en esos dos minutos y dieciocho segundos que dura una de sus piezas más hermosas. Antes, lo reconocí viendo al domingo irse, en el último tren de la tarde, del Paradero de Camarones.

En los 53 años de Renay Chinea

Hoy es el cumpleaños de mi hermano Renay Chinea, uno de los tipos más lúcidos y buenos que he conocido en mi vida. Nacimos y nos criamos a unos pocos kilómetros de distancia. Él en Mal Tiempo y yo en el Paradero de Camarones. Pero la geografía no nos ayudó, solo coincidimos ya éramos viejos. 
Por años, tuvimos que oír el uno del otro. Los que me hablaban de él y los que le hablaban de mí, coincidían en que éramos idénticos. Parientes, conocidos, amigos, ex novias y hasta enemigos no se cansaban de señalarnos puntos en común. Por fin nos encontramos en septiembre de 2018. 
Entonces descubrimos que en verdad nos parecíamos muchísimo, desde la forma de ser y pensar, hasta la manera de joder y burlarnos de todo (empezando por nosotros mismos). Recuerdo que Elina y Diana se hicieron la misma pregunta: “¿Cómo se van a reconocer en la estación de Girona, en medio de tanta gente?”
“Los guajiros de Las Villas somos inconfundibles”, respondimos los dos por separado. No puedo celebrar su cumpleaños sin brindar por el enorme privilegio que significa para mí ser cuñado de Elina y tío de Pipo y Lucas. Un abrazo grande, compay. Este Brugal va por ti.

26 diciembre 2020

La mirada salvaje de un cazador

El día que Buck se sumó a nuestra familia fue muy tenso para todos. Jack ya vivía en la Loma con Laika (ella lo cuidó desde cachorrito, por eso aún hoy es un labrador que se comporta como un bóxer). Pero nuestra querida perra ya estaba vieja y enferma, cada vez que volvíamos a la Loma la encontrábamos peor.
Diana y yo lo habíamos comentado más de una vez. Teníamos que buscar una cachorrita para que Jack no se quedara solo cuando Laika ya no estuviera. Entonces fui al supermercado con una pequeña lista de cosas que comprar y pasé junto a la tienda de mascotas. Allí estaba él. 
Su mirada fue irresistible. Tuve que entrar y meter mis dedos en la jaula para acariciarlo. Era una devolución (por eso sobresalía del resto) y estaba en descuento. Una humillación para un animal tan hermoso. Logré un descuento aún mayor y me aparecí con él en casa. 
“¡Todavía no era el momento!”, protesto Diana. Discutimos un largo rato. Ella y yo no separamos nada, desde el dinero hasta las decisiones. Por eso le molestó tanto que me apareciera con aquel perro que, nada más entrar, empezó a derribarlo todo y se lanzaba contra las puertas de cristales.
Hubo que sedarlo para traerlo a la Loma. Todo el camino durmió en el regazo de Ana Rosario. Pocos días después Laika murió y en apenas unas semanas Buck se convirtió en el jefe del territorio. Aunque me relaciono con ellos sin distinción, debo admitir que él siempre se las arregla para estar a mi lado.
Por eso ve todo lo que hago. Cada vez que he atrapado un ratón. Él me acompaña a buscar el cubo de agua para ahogarlo y me avisa cuando deja de ver las burbujas. Hace unos días, me vino a buscar y me llevó a su tina de agua. Había un ratón ahogado. Luego dos. Después otro.
Hoy en la madrugada me extrañó que no estuviera en la puerta esperándome y salí a buscarlo linterna en mano. Estaba en la tina, ahogando a un ratón que acababa de atrapar. No me saludó hasta que dejó de ver burbujas. Aunque su mirada sigue siendo irresistible, en ese momento era la mirada salvaje de un cazador.

