Stanley no sabe quién es Tennessee Williams y no tiene ni la más remota idea de que, por las calles de Nueva Orleans, un personaje con su mismo nombre veía pasar a un tranvía llamado deseo. Stanley solo sabe que se llama igual que los martillos, niveles, escuadras y serruchos con los que trabaja.
Cuando mi padre murió, me enviaron desde Manicaragua un camión con sus pertenencias: el juego de cuarto que compró cuando se casó con mi madre, innumerables avíos de pesca, viejas revistas y dos cajas de herramientas. Casi todas eran Stanley y estaban impecablemente conservadas.
La inmensa mayoría de las herramientas que me he comprado en República Dominicana son Stanley. Cada vez que tomo un destornillador o desenfundo el taladro, pienso en mi padre y eso me hace feliz. Luego sigo sus rutinas, siempre los limpio cuidadosamente antes de guardarlos.
Hoy Stanley se fue cuando ya era de noche. Diana le pidió un último esfuerzo, para que dejara instalado el techo de la habitación que nos salió debajo de la cocina. Accedió con esa inefable amabilidad de los cibaeños. “Adió, doña, eso lo hago yo di una vé”, dijo y empezó a fijar la estructura.
Me encantaría contarle a Stanley de mi padre, del esmero con el que cuidaba de aquellas herramientas que tenían su mismo nombre. Eso me llevaría a Tennessee Williams y a Marlon Brando, gritándole a Stella en medio de la más dramática noche del teatro clásico norteamericano.
Pero al final solo se me ocurrió decirle que el martes celebraremos el final de la obra con un sancocho y Brugal Extra Viejo. Él, feliz, me dijo que “si Dió quiere, así será”. Cuando nos despedimos, me serví un ron sobre dos piedras de hielo y me puse a escribir las cosas que él desconoce.
Esa es mi manera de agradecerle todo lo que sabe.
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