2020 es un año que nadie se atreverá a olvidar. La pandemia hizo que muchas generaciones vivieran un mundo del que solo sabían por los libros de historia y algunos clásicos de la literatura universal. Pero por más que Daniel Defoe o Albert Camus nos prepararan para el confinamiento, el miedo y las muertes, fue muy difícil de asimilar.
Se dice que nunca más volveremos a vivir como vivimos hasta el 2019. Pero no todo en 2020 fue terrible, al menos para Diana y para mí. Es cierto que fue un año totalmente diferente al que habíamos planeado. Perdimos boletos de avión, reservas en hoteles y la posibilidad de conocer el verano de la laguna de Walden, en el bosque de Concord donde vivió Thoreau.
Tampoco pudimos volver, como queríamos, al lado francés de los Pirineos, donde Diana se proponía seguir buscando el rastro de los Sarlabous. Eso incluía, como ya era costumbre, una semana en Calella de Palafurgell, donde Renay y Elina. Iba a ser un año de constantes viajes. El mismo día que cerraron las fronteras dominicanas, Diana debía volar a Colombia.
A cambio de todo eso, tuvimos la posibilidad de no separarnos en 12 meses y de compartir los mismos metros cuadrados semana tras semana. Durante 365 días de aislamiento, pudimos comprobar que el modo de vida al que nos sometió la pandemia no está lejos de la que quisiéramos llevar siempre. Por eso nos concentramos en construir y sembrar en nuestra Loma.
El 18 de agosto de 1853 (Martí tenía meses de nacido), Henry David Thoreau advertía que la naturaleza nos incita y nos reprueba. “A qué tempranas alturas del año empieza a ser tarde”, se preguntaba. Hoy, 31 de diciembre de 2020, puedo asegurar que aún es temprano para nosotros. Si estamos juntos, siempre nos quedará tiempo. ¡Feliz 2021!
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