20 diciembre 2020

Un minuto y dieciséis segundos donde mi padre aparece

Mi primo Lazarito era lo primero que me venía a la cabeza cuando escuchaba la palabra Habana. Luego recordaba el sabor del queso crema, las galletas de soda y de aquella delicia que mi tía Sixta nos hacía antes de irnos a dormir. Muchos años después supe que la manera correcta de escribirlo era Quaker.
Los Venegas siempre fueron muy unidos… hasta que hubo que declararlos en grave peligro de extinción. Ya no queda ninguno de la segunda generación y los sobrevivientes de la tercera estamos desperdigados por el mundo. Lazarito, el único que permanece en La Habana, me manda besos y regaños a cada rato.
Primero me dice que me extraña mucho y, casi a reglón seguido, me reclama que la familia es la familia (se comporta como un descendiente de sicilianos y no de guajiros de General Carrillo). La última vez que nos vimos estuvimos abrazados por un tiempo que, según mi Cucha, fue interminable. Llorábamos, llorábamos.
Este video me lo envió él. Es la fiesta de 15 de una prima. Cuba, años 80 del siglo pasado. Todos aún estábamos vivos. Un minuto y dieciséis segundos donde mi padre aparece. Nunca sospeché que lo volvería a ver en movimiento, que recuperaría sus gestos… y sus besos (los Venegas somos muy besucones).
Primero aparece con Nori, su cuñada, la esposa de mi tío Cipriano. Después con Maricela, la más bella de mis primas. Papi mira a la cámara y sonríe. Hace 27 años que no veo esa sonrisa, pero sé perfectamente que se debe a una mezcla perfecta de felicidad con ron.
Mi primo Lazarito ahora es lo primero que me viene a la cabeza cuando escucho la palabra Cuba. Comprobé eso cuando vi un minuto y dieciséis segundos donde mi padre aparece y luego, casi al final, él baila con mi tías Sixta y Ramona.

19 diciembre 2020

Escoger el arroz

Atlántida escogía el arroz oyendo danzones. Su minuciosa labor coincidía con un programa dedicado al “baile nacional cubano”, que ya en aquella época (años 70 del siglo pasado, estaba extinto). Muchas veces, de codos en la mesa y lo más cerca posible de ella, la ayudaba.
Fue así que, mientras sacaba machos (los granos que se habían quedado con la cáscara), basuras y piedrecitas, aprendí a distinguir “El cadete constitucional” de “El bombín de Barreto”. Mi abuela siempre escogía el arroz sobre un mantel blanco, blaquísimo, donde los gorgojos no tenían escape.
Cuando llegamos a República Dominicana y mi madre descubrió que no era necesario escoger el arroz, dio una de sus primeras palmadas de alegría en el exilio (ella tenía esa costumbre, cuando algo la hacía feliz, golpeaba al aire con sus dos manos). “¿Tú sabes lo que es no tener que escoger el arroz?”, dijo maravillada.
Entonces ninguno de los dos pensó que, gracias a aquellos paquetes empacados al vacío, perderíamos una vieja tradición familiar. Ana Rosario, su nieta, ya no tendría la oportunidad de perder ese precioso tiempo, mientras la ayudaba a apartar machos, basuras y piedrecitas.
“Mira bien —me decía Atlántida mientras hundía sus dedos en mi pila de arroz ya escogido—, que esa descascaradora a la que va tu abuelo está cada vez peor”. A veces acabábamos discutiendo, me molestaba que no confiara en mí y revisara todo lo que había hecho. “¡Ya ves!”, decía cuando por fin hallaba algo.
La orquesta de Antonio María Romeu no paraba de tocar hasta que Atlántida acababa de escoger el arroz. Entonces ella doblaba su mantel blanco, blanquísimo, y el silencio de la mañana volvía a la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones.

15 diciembre 2020

Los rincones

Siempre he preferido los rincones a los espacios que llaman la atención y se roban el protagonismo. Por eso les doy tanta importancia a los vericuetos, a lo que casi nadie ve, a lo que suele pasar inadvertido. Mi casa, la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, estaba llena de escondrijos.
En las puntas de los dos andenes, había sendos arbustos (uno de muralla y otro de salvia), que envolvían a los que llegaban hasta ellos. En el patio, entre los árboles y las flores de Atlántida, se abrían túneles por los que se podía recorrer todo de un extremo al otro.
Inspirado en aquel mundo, al que mi abuelo Aurelio siempre le encontraba un sentido, construí este rincón. Para ser del todo honesto, la solución se le ocurrió a Diana. Con los sobrantes de la obra, cncubrimos el tanque de la basura y sembramos un croto (nunca faltó uno en los jardines de mi pueblo).
Por último, pusimos una piedra del arroyo Cercado. Ese hilo de agua helada, que pende de la Cordillera hasta despeñarse sobre el Yaque del Norte, es nuestra actual salida al mar. Cerca, croto y piedra convivirán con nosotros en los próximos años, decidiendo eso que los antiguos llamaban vida cotidiana.

