Cuando construimos la primera cabaña de la Loma de Thoreau, que es donde vivimos, cada metro contaba. Como acabábamos de comprar el terreno y queríamos tener un lugar donde poder dormir lo antes posible, le pedimos al arquitecto Carlos Borrell que fuera estricto.
Aun así, seguimos quitamos elementos que no eran imprescindibles. En una última poda, eliminamos una terraza que nos permitiría caminar por los costados de la cabaña y apreciar mejor el paisaje. La decisión era dolorosa, pero necesaria para que el proyecto fuera viable en aquel momento.
Los días de las montañas, como la gente que las habita, avanzan lentos. Por eso a veces uno se siente como Alicia durante su caída en el pozo. Siempre tiene tiempo de sobra para mirar alrededor y hacerse preguntas. Las mías, a diferencias de las de Alicia, no siempre son sobre el futuro.
El pasado es un lugar que disfruto tanto como el presente o lo por venir. Hay lugares a los que siempre tengo deseos de volver. De ahí que la Loma de Thoreau para nosotros sea también un camino de regreso. Aquí yo vuelvo al Escambray y Diana a las montañas que dejó de ver en su infancia, el día que se subió a un tren nocturno y amaneció en el exilio.
Cuando le pedimos a Carlos Borrell que diseñara la nueva cocina, aprovechamos para recuperar la posibilidad de caminar alrededor de la cabaña. Ayer descubrí a Diana mirando desde su nueva terraza, con la misma obsesión de Alicia por los detalles. Recuperaba por fin la experiencia de la que tuvimos que privarnos al principio.
Ahora a ella, como al personaje de Carroll, le sobra tiempo para mirar.
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