Un sancocho de despedida

Hoy me tocó despedir, en nombre de mi Cucha y mío, a todos los que trabajaron de manera intensa (y tan apasionada como nosotros) en la construcción de la “escambraica cocina” (así la hubiera llamado Martí) de la Loma de Thoreau. Todos querían un sancocho de Maribel. Y los complacimos.
Maribel trabaja con nosotros hace ya algún tiempo y, según los entendidos, tiene el mejor sazón de este lomerío. Ella misma escogió los víveres (auyama, yautía, papa, plátanos…) y la carne (pollo, res, masas de cerdo, chuletas ahumadas y longaniza). A petición mía, echó el doble de longaniza. 
Luis Abreu, el maestro constructor, trajo de su casa un caldero que está “curado”. Les propuse ponerlo encima de la parrilla del barbacue, pero Maribel me dijo que confiaba más en dos blocks y lo desmontamos todo para complacerla. Cuando el caldo empezó a hervir, el olor debió llegar al Pico Duarte.
Estamos muy agradecidos de Luis y sus obreros. Son campesinos de la zona, muchachos que trabajan en la construcción porque ya “el campo no dá”. Eduard, Stanley, Campio, Deivi, el Menor y todos los que trabajaron desde la excavación y los cimientos hasta el acabado. 
Julio el Haitiano (nunca quise preguntarle su verdadero nombre) y sus compatriotas, que hicieron los caminos de lajas y levantaron los encaches. Robert, el ebanista, y su tropa de carpinteros. Gracias a ellos pudimos adaptar los muebles de la vieja cocina al nuevo espacio.
Han sido dos meses de duro trabajo. Más de una vez perdí los estribos o monté un berrinche. Por suerte ellos saben que soy bueno y como bueno me supieron aguantar. Debo confesar que, durante el proceso, nos ha pasado por la cabeza que hubiéramos querido hacer todo esto en el Paradero de Camarones o en El Cristo.
Es por eso que estamos doblemente agradecidos de República Dominicana, Encima de que nos permite hacer realidad nuestros sueños, soporta esas infidelidades. Hoy fue un día largo, larguísimo. Estoy feliz y exhausto. Ese raro estado de ánimo que te excita, pero no te deja moverte.
Todo empezó cuando Maribel subió cargada del pueblo y un olor, el más exquisito olor a leña y especias que alguien pueda imaginar, llegó hasta mí.

11 diciembre 2020

Feliz día, montañas

Viernes 11 de diciembre. Hoy debíamos volver a Santo Domingo, pero decidimos quedarnos hasta mañana. Como siempre, nos levantamos a las cinco. Cuando salí a saludar a los perros, comprobé que aún lloviznaba. La neblina era tan densa que apenas distinguía a Jack y Buck.
En la mañana traté de llegar al vivero en el buggie. Necesitamos más Philodendron Hope para debajo de la terraza (son muy resistentes a la falta de agua y luz), pero no pude pasar del pueblo. Compré en el mercado una lista que me hizo mi Cucha y volví con un aguacero torrencial pisándome los talones.
“¡Hoy es el Día Internacional de las Montañas!”, me dijo cuando llegué. En las montañas vive el 15% de la población mundial y se atesora el 50% de la diversidad biológica del planeta. La mitad de la humanidad se suple de agua dulce gracias a ellas. Es decir, que esa barrera que ellas suponen nos ha salvado.
He pasado toda mi vida entre dos islas y nunca he vivido a más de 24 kilómetros del mar (esa es la distancia que hay entre el Paradero de Camarones y Cienfuegos). Tengo 53 años y no creo que haya ido 53 veces a la playa. Siempre que lo he hecho, ha sido por iniciativa de otros.
En las montañas, sin embargo, siento lo mismo que debe sentir un lobo de mar en medio del océano. Al final de la tarde, exhaustos por un largo día de trabajo, Diana y yo nos sentamos frente a dos copas de vino. La neblina quiso que el momento fuera aún más especial y lo borró todo, salvo a nosotros.
Feliz día, montañas, gracias por permitirnos ser parte de ese 50% de la biodiversidad del mundo que vive por ustedes.

10 diciembre 2020

Nota informativa

Hace más de 24 horas que llueve sin parar en el Cibao. Hoy no le vimos la cara al sol. La neblina medió entre nosotros en todo momento. Aunque adelantamos algunos trabajos bajo techo, no fue mucho lo que avanzamos. Ahora solo nos quedan cinco días laborables. 
Esta jornada era clave, pero no nos damos por vencidos. Todavía creemos que podemos acabar antes de que Quintas del Bosque, el desarrollo inmobiliario donde está la Loma de Thoreau, ordene paralizar las obras de construcción hasta el 5 de enero.
Para colmo de complicaciones, mi Cucha me ha pedido que mueva tres lámparas en el comedor. Lo cual implica abrir hoyos en las vigas de madera, masillar, lijar y pintar de nuevo. Le propuse aplazar eso para enero, pero dijo que no con la cabeza y cambió de conversación. Eso quiere decir que no insista.
Ella tiene más confianza que yo en los guajiros del Paradero de Camarones. “Hagamos eso a primera hora de la mañana”, me dijo y se fue a disfrutar de sus azaleas, que con estas lluvias se han llenado de flores de un día para otro. “Estoy segura de que el viernes que viene todo estará listo”, recalcó.
Eso, traducido del idioma de Diana Sarlabous, quiere decir que no tengo alternativas. Continuaremos informando.

09 diciembre 2020

Stanley

Stanley no sabe quién es Tennessee Williams y no tiene ni la más remota idea de que, por las calles de Nueva Orleans, un personaje con su mismo nombre veía pasar a un tranvía llamado deseo. Stanley solo sabe que se llama igual que los martillos, niveles, escuadras y serruchos con los que trabaja.
Cuando mi padre murió, me enviaron desde Manicaragua un camión con sus pertenencias: el juego de cuarto que compró cuando se casó con mi madre, innumerables avíos de pesca, viejas revistas y dos cajas de herramientas. Casi todas eran Stanley y estaban impecablemente conservadas.
La inmensa mayoría de las herramientas que me he comprado en República Dominicana son Stanley. Cada vez que tomo un destornillador o desenfundo el taladro, pienso en mi padre y eso me hace feliz. Luego sigo sus rutinas, siempre los limpio cuidadosamente antes de guardarlos.
Hoy Stanley se fue cuando ya era de noche. Diana le pidió un último esfuerzo, para que dejara instalado el techo de la habitación que nos salió debajo de la cocina. Accedió con esa inefable amabilidad de los cibaeños. “Adió, doña, eso lo hago yo di una vé”, dijo y empezó a fijar la estructura.
Me encantaría contarle a Stanley de mi padre, del esmero con el que cuidaba de aquellas herramientas que tenían su mismo nombre. Eso me llevaría a Tennessee Williams y a Marlon Brando, gritándole a Stella en medio de la más dramática noche del teatro clásico norteamericano.
Pero al final solo se me ocurrió decirle que el martes celebraremos el final de la obra con un sancocho y Brugal Extra Viejo. Él, feliz, me dijo que “si Dió quiere, así será”. Cuando nos despedimos, me serví un ron sobre dos piedras de hielo y me puse a escribir las cosas que él desconoce. 
Esa es mi manera de agradecerle todo lo que sabe.

06 diciembre 2020

Pelos en el alambre

Los perros de Mario Dávalos y los míos pelean en la madrugada. Nunca se hacen daño, solo juegan a que libran encarnizadas batallas a través de las cercas. Una noche, sin embargo, sentí que todos estaban del mismo lado. Nunca supimos cómo los Dávalos habían entrado al territorio de los Venegas.
Luego, una tarde en que Diana y yo salimos a caminar por los senderos de Quintas del Bosque, Buck nos dio alcance. Buscamos en toda la cerca del frente, por donde suponíamos que se había escapado, y solo encontramos una pequeña brecha. “No fue por aquí, no”, nos advirtió Alito tajante.
Desconcertada, Diana le preguntó por qué estaba tan seguro. “No hay pelos en el alambre”, se limitó a responder. A pesar de que suelo confiar en su instinto de montero, esa vez le pedí que tapara el hoyo con un pedazo de malla. No puso objeciones, pero hizo el trabajo convencido de que era en vano.
—Todavía no hemos encontrado por donde se escapa Boss (así él llama a Buck) —me recordó ayer.
—No se ha vuelto a ir —alardeé.
—¡Bueh! —dijo mientras se encogía de hombros.
Hoy Diana y yo salimos a caminar otra vez y, al poco rato, Buck nos dio alcance. Volvimos a casa frustrados, pero decididos a encontrar la vía de escape. Diana se quedó adentro y yo salí silbando. No pudo resistir la tentación, corrió a la cerca del fondo y salto por un hoyo.
—¡Ya vi por donde es! —Me gritó Diana.
Al parecer fueron los perros de Mario, que en una de las peleas se lanzaron contra la cerca y abrieron un boquete. Alito tenía razón, el alambre estaba lleno de pelos. Ya sé lo que me va a decir mañana cuando le diga: “Adió, es que usted tiene que haceime caso”. Esas serán sus únicas palabras, antes de irse alicate en mano.

05 diciembre 2020

El sabor del casabe

La primera vez que probé el casabe no supe entender su sabor, el más sutil de todos los que se han producido en el Caribe. Los años noventa caían sobre Cuba con un peso que ningún cubano podría soportar. El derrumbe de un muro y la desaparición de un país nos dejaron en un total desamparo.
La madre de Bladimir Zamora, desde Bayamo, le había enviado una caja de comida que fuimos a buscar a la Estación Central. Cargamos con aquel embalaje atado con cabuyas por toda la calle Monserrate. Contenía arroz, frijoles (negros y colorados), harina de maíz, malanga y casabe. “¡Casabe!”, gritó el Bladi al descubrirlo.
No me supo a nada. En La Gaveta ya había probado por primera vez cosas tan “raras” para el Camilo Venegas de entonces como whisky, berberechos y pulpo al ajillo. Tanto el destilado como las conservas eran ayudas solidarias de Fidel Sendagorta (un diplomático español) que Bladi generosamente compartía.
En República Dominicana me volví a reencontrar con el casabe. De viaje por el Cibao, cuando laboraba como reportero para un diario, nos detuvimos en Monción para almorzar. Comimos cerdo asado sobre una torta de casabe. Recuerdo cada detalle la montaña que tenía enfrente cuando probé aquella delicia.
Como a Diana también le fascina el casabe, todas las semanas pongo al horno varias tortas con aceite de oliva y ajo. Solemos cenar eso con queso, embutidos y alguna fruta. Muchas veces, mientras horneo el casabe, me recuerdo en la calle Monserrate, cargando con aquella caja de víveres y sobrevivencia. 
El sabor del casabe, como muchos otros placeres, tuvieron que esperar por mí. En Cuba fui incapaz de entenderlos y de disfrutarlos. Ahora también me fascinan los berberechos y el pulpo al ajillo (¡o a la gallega!) ni se diga. El paladar, como el resto de los sentidos, necesita de libertades básicas para desarrollarse.

01 diciembre 2020

Las canciones que me salvaron

En el año 2000, cuando me quedé sin patria pero sin amo (para decirlo de la manera más simple posible), Andrés Calamaro me salvó incontables veces. Sus discos Honestidad brutal y El salmón no se bajaron nunca de mi carro.
Desde entonces no doy un paso sin tener una canción suya a mano. No existe otro músico (al menos en mi idioma) que me haya inspirado más en estos 20 años. Y no hablo de inspiración para escribir sino para vivir. 
Cuando era adolescente, Silvio Rodríguez fue eso mismo para mí. Pero de la manera más necia, él se encargó de traicionar cada cosa que inspiró (en mí y en muchos otros). No conozco un caso que me dé más pena. 
Calamaro, sin embargo, nunca se queda atrás, siempre se anticipa y, con una sagacidad desconcertante hasta para alguien que hace rock, se saca la respuesta correcta de la manga. Esta pequeña entrevista demuestra lo que digo.